miércoles, 28 de octubre de 2009

Carta al Greco (II) - Por Niko Kazantzakis


¿A quién confiar mis alegrías y mis penas, las secretas pasiones quijotescas de mi juventud, más tarde el choque áspero con Dios y con los hombres, y por fin el salvaje orgullo de la vejez que arde, pero se niega, hasta la muerte, a convertirse en cenizas? ¿A quién contaré, cuántas veces, al escalar con pies y manos la pendiente de Dios, he resbalado y caído y cuántas veces me he erguido, cubierto de sangre, para volver a trepar? ¿Dónde encontrar un alma sacudida por mil golpes, pero indomable, como la mía para confesarme a ella?


Aprieto con calma, con compasión, un terrón de tierra cretense en mi mano. Siempre la tuve conmigo, a lo largo de todos mis caminos errantes y en las grandes angustias la apreté en mi mano y mi mano adquiría fuerza, gran fuerza, como si estrechara la mano de un amigo querido. Pero ahora que el sol se ha puesto y ha concluido la jornada de trabajo ¿qué puedo hacer con esa fuerza? No la necesito. Guardo esta tierra de Creta y la apreto con una dulzura, una ternura y un reconocimiento inexpresables. Es como si apretara entre mis manos, como para despedirme, la garganta de una mujer amada. Eso es lo que he sido eternamente, eso lo que eternamente seré. Ha pasado como un relámpago el instante en que tú, salvaje tierra de Creta, has estado de turno, y en que llegaste a ser un combatiente.


¡Qué lucha, qué angustia, qué persecución del feroz devorador de hombres, qué fuerzas peligrosas, celestiales o satánicas, detentan este puñado de tierra! Amasada con sangre, sudor y lágrimas, se ha convertido en barro, en hombre, ha seguido el camino ascendente para llegar -¿llegar adónde? Este hombre escalaba jadeante la mole tenebrosa de Dios, tendía las manos, buscaba, buscaba siempre y ansiaba hallar su rostro.


Y cuando, ya en los últimos años, desesperado, sintió que esta mole tenebrosa no tenía rostro ¡cuán grande fue su lucha, cargada de imprudencia y terror, para esculpir la cumbre tosca y darle un rostro -su rostro!


Pero ahora la jornada de trabajo ha terminado, recojo mis herramientas. Que vengan otros puñados de tierra a continuar la lucha. Nosotros los mortales formamos el ejército de los inmortales, nuestra sangre es roja como el coral y levantamos una isla del abismo.


Así se construyó Dios. Yo coloqué mi pequeño guijarro rojo, una gota de sangre para afirmarlo e impedir que perezca, para que él me afirmase y no me dejara morir. He cumplido mi deber.


¡Adiós!



Continuará...

Niko Kazantzakis, Carta al Greco

viernes, 23 de octubre de 2009

El rey Arturo y sus caballeros (XII)

-Es un día, un día como cualquier otro. Es tu alma la que está negra y turbulenta, mi señor.





Y mientras hablaban, llegaron los palafreneros con caballos de refresco, y el rey y Merlín montaron y se dirigieron a Carleon. Bajo el cielo tenebroso los hostigó una lluvia acerada y huraña. En cuanto pudo el atribulado monarca llamó a sir Ector y a sir Ulfius y los interrogó con respecto a su cuna y ascendencia. Le dijeron que el rey Uther Pendragon era su padre, e Igraine su madre.


-Eso es lo que me dijo Merlín -asintió Arturo-. Mandadme a Igraine. Debo hablar con ella. Y si tanto bien dice ella que es mi madre, no podré menos que creerle.



La reina fue llamada sin tardanza y acudió acompañada por su hija Morgan le Fay, una dama de extraordinaria hermosura. El rey Arturo las recibió y les dio la bienvenida.

Cuando estuvieron en el gran salón con toda la corte y todos los vasallos sentados en las largas mesas, sir Ulfius se incorporó e interpeló a la reina Igraine en alta voz, para que todos pudieran oirlo:


-Sois una dama indigna -exclamó-. Habéis traicionado al rey.


-Cuidado con lo que dices -dijo Arturo-. Haces una acusación seria, de la que no podrás retractarte.


-Mi señor, me doy perfecta cuenta de lo que digo -dijo Ulfius-, y aquí está mi guante para retar al varón que me contradiga. Acuso a la reina Igraine de ser la causa de tus tribulaciones, la causa del descontento y la rebelión que cunden en tu reino y la verdadera causa de la terrible guerra. Si mientras vivía el rey Uther, ella hubiese admitido que era tu madre, las tribulaciones y mortíferas guerras no habrían sobrevenido. Tus súbditos y tus barones nunca han estado seguros de tu parentesco ni han creído del todo en tu derecho al trono. Pero si tu madre se hubiese prestado a padecer un poco de vergüenza por tu causa y la causa del reino, no habríamos sufrido tantos desastres. Por lo tanto, la acuso de deslealtad hacia ti y hacia el reino, y estoy dispuesto a luchar contra cualquiera que opine lo contrario.


Todas las miradas se volvieron a Igraine, quien estaba sentada al lado del rey. La reina guardó silencio un instante sin alzar los ojos. Luego irguió el rostro y habló gentilmente:


-Soy una mujer solitaria y no puedo luchar por mi honra. ¿Hay acaso algún hombre capaz de defenderme? Esta es mi respuesta a esa acusación. Bien sabe Merlín, y también sir Ulfius como el rey Uther vino a mí, merced a los artificios mágicos de Merlín, bajo el aspecto de mi esposo, quien había muerto tres horas antes. Esa noche concebí un hijo del rey Uther y al decimotercer día me desposó y convirtió en su reina. Por mandato de Uther el niño me fue arrebatado al nacer y fue entregado en manos de Merlín. Nunca me dijeron qué se había hecho de él, y nunca supe su nombre, nunca vi su cara ni supe de su suerte. Juro que digo la verdad.


Entonces sir Ulfius se volvió hacia Merlín.


-Si la reina dice la verdad, eres más culpable que ella.


-Tuve un hijo de mi señor el rey Uther -dijo la reina-, pero nunca supe qué le había ocurrido... jamás.


Luego el rey Arturo se incorporó y se dirigió a Merlín. Tomándolo de la mano lo condujo frente a la reina Igraine y le preguntó con serenidad:


-¿Esta mujer es mi madre?


A lo cual Merlín respondió:


-En efecto, mi señor. Es tu madre.


Entonces el rey Arturo abrazó a su madre y la abrazó llorando, y ella lo consolaba. Al cabo de un rato el rey irguió la cabeza y sus ojos centellearon. Proclamó que se realizaría una fiesta para celebrarlo, una fiesta que duraría ocho días.

Continuará...

John Steinbeck, El rey Arturo y sus caballeros

miércoles, 21 de octubre de 2009

Mi testamento filosófico (VII)


De cómo Blaise Pascal vino a mi cabecera a interrogarme sobre mis razones para creer en Dios (V)













-Guitton, usted distingue lo Absoluto que es Dios y lo Absoluto que no sería Dios. Ése es su primer paso. ¿Cuál sería el segundo?

-Esto, Pascal: afirmo que todo el mundo admite lo Absoluto.

-¿Es verdaderamente cierto?

-Se demuestra por una inducción perfecta. Tome una después de la otra todas las escuelas de pensadores que podríamos creer ateos y observe que ellos admiten lo Absoluto. Los materialistas conciben la materia como un Absoluto inengendrado e imperecedero, o como un Devenir eterno, o como una muerte Inmortal, o también como una Vida universasl, o una naturaleza infinita, pero siempre como un principio primero, radical e irreductible a ninguna otra cosa: lo Absoluto. En cuanto a los idealistas, reducen la materia a no ser más que un correlato del espíritu, y entonces para ellos el Espíritu, o el Yo, o la Razón son como lo Absoluto.

-Y para terminar, Guitton, ¿qué opina usted de los escépticos?

-Vacilan entre varias ideas de lo Absoluto. Eso prueba que no vacilan sobre lo absoluto en sí mismo.

-¿Hay otras clases de candidatos al ateísmo?

-No, Pascal.

-Entonces, la inducción es perfecta. Pero me queda una duda referente al escéptico. ¿Y si él dudara verdaderamente de lo Absoluto, en vez de vacilar simplemente entre varias ideas de lo Absoluto?

-Si ése fuera el caso, Pascal, él admitiría además la hipoótesis de que pueden subsistir más que la ilusión del ser y de la nada. Eso sería el nihilismo.

-Pero, en este último caso, Guitton, ya no habría Absoluto.

-Al contrario. La nada tomaría de inmediato una mayúscula y estaríamos en presencia de una metafísica nihilista donde lo Absoluto sería concebido como Nada. Una Nada que no sería nada y que probablemente no sería lo que entendemos buenamente por esa palabra.

-Y, en consecuencia, todo el mundo admite lo Absoluto. Pero, perdóneme, mi querido Guitton, tengo otra duda. ¿Y los que rechazan lo Absoluto? ¿Qué piensa usted?

-Hay que distinguir. O bien se han rebelado contra lo Absoluto, y por lo tanto lo admiten como real, sin querer empero amarlo u obedecrlo (primer caso); o bien se imaginan que su rechazo podría impedir al Absoluto ser, y en tal caso imaginan su voluntad como un Absoluto que sería Voluntad con mayúscula. Por consiguiente, admiten también como real un Absoluto: la Voluntad (segundo caso); o bien (tercer caso) quieren simplemente que no haya Absoluto, pero entonces, o es un deseo ineficaz y volvemos al primer caso, o es más que eso y volvemos al segundo.


-Me gusta. Ahora estoy de acuerdo con usted: todo el mundo admite lo Absoluto. Éste era su segundo tiempo. ¿Pero tenemos razón en admitir ese Absoluto que todos admitimos? Éste debe ser su tercer tiempo.

-Lo será, Pascal, si Dios me da vida.

-Esperémoslo, tanto más porque después será necesario todavía que se pare sobre sus pies y nos muestre de qué manera todo esto nos conduce a creer en Dios. Pero dígame ya, ¿por qué tendríamos razón en admitir ese Absoluto, que todos admitimos?

-Con mucho gusto. Todos lo admitimos. Por consiguiente, si estuviésemos equivocados al admitirlo, todos estaríamos equivocados.

-Bien lo sé, Guitton, ¿pero acaso es imposible tener un consentimiento universal erróneo?

-Aguarde. Usted pregunta si todos tenemos razón en admitir lo Absoluto. Pero, para tener razón, hace falta todavía tener una razón en marcha. ¿Sería ese el caso si no lo admitiéramos? Pascal, sin la idea de la verdad, ¿qué es la razón?

-Un pescado en la arena, Guitton, un pescado en la arena. Y ya veo cómo usted va a agrandar su ventaja. Pues, sin la acción profunda y oculta de esa idea de lo Absoluto, ¿en qué se convertiría la idea de la verdad?

-En algo más blando, mi querido Pascal, que los relojes de bolsillo en las pinturas de Salvador Dalí, incapaz de servir de norma al avance del espíritu. Pero hay que reflexionar un poco para convencerse de ello.

-Por lo tanto, Guitton, si resumo bien su pensamiento: sin idea de Absoluto no hay idea-fuerza de verdad, y sin idea-fuerza de verdad no hay razón en marcha. Es decir, no hay razón que no albergue de algún modo una idea de Absoluto y que no funcione gracias a ella. Pero esa idea de Absoluto, ¿no podría ser más que una estructura de nuestra razón? En ese caso, ¿lo real y lo Absoluto no serían incognoscibles?

-Ilusión. Cuando pensamos así, Pascal, rechazamos cierta idea de Absoluto, que se vuelve en efecto incognoscible y hasta absurda, pero solo para plantear otra de inmediato.

-Exacto. En este caso, Guitton, lo que llamamos nuestra razón adquiriría en el acto una mayúscula y sería para nosotros lo Absoluto.

-Completamente. Basta reflexionar sobre el propio pensamiento para darse cuenta de ello. ¿Pero cómo hacérselo comprender a quien no reflexiona?

En suma, Guitton: o bien tenemos razón en admitir lo Absoluto, o bien nos equivocamos al admitirlo, pero aun en ese caso todavía tendríamos razón en admitirlo. Por consiguiente, en todos los casos tenemos razón en admitirlo.

-Es exactamente eso.

-¿Pero, si a pesar de todo, nos equivocáramos absolutamente al admitirlo?

-En ese caso volveríamos a la filosofía nihilista y por lo tanto seguiríamos teniendo razón al admitirlo.

-¡Guitton, usted es diabólico!


-¡Vaya! ¿usted también me lo dice?

-¿Le asombra?

-¡Oh, no!... Ya nada me asombra.

Y callamos.


Continuará...

Jean Guitton, Mi testamento filosófico

lunes, 19 de octubre de 2009

La taberna de la Historia (XVII)



El escogido de Dios




Como lo escribí, tengo que repetirlo ahora -dijo Colón-. A mí de nada me sirvieron los mapamundis: sencillamente se cumplieron en mí las profecías. Yo mismo me asombré siempre de que a un extranjero, hijo de un lanero de Génova, estuvieran conversándole y escribiéndole o que recibiera cartas del rey de Castilla o teniendo correspondencia con el Papa. ¿Por qué? Los caminos de Dios... No hay sino que leer las Escrituras y ver cómo el Señor escogía los reyes de entre los pastores. Al rey Fernando se lo escribí muchas veces, y si no, que se vea esta carta que le envié poco antes de mi muerte. "Dios Nuestro Señor milagrosamente me envió porque yo sirviese a Vuestra Alteza, dije milagrosamente, porque fui al rey de Portugal, que entendía en el descubrir más que otro. Él le atajó la vista, oídos y todos los sentidos... En catorce años no le pude hacer entender lo que yo dije...". Así era. Fue cosa del Señor que un rey que sabía menos que el de Portugal, y un forastero desgraciado, vinieran a ser, para el descubrimiento, los escogidos del Señor.

Yo sabía más que los grandes de Salamanca... Ellos tenían cientos de libros, toda la ciencia ordenada en una biblioteca como apenas la de Alejandría... ¡y yo supe lo que ellos ignoraban! Sin mapamundis, sin manuscritos, sin bibliotecas... Ellos habían aprendido en años y en mil tratados cómo era la Tierra en la mitad del universo. Yo lo supe en una hora en Imago mundi de Pedro Aliaco. ¿Quién me puso en las manos el libro? ¿Quién me señaló el párrafo? El Señor, con el dedo. Y se me grabó en la memoria. Puedo repetirlo hoy como hace quinientos años: "Los filósofos colocan la esfera del fuego debajo de la luna: es allí donde el fuego es más puro, invisble a causa de su sutileza. Así como el agua es más limpia que la tierra, y el aire más limpio que el agua, el fuego es más sutil y claro que el aire, y el cielo más sutil o más claro que el fuego, con excepción de las estrellas que son las partes más densas: por eso las estrellas son lúcidas y visibles...

"Luego tenemos la esfera del aire que rodea el agua y la tierra. Comprende tres zonas: la una -la suprema que confina con el fuego- donde no hay vientos, ni lluvias, ni rayos, ni fenómenos semejantes. Se piensa que ciertas montañas como el Olimpo llegan a esas zonas, y según Aristóteles es allí donde se forman los cometas. Además, la esfera del fuego, como la zona más alta del aire, y los cometas que en ella se forman, hacen su revolución en el mismo sentido que el cielo, es decir, de oriente a occidente."

Podría seguir repitiendo páginas enteras que el Señor no solo puso en mis manos sino dejó en mi mente como cincelada cada palabra en una piedra. Yo sabía de la formación de las nubes y de las zonas donde habitan las aves y del mundo maravilloso de los peces y de los eclipses y las tempestades... ¡Y de la distancia que de Cádiz a Japón! ¡Todo en Imago mundi de Pedro Aliaco! Si algo había que rectificar, el Señor me señalaba para que yo lo hiciera. Yo hablaba con Él y hasta en mi firma, pirámide de letras misteriosas, se ven las cábalas de que nos valíamos el Señor y yo para guardar el secreto de nuestro diálogo. Los reyes lo sabían. Yo se lo dije a ellos siempre. Pensarán muchos que fue soberbia mía decir que yo les regalé las Indias... Sí, se las regalé. Escribí en mi testamento: "El rey y la reina, nuestros Señores, cuando yo les serví con las Indias, digo serví, que parece que yo, por la voluntad de Dios Nuestro Señor se las di, como cosa que era mía. Puédolo decir, porque importuné a Sus Altezas por ellas, las cuales eran ignoradas... Sus Altezas no gastaron ni quisieron gastar por ello salvo cuento de maravedís, y a mí me fue necesario gastar el resto...".

He ahí la raíz de mis pleitos. Descubrí lo que no habían soñado los reyes, y ahora no me pagaban ni lo más corto de lo fijado en las capitulaciones. Una vez, en el desastre que hizo naufragar las naves del cuarto viaje, después de mucho llorar me quedé dormido. Entonces el Señor se me apareció y me dijo: "Oh estulto y tardo en creer y servir a tu Dios. Dios de todos ¿qué hizo Él más por Moisés o por David, su siervo? Desque naciste tuvo Él de ti muy grande cargo. Cuando te vio en edad de que Él fue contento, maravillosamente hizo sonar tu nombre en la tierra. Las Indias que son parte del mundo, tan ricas, te las dio por tuyas; tú las repartiste donde te plugo, y te dio poder para ello...".

Son palabras del Señor. Tal como me las dijo se las escribí a los reyes, para que se dieran cuenta de lo que yo había hecho por ellos... Que el Señor les haya perdonado su ingratitud...



Continuará...
Germán Arciniegas, La taberna de la Historia

viernes, 16 de octubre de 2009

De la magia erótica al amor romántico (VIII)

Mito y ritual del amor cortés (II)

Trobar clus y Gay saber


El secreto constituye una seña de identidad fundamental en este ritual amoroso. El trovador celebra a su dama en poemas siempre crípticos para el profano. Esto indica el término trobar clus (cantar cerrado) y también las expresiones Gay saber o Gaya ciencia, que designan el conocimiento de las leyes de este arte del secreto. Gay, en provenzal, significa gallo, según Gerard de Sede. Nos hallamos, por tanto, ante la 'ciencia del gallo', animal solar, emblema de Hermes, que también evoca la traición de Pedro al negar a Jesús, alusión que seguramente tenía una carga importante para los cristianos heréticos del Mediodía.

Las imágenes del gallo, que posteriormente fue sustituido por la del carnero en el primer blasón de Toulouse, también evoca a otras aves simbólicas, como el ganso (jars), guardián del Capitolio de la ciudad y emblema de aquel que entiende el jargon, el "gorjeo de los pájaros", que era concebido como el emblema del idioma trovadoresco. El simbolismo nos advierte que nos hallamos ante un arte difícil que configura una lengua secreta. En consecuencia, las palabras como tales siempre son imágenes que no deben entenderse de una forma literal, sino figurada.

Gerard de Sede nos recuerda que jar, en el argot francés, alude a aquel que entiende el jargon o "idioma de los pájaros", deliberadamente oscuro, como vemos en términos como jerga o jerigonza, derivados de dicho gorjeo. Y añade también que los trovadores atribuían un valor mágico a pájaros como el grajo, el estornino y el loro, que podían imitar el habla humana. En este contexto, descifrar el código de los trovadores sería asociar el simbolismo fonético verbal con la filosofía del amor cortés, estableciendo relaciones de analogía y armonía entre la música, la métrica y la imaginería plástica. Para los trovadores provenzales su arte consistía, precisamente, en embrollar el sentido de las palabras, creando nuevos significados con su combinatoria. El sentido del poema o trova nunca es evidente, siempre se oculta tras los tropos (figuras retóricas) y se propone como un reto o acetijo.

El lenguaje de la trova se transforma así en un hilo de Ariadna que permite al héroe - si éste es capaz de descifrarlo- orientarse en el Laberinto. De ahí que el trovador recorra sobre todo a los dobles sentidos, a las estructuras antitéticas en la que dos téminos que parecen excluirse por ser contradictorios cooperan secretamente para expresar un sentimiento nuevo; por ejemplo, con expresiones del tipo "póstumas lascivias", más allá de la vida física, y el sustantivo se refiere a una sensualidad bien carnal. ¿Cómo puede ser póstuma una lascivia? Pues bien, hallar la respuesta es comprender "el gorjeo" trovadoresco.

El trovador no lo pone nunca fácil. Ama el retruécano, el jeroglífico, las claves fonéticas y, sobre todo, el doble sentido que juega con la bisemia; así, por ejemplo, como veremos más adelante al interpretar una trova en castellano para ilustrar en qué consiste esta técnica, el término "potro" se utiliza de modo ambiguo, de tal forma que en principio no sabemos si se trata de un "caballo" o del "instrumento de tormento medieval". La intención del poeta puede ser cualquiera de las dos e incluso aludir a ambas a la vez. Básicamente, podríamos definir el trobar clus como el arte de comunicar un pensamiento o mensaje secreto por este sistema.
Con estos antecedentes, cabe preguntarse por qué entonces los trovadores cultivaron formas poéticas rígidas y convencionales. En el concepto moderno, una poesía oscura y rebuscada que se complace en "embrollar el sentido de las palabras", parece hallar su forma más adecuada en una gran libertad expresiva desquiciando también las normas de la métrica. Sin embargo, los trovadores hicieron todo lo contrario. Su poesía no innova, ni en materia de tema o argumento ni en lo que atañe a la forma exterior. En este aspecto, la trova aparece como radicalmente conservadora.
En realidad, esta sumisión extrema a la preceptiva literaria resulta vital para el secreto que comunican crípticamente los trovadores. Al repetir siempre el tema de un amor desdichado, al ceñirse a un fondo común de recursos poéticos, se hace posible constituir un auténtico idioma mistérico. Si no existiese un canon y unas convenciones, la interpretación de las expresiones utilizadas quedaría librada al arbitrio de la subjetividad de cada uno. Pero esto no era el propósito de los trovadores. Ellos deseaban comunicar un mensaje secreto y unívoco. A su vez, el rito del amor cortés, como cualquier otra liturgia, exigía asimismo una salmodia inalterable. Como sucede en el famoso Romancero español con "Misa de amor", en el cual los monaguillos recitan "amor", en lugar de "amén", la trova cumple la misma función litúrgica que una misa, un bautismo o una ordenación. Por tanto, es imprescindible que exista un código básico que no puede faltar en ningún caso, así como una reiteración fija que exprese los pasos simbólicos fundamentales del rito.


Continuará...

Luis G. La Cruz, El secreto de los trovadores

miércoles, 14 de octubre de 2009

El viejo y el mar (XVII)

Si hay ciclón, siempre puede uno ver las señales varios días antes en el mar. En tierra no las ven porque no saben reconocerlas, pensó. En tierra debe notarse también por la forma de las nubes. Pero ahora no hay ciclón a la vista.

Miró al cielo y vio la formación de los blancos cúmulos, como sabrosas pilas de mantecado, y más arriba se veían las tenues plumas de los cirros contra el alto de septiembre.

-Brisa ligera -dijo-. Mejor tiempo para mí que para ti, pez.

Su mano izquierda estaba todavía presa del calambre, pero se iba soltando poco a poco.

Detesto los calambres, pensó. Son una traición del propio cuerpo. Es humillante ante los demás tener diarrea producida por envenenamiento de tomaínas o vomitar por lo mismo. Pero el calambre lo humilla a uno, especialmente cuando está solo.

Si el muchacho estuviera aquí podría frotarme la mano y soltarla, desde el antebrazo, pensó. Pero ya se soltará.

Luego palpó con la mano derecha para conocer la diferencia de tensión en el sedal; después vio que el sesgo cambiaba en el agua. Seguidamente, al inclinarse contra el sedal y golpear fuerte con la mano izquierda contra el muslo, vio que cobraba un lento sesgo ascendente.

-Está subiendo -dijo-. Vamos, mano. Ven, te lo pido.
El sedal se alzaba lenta y continuamente. Luego, la superficie del mar se combó delante del bote y salió el pez. Surgió interminablemente y le manaba agua por los costados. Brillaba al sol y su cabeza y lomo eran de un púrpura oscuro, y al sol las franjas de sus costados hacían anchas y de un tenue color rojizo. Su espalda era tan larga como un bate de béisbol, yendo de mayor a menor un estoque. El pez apareció sobre el agua en toda su longitud y luego volvió a entrar en ella dulcemente, como un buzo, y el viejo vio la gran hoja de guadaña de su cola sumergirse y el sedal comenzó a correr velozmente.
-Es dos pies más largo que la barca -dijo el viejo.
El sedal seguía corriendo veloz pero gradualmente y el pez no tenía pánico. El viejo trataba de mantener con ambas manos el sedal a la mayor tensión posible sin que se rompiera. Sabía que no podía demorar al pez con una presión continuada, el pez podía llevarse todo el sedal y romperlo.
Es un pez y tengo que convencerlo, pensó. No debo permitirle jamás que se dé cuenta de su fuerza ni de lo que podría hacer si rompiera a correr. Si yo fuera él echaría ahora toda la fuerza y seguiría hasta que algo se rompiera. Pensó, a Dios gracias los peces no son tan inteligentes como quienes los matamos aunque son más nobles y más hábiles.
El viejo había visto muchos peces grandes. Había visto muchos que pesaban más de mil libras y había cogido dos de aquel tamaño en su vida, pero nunca solo. Ahora solo y sin tierra a la vista, estaba sujeto al pez más grande que había visto jamás, más grande que cuantos conocía de oídas, y su mano izquierda estaba todavía tan rígida como las garras convulsas de un águila.
Pero ya se soltará, pensó. Con seguridad que se le pasará el calambre para que pueda ayudar a la mano derecha. Tres cosas se pueden considerar hermanas: el pez y mis dos manos. Tiene que quitársele el calambre.
El pez había aminorado su velocidad y seguía a su ritmo habitual.
Me pregunto porqué habrá salido a la superficie, pensó el viejo. Brincó para mostrarme lo grande que era. Ahora ya lo sé, pensó. Pero entonces vería la mano acalambrada. Que piense que soy más hombre de lo que soy, y lo seré. Quisiera ser el pez, pensó, con todo lo que tiene frente a mi voluntad y mi inteligencia solamente.


Continuará...

Ernest Hemingway, El viejo y el mar

Sobre la Paz Perpetua, de Immanuel Kant

http://peondebrega.blogspot.com/2009/10/sobre-la-paz-perpetua-de-immanuel-kant.html






"Si existe un deber y al mismo tiempo una esperanza fundada de que hagamos realidad el estado de un derecho público, aunque sólo sea en una aproximación que pueda progresar hasta el infinito, la paz perpetua, que deriva de los hasta ahora mal llamados tratados de paz (en realidad, armisticios), no es una idea vacía sino una tarea que, resolviéndose poco a poco, se acerca permanentemente a su fin"
Immanuel Kant (1795)



Se puede, queridos lectores, considerar este pequeño opúsculo kantiano como la base filosófica de organizaciones internacionales tales como la Sociedad de Naciones, constituida tras la I Guerra Mundial, o la actual Organización de Naciones Unidas; asimismo, el proyecto de Alianza de Civilizaciones, propuesto por José Luis Rodríguez Zapatero, Presidente del Gobierno de España, encuentra raigambre entre sus páginas. Y es que la idea de un supra-estado cosmopolita, inherente a éstas instituciones, recorre las páginas de este escrito de carácter ético-jurídico-político, que se puede encuadrar en la órbita de la Crítica de la Razón Práctica.

Llama la atención en la lectura de Sobre la Paz Perpetua, salvando las distancias, la antigua asimilación platónica entre al psique humana y la organización del Estado, lo cual denota que para Kant el problema de la relación entre estados no dejaba de ser un problema ético al ser la voluntad, pública en este caso, la que marca su acción respectiva. Así, de la misma forma que un estado quedará formado por la unión de sus ciudadanos, el estado cosmopolita quedará compuesto por la federación de los distintos estados soberanos. El paralelismo entre el ciudadano, libre, sometido a derecho e igual a los demás, tiene su reflejo en la exigencia de la equivalente soberanía de los estados, la cual debe estar sometida a normas universales.

El imperativo ético kantiano es aplicable, mediante aquel paralelismo, al Estado en la persona del político, su dirigente. De esta forma distingue entre el político moral, quien circunscribe su acción a la forma de tal imperativo y, por ende, al interés general, y el moralista político, el que teniendo una moral fundamentada en razones materiales desconoce la existencia de normas universales.

Siguiendo a Hobbes, Kant también considera que al ser humano le es innato el estado de guerra por lo que el estado de paz perpetua es algo que progresivamente, y mediante determinados principios, deber ser instaurado. Tales principios de actuación son reales para el propio Kant, lo que contrasta con el carácter utópico de la Paz Perpetua, dando lugar así a la diferencia entre utopía vertical, la aplicación puntual de aquéllos en la realidad política, y utopía horizontal, la constituída por el horizonte inalcanzable que sirve de guía y norma a la actividad humana.

El filósofo alemán introduce, por último, una fuerza que, de forma inmanente a las acciones de los hombres, y aprovechando su actividad belicosa, irá generando las condiciones sociales idóneas para la instauración de la Paz Perpetua. La Naturaleza, su plan oculto, adquiere el rango de esa fuerza motriz histórica, que ya tuviera la Providencia en Vico y que tendrá la Razón en Hegel, actuando al margen de la voluntad del ser humano.

Con una lectura fácil y sugerente, Peón de Brega recomienda que os hagáis con un ejemplar de este pequeño opúsculo kantiano que podréis encontrar en varias editoriales.

Publicado por David Carrascosa en jueves, octubre 08, 2009

miércoles, 30 de septiembre de 2009

VARIUS MULTIPLEX MULTIFORMIS (IX)

Vivía entonces una época de exaltación extraordinaria, debida en parte a la influencia de un pequeño grupo de tenientes que me rodeaba y que había traído extraños dioses del fondo de las guarniciones asiáticas. El culto de Mitra, menos difundido entonces de lo que llegó a ser luego de nuestras expediciones contra los partos, me conquistó un momento por las exigencias de su arduo ascetismo, que tendía duramente el arco de la voluntad por la obsesión de la muerte, del hierro y la sangre, que exaltaba al nivel de explicación del mundo la aspereza trivial de nuestras vidas de soldados. Nada hubiera debido oponerse más a las ideas que empezaba yo a abrigar acerca de la guerra, pero aquellos ritos bárbaros, que crean entre los afiliados vínculos de vida

y de muerte, halagaban los más íntimos ensueños de un joven, ansioso de presente. incierto ante el porvenir, y por ello mismo abierto a los dioses. Fui iniciado en una torrecilla de madera y juncos, a orillas del Danubio, teniendo por asistente a Marcio Turbo, mi compañero de armas. Me acuerdo de que el peso del toro agonizante estuvo a punto de derrumbar el piso bajo cuya abertura me hallaba para recibir la sangrienta aspersión. Más tarde he reflexionado sobre los peligros que estas sociedades casi secretas pueden hacer correr al Estado si su príncipe es débil y ha terminado por reprimirlas rigurosamente, pero reconozco que frente al enemigo confieren a sus adeptos una fuerza casi divina. Cada uno de nosotros creía escapar a los estrechos límites de la condición de hombre, se sentía a la vez el mismo y el adversario, asimilado al dios de quien ya no se sabe si muere forma bestial o mata bajo forma humana. Aquellos ensueños extraños que hoy llegan a alterarme, no diferían tanto de las teorías de Heráclito sobre la identidad del arco y del blanco. En aquel entonces me ayudaban a tolerar la vida. La victoria y la derrota se mezclaban, confundidas, rayos diferentes de la misma luz solar. Aquellos infantes dacios que pisoteaban los cascos de mi caballo, aquellos jinetes sármatas abatidos más tarde en encuentros cuerpo a cuerpo donde nuestras cabalgaduras encabritadas se mordían en pleno pecho, a todos podía yo herirles más fácilmente por cuanto me identificaba con ellos. Abandonado en un campo de batalla, mi cuerpo despojado de sus ropas no hubiera sido tan distinto de los suyos. El choque de la última estocada hubiera sido el mismo. Te confieso así pensamientos extraordinarios, que se cuentan entre los más secretos de mi vida, y una extraña embriaguez que jamás he vuelto a encontrar exactamente bajo esa forma. Cierto número de acciones brillantes, que quizá no hubieran llamado la atención en un soldado me dieron renombre en Roma y una suerte de gloria en el ejército. La mayoría de mis supuestas proezas no eran más que inútiles bravatas; con cierta vergüenza descubro hoy detrás de esa exaltación casi sagrada de que hablaba hacía un momento, un bajo deseo de agradar a toda costa y atraer la atención sobre mí. Así, un día de otoño, crucé a caballo el Danubio henchido por las lluvias, llevando el pesado equipo de los soldados bátavos. En este hecho de armas, si lo fue, mi cabalgadura tuvo más mérito que yo. Pero ese período de locura heroica me enseñó a distinguir entre los diversos aspectos del coraje. Aquel que me gustaría poseer de continuo es glacial, indiferente, libre de toda excitación física, impasible como la ecuanimidad de un dios. No me jacto de haberlo alcanzado jamás. La falsificación que utilicé más tarde no pasaba de ser en mis días malos una cínica despreocupación hacia la vida, y en los días buenos, un sentimiento del deber al cual me aferraba. Pero muy pronto por poco que durara el peligro, el cinismo o el sentimiento del deber cedían a un delirio de intrepidez, especie de extraño orgasmo del hombre unido a su destino. A la edad que tenía entonces, aquel ebrio coraje persistía sin cesar. Un ser embriagado de vida no prevé la muerte; ésta no existe y él la niega con cada gesto. Si la recibe, será probablemente sin saberlo; para él no pasa de un choque o de un espasmo. Sonrío amargamente cuando me digo que hoy consagro un pensamiento de cada dos a mi propio fin, como si se necesitaran tantos preparativos para decidir a este cuerpo gastado a lo inevitable. En aquella época, en cambio, un joven que mucho hubiera perdido de no vivir algunos años más, arriesgaba alegremente su porvenir todos los días.


Continuará...
Marguerite Yourcenar, Memorias de Adriano

martes, 29 de septiembre de 2009

Los modos generales del pensamiento oriental (IV)

¿Qué hay que entender por tradición? (I)



En lo que precede hemos hablado a cada instante de tradición, de doctrinas o de concepciones tradicionales, y hasta de lenguas tradicionales, y no se puede hacer de otro modo cuando se quiere designar lo que constituye verdaderamente todo lo esencial del pensamiento oriental bajo sus diversos modos; pero ¿qué es más precisamente la tradición? Decimos desde luego, para evitar una confusión que podría producirse, que no tomamos esta palabra en el sentido restringido en que el pensamiento religioso de Occidente opone a veces "tradición" y "escritura", entendiendo por el primero de estos dos términos, de una manera exclusiva, lo que ha sido objeto de una tradición oral. Por el contrario, para nosotros la tradición, en una acepción mucho más general, puede ser escrita lo mismo que oral, aunque habitualmente, si no siempre, haya debido ser antes que todo oral en su origen, como lo hemos explicado; pero, en el estado actual de las cosas la parte escrita y la parte oral forman por doquiera dos ramas complementarias de una misma tradición, ya sea religiosa o de otra especie, y no vacilamos en hablar de "escrituras tradicionales", lo que sería evidentemente contradictorio si diésemos a la palabra "tradición" solo su significado más especial; por lo demás, etimológicamente, la tradición es simplemente "lo que se transmite" de una manera o de otra. Además, es necesario comprender en la tradición a título de elementos secundarios y derivados, pero sin embargo importantes para tener de ella una noción completa, todo el conjunto de las instituciones de diferentes órdenes que tienen su principio en la misma doctrina tradicional.



Considerada así, la tradición puede parecer que se confunde con la misma civilización que es, según ciertos sociólogos, "el conjunto de las técnicas, de las instituciones y de las creencias comunes a un grupo de hombres durante un cierto tiempo"; pero ¿qué vale exactamente esta definición? No creemos, a decir verdad, que la civilización sea susceptible de caracterizarse generalmente en una fórmula de este género, que será siempre demasiado amplia o demasiado estrecha en ciertos aspectos, exponiéndose a dejar fuera de ella elementos comunes a toda civilización y a comprender en cambio otros elementos que solo pertenecen propiamente a algunas civilizaciones particulares. Así pues, la definición precedente no tiene en cuenta lo que hay de esencialmente intelectual en toda civilización, porque esto es algo que no se podría hacer entrar en lo que se llama las "técnicas", que se nos dice que son "conjuntos de prácticas especialmente destinadas a modificar el medio físico"; por otra parte, cuando se habla de "creencias", agregando que esta palabra debe ser "tomada en sentido habitual" hay ahí algo que supone manifiestamente la presencia del elemento religioso, lo cual es en realidad especial a ciertas civilizaciones y no se encuentra en otras. Para evitar cualquier inconveniente de este género nos hemos contentado, al principio, con decir simplemente que una civilización es el producto y la expresión de cierta mentalidad común a un grupo de hombres más o menos extenso reservando para cada caso particular la determinación precisa de sus elementos constitutivos.



De todos modos, no es menos cierto que, en lo que se refiere al Oriente, la identificación de la tradición y de la civilización toda entera está justificada en el fondo: cualquier civilización oriental, tomada en su conjunto, se nos presenta como esencialmente tradicional, y esto resulta inmediatamente de las explicaciones que dimos en el capítulo precedente. En cuanto a la civilización occidental, dijimos que está por el contrario desprovista de todo carácter tradicional con excepción de su elemento religioso, que es el único que ha conservado este carácter. Es que las instituciones sociales para que se las pueda llamar tradicionales, deben estar efectivamente unidas como a un principio, a una doctrina de carácter tradicional también, ya sea esta doctrina metafísica, ya religiosa, o de cualquier otra clase concebible. En otros términos, las instituciones tradicionales, que comunican este carácter a todo el conjunto de una civilización, son las que tienen su razón de ser profunda en su dependencia más o menos directa, más o menos intencionada y conciente, con relación a una doctrina cuya naturaleza fundamental es, en todos los casos, de orden intelectual; pero la intelectualidad puede hallarse en ella en estado puro y entonces se trata de una doctrina propiamente metafísica, o bien encontrarse mezclada a diversos elementos heterogéneos, lo cual da nacimiento al modo religioso y a los otros modos de que puede ser susceptible una doctrina tradicional.





Continuará...

René Guenon, Introducción general al estudio de las doctrinas hindúes

lunes, 28 de septiembre de 2009

La prisionera (IX)

De todos los vestidos o batas que llevaba la Sra. de Guermantes, los que parecían deberse más a una intención determinada, estar provistos de un significado especial, eran los que Fortuny había hecho a partir de antiguos dibujos de Venecia. ¿Será su carácter histórico o más bien el hecho de que cada uno de ellos es único lo que le infunde un carácter tan particular, que la postura de la mujer que los lleva mientras nos espera, mientras charla con nosotros, adquiere una importancia excepcional, como si ese traje hubiese sido el fruto de una larga deliberación y como si esa conversación estuviera separada de la vida corriente cual escena de novela? En las de Balzac se ve a heroínas que se ponen a propósito tal o cual atuendo, el día que van a recibir a determinado visitante. Los atuendos de hoy no tienen tanto carácter, a excepción de los vestidos de Fortuny. En la descripción del novelista no puede subsistir ninguna vaguedad, puesto que ese vestido existe realmente y hasta los menores dibujos están tan naturalmente determinados como los de una obra de arte. Antes de ponerse éste o aquél, la mujer ha tenido que entre dos vestidos no casi iguales, sino profundamente individuales cada uno de ellos y que podrían recibir un nombre.
Pero el vestido no me impedía pensar en la mujer. La Sra. de Guermantes me pareció en aquella época más agradable incluso que en la época en que aún la amaba. Al esperar menos de ella - a quien ya no iba a ver por ella misma- , la escuchaba casi con la tranquilidad descarada que tenemos cuando estamos solos, con los pies sobre los morillos de la chimenea, así como habría leído un libro escrito en el lenguaje de antaño. Tenía la suficiente libertad mental para saborear en lo que ella decía esa gracia francesa tan pura, que no encontramos ni en el habla ni en los escritos de la época actual. Escuchaba yo su conversación como una canción popular deliciosamente francesa, comprendía haberla oído burlarse de Maeterlinck -al que, por lo demás, admiraba ella ahora por debilidad espiritual de mujer sensible a esas modas literarias cuyos rayos llegan con retraso-, así como comprendía que Merimée se burlara de Baudelaire, Stendhal de Balzac, Paul-Louis Courier de Víctor Hugo y Meilhac de Mallarmé. Comprendía yo perfectamente qu el burlón tenía un pensamiento más limitado en comparación con aquel de quien se burlaba, pero también un vocabulario más puro. El de la Sra. de Guermantes, casi tanto como el de la madre de Saint-Loup, lo era en un grado hechizador. No es precisamente en los escritores de hoy, que dicen de hecho (por en realidad), singularmente(por en particular), asombrado (por presa del estupor), etc., etc., en los que encontramos el antiguo lenguaje y la verdadera pronunciación de las palabras, sino hablando con una Sra. de Guermantes o una Françoise. Ya a la edad de cinco años, había aprendido yo, gracias a esta última, que no se dice Tarn, sino Tar, no Béarn, sino Béar, por lo que a los veinte años, cuando entré en la alta sociedad, no tuve que aprender a no decir, como la Sra. Bontemps, las Sra. de Béarn.

Mentiría, si dijera que la duquesa no tenía conciencia de aquella faceta rural y casi campesina que conservaba y no la mostraba con cierta afectación, pero, por su parte, se trataba menos de falsa sencillez de gran señora que se las da de campesina y orgullo de duquesa que se burla de las señoras ricas desdeñosas de los campesinos, a los que no conocen, que de gusto casi artístico de una mujer que conoce el encanto de lo que posee y no va a estropearlo con un enlucido moderno. Del mismo modo, todo el mundo ha conocido en Dives al propietario normando de Guillermo el Conquistador, que se había abstenido -cosa muy poco común- de dotar a su hostal de lujo moderno de un hotel y que, aun siendo millonario, a su vez, conservaba el habla, la blusa de un campesino normando y te dejaba verlo hacer en persona en la cocina, como en el campo, una cena que no por ello dejaba de ser infinitamente mejor y aun más cara que en los mayores palacios.


Toda la savia local que hay en las antiguas familias aristocráticas no basta: es necesario que nazca en ellas un ser lo bastante inteligente para no desdeñarla, para no borrarla bajo el barniz mundano. La Sra. de Guermantes, pese a ser, por desgracia, ingeniosa y parisina y a no conservar, cuando la conocí, de su terruño otra cosa que el acento, había logrado al menos, cuando quería, describir su vida de niña, para su lenguaje uno de esos términos medios -entre lo que habría parecido demasiado involuntariamente provinciano o, artificialmente letrado- a los que deben su atractivo La pequeña Fadette de George Sand o ciertas leyendas transmitidas por Chateaubriand en las Memorias de ultratumba. Lo que a mí me daba placer sobre todo era oírla contar alguna historia en la que aparecían campesinos con ella. Los nombres antiguos, las antiguas costumbres, hacían que esos paralelismo entre el castillo y la aldea resultaran bastante sabrosos. Cierta aristocracia, al permanecer en contacto con las tierras en las que era soberana, sigue siendo regional, de modo que las palabras más sencillas hacen desplegarse ante nosotros todo un mapa histórico y geográfico de la historia de Francia.


Si no había la menor afectación, la menor voluntad de fabricar un lenguaje propio, esa forma de hablar era un auténtico museo de historia de Francia mediante la conversación. "Mi tío abuelo Fitt-jam" no resultaba extraño pues sabido es que los Fitz-James proclamaban que son grandes señores franceses y no quieren que se pronuncie su nombre a la inglesa. Por lo demás, resultaba admirable la conmovedora docilidad conque personas que habían creído hasta entonces deber aplicarse para pronunciar gramaticalmente ciertos nombres, se atenían de pronto -tras haber oído a la duquesa de Guermantes decirlos de otro modo- a la pronunciación que no habían podido sospechar. Así, la duquesa como un bisabuelo suyo había estado junto a Chambord, gustaba -para pinchar a su marido por haberse vuelto orleanista- de proclamar: "Nosotros, los viejos de Frochedorf". El visitante que había creído acertar al decir hasta entonces "Frohsdorf" cambiaba de casaca a toda prisa y no cesaba de decir "Frochedorf".


Una vez en que pregunté a la Sra. de Guermantes quién era un joven exquisito que me había presentado como su sobrino y cuyo nombre había oído yo mal, no lo distinguí mejor cuando, desde el fondo de su garganta la duquesa emitió muy fuerte, pero sin articular, estas palabras: "Es el... ño León, hermano de Robert. Afirma tener la forma del cráneo de los antiguos galos". Entonces comprendió lo que había dicho: es el pequeño Léon (el príncipe de León, cuñado, en efecto de Robert de Saint-Loup). "En todo caso, no sé si tiene el cráneo", añadió, "pero su forma de vestirse -muy elegante, por lo demás- no es de allí. Un día en que -de Josselin, donde me encontraba en casa de los Rohan- habíamos ido a un peregrinaje, habían acudido campesinos de casi todas las partes de Bretaña. Un aldeano larguirucho de Léon miraba con asombro los pantalones cortos y de color beis del cuñado de Robert. "¿Por qué me miras así? Me apuesto algo a que no sabes quien soy", le dijo Léon y, como el campesino decía que no, añadió: "Pues, mira, soy tu príncipe". "!Ah" respondió el campesino, al tiempo que se descubría y se disculpaba, "lo había tomado por un "inglis". Y si, aprovechando ese punto de partida, incitaba yo a la Sra. de Guermantes a extenderse sobre los Rohan -con quienes su familia se había unido a menudo por casamiento-, su conversación se impregnaba un poco del encanto melancólico de los perdones y, como diría ese auténtico poeta que es Pampille, "del áspero sabor de las hojuelas de trigo negro, tostadas sobre un fuego de aulagas".


Del marques de Lau -cuyo triste fin es sabido cuando, estando ya sordo se hacía llevar a la casa de la Sra. H***, ciega- contaba los años menos trágicos, cuando en Guermantes, después de la caza, se ponía en zNegritaapatillas para tomar el té con el rey de Inglaterra, del que no se consideraba inferior y con el cual, como se ve, no se andaba con miramientos. La duquesa lo comentaba con tanto pintoresquismo, que le añadía el penacho a la mosquetera de los gentilhombres un poco gloriosos de Périgord.


Por lo demás, incluso en la simple calificación de las personas, procurar diferenciar las provincias era para la Sra. de Guermantes, fiel a sí misma, un gran encanto que nunca habría podido tener una parisina de origen y aquellos simples nombres de Anjou, Poitou, Périgord, reconstruían paisajes en su conversación.



Continuará...

Marcel Proust, La prisionera

martes, 11 de agosto de 2009

Carta al Greco (II) - Por Niko Kazantzakis



Mi alma entera es un grito y mi obra entera es la interpretación de ese grito.


Mi Carta al Greco no es una autobiografía: mi vida personal solo tiene un valor, muy relativo, para mí y para nadie más. El único valor que le reconozco es éste: su lucha por ascender palmo a palmo y por llegar tan alto como lo permitían sus fuerzas y su obstinación -a la cima que por mi cuenta he denominado la Mirada crítica.




Encontrarás, pues, lector, en estas páginas la línea roja hecha con gotas de mi sangre, que jalona mi camino entre los hombres con las pasiones y las ideas. Todo hombre digno de ser llamado hijo del hombre carga su cruz sobre sus hombros y sube a su Gólgota. Muchos, los más numerosos, alcanzan el primero, el segundo, el tercer grado, jadean y se desploman, en medio de su marcha y no llegan a la cumbre del Gólgota -quiero decir a la cima de su deber: ser crucificado, resucitar, salvar sus almas. Desfallecen, la cruz les infunde miedo, no saben que la crucifixión es el único camino de la resurrección, que no hay otro.


Ha habido cuatro grados decisivos en mi ascensión, y cada uno de ellos lleva un nombre sagrado: Cristo, Buda, Lenin, Ulises. Esta marcha sangrienta de una de estas grandes almas a la otra, ahora que ya se pone el sol, trato de trazarla en este cuaderno de viaje: cómo un hombre asciende extenuado, la montaña abrupta de su destino. Mi alma entera es un grito y mi obra entera es la interpretación de ese grito.


Siempre, durante toda mi vida una palabra no ha dejado de tiranizarme y de azotarme: la palabra Subida. Quisiera pintar aquí esta subida, mezclando la imaginación y la verdad. Y también las huellas rojas que ha dejado mi ascensión. Y me apresuro, antes de llevar el "casco negro" y bajar al polvo, pues esta línea sangrienta será la única huella que dejará mi paso por la tierra: lo que he escrito, lo que he hecho está inscrito y grabado en el agua y ha desaparecido.


Clamo a la memoria que recuerde, recojo mi vida dispersada en el viento; de pie como un soldado ante el general, hago mi Informe al Greco; porque él está amasado con la misma tierra cretense que yo y porque puede comprenderme, mejor que todos los luchadores que viven o han vivido. ¿Acaso no ha dejado él la misma huella roja en las piedras?



CARTA AL GRECO


RECOJO MIS HERRAMIENTAS: la vista, el oído, el gusto, el olfato, el tacto, la mente. Ha caído la tarde, la jornada de trabajo concluye, vuelvo como el topo a mi casa, a la tierra. No es que esté cansado de trabajar, no lo estoy, pero ya se pone el sol.


Se ha puesto el sol, las montañas se han desvanecido, las cordilleras de mi espíritu retienen un poco de luz en sus cumbres, pero ya se extiende la noche sagrada; surge de la tierra, desciende del cielo y la luz ha jurado no rendirse. Pero la luz sabe que no tiene salvación, no se rendirá, se extinguirá.


Yo echo a mi alrededor una mirada postrera: ¿a quién decir adiós, a qué? ¿A las montañas, al mar? ¿A la parra vendimiada, a la virtud? ¿Al pecado, al agua fresca? Esto no sirve de nada, de nada: todas las cosas bajan a la tierra conmigo.



Continúa...
Niko Kazantzakis, Carta al Greco

lunes, 10 de agosto de 2009

El rey Arturo y sus caballeros (XI)



Volvamos a Arturo. En cuanto partieron Ban y Bors, el rey se dirigió con su séquito a la ciudad de Caerleon. Luego vino a su corte la esposa del rey Lot de Orkney, al parecer para traerle un mensaje, pero en realidad con el propósito de espiarlo. Vino ricamente vestida y con un fastuoso cortejo de damas y caballeros. La esposa del rey Lot era una hermosa mujer y Arturo la codició y la amó y ella concibió un hijo de Arturo, aquel a quien más tarde llamarían sir Mordred. Esta dama permaneció un mes en la corte de Arturo y luego regresó a sus tierras y Arturo ignoraba que ella era su media hermana y que sin saberlo había caído en pecado.


Sin esa dama en la corte, concluidas las simplicidades de la guerra, ausentes los reyes franceses con su templada y presta amistad, quedaba el reino de Inglaterra, que en realidad aún no había aceptado el cetro de Arturo. La guerra, la amistad y el amor lo habían distraido de esa reflexión, pero el ocio lo colmaba de tribulación e incertidumbre. Y tuvo un sueño que lo aterrorizó, pues Arturo creía, y con razón, en la importancia de los sueños. Soñó que dragones y serpientes hollaban sus tierras y se arrastraban por ellas causando muertos y calcinando cosechas y sembradíos con su hálito ponzoñoso. Y soñó que los combatía con mórbida futilidad y que lo mordían y quemaban y herían sin que él cejara en la lucha, y al fin le pareció haber muerto a muchos y puesto en fuga a los demás.


Cuando despertó, Arturo no pudo disipar los efectos de ese sueño negro y ominoso. Las imágenes nocturnas empañaban la luz del día. Para distraerse, reunió unos pocos caballeros y servidores y salió a cazar en el bosque.


El rey no tardó en divisar un gran venado. Picó espuelas y se lanzó a perseguirlo. Pero hasta la persecución se asemejaba a un sueño. Varias veces estuvo a punto de arrojar la jabalina sobre su presa, pero el venado súbitamente se distanciaba. En su afán por darle caza agotó las fuerzas de su montura, que al fin tropezó, tambaleó y cayó muerta, mientras el venado escapaba. Entonces el rey despachó un sirviente en busca de otro caballo. Fue a sentarse junto a un pequeño arroyo, y la sensación de estar soñando persistía y se le cerraban los ojos. En eso le pareció escuchar los ladridos de una jauría. Surgió de la fronda una bestia extraña y descomunal de una especie desconocida para él, y los ladridos provenían del vientre de la bestia. La bestia se acercó a la fuente para beber, pero cuando se apartó de la espesa penumbra de los árboles, los afanosos ladridos volvieron a salir de su vientre. Y en el día empañado por el sueño, el rey quedó abrumado por graves y negros pensamientos, y se durmió.


Luego le pareció que un caballero a pie se acercaba y le decía:


-Caballero caviloso y somnoliento, dime si has visto pasar por aquí una bestia extraña.


-Así es -dijo el rey-. Se metió en el bosque. Pero dime, ¿por qué te interesa esa bestia?


-Señor -dijo el caballero-, estoy a la búsqueda de esa bestia y la he seguido durante mucho tiempo, hasta que mi caballo perdió la vida. Ojalá tuviera otro caballo para proseguir mi búsqueda.


En eso llegó un sirviente de Arturo trayéndole un caballo y el caballero suplicó que se lo cediera, diciéndole:


-Hace doce meses que persigo a mi presa, y debo continuar.


-Señor caballero -dijo Arturo-, concédeme tu presa y yo la perseguiré otros doce meses, pues necesito algo así para ahuyentar la congoja que me embarga el corazón.


-Me pides una necedad -dijo el caballero-. Esta búsqueda me pertenece y no puedo delegarla en otro, a menos que fuera alguien de mi propia sangre. -Entonces el caballero se precipitó hacia el caballo del rey y lo montó, y le dijo-: Gracias, señor. Ahora el caballo es mío.


-Puedes adueñarte de mi caballo por la fuerza -exclamó el rey-, pero deja que las armas decidan si lo mereces más que yo.


El caballero se alejó, gritándole por encima del hombro:


-Esta vez no, pero en cualquier momento puedes encontrarme aquí junto a la fuente, preparado y dispuesto a brindarte una satisfacción- Y se internó en el bosque. El rey ordenó a su servidor que le trajera otro caballo y luego volvió a ser presa de negras ensoñaciones.


Era un día signado por un sortilegio, un día en que la realidad se deformaba como un reflejo sobre la trémula superficie del agua. Y el día continuó así, pues ahora se acercó un mozo de catorce años y le preguntó al rey porqué estaba pensativo.


-No me faltan razones -dijo el rey-, pues he visto y sentido cosas extrañas y maravillosas.


-Sé lo que has visto - dijo el mozo-. Conozco todos tus pensamientos, también sé que solo un necio se preocupa por las cosas que no puede remediar. Sé más aún. Sé quien eres y el rey Uther era tu padre y la reina Igraine tu madre.


-Esto es falso -dijo con enojo Arturo. ¿Cómo puedes saberlo siendo tan joven?


-Sé estas cosas mejor que tú -, replicó el mozo-, mejor que nadie.


-No te creo -dijo el rey, y tanto lo encolerizó la impertinencia que el mozo se alejó, dejándolo una vez más librado a su melancolía.


Se acercó un anciano, un varón octogenario con el rostro lleno de sabiduría, y Arturo se alegró porque necesitaba ayuda contra sus oscuras reflexiones.


-¿Por qué estás triste? -le preguntó el anciano.


-Son muchas las causas de mi tristeza y mi estupor -respondió el rey- pero recién se acercó un joven y me habló de cosas que no podía ni debía saber.


-El joven te dijo la verdad -dijo el anciano-. Debes aprender a escuchar a los niños. Te hubiera dicho mucho más si se lo hubieses permitido. Pero tu alma está negra y cerrada porque cometiste un pecado y Dios está disgustado contigo. Haz amado a tu hermana y engendrado un hijo en ella. Y ese hijo crecerá para destruir a tus caballeros, a tu reino y a ti.


-¿Qué estás diciendo? -exclamó Arturo-. ¿Quién eres tú?


-Soy Merlín el viejo. Pero también era yo, Merlín el niño, quien quiso enseñarte que escucharas a todo el mundo.


-Eres un hombre prodigioso -dijo el rey-. Siempre te envuelve el misterio como a un sueño. Aclárame tu profecía: ¿Es verdad que debo morir en batalla?


-Es voluntad de Dios que seas castigado por tus pecados -dijo Merlín-. Pero debes alegrarte, pues tendrás una muerte digna y honorable. Yo soy el único que debe estar triste, pues mi muerte será vergonzosa, fea y ridícula.


Un nubarrón manchó el cielo y el viento sibiló velozmente en la enramada.


-Si sabes como vas a morir -dijo el rey-, quizás puedas evitarlo.


-No -dijo Merlín-. Es tan imposible de alterar como si ya hubiese ocurrido.


Arturo observó el cielo.


-Es un día negro -dijo-, un día turbulento.




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John Steinbeck, El rey Arturo y sus caballeros

domingo, 19 de julio de 2009

Mi testamento filosófico (VI)







De cómo Blaise Pascal vino a mi cabecera a interrogarme sobre mis razones para creer en Dios (IV)









-¿Cómo? ¿Lo Absoluto no puede ser llamado Dios?

-Por supuesto que sí.

-¿Y Dios no puede ser llamado lo Absoluto?

-Seguro que sí.

-Entonces, ¿por qué distinguir?

-Esas dos palabras designan una realidad idéntica; evocan dos ideas diferentes. El término "Absoluto" representa en nuestro pensamiento el Origen radical, el Principio fundamental del ser y del espíritu, absolutamente Primero, que se mantiene eternamente, imperecedero y sin origen, el Ser cuya vida contiene todas las cosas. Nada más, aunque esto no es poco.

Sin embargo, la idea de Dios es todavía más rica. Incluye todo lo que se ha dicho de lo Absoluto, y alguna cosa más.

-¿Y qué, entonces?


-Cuando se pronuncia esa palabra enorme: "Dios", se piensa en lo Absoluto como en alguien. Ese Absoluto es un ser que piensa, quiere, ama. Dios es alguien a quien se puede rezar.


-La idea de Dios es pues la de un Absoluto que a la vez es Personal.


-Exactamente, Pascal. Dios, en el sentido amplio, es lo Absoluto. En el sentido estricto, es más que lo Absoluto, es Dios.


-Pero, ¿no puede concebirse un Absoluto que no fuera Dios?


-¡Muchos han pensado en ello! Toda la cuestión consiste justamente en saber si lo Absoluto es Dios o no. Déjeme decirle el fondo de mi pensamiento. Demostrar la existencia de lo Absoluto no me interesa demasiado pues, según creo, casi todo el mundo admite la existencia de lo Absoluto. Así, todo el mundo cree en Dios en el sentido amplio.


-¿Por qué?


-Es un hecho. Hablaremos de ello nuevamente, si quiere. Pero le repito, Pascal, que, para mí, la existencia de lo Absoluto no es el gran problema. Puesto que la existencia de lo Absoluto está en realidad fuera de duda, la verdadera cuestión es saber si Dios, en el sentido estricto, existe o no.


-Guitton, resumo: Dios, en el sentido amplio es admitido por todos. Solo es cuestionable Dios en el sentido estricto.


-Perfectamente.


-Se lo concedo, para ver. Pero volveremos sobre el tema. Por consiguiente, según usted, la opción no está entre creer en Dios y ser ateo, sino entre dos creencias: la una en un Absoluto no Personal, la otra en un Absoluto Personal.


-Es eso, exactamente: entre lo Absoluto Personal y Trascendente por un lado, y lo Absoluto no Trascendente por el otro. En términos técnicos se trata de optar entre el teísmo y el panteísmo. Reflexionar sobre esa opción ocupó toda mi vida, por ejemplo, cuando comparé, en mis tesis, las relaciones del tiempo y de la eternidad en Plotino y San Agustín, o el concepto de desarrollo en Hegel y Newman. Dos ideas de Dios, dos ideas del hombre, dos ideas de las relaciones entre la eternidad y el tiempo, por lo tanto también dos ideas del destino.


-Explíqueme mejor los términos de esa opción. ¿Qué entiende usted por panteísmo?


-Deseando reunir todo en la unidad de una sola representación, el panteísmo encierra en sus redes todo lo que es, todo lo que puede ser y junta esa inmensa masa, esa infinidad tal vez, en el único concepto de totalidad. El Gran Todo. Para comprender mejor cómo ese Gran Todo puede ser una unidad inteligible, imagina una Sustancia única o un Sujeto único, donde todo se reuniría, se ligaría y, en definitiva, se fundiría. La Totalidad infinita, al no dejar nada fuera de ella, reposaría en sí misma, basada en su propia Sustancia.


-¿Y nosotros, en todo eso?


-Un engranaje insignificante en sí mismo, divino por su fondo y por su esencia. Nosotros seríamos lo Absoluto pero no lo sabríamos. Mientras no lo sabemos, existimos. Y cuando lo sabemos ya no existimos y no hay más que lo Absoluto.


-¿Y qué es el teísmo, Guitton?


-Es el otro concepto. Dios no es la totalidad, ni la sustancia de la totalidad, ni el sujeto de la totalidad. No se define en relación con la totalidad. Por otra parte, esa totalidad no es divina, no tiene derecho a la mayúscula. Dios es trascendente, personal, libre y creador. Ha creado libremente; nadie lo obligaba a hacerlo. Nada se parece más a Dios que los seres personales. De una manera sublime pero real, Dios conoce, Dios habla, Dios quiere, Dios ama.


-Ese Dios teísta ¿no es una imaginación antropomórfica?


-Y el hombre, ¿no es una realidad teomórfica?


-Hacemos a Dios a nuestra imagen.


-Y Dios nos hace a la suya. Cierto antropomorfismo, Pascal, está basado en la realidad del teomorfismo. Cierto antropomorfismo, no cualquiera.


-Entonces, según usted, Guitton, ¿se trata de elegir entre esas dos ideas de lo Absoluto?


-Sí, y también entre dos ideas del hombre y de su salvación. Para mí, el único problema importante es cómo hacer esa elección. Hude, uno de mis discípulos, ha profundizado el tema en un libro, Prolegómenos, donde todo es admirable, salvo el título, que es absurdo.


-¿Pero es de esa manera como nuestros filósofos plantean frecuentemente el problema?

-Creo que es así como hay que plantearlo, si se quiere estar a la altura del mundo presente.

-Tiene razón, Guitton. Poner en primer plano la opción entre teísmo y ateísmo es un punto de vista demasiado occidental. Semejante opción opone, sobre todo, al Occidental cristiano y el Occidental no cristiano.

-¡Evidente! El ateo es un teísta que ha cesado de creer en Dios y se imagina no creer más en lo Absoluto. Si quisiera reflexionar comprendería que al cesar de creer en Dios se ha puesto a creer automáticamente en una de las formas de lo Absoluto no Personal. Por consiguiente, no es ateo en el sentido amplio, porque no es ateo de Dios en el sentido amplio, es decir ateo de lo Absoluto. Solo es ateo en el sentido estricto, es decir de Dios en el sentido estricto.

-Pero de todos modos es ateo.

-Sí, pero no más que cualquiera. Yo también soy ateo, y usted también, Pascal, es ateo. Usted es ateo del Dios de los estoicos, del Dios de Giordano Bruno y del Dios de Pomponazzi, como yo soy ateo del Dios de Spinoza, del Dios de Hegel, del Dios de Tayne y de Renan.

-Debemos resignarnos. Siempre somos ateos de algún Dios.

-Y también incrédulos de alguno. Pero siempre se es demasiado piadoso, aunque no nos demos cuenta. Lo que más falta a nuestros cristianos, Pascal, es ser ateos. Yo soy ateo del Dios de Nietzsche, del Dios de Marx, del Dios de Freud. Un ateo jubiloso, un ateo impío.

-El Devenir, la Historia, el Inconsciente, siguen siendo Absolutos.

-Y hasta la Nada es todavía un Absoluto. Así como me ve, Pascal, yo soy archiateo de la Nada. Y Bergson era como yo.

-Habría que decir a los curas de París que hicieran sermones sobre el tema.

-Si se dijera a los buenos cristianos que son ateos, ya no tendrían tanto miedo de decir que creen en Dios.

-Se sentirían muy orgullosos. Imagínese ¡ateos como los incrédulos!

-Me gusta Voltaire. Por otra parte, él se inspiró en sus Provinciales y le dio un puntapié como agradecimiento. A pesar de eso, sigue siendo mi modelo de escritura, y hasta de pensamiento. Sepa que soy voltaireano hasta médula de los huesos.

-Pero usted es ateo de los dioses de Voltaire.

-Naturalmente.



Continúa...

Jean Guitton, Mi testamento filosófico

La taberna de la Historia (XVI)



Lo que dura una rosa









Amerigo cuenta la muerte de Simonetta:

Vivió lo que dura una rosa. Era de ayer su aparición en el torneo. Giuliano le consagró la victoria, y la multitud, más que aclamar al vencedor, festejó a Simonetta. Yo había llegado a la piazza della Santa Croce con los de su cortejo, y estando muy cerca la vi seguir el curso de la pelea, radiante en la alegría cuando Giuliano acertaba, ansiosa en todo momento, feliz hasta las lágrimas con el triunfo. Giuliano paró en seco su caballo de plata y terciopelo frente a nuestra tribuna y la saludó. Ella, con un leve tinte de rubor, devolvió el homenaje. Irradiaba una gracia honesta y una leve sonrisa que convertía la proeza en desenlace natural. Me pasó un pensamiento que todavía me asalta: ¿Giuliano no envidiaría que su triunfo se trocara en gloria ajena: la de la dama por él mismo señalada? Todos gritábamos a una: "Palla! Palla!", divisa de los Médici... Pero el grito era para envolver en un remolino de ovaciones a la divina reina consagrada.

El día estaba de sol radiante y claro cielo azul. En muchedumbre, salimos de Santa Croce della Signoria, y se fue volcado por toda Florencia el vocerío. Se bebía y se cantaba. Laúdes, flautas, violines y timbales movían el baile y la canción. Nunca antes pensábamos, pudo tanto en la república la presencia de una mujer hecha toda de gracia. El poder de los Médici que pudo ser muchas veces tiránico, quedaba, por el gesto de Giuliano, transformado en un momento musical. Llegó Simonetta a casa, y los poetas y los músicos, y las amigas que fueron las mismas de la Danza de la Primavera en el cuadro de Sandro. Ella parecía apenas alterada por esa gigantesca serenata que venía de las calles, de las plazas, del valle y sus colinas, a saludar la gloria de su frente soñadora, de sus miradas con un remoto toque de tristeza.

¿Y ahora? Verla ahí metida en la caja de la muerte, dormida para siempre, cerradas las ventanas de sus ojos como si quisiera entrar serena al misterio tenebroso. Porque no parecía muerta sino la Bella Juventud Durmiente. Con nosotros estaba Sandro, Piero di Cósimo, Domenico Ghirlandaio, que habían de recordar con sus pinceles su imagen, con sus poemas su gracia, y Giuliano, cuya muerte no estaba lejana, y las compañeras suyas, las de las danza que fueron la maravilla de Florencia. Yo era un mozo sin destino, y me pregunto si, como he podido ser pintor, por qué no fui poeta o músico. Estas cosas no pueden proyectarse sino por los caminos del arte.

La calle estaba más apretada de gente que en el día de la locura del torneo. Florencia, toda ahí, para verla partir. La cruz de plata y los ciriales, de plata, y las luces de los cirios y el silencio. Un silencio que iba de la calle hasta el tope de las colinas. Se oía a distancia, solo, el ruido de las aguas del Arno. En torno al féretro, el estupor. La caja, destapada. La cabeza reposando sobre un cojincito recubierto de encajes, y una ancha cinta coronándole la frente, con el escudo de los Médici en el centro. Recuerdo de la fiesta del torneo... Leonardo, que asistía como todos a esta despedida, dibujó con minuciosidad esta última imagen suya, que quedó a modo de recuerdo fotográfico. Como ocurre cuando se apagan laúdes, flautas, violines y timbales..., el silencio mudo tenía dentro un rumor perdido de músicas lejanas. Sandro Botticelli, en protesta contra este triunfo de la muerte, le devolvió la vida mostrándola toda desnuda y toda gracia en el Nacimiento de Venus, la fabulosa cabellera en hilos de oro desatada, mecida por las aguas del mar.

Continúa...
Germán Arciniegas, La taberna de la Historia

SE COMO ERES - Por Ezequiel Martínez Estrada



Sé como eres




Alma mía, domina tu tentación y labra

la pauta inalterable donde encuentres la fuente

de consulta; coloca sobre cada palabra

la previsión que sabe y la intuición que siente.

Alma mía, domina la tentación y cuida

que la hidra heptocéfala que convive contigo

sea a lo más el can que custodie tu vida,

pero nunca la bestia de furor enemigo.


Despójate de todo cuanto adquiriste en vano.

Ten dulzura de madre, tolerancia de hermano,

paciencia de maestro y confianza de esposa.

Y sé en sombra intensa que te circunda, un vivo

lucero francamente trémulo y pensativo.

En la lóbrega noche esa poquita cosa.




Por Ezequiel Martínez Estrada
Oro y Piedra, 1918

martes, 19 de mayo de 2009

De la magia erótica al amor romántico (VII)



Mito y ritual del amor cortés (I)

Introducción


En nuestra investigación hemos conseguido una posición privilegiada. Con nuestras cámaras e ingenios de observación logramos penetrar en la recoleta intimidad de los salones y jardines hasta sorprender a algunos trovadores con sus damas. Las escenas que pudimos filmar y las conversaciones que hemos grabado nos permiten reconstruir cómo nace, crece y alcanza su plenitud esta extraña relación entre el caballero y la dama. Lo primero que comprobamos es la confirmación de un hecho insólito y ciertamente enigmático. Así como en las canciones de los trovadores no existe la innovación y el mismo esquema se reitera invariable, sucede otro tanto con la conducta de todos los amantes que observamos: todos se enamoran de igual manera y siguen paso a paso idéntico guión. No es fácil decidir si es el arte el que imita a la vida o es ésta la que, bajo el imperio de la voluntad, hace de dicho arte la partitura de la existencia.

Todo empieza con un intercambio de miradas entre la dama y el caballero. Si los ojos son la ventana del alma, esta mirada expresa la conversión del caballero a la religión del amor cortés. Cuando en dicho intercambio él reconoce a esa mujer concreta como "su dama", entonces se produce el flechazo que abre en el corazón viril la herida de amor. Aquí podremos ver con claridad los mitos formalizados de nuestro moderno concepto de enamoramiento. Cada vez que un adolescente graba en la corteza de un árbol un corazón atravesado por la dorada flecha de Cupido donde inscribe el nombre de su amada evoca esta liturgia que consagra la pasión en el altar de la dama.

La mirada es decisiva y al mismo tiempo, peligrosa. En la imaginería poética de los trovadores equivale a una revelación y, como siempre sucede con la visión de lo sobrenatural, la imagen de la mujer cae sobre el trovador como un diluvio de luz cegadora que aniquila o mata iniciáticamente. Uno de los lugares comunes de las trovas es precisamente, el terror agónico que produce el ver a la dama.

Entonces, el caballero "saluda" a la diosa recién descubierta y ya consagrada en el altar de su intimidad y ella responde con ambigua discreción: se da por enterada. Este "saludo" tiene un significado iniciático y también aparece como un tópico recurrente: señala el instante mágico en que se da comienzo a una liturgia amorosa en cuyo simbolismo han sido instruidos previamente los amantes.

Para ser trovador el caballero debe estar bien educado, haber recibido dicha instrucción preparatoria y llevar una señal que la dama identifique como marca especial que lo distingue del resto de los hombres. Como dice Isolda a Tristán a quien reconoce a pesar de su disfraz: "Me fío de quien lleva la señal". Este signo indica que él posee las virtudes imprescindibles para cultivar el amor cortés: mesura, disposición de servicio, capacidad de realizar proezas, templanza en la espera, secreto, castidad y gracia o merced. Así lo resume Gérard de Séde en su libro El tesoro cátaro (Editorial Plaza y Janés, 1968).

El segundo paso concede la iniciativa a la amada. La dama impone a su caballero una serie de pruebas y, desde ese momento, éste se halla obligado a obedecerle y serle siempre fiel. Cuando asume dichas pruebas ella le entrega su anillo. Así comienza un proceso en el que el enamorado va ascendiendo progresivamente a través de unos grados definidos como en cualquier iniciación. Primero será "el peticionario", más tarde "el suplicante", o "rogador", después "el que comprende" o "entendedor" y, finalmente, "el amante".

Al alcanzar este grado, cuando el caballero impone a su dama un nombre secreto, se produce un gesto de intimidad mayor: el amante se arrodilla y ella le recompensa acariciándole el rostro y besándole la frente. Podemos calificar estos gestos como "tocamientos sacramentales".

A esta altura ambos se hallan inmersos en el fuego de una pasión amorosa devoradora de cuya autenticidad no cabe dudar. La dama del trovador Ramón Jordán no pudo resistir la pérdida de su caballero y, al creerlo muerto decidió romper todos sus vínculos con el amado e ingresar en un convento cátaro de "Perfectas". Aquí, como es evidente, hay mucho más que "la expresión poética de la concupiscencia" conque autores como Etiénne Guilson definieron el amor cortés citando en favor de su tesis la crudeza sexual del lenguaje de trovadores como Marcabru o Rudel. Denis de Rougemont le replica acertadamente evocando las imágenes fuertemente eróticas de la poesía mística de un san Juan de la Cruz y santa Teresa de Ávila. Dichas imágenes expresan la violencia de la pasión extrema que agita al ser, pero su sensualidad no indica exclusión del amor espiritual. Basarse solo en el lenguaje induce al error. Sobre todo en el caso de los trovadores, que fueron muy explícitos al definir la naturaleza del arte que cultivaban y advirtieron contra las interpretaciones literales del significado de sus poemas.


Continúa...
Luis G. La Cruz, El secreto de los trovadores


El viejo y el mar (XVI)







Vamos, pensó, y miró el agua oscura y el sesgo del sedal. Cómetelo ahora y le dará fuerza a la mano. No es culpa de la mano y llevas muchas horas con el pez. Pero puedes quedarte para siempre con él. Cómete ahora el bonito.

Cogió un pedazo y se lo llevó a la boca y lo masticó lentamente. No era desagradable.

Mastícalo bien, pensó, y no pierdas ningún jugo. Con un poco de limón o lima o con sal no estaría mal.


-¿Cómo te sientas, mano? -preguntó a la del calambre que estaba casi rígida como un cadáver-. Ahora comeré un poco para ti.


Comió la otra parte del pedazo que había cortado en dos. La masticó con cuidado y luego escupió el pellejo.


-¿Cómo va eso, mano? ¿O es demasiado pronto para saberlo?


Cogió otro pedazo entero y lo masticó.


Es un pez fuerte y de pura sangre, pensó. Tuve suerte de engancharo a él en vez de un dorado. El dorado es demasiado dulce. Éste no es nada dulce y guarda toda la fuerza.


Sin embargo, hay que ser prácticos, pensó. Otra cosa no tiene sentido. Ojalá tuviera un poco de sal. No sé si el sol secará o pudrirá lo que me queda. Por tanto será mejor que me lo coma todo aunque no tenga hambre. El pez sigue tirando firme y tranquilamente. Me comeré todo el bonito y entonces estaré preparado.


-Ten paciencia, mano -dijo-. Esto lo hago por ti. Me gustaría dar de comer al pez. Es mi hermano. Pero tengo que matarlo y cobrar fuerzas para hacerlo. Lenta y deliberadamente se comió todas las tiras en forma de cuñas del pescado.


Se enderezó, limpiándose la mano en el pantalón.


-Ahora -dijo-, mano, puedes soltar el sedal. Yo sujetaré el pez con el brazo hasta que se te pase esa bobería.


Puso su pie izquierdo sobre el pesado sedal que había aguantado la mano izquierda y se echó hacia atrás para llevar con la espalda la presión.


-Dios quiere que se me quite el calambre -dijo-. Porque no sé qué hará el pez.


Pero parece tranquilo, pensó, y sigue su plan. Pero ¿cuál será su plan? ¿Y cuál es el mío? El mío tendré que improvisarlo de acuerdo con el suyo porque es muy grande. Si brinca podré matarlo. Pero no acaba de salir de allá abajo. Entonces, seguiré con él allá abajo.


Se frotó la mano acalambrada contra el pantalón y trató de obligar los dedos. Pero estos se resistían a abrirse. Puede que se abra con el sol, pensó. Puede que se abra cuando haya digerido ese bonito crudo. Si la necesito, la abriré cueste lo que cueste. Pero no quiero abrirla ahora por la fuerza. Que se abra por sí misma y que se vuelva por su voluntad. Después de todo abusé mucho de ella anoche cuando era necesario soltar y unir los varios sedales.


Miró por sobre el mar y ahora se dio cuenta de cuán solo se encontraba. Pero vería los prismas en el agua profunda y oscura, el sedal estirado frente a él y la extraña ondulación de la calma. Las nubes se estaban acumulando ahora para la brisa y miró adelante y vio una bandada de patos salvajes que se proyectaban contra el cielo sobre el agua, luego formaban un borrón y volvían a destacarse como un aguafuerte; y se dio cuenta de que nadie está jamás solo en el mar.


Recordó como algunos hombres temían hallarse fuera de la vista de tierra en un botecito; y en los mares de súbito mal tiempo tenían razón. Pero ahora era el tiempo de los ciclones y cuando no hay ciclón en el tiempo de los ciclones es el mejor tiempo del año.


Continúa...
Ernest Hemingway, El viejo y el mar




viernes, 1 de mayo de 2009

¿Para qué leer novelas?


1 de mayo de 2009
Por Juan Carlos Botero
El Espectador, Colombia

LAWRENCE DURRELL DECÍA QUE los escritores vuelven al tema de la escritura de la misma manera que la lengua regresa al hueco de un diente. Tiene razón. Es una inquietud que desvela a muchos autores, pues nos ronda una duda que hace poco me plantearon a quemarropa: en tiempos como los actuales, ¿cuál es el sentido de leer novelas y poemas?
La pregunta es válida y a menudo olvidamos la respuesta. Entonces, recordemos que leer refina los sentidos, enriquece nuestro léxico, mejora el uso del idioma, educa el gusto, los criterios y la estética, estimula la mente y ensancha nuestro conocimiento del mundo, de los otros y de nosotros mismos. No importa qué profesión escoja en el futuro, pues todo niño necesitará dos cosas esenciales como adulto: imaginación y conocimiento. Ambas se pueden fomentar mediante la lectura. Además, los libros nos brindan palabras para expresar la interioridad. Es un rasgo curioso de la condición humana que sólo seamos conscientes de lo que pensamos y sentimos cuando lo articulamos en palabras. Es decir, los libros nos ayudan a darle forma verbal a nuestra propia experiencia.

De otro lado, se ha dicho muchas veces que los libros son la forma más barata de viajar. Sin movernos de la silla y por un precio mínimo, podemos explorar territorios nuevos y conocer gente fascinante, intercambiar opiniones con las mentes más brillantes del pasado, presenciar eventos que elevan el espíritu y poner nuestras ideas a prueba al confrontarlas con las de personas más lúcidas que nosotros. En suma, los libros son una necesidad y las historias también. Somos miembros de una especie que sueña y reflexiona, que anhela mundos mejores, y sentimos el apremiante deseo de ser más de lo que somos. Eso sólo es posible a través del arte.

Autores como Sartre y Vargas Llosa han señalado que nadie vive satisfecho con su propia condición, pues el ser humano dispone de una sola existencia mientras aspira a mil otras distintas. Deseamos ser héroes y villanos, reyes y mendigos, amantes y aventureros, científicos y conquistadores. Y como no podemos ser todas esas cosas necesitamos "vivirlas" en nuestra imaginación. O sea: mediante la lectura.

Voy más allá: las historias son cruciales para nuestra supervivencia. El mundo es un lugar duro y peligroso, y toda persona, tarde o temprano, padece las bofetadas del destino. ¿Cómo prepararnos para esos avatares? ¿Cómo los identificamos? A través de historias. Necesitamos historias de brujas malvadas para aprender que la maldad existe; historias de amor para aprender a amar; historias de monstruos para reconocerlos al doblar la esquina; historias de héroes para actuar como tales cuando la adversidad nos vence, y si no podemos actuar como héroes, que al menos procedamos con una dosis de decencia e integridad. Las historias nos revelan los puntos cardinales en el mapa de la vida y por eso se ha dicho que los textos académicos nos enseñan las teorías de nuestro oficio, pero las novelas, la poesía y el teatro nos enseñan a vivir, y ojalá a vivir bien. Nada de esto es nuevo, por supuesto, pues los griegos lo sabían desde los tiempos de Aristóteles: hay libros que alimentan la mente, pero sólo el arte ennoblece el espíritu.

jueves, 23 de abril de 2009

Al Ingeniero Juan Rubbini, en el día de su cumpleaños número 100


Allí donde estés, feliz cumpleaños papá.


Tu hijo, Juancito



Juan Rubbini nació en San Giovanni in Persiceto, provincia de Bologna, Italia, el 23 de abril de 1909.



Adiós (II)


Cuando observo como Dios

camina entre los Hombres


y escucho que la Historia

está hablándome de Amor


salgo con el Alma de mi Piel,

y me encuentro con Él,


discurro con la Luz

y allí te encuentro a Vos.


Cuando dudo si Dios

se acuerda de los Hombres


y lamento que la Historia

se escriba con Dolor


salgo con el Alma de mi Piel

para buscarlo a Él,


camino hacia la Luz

y sé que voy con Vos.


Cuando cerca de Dios

y codo a codo con los Hombres


vamos construyendo

nuestra Historia:


un País, una Familia,

un aporte a la Razón,


salgo con el Alma de mi Piel,

me siento Uno con Él,


camino hacia la Luz

sin alejarme de Vos.


Cuando descanso feliz de mi Dios

y contento de los Hombres


percibo que la Historia

está derrotando las Sombras,


está anunciando el Sol,


reúno entonces, victorioso

el Alma con mi Piel,


me quedo con Él

y aunque Tú no estés


yo estoy con Vos.



Juan Rubbini, La Sin Nombre

Ediciones la red, el arca y el mar, Medellín 2003

domingo, 19 de abril de 2009

VARIUS MULTIPLEX MULTIFORMIS (VIII)

Yo le inspiraba muy poca confianza. Veinticuatro años mayor que yo, mi primo era mi co-tutor desde la muerte de mi padre. Cumplía sus obligaciones familiares con seriedad provinciana: estaba pronto a hacer lo imposible para ayudarme si mostraba ser digno, y a tratarme con más rigor que nadie si resultaba incompetente. Se había enterado de mis locuras de muchacho con una indignación en modo alguno injustificada, pero que sólo se da en el seno de las familias; por lo demás mis deudas lo escandalizaban mucho más que mis travesuras. Otros rasgos de mi carácter lo inquietaban; poco cultivado, sentía un respeto conmovedor por los filósofos y letrados, pero una cosa es de admirar de lejos a los grandes filósofos y otra tener a su lado a un joven teniente demasidado teñido de literatura. No sabiendo donde se situaban mis principios, mis contenciones, mis frenos, me suponía desprovisto de ellos y sin recursos contra mí mismo. De todas maneras, jamás había yo comentido el error de descuidar el servicio. Mi reputación de oficial lo tranquilizaba, pero para él no era más que un joven tribuno de brillante porvenir, que había de vigilar de cerca.

Un incidente de la vida privada estuvo muy pronto a punto de perderme. Un bello rostro me conquistó. Me enamoré apasionadamente de un jovencito que también había llamado la atención del emperador. La aventura era peligrosa, y la saborée como tal. Cierto Galo, secretario de Trajano, que desde hacía mucho se creía en el deber de detallarle mis deudas, nos denunció al emperador. Su irritación fue grande y yo pasé un mal momento. Algunos amigos, entre ellos Acilio Atiano, hicieron lo posible por impedir que se obstinara en un resentimiento tan ridículo. Acabó cediendo a sus instancias, y la reconciliación, al principio muy poco sincera por ambas partes, fue más humillante para mí que todas las escenas de cólera. Confieso haber guardado a Galo un odio incomparable. Muchos años más tarde fue condenado por falsificación de escrituras públicas, y me sentí -con qué delicia- vengado.

La primera expedición contra los dacios, comenzó al año siguiente. Por gusto y por política me he opuesto siempre al partido de la guerra, pero hubiera sido más o menos que un hombre si las grandes empresas de Trajano no me hubieran embriagado. Vistos en conjunto y a distancia aquellos años de guerra se cuentan entre los más dichosos para mí. Su comienzo fue duro o así me pareció. Empecé desempeñando puestos secundarios pues aún no había alcanzado la total benevolencia de Trajano. Pero conocía el país y estaba seguro de ser útil. Casi a pesar mío, invierno tras invierno, campamento tras campamento, batalla tras batalla, sentía crecer más objeciones a la política del emperador; en aquella época no tenía ni el deber ni el derecho de expresar esas objeciones en alta voz, aparte de que nadie me hubiera escuchado. Situado más o menos al margen, en el quinto o el décimo lugar, conocía tanto mejor a mis tropas y compartía más íntimamente su vida. Gozaba de cierta libertad de acción, o más bien de cierto desasimiento frente a la acción misma, que no es fácil permitirse una vez que se llega al poder y se han pasado los treinta años. Tenía mis ventajas: el gusto por ese duro país, mi pasión por todas las formas voluntarias -por lo demás intermitentes- de desposeimiento y austeridad. Quizá era el único de los oficiales jóvenes que no añoraba Roma. Cuando más se iban alargando en el lodo y en la nieve los años de la campaña, más ponían de relieve mis recursos.


Continúa...
Marguerite Yourcenar, Memorias de Adriano