lunes, 28 de julio de 2008

"CAMBALACHE"

Tango - Música y Letra: Santos Enrique Discépolo, 1935


Que el mundo fue y sera' una porqueria, ya lo sé...


En el quinientos seis y en el dos mil también!


Que siempre ha habido chorros, maquiavelos y estafaos,


contentos y amargaos, valores y dublés...


Pero que el siglo veinte es un despliegue de maldad insolente


ya no hay quien lo niegue.


Vivimos revolcaos en un merengue


y en un mismo lodo todos manoseaos...


Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor..!


Ignorante, sabio, chorro, generoso o estafador!


Todo es igual!


Nada es mejor!


Lo mismo un burro que un gran profesor!


No hay aplazaos ni escalafón, los inmorales nos han igualao.


Si uno vive en la impostura y otro roba en su ambición,


da lo mismo que sea cura, colchonero,


rey de bastos, caradura o polizón...


Que falta de respeto, que atropello a la razón!


Cualquiera es un señor!


Cualquiera es un ladrón!


Mezclao con Stravinsky va Don Bosco y "La Mignon",


" Don Chicho" y Napoleón,


Carnera y San Martín...


Igual que en la vidriera irrespetuosa de los cambalaches


se ha mezclao la vida y herida por un sable sin remache


ves llorar la Biblia contra un calefón.


Siglo veinte, cambalache problemático y febril!


El que no llora, no mama, y el que no afana es un gil.


Dale nomás!


Dale que va!


Que allá en el horno nos vamo a encontrar!


No piensés mas, sentate a un lao.


Que a nadie importa si naciste honrao.


Que es lo mismo el que labura noche y dia, como un buey


que el que vive de los otros,


que el que mata o el que cura


o está fuera de la ley.



Puesto por Franco Rubbini

domingo, 27 de julio de 2008

El rey Arturo y sus caballeros - Merlín (I)

Cuando Uther Pendragon era rey de Inglaterra, recibió noticias de que su vasallo el duque de Cornualles, había perpetrado actos de guerra contra su reino. Entonces Uther ordenó al duque que compareciera en la corte acompañado de su esposa Igraine, famosa por su discreción y hermosura.

Cuando el duque se presentó ante el rey, los grandes señores del consejo concertaron las paces entre ambos, de modo que el monarca le brindó su amistad y hospitalidad. Entonces observó Uther a lady Igraine y comprobó que era tan bella cuanto su fama lo proclamaba. Se prendó de ella, la deseó y le suplicó que yaciera con él, pero Igraine era una esposa leal y rechazó su propuesta.

Habló en privado con su esposo el duque y le dijo: -Creo que no te mandaron llamar a causa de una transgresión. El rey ha planeado deshonrarte a través de mí. Por lo tanto te ruego, esposo mío, que evitemos este peligro y cabalguemos hacia nuestro castillo al caer la ncohe pues el rey no ha de tolerar mi negativa.

Y, según los deseos de lady Igraine, huyeron tan subrepticiamente que ni el rey ni el consejo notaron la fuga.

Cuando Uther descubrió que habían huido montó en cólera. Convocó a los señores y les refirió la traición del duque. Los nobles vieron y temieron su furia y aconsejaron al rey que despachara mensajeros ordenando al duque que él y su esposa regresaran en el acto pues dijeron:

-Si se niega a obedecerte, tendrás el deber y el derecho de hacerle la guerra y destruirlo.

Y así se hizo. Los mensajeros galoparon en pos del duque y volvieron con la lacónica respuesta de que ni él ni su esposa retornarían.

Entonces el airado Uther le envió un segundo mensaje aconsejando al duque que armara sus defensas porque en el lapso de cuarenta días el rey lo desalojaría del más fortificado de sus castillos.

Así advertido, el duque aprovisionó sus dos mejores fortalezas. Envió a Igraine al castillo de Tintagel, sobre los altos riscos a orillas del mar mientras él se disponía a defender Terabil, una fortaleza de gruesas murallas y muchas puertas e innúmeras entradas secretas.

El rey Uther reunió un ejército y marchó sobre el duque. Alzó sus tiendas en las cercanías del castillo de Terabil e inició el sitio. Muchos hombres perecieron durante los asaltos y la enconada defensa sin que ningún bando aventajara al otro, y al fin Uther cayó enfermo de furia y frustración por añoranza de la bella Igraine.

Entonces el noble caballero sir Ulfius fue a la tienda de Uther y lo interrogó con respecto a la índole de su enfermedad.

-Te lo diré -dijo el rey-. Estoy enfermo de furia y de amor y para eso no hay remedio alguno.

-Mi señor -dijo Ulfius- iré en busca de Merlín el mago. Ese hombre sabio y sagaz puede elaborar un remedio para dar contento a tu corazón.

Y sir Ulfius partió en busca de Merlín.

Este Merlín era un hombre sabio y sutil, con extraños y secretos poderes proféticos, capaz de esos trastornos de lo ordinario y lo evidente que reciben el nombre de magia. Conocía los tortuosos senderos de la mente humana y sabía además que un hombre simple y abierto es muy receptivo cuando algo misterioso lo confunde, y Merlín se complacía en el misterio. Así fue como el caballero sir Ulfius se encontró, como por casualidad, con un mendigo en harapos que le preguntó a quién buscaba.

El caballero no estaba habituado a que lo interrogaran gentes de tan baja ralea, y no se dignó responderle. Entonces el hombre en harapos rió y le dijo:

-No es necesario que me lo digas. Buscas a Merlín. No busques más. Yo soy Merlín.

-¿Tú...? Tú eres un mendigo -dijo sir Ulfius.

-También soy Merlín -dijo el mago, riéndose de su propia broma-. Y si el rey Uther me promete la recompensa que deseo, le daré cuanto anhela su corazón. Y la gracia que deseo redundará más en su honra y beneficio que en el mío.

Sir Ulfius, maravillado, declaró:

-Si es verdad lo que dices y tu demanda es razonable, puedo prometerte que la obtendrás.

-Entonces vuelve junto al rey; te seguiré tan rápido como pueda.

Sir Ulfius quedó satisfecho, volvió grupas y cabalgó a todo galope hasta que al fin llegó a la tienda donde Uther yacía enfermo, y le comunicó al rey que había encontrado a Merlín.

-¿Dónde está? -inquirió el rey.

-Mi señor -dijo Ulfius-, viene a pie. Llegará tan pronto como pueda. -Y en ese momento vio que Merlín estaba parado a la entrada de la tienda, y Merlín sonrió, pues le complacía causar asombro.

Uther lo vio y le dio la bienvenida y Merlín dijo con brusquedad: -Señor, conozco cada rincón de tu corazón y tu mente. Si estás dispuesto a jurar como rey ungido que me otorgarás cuanto deseo obtendrás lo que sé que anhela tu corazón.

Y tan grande era la ansiedad de Uther que juró por los cuatro Evangelistas cumplir con su promesa.

-Señor- dijo entonces Merlín-, este es mi deseo. La primera vez que hagas el amor con Igraine ella concebirá un hijo de tu sangre. Cuando nazca el niño, debes entregármelo para que yo haga con él mi voluntad. Pero prometo que esa voluntad obrará en favor de tu honra y en beneficio del niño. ¿Estás de acuerdo?

-Se hará como tu digas -dijo el rey.

-Entonces levántate y prepárate -dijo Merlín-. Esta misma noche yacerás con Igraine en el castillo de Titangel junto al mar.

-¿Cómo es posible? -preguntó el rey.

Y Merlín dijo: -Mediante mis artes la induciré a creer que tú eres su esposo el duque. Sir Ulfius y yo iremos contigo, aunque bajo el aspecto de dos de los caballeros de confianza del duque. Debo advertirte, no obstante, que cuando llegues al castillo hables lo menos posible para evitar que te descubran. Di que estás fatigado y enfermo y acuéstate de inmediato. Y en la mañana cuídate de levantarte hasta que yo venga en tu busca. Ahora prepárate porque Tintagel está a diez millas de aquí. Continúa...

John Steinbeck, El rey Arturo y sus caballeros

La taberna de la Historia (VI)


Judíos y marranos


Había que cerrar los ojos y olvidar. La última imagen que me quedaba al salir para las Indias es de las que no es fácil borrar de la memoria. Por las calles que van al puerto bajaban los judíos desterrados. Como si todo Cádiz se vaciara. Familias enteras, con solo lo que podía caber en un saco a las espaldas. Los cristianos que los veían salir callaban. Los conocían a todos, como pasa siempre en los pueblos. Les estaban debiendo a no pocos el vino, el aceite, el pan... Los que habían sido dueños del negocio hubieran podido decirles: Ya habremos de volver, y habréis de pagarnos con intereses... Pero no: miraban escrutando el mensaje de las nubes. Les brillaban unos ojos de vidrio. Cantaban en hebreo. Se les encendía la fe. Como si se movieran hacia la reconquista de la Casa Santa. Los niños, agarrados a las faldas de los padres. Recuerdo a un pobre músico a quien había oído dale que dale con el violín, llevando ahora el instrumento sobre el hombro. Sobre la corriente de los fugitivos se veía como una astilla empujada por la corriente. Algunos llevaban, colgando al cuello, la llave. Cuatro vueltas le habían dado a la cerradura, besado el bocallave y murmurado: Ésta es mi casa: algún día volveré a abrir las alas de la puerta... Antes de salir habían echado una última mirada, inventariado rosas y ganados. Era increíble pasar de la noche a la mañana a ser expulsados cuando por años habían estado cerca de los príncipes y les habían prestado en sus necesidades.

Quién llevaba un saco de libros y papeles, quién en una caja morteros, balanzas y retortas. Vi al rabí y a sus hermanos en religión con candelabros, vasos y ornamentos de la sinagoga vaciada. Como está esculpido en el arco de Roma el regreso de los guerreros, con los despojos del robo de la Casa Santa... Lo de Roma eran trofeos de ladrones. Ahora, los dueños fugitivos, salvando sus tesoros...

¿Y los que habían transado? ¿Los conversos de última hora? ¿Cómo iban a llamarlos? ¡¡¡marranos, marranos, marranos!!! Había que admirar a los que no cedieron... En Cádiz habían nacido sus padres, sus abuelos, aprendido las canciones de la infancia y los amores. Cádiz era tan suya como de moros y cristianos. Y se les hundía bajo los pies como barca tragada por el mar en la tormenta. En el alma les continuaban rondando las canciones que seguían a los del éxodo como perro al amo. Ahora sé que las canciones no han muerto en cinco siglos. Algunas mujeres prefirieron cargar jaulas de pájaros al hombro. Hasta dejar el gato se podía. Pero, ¿cómo no llevarse la música despertadora del canario? ¿Habrían pensado en estas cosas Isabel y Fernando cuando cedieron a la presión de los que impusieron la nueva ley? Quienes exigieron el edicto no fueron por amor a Cristo y a María, sino por salir de los dueños del negocio.

Yo era en Cádiz un aparecido. Había llegado últimamente para el asunto de preparar las naves, y mis tratos eran con banqueros y proveedores. Pero llegando a la gente menuda que trabajaba en el puerto, me acerqué a toneleros y panaderos, a mercaderes y sastres, a hortelanos de los contornos, a zapateros, vivanderos, carpinteros y mecánicos... que entraron en la corriente de los desterrados. No poco de lo que iba en la Santa María, en La Niña, en La Pinta, pasó antes por las manos de los fugitivos. Y yo ¿a qué viajaba? A ver la manera que se pudiera tener para la conversión de las Indias a nuestra santa fe, a nombre de sus Altezas que, como sus antecesores, muchas veces habían enviado a Roma a pedir doctores para que les enseñasen.

Estuve mirando no sé cuanto tiempo la marcha de los hebreos y por sentir otra cosa, volví la espalda, cambié de horizonte, me encaminé a la nave, entré de prisa, me eché la bendición, con un "ave María purísima" que se me ahogaba en la garganta, puse a trabajar a mis hombres. Quería apresurar el momento de izar las velas y salir al mar. Continúa...

Germán Arciniegas, La taberna de la Historia

martes, 15 de julio de 2008

El viejo y el mar (VI)

-Me hubiera gustado llevar a pescar al gran Di Maggio- dijo el viejo-. Dicen que su padre era pescador. Quizá fuera tan pobre como nosotros y comprendiera.

-El padre del gran Sisler no fue nunca pobre, y él, el padre, jugó en las Grandes Ligas cuando tenía mi edad.

-Cuando yo tenía tu edad estaba de marinero en un velero de altura que iba a África, y he visto leones en las playas al atardecer.

-Lo sé. Me lo ha contado.

-¿Hablamos de África o de beisbol?

-Mejor de beisbol -dijo el muchacho-. Hábleme del gran John J. Mc Graw.

-A veces, en los viejos tiempos, solía venir también a la Terraza. Pero era rudo y mal hablado y difícil cuando estaba bebido. No solo pensaba en la pelota, sino también en los caballos. Por lo menos llevaba listas de caballos constantemente en el bolsillo y con frecuencia pronunciaba nombres de caballos por teléfono.

-Era un gran entrenador -dijo el muchacho-. Mi padre cree que era el más grande.

-Porque es el que vino por aquí más veces-. Si Durocher hubiera seguido viniendo cada año, tu padre pensaría que él era el mejor entrenador.

-¿Quién es realmente el mejor entrenador, Luque o Mike González?

-Creo que son iguales.

-El mejor pescador es usted.

-No. Conozco otros mejores.

-Qué va -dijo el muchacho-. Hay muchos buenos pescadores y algunos grandes pescadores. Pero como usted ninguno.

-Gracias. Me haces feliz. Ojalá no se presente un pez tan grande que nos haga quedar mal.

-No existe tal pez, si está usted tan fuerte como dice.

-Quizá no esté tan fuerte como creo -dijo el viejo-. Pero conozco muchos trucos y tengo voluntad.

-Ahora debiera ir a acostarse para estar descansado por la mañana. Yo llevaré las cosas otra vez a la Terraza.-

-Entonces buenas noches. Te despertaré por la mañana.

-Usted es mi despertador -dijo el muchacho.

-La edad es mi despertador -dijo el viejo-. ¿Por qué los viejos se despertarán tan temprano? ¿Será para tener un día más largo?.

-No lo sé -dijo el muchacho-. Lo único que sé es que los chicos jóvenes duermen profundamente y hasta tarde.

-Lo recuerdo -dijo el viejo-. Te despertaré temprano.

-No me gusta que sea el patrón quien me despierte. Es como si yo fuera inferior.

-Comprendo.

-Duerma bien, viejo. (Continúa...)


Ernest Hemingway, El viejo y el mar

Animula, Vagula, Blandula (VI)

Estos criterios sobre el amor podrían inducir a una carrera de seductor. Si no la seguí, se debe sin duda a que preferí hacer, si no algo mejor, por lo menos otra cosa. A falta de genio, esa carrera exige atenciones y aun estratagemas para las cuales no me sentía destinado. Me fatigaban esas trampas armadas, siempre las mismas, esa rutina reducida a perpetuos acercamientos y limitada por la conquista misma. La técnica del gran seductor exige, en el paso de un objeto amado a otro, cierta facilidad y cierta indiferencia que no poseo, de todas maneras, ellos me abandonaron más de lo que yo los abandoné; jamás he podido comprender que pueda uno saciarse de un ser. El deseo de detallar exactamente las riquezas que nos aporta cada nuevo amor, de verlo cambiar, envejecer quizá, no se concilia con la multiplicidad de conquistas. Creí antaño que cierto gusto por la belleza me servía de virtud, inmunizándome contra las solicitaciones demasiado groseras. Pero me engañaba. El catador de belleza termina por encontrarle en todas partes, filón de oro en las venas más innobles, y goza, al tener en sus manos esas obras maestras fragmentarias manchadas o rotas, un placer de entendido que colecciona a solas una alfarería que otros creen vulgar. Para un hombre refinado, la eminencia en los negocios humanos significa un obstáculo más grave, pues el poder casi absoluto entraña riesgos de adulación o de mentira. La idea de que un ser se altera y cambia en mi presencia, por poco que sea puede llevarme a compadecerlo, despreciarle u odiarlo. He sufrido estos inconvenientes de mi fortuna tal como un pobre sufre los de su miseria. Un paso más y hubiera aceptado la ficción consistente en pretender que se seduce, cuando en realidad se domeña. Pero allí empieza el riesgo del asco o quizá la tontería.

Acabaríamos prefiriendo las simples verdades del libertinaje a las tan sabidas estratagemas de la seducción, si en aquellas no reinara también la mentira. Estoy pronto a admitir en principio que la prostitución puede ser un arte como el masaje o el peinado, pero me cuesta ya sentirme a gusto en manos del barbero o los masajistas. Nada puede ser más groseros que nuestros cómplices. En mi juventud me bastaba la mirada de reojo del tabernero que me reservaba el mejor vino, privando por lo tanto a algún otro de beberlo, para asquearme de las diversiones romanas. Me desagrada que una criatura se crea capaz de calcular y prever mi deseo, adaptándose mecánicamente a lo que presume ser mi elección. Este reflejo imbécil y deformado de mí mismo, que me ofrece en estos momentos un cerebro humano, me induciría a preferir los tristes efectos del ascetismo. Si la leyenda no exagera las extravagancias de Nerón y las sabias búsquedas de Tiberio, esos sabios consumadores de delicias, debieron de tener harto apagados los sentidos para procurarse un aparato tan complicado y un singular desprecio de los hombres para tolerar que se burlaran o aprovecharan así de ellos. Y sin embargo, si he renunciado casi a esas formas demasiado maquinales del placer, o me he negado a seguir adelante, lo debo a mi suerte más que a mi virtud incapaz de resistir a cosa alguna. Podría recaer con la vejez, como se recae en cualquier forma de confusión o de fatiga. La enfermedad y la muerte relativamente próximas me salvarán de la repetición monótona de los mismos gestos semejante al deletreo de una lección ya sabida de memoria.

De todas las felicidades que lentamente me abandonan, el sueño es una de las más preciosas y también de las más comunes. Un hombre que duerme poco y mal, apoyado en una pila de almohadones, tiene tiempo para meditar sobre esta voluptuosidad particular. Concedo que el sueño más perfecto sigue siendo casi por necesidad un anexo del amor: reposo reflejo reflejado en dos cuerpos. Pero lo que aquí me interesa es el misterio específico del sueño por el sueño mismo, la inevitable sumersión que noche a noche cumple osadamente el hombre desnudo, solo y desarmado, en un océano donde todo cambia, los colores y las densidades, y hasta el ritmo del aliento, y donde nos encontramos con los muertos. Lo que nos tranquiliza en el sueño es que volvemos a salir de él, y que salimos inmutables, pues una interdicción extraña nos impide traer con nosotros el residuo exacto de nuestros ensueños. También nos tranquiliza el que nos cure de la fatiga, pero esa cura temporaria se cumple por el más radical de los procedimientos, el de dejar de ser. Allí, como en otras cosas, el placer y el arte consiste en abandonarse conscientemente a esa bienhechora inconciencia, en aceptar ser sutilmente, más débil, más pesado, más liviano y más confuso que uno mismo. Volveré a referirme a la asombrosa población de los ensueños. Ahora prefiero hablar de ciertas experiencias de sueño puro, de puro despertar que rozan la muerte y la resurrección. Me esfuerzo para aprehender otra vez la exacta sensación de aquellos sueños fulminantes de la adolescencia, cuando uno se dormía vestido sobre los libros, arrancado de golpe de las matemáticas y el derecho, y sumido en lo hondo de un sueño sólido y pleno, tan henchido de energía sin empleo, que en él se saboreaba, por así decirlo, el puro sentido del ser a través de los párpados cerrados. Evoco los bruscos sueños sobre la tierra desnuda, en la floresta, al término de fatigosas cacerías el ladrido de los perros me despertaba o sus patas plantadas en mi pecho. Tan total era el eclipse que cada vez hubiera podido encontrarme siendo otro, y me asombraba -a veces me entristecía- el estricto ajuste que de tan lejos volvía a traerme a ese estrecho reducto de humanidad que era yo mismo. ¿Qué valían esas particularidades que tanto cuentan para nosotros si tan poco contaban para el libre durmiente, y si durante un segundo antes de retornar descontento a la piel de Adriano alcanzaba a saborear casi conscientemente a ese hombre vacío, a esa existencia sin pasado?

Marguerite Yourcenar, Memorias de Adriano

jueves, 3 de julio de 2008

Introducción general al estudio de las doctrinas hindúes (V)

La divergencia (parte final)

Hay que fijarse bien, sin embargo, en que el pensamiento griego es, a pesar de todo, en su esencia, un pensamiento occidental y que se encuentra ya en él entre algunas otras tendencias, el origen y algo así como el germen de las que se desarrollaron largo tiempo después en los occidentales modernos. No hay pues que llevar demasiado lejos el empleo de la analogía que acabamos de señalar; pero, mantenida dentro de justos límites puede todavía prestar servicios importantes a los que quieren comprender realmente la Antigüedad e interpretarla de la manera menos hipotética que sea posible, y por otra parte se evitará cualquier peligro si se tiene en cuenta todo lo que sabemos de perfectamente cierto sobre los caracteres especiales de la mentalidad helénica. En el fondo, las nuevas tendencias que se encuentran en el mundo grecorromano son sobre todo tendencias a la restricción y a la limitación, de manera que las reservas que hay que aportar en una comparación con el Oriente deben proceder casi exclusivamente del temor de atribuir a los antiguos del Occidente más de lo que en realidad pensaron; cuando comprobamos que tomaron algo al Oriente no hay que creer que se lo asimilaron por completo ni apresurarse a concluir que existe identidad de pensamiento. Se pueden establecer aproximaciones numerosas e interesantes, aproximaciones que no tienen equivalente en lo que se refiere al Occidente moderno, pero no es menos cierto que los modos esenciales del pensamiento Oriental son extremadamente distintos y que, sin salir de los cuadros de la mentalidad occidental, aun antigua, está uno condenado fatalmente a descuidar y desconocer los aspectos de este pensamiento oriental que son precisamente los más importantes y los más característicos.

Como es evidente que lo "más" no puede nacer de lo "menos", esta sola diferencia debería bastar, a falta de cualquier otra consideración, para mostrar de qué lado se encuentra la civilización que ha hecho aportaciones a las otras.

Para volver al esquema que indicamos más arriba, debemos decir que su defecto principal, inevitable por otra parte en cualquier esquema, es el de simplificar demasiado las cosas, representando la divergencia como creciendo de manera continua desde la Antigüedad hasta nuestros días. En realidad ha habido tiempos de detención en esa divergencia, y hasta ha habido épocas menos alejadas en que el Occidente recibió de nuevo la influencia directa del Oriente: queremos hablar sobre todo del período alejandrino y también del que los árabes aportaron a Europa en la Edad Media, y del cual una parte les pertenecía en propiedad, mientras que el resto había sido tomado de la India, su influencia es muy conocida en lo que se refiere al desarrollo de las matemáticas pero estuvo lejos de limitarse a este dominio particular. La divergencia surgió de nuevo en el Renacimiento, donde se produjo una ruptura muy neta con la época precedente y la verdad es que este pretendido Renacimiento fue una muerte para muchas cosas, aun desde el punto de vista de las artes pero sobre todo, desde el punto de vista intelectual, es difícil para un moderno percibir toda la extensión y todo el alcance de lo que se perdió entonces. El retorno a la Antigüedad clásica tuvo por efecto una disminución de la intelectualidad, fenómeno comparable al que había tenido lugar en otro tiempo entre los mismos griegos, pero con esta diferencia capital: que se manifestó entonces en el curso de la existencia de una misma raza, y no ya en el paso de ciertas ideas de un pueblo a otro; es como si estos griegos, en el momento en el que iban a desaparecer enteramente, se hubiesen vengado de su propia incomprensión imponiendo a toda una parte de la humanidad los límites de su horizonte mental. Cuando a esta influencia se agregó la de la Reforma, que por lo demás no fue del todo independiente, las tendencias fundamentales del mundo moderno se establecieron con precisión; la Revolución, con todo lo que representa en diversos dominios y que equivale a la negación de toda tradición, debía ser la consecuencia lógica de su desarrollo. Pero no tenemos que entrar aquí en el detalle de todas estas consideraciones, lo que podría llevarnos demasiado lejos; no tenemos la intención de hacer especialmente la historia de la mentalidad occidental, sino solo decir lo que es necesario para hacer comprender lo que la diferencia profundamente de la intelectualidad oriental. Antes de completar lo que tenemos que decir a este respecto de los modernos, necesitamos todavía volver a los griegos, para precisar lo que no hemos hecho más que indicar hasta aquí de manera insuficiente, y para desbrozar el terreno, en ciero modo, explicándonos con bastante precisión para poner término a ciertas objeciones que es muy fácil prever.

No agregaremos por el momento sino una palabra en lo que concierne a la divergencia del Occidente con relación al Oriente: esta divergencia ¿continuará aumentando indefinidamente? las apariencias podrían hacerlo creer y, en el estado actual de las cosas, esta cuestión es seguramente de aquellas sobre las cuales se puede discutir pero, sin embargo, en lo que a nosotros se refiere, no pensamos que esto sea posible; daremos las razones en nuestra conclusión. (Final del capítulo)

René Guenon, Introducción general al estudio de las doctrinas hindúes

Los crímenes de la rue Morgue (V)

Mantuvo usted sus ojos fijos en el suelo, mirando con expresión irritada los agujeros y roderas en el pavimento (así que supe que todavías seguía pensando en los adoquines9 hasta que alcanzamos la pequeña callejuela llamada La Martine, que ha sido pavimentada experimentalmente con tarugos superpuestos y remachados. Allá su semblante se iluminó y, observando que sus labios se movían, pude percibir sin duda alguna que murmuraba usted la palabra "estereotomía", un término muy pretensiosamente aplicado a este tipo de pavimento. Sabía que usted no podía pronunciar para sí mismo la palabra "estereotomía" sin verse conducido a pensar en los átomos, y así en las teorías de Epicuro; y puesto que, cuando hablamos de este tema no hace mucho tiempo, yo le mencioné lo singularmente, aunque no se le haya prestado mucha atención, que las vagas suposiciones de ese notable griego han hallado su confirmación en la reciente cosmogonía nebular, tuve la sensación que usted no podía evitar alzar la vista hacia la gran nebulosa de Orión, y ciertamente esperé que lo hiciera. Alzó usted la vista, y eso me dio la seguridad de que había seguido correctamente sus pasos. Pero en esa amarga tiradé sobre Chantilly que apareció en el "Musee" de ayer, el escritor satírico haciendo algunas irónicas alusiones al cambio de nombre del zapatero remendón al pasarse a la tragedia, citó un verso latino sobre el que hemos conversado a menudo. Me refiero al verso

Perdidit antiquum litera prima sonum

que le dije que se refería a la palabra Orión, anteriormente escrita Urion; y, por algunas discusiones relativas a esta explicación, estuve seguro de que usted no la había olvidado. Resultaba claro, pues, que usted no dejaría de combinar las dos ideas de Orión y Chantilly. Que usted las combinaría lo vi por el carácter de la sonrisa que pasó por sus labios. Pensó usted en la inmolación del pobre zapatero. Hasta ese momento había estado andando usted algo encorvado; pero ahora lo vi enderezarse hasta adquirir toda su altura. Entonces estuve seguro de que estaba reflexionando en la diminuta figura de Chantilly. En este punto interrumpí sus meditaciones para observar que, de hecho, ese Chantilly era un hombre muy bajo y que estaría mejor en el Théatre des Varietés.

No mucho después de esto, estábamos revisando una edición de la tarde de la Gazette des Tribunaeux cuando los siguientes párrafos llamaron nuestra atención:

"CRÍMENES EXTRAORDINARIOS. - Esta madrugada, hacia las tres, los habitantes del Quartier Saint-Roch fueron despertados de su sueño por una sucesión de aterrorizados chillidos, que brotaban al parecer del cuarto piso de una casa de la rue Morgue, cuyos únicos ocupantes se sabía que eran una tal madame L'Espanaye y su hija mademoiselle Camille L'Espanaye. Con un cierto retraso, ocasionado por un infructuoso intento de conseguir entrar a la manera habitual, se forzó la puerta con una palanca y entraron ocho hombres del vecindario acompañados por dos gendarmes. Por aquel entonces los gritos habían cesado; pero mientras el grupo subía precipitadamente el primer tramo de las escaleras, pudieron distinguirse dos o más voces broncas que hablaban en tonos furiosamente contenidos y que parecían proceder de la parte superior de la casa. Cuando se alcanzó el segundo piso esos sonidos también habían cesado, y todo permanecía en un perfecto silencio. El grupo se dispersó y se apresuró de habitación en habitación. Cuando llegaron a un amplio dormitorio posterior en el cuarto piso (cuya puerta, que estaba cerrada con llave y con la llave puesta dentro, tuvo que ser forzada), el espectáculo que se ofreció a todos los ojos inundó a todo el mundo de asombro y horror.

"El apartamento estaba sumido en el más salvaje desorden, con los muebles rotos y arrojados en todas direcciones. Solo se mantenía en pie el armazón de una cama; y de éste la cama había sido arrancada y arrojada en mitad del suelo. Sobre una silla había una navaja manchada de sangre. En la chimenea había dos o tres largos y gruesos mechones de canoso pelo humano, también manchados de sangre, y que parecían haber sido arrancados de raíz. En el suelo se hallaron cuatro napoleones, un pendiente de topacio, tres cucharas grandes de plata, tres más pequeñas de métal d'Alger y dos pequeñas bolsas que contenían casi cuatro mil francos en oro. Los cajones de la cómoda, situada en un rincón estaban abiertos, y al parecer habían sido saqueados, aunque todavía había muchos artículos en ellos. Debajo de la cama (no debajo del armazón) se descubrió una pequeña caja fuerte de hierro. Estaba abierta, con la llave aun en la puerta. No contenía nada excepto algunas cartas viejas y otros papeles de escasa importancia.

"No se hallaron huellas de madame L'Espanaye, pero se apreció una cantidad inusual de hollín en la chimenea, por lo que se ordenó una búsqueda en ella y (¡resulta horrible relatarlo!) de allí se extrajo el cadáver cabeza abajo de la hija que había sido forzado hacia arriba por la estrecha abertura hasta una distancia considerable. El cuerpo estaba todavía caliente. Su examen mostró algunas escoriaciones, sin duda ocasionadas por la violencia con la cual había sido empujado hacia arriba y la fuerza que se necesitó para sacarlo. El rostro mostraba varios y profundos arañazos y en la garganta tenía una serie de contusiones oscuras y profundas marcas de uñas, como si la fallecida hubiera sido estrangulada hasta morir.

"Tras una minuciosa investigación de cada rincón de la casa sin descubrir nada más, el grupo se encaminó a un pequeño patio pavimentado en parte de atrás del edificio, donde se halló el cadáver de la vieja dama con la garganta cortada de tal modo que, al intentar levantarlo la cabeza se desprendió del resto del cuerpo. Éste, así como la cabeza estaba terriblemente mutilado hasta el punto de conservar apenas una apariencia humana.

"Por todo lo que sabemos, todavía no se tiene el más ligero indicio que permita resolver este horrible misterio". Continúa...

Edgar Allan Poe, Narraciones extraordinarias

La desprestigiada herencia de Cervantes (V)

9. La unificación de la historia del planeta, ese sueño humanista que Dios con maldad ha permitido que se llevara a cabo, va acompañada de un vertiginoso proceso de reducción. Es cierto que las termitas de la reducción carcomen la vida humana desde siempre: incluso el más acendrado amor acaba por reducirse a un esqueleto de recuerdos endebles. Pero el carácter de la sociedad moderna refuerza monstruosamente esta maldición: la vida del hombre se reduce a su función social; la historia de un pueblo, a algunos acontecimientos que, a su vez, se ven reducidos a una interpretación tendenciosa; la vida social se reduce a la lucha política y esta a la confrontación de dos únicas grandes potencias planetarias. El hombre se encuentra en un auténtico torbellino de la reducción donde el "mundo de la vida" del que habla Husserl se oscurece fatalmente y en el cual el ser cae en el olvido.

Por tanto, si la razón de ser de la novela es la de mantener el "mundo de la vida" permanentemente iluminado y la de protegernos contra el "olvido del ser", ¿la existencia de la novela no es hoy más necesaria que nunca?

Sí, eso me parece. Pero, desgraciadamente afectan a la novela las termitas de la reducción que no solo reducen el sentido del mundo sino también el sentido de las obras. La novela (como toda la cultura) se encuentra cada vez más en manos de los medios de comunicación; éstos, en tanto que agentes de la unificación de la historia planetaria amplían y canalizan el proceso de reducción; distribuyen en el mundo entero las mismas simplificaciones y clichés que pueden ser aceptados por la mayoría, por todos, por la humanidad entera. Y poco importa que en sus diferentes órganos se manifiesten los diversos intereses políticos. Detrás de esta diferencia reina un espíritu común. Basta con ojear los periódicos políticos norteamericanos o europeos tanto los de la izquierda como los de la derecha, del Time al Spiegel todos tienen la misma visión de la vida que se refleja en el mismo orden según el cual se compone su sumario, en las mismas secciones, las mismas formas periodísticas, en el mismo vocabulario y el mismo estilo, en los mismos gustos artísticos y en la misma jerarquía de lo que consideran importante y lo que juzgan insignificante. Este espíritu común de los medios de comunicación disimulado tras su diversidad política, es el espíritu de nuestro tiempo. Este espíritu me parece contrario al espíritu de la novela.

El espíritu de la novela es el espíritu de la complejidad. Cada novela dice al lector: "las cosas son más complicadas de lo que tú crees". Esta es la verdad eterna de la novela que cada vez se deja oir menos en el barullo de las respuestas simples y rápidas que preceden a la pregunta y la excluyen. Para el espíritu de nuestro tiempo tiene razón Ana o tiene razón Karenin, y parece molesta e inútil la vieja sabiduría de Cervantes que nos habla de la dificultad de saber y de la inasible verdad.

El espíritu de la novela es el espíritu de la continuidad: cada obra es la respuesta a las obras precedentes, cada obra contiene toda la experiencia anterior de la novela. Pero el espíritu de nuestro tiempo se ha fijado en la actualidad, que es tan expansiva, tan amplia que rechaza el pasado de nuestro horizonte y reduce el tiempo al único segundo presente. Metida en este sistema, la novela ya no es obra (algo destinado a perdurar, a unir el pasado al porvenir), sino un hecho de actualidad como tantos otros, un gesto sin futuro.


10. ¿Quiere decir esto que, en el mundo "que ya no es el suyo" la novela desaparecerá? ¿Que va dejar a Europa hundirse en "el olvido del ser"? ¿Que solo quedará la charlatanería sin fin de los grafómanos, novelas de después de la historia de la novela ? No lo sé. Solo creo saber que la novela ya no puede vivir en paz con el espíritu de nuestro tiempo: si todavía quiere seguir descubriendo lo que no está descubierto, si aún quiere progresar en tanto que novela, no puede hacerlo sino en contra del progreso del mundo.

La vanguardia ha visto las cosas de otro modo; estaba poseída por la ambición de estar en armonía con el porvenir. Los artistas vanguardistas crearon obras, cierto es, realmente valientes, difíciles, provocadoras, abucheadas, pero las crearon con la certeza de que "el espíritu del tiempo" estaba con ellos y que, mañana, les daría la razón.

Antaño, yo también consideré que el porvenir era el único juez competente de nuestras obras y de nuestros actos.

Solo más tarde comprendí que el flirteo con el porvenir es el peor de los conformismos, la cobarde adulación del más fuerte. Porque el porvenir es siempre más fuerte que el presente. Él es el que, en efecto, nos juzgará. Y por supuesto sin competencia alguna.

Pero, si el porvenir no representa un valor para mí, ¿a quién o a qué me siento ligado?: ¿a Dios? ¿a la patria? ¿al pueblo? ¿al individuo?

Mi respuesta es tan ridícula como sincera: no me siento ligado a nada salvo a la desprestigiada herencia de Cervantes. Final del capítulo.


Milan Kundera, El arte de la novela