miércoles, 28 de octubre de 2009
Carta al Greco (II) - Por Niko Kazantzakis
viernes, 23 de octubre de 2009
El rey Arturo y sus caballeros (XII)
Y mientras hablaban, llegaron los palafreneros con caballos de refresco, y el rey y Merlín montaron y se dirigieron a Carleon. Bajo el cielo tenebroso los hostigó una lluvia acerada y huraña. En cuanto pudo el atribulado monarca llamó a sir Ector y a sir Ulfius y los interrogó con respecto a su cuna y ascendencia. Le dijeron que el rey Uther Pendragon era su padre, e Igraine su madre.
-Eso es lo que me dijo Merlín -asintió Arturo-. Mandadme a Igraine. Debo hablar con ella. Y si tanto bien dice ella que es mi madre, no podré menos que creerle.
La reina fue llamada sin tardanza y acudió acompañada por su hija Morgan le Fay, una dama de extraordinaria hermosura. El rey Arturo las recibió y les dio la bienvenida.
Cuando estuvieron en el gran salón con toda la corte y todos los vasallos sentados en las largas mesas, sir Ulfius se incorporó e interpeló a la reina Igraine en alta voz, para que todos pudieran oirlo:
-Sois una dama indigna -exclamó-. Habéis traicionado al rey.
-Cuidado con lo que dices -dijo Arturo-. Haces una acusación seria, de la que no podrás retractarte.
-Mi señor, me doy perfecta cuenta de lo que digo -dijo Ulfius-, y aquí está mi guante para retar al varón que me contradiga. Acuso a la reina Igraine de ser la causa de tus tribulaciones, la causa del descontento y la rebelión que cunden en tu reino y la verdadera causa de la terrible guerra. Si mientras vivía el rey Uther, ella hubiese admitido que era tu madre, las tribulaciones y mortíferas guerras no habrían sobrevenido. Tus súbditos y tus barones nunca han estado seguros de tu parentesco ni han creído del todo en tu derecho al trono. Pero si tu madre se hubiese prestado a padecer un poco de vergüenza por tu causa y la causa del reino, no habríamos sufrido tantos desastres. Por lo tanto, la acuso de deslealtad hacia ti y hacia el reino, y estoy dispuesto a luchar contra cualquiera que opine lo contrario.
Todas las miradas se volvieron a Igraine, quien estaba sentada al lado del rey. La reina guardó silencio un instante sin alzar los ojos. Luego irguió el rostro y habló gentilmente:
-Soy una mujer solitaria y no puedo luchar por mi honra. ¿Hay acaso algún hombre capaz de defenderme? Esta es mi respuesta a esa acusación. Bien sabe Merlín, y también sir Ulfius como el rey Uther vino a mí, merced a los artificios mágicos de Merlín, bajo el aspecto de mi esposo, quien había muerto tres horas antes. Esa noche concebí un hijo del rey Uther y al decimotercer día me desposó y convirtió en su reina. Por mandato de Uther el niño me fue arrebatado al nacer y fue entregado en manos de Merlín. Nunca me dijeron qué se había hecho de él, y nunca supe su nombre, nunca vi su cara ni supe de su suerte. Juro que digo la verdad.
Entonces sir Ulfius se volvió hacia Merlín.
-Si la reina dice la verdad, eres más culpable que ella.
-Tuve un hijo de mi señor el rey Uther -dijo la reina-, pero nunca supe qué le había ocurrido... jamás.
Luego el rey Arturo se incorporó y se dirigió a Merlín. Tomándolo de la mano lo condujo frente a la reina Igraine y le preguntó con serenidad:
-¿Esta mujer es mi madre?
A lo cual Merlín respondió:
-En efecto, mi señor. Es tu madre.
Entonces el rey Arturo abrazó a su madre y la abrazó llorando, y ella lo consolaba. Al cabo de un rato el rey irguió la cabeza y sus ojos centellearon. Proclamó que se realizaría una fiesta para celebrarlo, una fiesta que duraría ocho días.
Continuará...
John Steinbeck, El rey Arturo y sus caballerosmiércoles, 21 de octubre de 2009
Mi testamento filosófico (VII)
De cómo Blaise Pascal vino a mi cabecera a interrogarme sobre mis razones para creer en Dios (V)
-Guitton, usted distingue lo Absoluto que es Dios y lo Absoluto que no sería Dios. Ése es su primer paso. ¿Cuál sería el segundo?
-Esto, Pascal: afirmo que todo el mundo admite lo Absoluto.
-¿Es verdaderamente cierto?
-Se demuestra por una inducción perfecta. Tome una después de la otra todas las escuelas de pensadores que podríamos creer ateos y observe que ellos admiten lo Absoluto. Los materialistas conciben la materia como un Absoluto inengendrado e imperecedero, o como un Devenir eterno, o como una muerte Inmortal, o también como una Vida universasl, o una naturaleza infinita, pero siempre como un principio primero, radical e irreductible a ninguna otra cosa: lo Absoluto. En cuanto a los idealistas, reducen la materia a no ser más que un correlato del espíritu, y entonces para ellos el Espíritu, o el Yo, o la Razón son como lo Absoluto.
-Y para terminar, Guitton, ¿qué opina usted de los escépticos?
-Vacilan entre varias ideas de lo Absoluto. Eso prueba que no vacilan sobre lo absoluto en sí mismo.
-¿Hay otras clases de candidatos al ateísmo?
-No, Pascal.
-Entonces, la inducción es perfecta. Pero me queda una duda referente al escéptico. ¿Y si él dudara verdaderamente de lo Absoluto, en vez de vacilar simplemente entre varias ideas de lo Absoluto?
-Si ése fuera el caso, Pascal, él admitiría además la hipoótesis de que pueden subsistir más que la ilusión del ser y de la nada. Eso sería el nihilismo.
-Pero, en este último caso, Guitton, ya no habría Absoluto.
-Al contrario. La nada tomaría de inmediato una mayúscula y estaríamos en presencia de una metafísica nihilista donde lo Absoluto sería concebido como Nada. Una Nada que no sería nada y que probablemente no sería lo que entendemos buenamente por esa palabra.
-Y, en consecuencia, todo el mundo admite lo Absoluto. Pero, perdóneme, mi querido Guitton, tengo otra duda. ¿Y los que rechazan lo Absoluto? ¿Qué piensa usted?
-Hay que distinguir. O bien se han rebelado contra lo Absoluto, y por lo tanto lo admiten como real, sin querer empero amarlo u obedecrlo (primer caso); o bien se imaginan que su rechazo podría impedir al Absoluto ser, y en tal caso imaginan su voluntad como un Absoluto que sería Voluntad con mayúscula. Por consiguiente, admiten también como real un Absoluto: la Voluntad (segundo caso); o bien (tercer caso) quieren simplemente que no haya Absoluto, pero entonces, o es un deseo ineficaz y volvemos al primer caso, o es más que eso y volvemos al segundo.
-Me gusta. Ahora estoy de acuerdo con usted: todo el mundo admite lo Absoluto. Éste era su segundo tiempo. ¿Pero tenemos razón en admitir ese Absoluto que todos admitimos? Éste debe ser su tercer tiempo.
-Lo será, Pascal, si Dios me da vida.
-Esperémoslo, tanto más porque después será necesario todavía que se pare sobre sus pies y nos muestre de qué manera todo esto nos conduce a creer en Dios. Pero dígame ya, ¿por qué tendríamos razón en admitir ese Absoluto, que todos admitimos?
-Con mucho gusto. Todos lo admitimos. Por consiguiente, si estuviésemos equivocados al admitirlo, todos estaríamos equivocados.
-Bien lo sé, Guitton, ¿pero acaso es imposible tener un consentimiento universal erróneo?
-Aguarde. Usted pregunta si todos tenemos razón en admitir lo Absoluto. Pero, para tener razón, hace falta todavía tener una razón en marcha. ¿Sería ese el caso si no lo admitiéramos? Pascal, sin la idea de la verdad, ¿qué es la razón?
-Un pescado en la arena, Guitton, un pescado en la arena. Y ya veo cómo usted va a agrandar su ventaja. Pues, sin la acción profunda y oculta de esa idea de lo Absoluto, ¿en qué se convertiría la idea de la verdad?
-En algo más blando, mi querido Pascal, que los relojes de bolsillo en las pinturas de Salvador Dalí, incapaz de servir de norma al avance del espíritu. Pero hay que reflexionar un poco para convencerse de ello.
-Por lo tanto, Guitton, si resumo bien su pensamiento: sin idea de Absoluto no hay idea-fuerza de verdad, y sin idea-fuerza de verdad no hay razón en marcha. Es decir, no hay razón que no albergue de algún modo una idea de Absoluto y que no funcione gracias a ella. Pero esa idea de Absoluto, ¿no podría ser más que una estructura de nuestra razón? En ese caso, ¿lo real y lo Absoluto no serían incognoscibles?
-Ilusión. Cuando pensamos así, Pascal, rechazamos cierta idea de Absoluto, que se vuelve en efecto incognoscible y hasta absurda, pero solo para plantear otra de inmediato.
-Exacto. En este caso, Guitton, lo que llamamos nuestra razón adquiriría en el acto una mayúscula y sería para nosotros lo Absoluto.
-Completamente. Basta reflexionar sobre el propio pensamiento para darse cuenta de ello. ¿Pero cómo hacérselo comprender a quien no reflexiona?
En suma, Guitton: o bien tenemos razón en admitir lo Absoluto, o bien nos equivocamos al admitirlo, pero aun en ese caso todavía tendríamos razón en admitirlo. Por consiguiente, en todos los casos tenemos razón en admitirlo.
-Es exactamente eso.
-¿Pero, si a pesar de todo, nos equivocáramos absolutamente al admitirlo?
-En ese caso volveríamos a la filosofía nihilista y por lo tanto seguiríamos teniendo razón al admitirlo.
-¡Guitton, usted es diabólico!
-¡Vaya! ¿usted también me lo dice?
-¿Le asombra?
-¡Oh, no!... Ya nada me asombra.
Y callamos.
Continuará...
Jean Guitton, Mi testamento filosófico
lunes, 19 de octubre de 2009
La taberna de la Historia (XVII)
Como lo escribí, tengo que repetirlo ahora -dijo Colón-. A mí de nada me sirvieron los mapamundis: sencillamente se cumplieron en mí las profecías. Yo mismo me asombré siempre de que a un extranjero, hijo de un lanero de Génova, estuvieran conversándole y escribiéndole o que recibiera cartas del rey de Castilla o teniendo correspondencia con el Papa. ¿Por qué? Los caminos de Dios... No hay sino que leer las Escrituras y ver cómo el Señor escogía los reyes de entre los pastores. Al rey Fernando se lo escribí muchas veces, y si no, que se vea esta carta que le envié poco antes de mi muerte. "Dios Nuestro Señor milagrosamente me envió porque yo sirviese a Vuestra Alteza, dije milagrosamente, porque fui al rey de Portugal, que entendía en el descubrir más que otro. Él le atajó la vista, oídos y todos los sentidos... En catorce años no le pude hacer entender lo que yo dije...". Así era. Fue cosa del Señor que un rey que sabía menos que el de Portugal, y un forastero desgraciado, vinieran a ser, para el descubrimiento, los escogidos del Señor.
Yo sabía más que los grandes de Salamanca... Ellos tenían cientos de libros, toda la ciencia ordenada en una biblioteca como apenas la de Alejandría... ¡y yo supe lo que ellos ignoraban! Sin mapamundis, sin manuscritos, sin bibliotecas... Ellos habían aprendido en años y en mil tratados cómo era la Tierra en la mitad del universo. Yo lo supe en una hora en Imago mundi de Pedro Aliaco. ¿Quién me puso en las manos el libro? ¿Quién me señaló el párrafo? El Señor, con el dedo. Y se me grabó en la memoria. Puedo repetirlo hoy como hace quinientos años: "Los filósofos colocan la esfera del fuego debajo de la luna: es allí donde el fuego es más puro, invisble a causa de su sutileza. Así como el agua es más limpia que la tierra, y el aire más limpio que el agua, el fuego es más sutil y claro que el aire, y el cielo más sutil o más claro que el fuego, con excepción de las estrellas que son las partes más densas: por eso las estrellas son lúcidas y visibles...
"Luego tenemos la esfera del aire que rodea el agua y la tierra. Comprende tres zonas: la una -la suprema que confina con el fuego- donde no hay vientos, ni lluvias, ni rayos, ni fenómenos semejantes. Se piensa que ciertas montañas como el Olimpo llegan a esas zonas, y según Aristóteles es allí donde se forman los cometas. Además, la esfera del fuego, como la zona más alta del aire, y los cometas que en ella se forman, hacen su revolución en el mismo sentido que el cielo, es decir, de oriente a occidente."
Podría seguir repitiendo páginas enteras que el Señor no solo puso en mis manos sino dejó en mi mente como cincelada cada palabra en una piedra. Yo sabía de la formación de las nubes y de las zonas donde habitan las aves y del mundo maravilloso de los peces y de los eclipses y las tempestades... ¡Y de la distancia que de Cádiz a Japón! ¡Todo en Imago mundi de Pedro Aliaco! Si algo había que rectificar, el Señor me señalaba para que yo lo hiciera. Yo hablaba con Él y hasta en mi firma, pirámide de letras misteriosas, se ven las cábalas de que nos valíamos el Señor y yo para guardar el secreto de nuestro diálogo. Los reyes lo sabían. Yo se lo dije a ellos siempre. Pensarán muchos que fue soberbia mía decir que yo les regalé las Indias... Sí, se las regalé. Escribí en mi testamento: "El rey y la reina, nuestros Señores, cuando yo les serví con las Indias, digo serví, que parece que yo, por la voluntad de Dios Nuestro Señor se las di, como cosa que era mía. Puédolo decir, porque importuné a Sus Altezas por ellas, las cuales eran ignoradas... Sus Altezas no gastaron ni quisieron gastar por ello salvo cuento de maravedís, y a mí me fue necesario gastar el resto...".
He ahí la raíz de mis pleitos. Descubrí lo que no habían soñado los reyes, y ahora no me pagaban ni lo más corto de lo fijado en las capitulaciones. Una vez, en el desastre que hizo naufragar las naves del cuarto viaje, después de mucho llorar me quedé dormido. Entonces el Señor se me apareció y me dijo: "Oh estulto y tardo en creer y servir a tu Dios. Dios de todos ¿qué hizo Él más por Moisés o por David, su siervo? Desque naciste tuvo Él de ti muy grande cargo. Cuando te vio en edad de que Él fue contento, maravillosamente hizo sonar tu nombre en la tierra. Las Indias que son parte del mundo, tan ricas, te las dio por tuyas; tú las repartiste donde te plugo, y te dio poder para ello...".
Son palabras del Señor. Tal como me las dijo se las escribí a los reyes, para que se dieran cuenta de lo que yo había hecho por ellos... Que el Señor les haya perdonado su ingratitud...
Continuará...
Germán Arciniegas, La taberna de la Historia
viernes, 16 de octubre de 2009
De la magia erótica al amor romántico (VIII)
miércoles, 14 de octubre de 2009
El viejo y el mar (XVII)
Miró al cielo y vio la formación de los blancos cúmulos, como sabrosas pilas de mantecado, y más arriba se veían las tenues plumas de los cirros contra el alto de septiembre.
Sobre la Paz Perpetua, de Immanuel Kant
"Si existe un deber y al mismo tiempo una esperanza fundada de que hagamos realidad el estado de un derecho público, aunque sólo sea en una aproximación que pueda progresar hasta el infinito, la paz perpetua, que deriva de los hasta ahora mal llamados tratados de paz (en realidad, armisticios), no es una idea vacía sino una tarea que, resolviéndose poco a poco, se acerca permanentemente a su fin"
Immanuel Kant (1795)
Se puede, queridos lectores, considerar este pequeño opúsculo kantiano como la base filosófica de organizaciones internacionales tales como la Sociedad de Naciones, constituida tras la I Guerra Mundial, o la actual Organización de Naciones Unidas; asimismo, el proyecto de Alianza de Civilizaciones, propuesto por José Luis Rodríguez Zapatero, Presidente del Gobierno de España, encuentra raigambre entre sus páginas. Y es que la idea de un supra-estado cosmopolita, inherente a éstas instituciones, recorre las páginas de este escrito de carácter ético-jurídico-político, que se puede encuadrar en la órbita de la Crítica de la Razón Práctica.
Llama la atención en la lectura de Sobre la Paz Perpetua, salvando las distancias, la antigua asimilación platónica entre al psique humana y la organización del Estado, lo cual denota que para Kant el problema de la relación entre estados no dejaba de ser un problema ético al ser la voluntad, pública en este caso, la que marca su acción respectiva. Así, de la misma forma que un estado quedará formado por la unión de sus ciudadanos, el estado cosmopolita quedará compuesto por la federación de los distintos estados soberanos. El paralelismo entre el ciudadano, libre, sometido a derecho e igual a los demás, tiene su reflejo en la exigencia de la equivalente soberanía de los estados, la cual debe estar sometida a normas universales.
El imperativo ético kantiano es aplicable, mediante aquel paralelismo, al Estado en la persona del político, su dirigente. De esta forma distingue entre el político moral, quien circunscribe su acción a la forma de tal imperativo y, por ende, al interés general, y el moralista político, el que teniendo una moral fundamentada en razones materiales desconoce la existencia de normas universales.
Siguiendo a Hobbes, Kant también considera que al ser humano le es innato el estado de guerra por lo que el estado de paz perpetua es algo que progresivamente, y mediante determinados principios, deber ser instaurado. Tales principios de actuación son reales para el propio Kant, lo que contrasta con el carácter utópico de la Paz Perpetua, dando lugar así a la diferencia entre utopía vertical, la aplicación puntual de aquéllos en la realidad política, y utopía horizontal, la constituída por el horizonte inalcanzable que sirve de guía y norma a la actividad humana.
El filósofo alemán introduce, por último, una fuerza que, de forma inmanente a las acciones de los hombres, y aprovechando su actividad belicosa, irá generando las condiciones sociales idóneas para la instauración de la Paz Perpetua. La Naturaleza, su plan oculto, adquiere el rango de esa fuerza motriz histórica, que ya tuviera la Providencia en Vico y que tendrá la Razón en Hegel, actuando al margen de la voluntad del ser humano.
Con una lectura fácil y sugerente, Peón de Brega recomienda que os hagáis con un ejemplar de este pequeño opúsculo kantiano que podréis encontrar en varias editoriales.
Publicado por David Carrascosa en jueves, octubre 08, 2009
miércoles, 30 de septiembre de 2009
VARIUS MULTIPLEX MULTIFORMIS (IX)
y de muerte, halagaban los más íntimos ensueños de un joven, ansioso de presente. incierto ante el porvenir, y por ello mismo abierto a los dioses. Fui iniciado en una torrecilla de madera y juncos, a orillas del Danubio, teniendo por asistente a Marcio Turbo, mi compañero de armas. Me acuerdo de que el peso del toro agonizante estuvo a punto de derrumbar el piso bajo cuya abertura me hallaba para recibir la sangrienta aspersión. Más tarde he reflexionado sobre los peligros que estas sociedades casi secretas pueden hacer correr al Estado si su príncipe es débil y ha terminado por reprimirlas rigurosamente, pero reconozco que frente al enemigo confieren a sus adeptos una fuerza casi divina. Cada uno de nosotros creía escapar a los estrechos límites de la condición de hombre, se sentía a la vez el mismo y el adversario, asimilado al dios de quien ya no se sabe si muere forma bestial o mata bajo forma humana. Aquellos ensueños extraños que hoy llegan a alterarme, no diferían tanto de las teorías de Heráclito sobre la identidad del arco y del blanco. En aquel entonces me ayudaban a tolerar la vida. La victoria y la derrota se mezclaban, confundidas, rayos diferentes de la misma luz solar. Aquellos infantes dacios que pisoteaban los cascos de mi caballo, aquellos jinetes sármatas abatidos más tarde en encuentros cuerpo a cuerpo donde nuestras cabalgaduras encabritadas se mordían en pleno pecho, a todos podía yo herirles más fácilmente por cuanto me identificaba con ellos. Abandonado en un campo de batalla, mi cuerpo despojado de sus ropas no hubiera sido tan distinto de los suyos. El choque de la última estocada hubiera sido el mismo. Te confieso así pensamientos extraordinarios, que se cuentan entre los más secretos de mi vida, y una extraña embriaguez que jamás he vuelto a encontrar exactamente bajo esa forma. Cierto número de acciones brillantes, que quizá no hubieran llamado la atención en un soldado me dieron renombre en Roma y una suerte de gloria en el ejército. La mayoría de mis supuestas proezas no eran más que inútiles bravatas; con cierta vergüenza descubro hoy detrás de esa exaltación casi sagrada de que hablaba hacía un momento, un bajo deseo de agradar a toda costa y atraer la atención sobre mí. Así, un día de otoño, crucé a caballo el Danubio henchido por las lluvias, llevando el pesado equipo de los soldados bátavos. En este hecho de armas, si lo fue, mi cabalgadura tuvo más mérito que yo. Pero ese período de locura heroica me enseñó a distinguir entre los diversos aspectos del coraje. Aquel que me gustaría poseer de continuo es glacial, indiferente, libre de toda excitación física, impasible como la ecuanimidad de un dios. No me jacto de haberlo alcanzado jamás. La falsificación que utilicé más tarde no pasaba de ser en mis días malos una cínica despreocupación hacia la vida, y en los días buenos, un sentimiento del deber al cual me aferraba. Pero muy pronto por poco que durara el peligro, el cinismo o el sentimiento del deber cedían a un delirio de intrepidez, especie de extraño orgasmo del hombre unido a su destino. A la edad que tenía entonces, aquel ebrio coraje persistía sin cesar. Un ser embriagado de vida no prevé la muerte; ésta no existe y él la niega con cada gesto. Si la recibe, será probablemente sin saberlo; para él no pasa de un choque o de un espasmo. Sonrío amargamente cuando me digo que hoy consagro un pensamiento de cada dos a mi propio fin, como si se necesitaran tantos preparativos para decidir a este cuerpo gastado a lo inevitable. En aquella época, en cambio, un joven que mucho hubiera perdido de no vivir algunos años más, arriesgaba alegremente su porvenir todos los días.
Continuará...
Marguerite Yourcenar, Memorias de Adriano
martes, 29 de septiembre de 2009
Los modos generales del pensamiento oriental (IV)
En lo que precede hemos hablado a cada instante de tradición, de doctrinas o de concepciones tradicionales, y hasta de lenguas tradicionales, y no se puede hacer de otro modo cuando se quiere designar lo que constituye verdaderamente todo lo esencial del pensamiento oriental bajo sus diversos modos; pero ¿qué es más precisamente la tradición? Decimos desde luego, para evitar una confusión que podría producirse, que no tomamos esta palabra en el sentido restringido en que el pensamiento religioso de Occidente opone a veces "tradición" y "escritura", entendiendo por el primero de estos dos términos, de una manera exclusiva, lo que ha sido objeto de una tradición oral. Por el contrario, para nosotros la tradición, en una acepción mucho más general, puede ser escrita lo mismo que oral, aunque habitualmente, si no siempre, haya debido ser antes que todo oral en su origen, como lo hemos explicado; pero, en el estado actual de las cosas la parte escrita y la parte oral forman por doquiera dos ramas complementarias de una misma tradición, ya sea religiosa o de otra especie, y no vacilamos en hablar de "escrituras tradicionales", lo que sería evidentemente contradictorio si diésemos a la palabra "tradición" solo su significado más especial; por lo demás, etimológicamente, la tradición es simplemente "lo que se transmite" de una manera o de otra. Además, es necesario comprender en la tradición a título de elementos secundarios y derivados, pero sin embargo importantes para tener de ella una noción completa, todo el conjunto de las instituciones de diferentes órdenes que tienen su principio en la misma doctrina tradicional.
Considerada así, la tradición puede parecer que se confunde con la misma civilización que es, según ciertos sociólogos, "el conjunto de las técnicas, de las instituciones y de las creencias comunes a un grupo de hombres durante un cierto tiempo"; pero ¿qué vale exactamente esta definición? No creemos, a decir verdad, que la civilización sea susceptible de caracterizarse generalmente en una fórmula de este género, que será siempre demasiado amplia o demasiado estrecha en ciertos aspectos, exponiéndose a dejar fuera de ella elementos comunes a toda civilización y a comprender en cambio otros elementos que solo pertenecen propiamente a algunas civilizaciones particulares. Así pues, la definición precedente no tiene en cuenta lo que hay de esencialmente intelectual en toda civilización, porque esto es algo que no se podría hacer entrar en lo que se llama las "técnicas", que se nos dice que son "conjuntos de prácticas especialmente destinadas a modificar el medio físico"; por otra parte, cuando se habla de "creencias", agregando que esta palabra debe ser "tomada en sentido habitual" hay ahí algo que supone manifiestamente la presencia del elemento religioso, lo cual es en realidad especial a ciertas civilizaciones y no se encuentra en otras. Para evitar cualquier inconveniente de este género nos hemos contentado, al principio, con decir simplemente que una civilización es el producto y la expresión de cierta mentalidad común a un grupo de hombres más o menos extenso reservando para cada caso particular la determinación precisa de sus elementos constitutivos.
De todos modos, no es menos cierto que, en lo que se refiere al Oriente, la identificación de la tradición y de la civilización toda entera está justificada en el fondo: cualquier civilización oriental, tomada en su conjunto, se nos presenta como esencialmente tradicional, y esto resulta inmediatamente de las explicaciones que dimos en el capítulo precedente. En cuanto a la civilización occidental, dijimos que está por el contrario desprovista de todo carácter tradicional con excepción de su elemento religioso, que es el único que ha conservado este carácter. Es que las instituciones sociales para que se las pueda llamar tradicionales, deben estar efectivamente unidas como a un principio, a una doctrina de carácter tradicional también, ya sea esta doctrina metafísica, ya religiosa, o de cualquier otra clase concebible. En otros términos, las instituciones tradicionales, que comunican este carácter a todo el conjunto de una civilización, son las que tienen su razón de ser profunda en su dependencia más o menos directa, más o menos intencionada y conciente, con relación a una doctrina cuya naturaleza fundamental es, en todos los casos, de orden intelectual; pero la intelectualidad puede hallarse en ella en estado puro y entonces se trata de una doctrina propiamente metafísica, o bien encontrarse mezclada a diversos elementos heterogéneos, lo cual da nacimiento al modo religioso y a los otros modos de que puede ser susceptible una doctrina tradicional.
Continuará...
René Guenon, Introducción general al estudio de las doctrinas hindúes
lunes, 28 de septiembre de 2009
La prisionera (IX)
martes, 11 de agosto de 2009
Carta al Greco (II) - Por Niko Kazantzakis
lunes, 10 de agosto de 2009
El rey Arturo y sus caballeros (XI)
domingo, 19 de julio de 2009
Mi testamento filosófico (VI)
De cómo Blaise Pascal vino a mi cabecera a interrogarme sobre mis razones para creer en Dios (IV)
-¿Cómo? ¿Lo Absoluto no puede ser llamado Dios?
-Por supuesto que sí.
-¿Y Dios no puede ser llamado lo Absoluto?
-Seguro que sí.
-Entonces, ¿por qué distinguir?
-Esas dos palabras designan una realidad idéntica; evocan dos ideas diferentes. El término "Absoluto" representa en nuestro pensamiento el Origen radical, el Principio fundamental del ser y del espíritu, absolutamente Primero, que se mantiene eternamente, imperecedero y sin origen, el Ser cuya vida contiene todas las cosas. Nada más, aunque esto no es poco.
Sin embargo, la idea de Dios es todavía más rica. Incluye todo lo que se ha dicho de lo Absoluto, y alguna cosa más.
-¿Y qué, entonces?
-Cuando se pronuncia esa palabra enorme: "Dios", se piensa en lo Absoluto como en alguien. Ese Absoluto es un ser que piensa, quiere, ama. Dios es alguien a quien se puede rezar.
-La idea de Dios es pues la de un Absoluto que a la vez es Personal.
-Exactamente, Pascal. Dios, en el sentido amplio, es lo Absoluto. En el sentido estricto, es más que lo Absoluto, es Dios.
-Pero, ¿no puede concebirse un Absoluto que no fuera Dios?
-¡Muchos han pensado en ello! Toda la cuestión consiste justamente en saber si lo Absoluto es Dios o no. Déjeme decirle el fondo de mi pensamiento. Demostrar la existencia de lo Absoluto no me interesa demasiado pues, según creo, casi todo el mundo admite la existencia de lo Absoluto. Así, todo el mundo cree en Dios en el sentido amplio.
-¿Por qué?
-Es un hecho. Hablaremos de ello nuevamente, si quiere. Pero le repito, Pascal, que, para mí, la existencia de lo Absoluto no es el gran problema. Puesto que la existencia de lo Absoluto está en realidad fuera de duda, la verdadera cuestión es saber si Dios, en el sentido estricto, existe o no.
-Guitton, resumo: Dios, en el sentido amplio es admitido por todos. Solo es cuestionable Dios en el sentido estricto.
-Perfectamente.
-Se lo concedo, para ver. Pero volveremos sobre el tema. Por consiguiente, según usted, la opción no está entre creer en Dios y ser ateo, sino entre dos creencias: la una en un Absoluto no Personal, la otra en un Absoluto Personal.
-Es eso, exactamente: entre lo Absoluto Personal y Trascendente por un lado, y lo Absoluto no Trascendente por el otro. En términos técnicos se trata de optar entre el teísmo y el panteísmo. Reflexionar sobre esa opción ocupó toda mi vida, por ejemplo, cuando comparé, en mis tesis, las relaciones del tiempo y de la eternidad en Plotino y San Agustín, o el concepto de desarrollo en Hegel y Newman. Dos ideas de Dios, dos ideas del hombre, dos ideas de las relaciones entre la eternidad y el tiempo, por lo tanto también dos ideas del destino.
-Explíqueme mejor los términos de esa opción. ¿Qué entiende usted por panteísmo?
-Deseando reunir todo en la unidad de una sola representación, el panteísmo encierra en sus redes todo lo que es, todo lo que puede ser y junta esa inmensa masa, esa infinidad tal vez, en el único concepto de totalidad. El Gran Todo. Para comprender mejor cómo ese Gran Todo puede ser una unidad inteligible, imagina una Sustancia única o un Sujeto único, donde todo se reuniría, se ligaría y, en definitiva, se fundiría. La Totalidad infinita, al no dejar nada fuera de ella, reposaría en sí misma, basada en su propia Sustancia.
-¿Y nosotros, en todo eso?
-Un engranaje insignificante en sí mismo, divino por su fondo y por su esencia. Nosotros seríamos lo Absoluto pero no lo sabríamos. Mientras no lo sabemos, existimos. Y cuando lo sabemos ya no existimos y no hay más que lo Absoluto.
-¿Y qué es el teísmo, Guitton?
-Es el otro concepto. Dios no es la totalidad, ni la sustancia de la totalidad, ni el sujeto de la totalidad. No se define en relación con la totalidad. Por otra parte, esa totalidad no es divina, no tiene derecho a la mayúscula. Dios es trascendente, personal, libre y creador. Ha creado libremente; nadie lo obligaba a hacerlo. Nada se parece más a Dios que los seres personales. De una manera sublime pero real, Dios conoce, Dios habla, Dios quiere, Dios ama.
-Ese Dios teísta ¿no es una imaginación antropomórfica?
-Y el hombre, ¿no es una realidad teomórfica?
-Hacemos a Dios a nuestra imagen.
-Y Dios nos hace a la suya. Cierto antropomorfismo, Pascal, está basado en la realidad del teomorfismo. Cierto antropomorfismo, no cualquiera.
-Entonces, según usted, Guitton, ¿se trata de elegir entre esas dos ideas de lo Absoluto?
-Sí, y también entre dos ideas del hombre y de su salvación. Para mí, el único problema importante es cómo hacer esa elección. Hude, uno de mis discípulos, ha profundizado el tema en un libro, Prolegómenos, donde todo es admirable, salvo el título, que es absurdo.
-¿Pero es de esa manera como nuestros filósofos plantean frecuentemente el problema?
-Creo que es así como hay que plantearlo, si se quiere estar a la altura del mundo presente.
-Tiene razón, Guitton. Poner en primer plano la opción entre teísmo y ateísmo es un punto de vista demasiado occidental. Semejante opción opone, sobre todo, al Occidental cristiano y el Occidental no cristiano.
-¡Evidente! El ateo es un teísta que ha cesado de creer en Dios y se imagina no creer más en lo Absoluto. Si quisiera reflexionar comprendería que al cesar de creer en Dios se ha puesto a creer automáticamente en una de las formas de lo Absoluto no Personal. Por consiguiente, no es ateo en el sentido amplio, porque no es ateo de Dios en el sentido amplio, es decir ateo de lo Absoluto. Solo es ateo en el sentido estricto, es decir de Dios en el sentido estricto.
-Pero de todos modos es ateo.
-Sí, pero no más que cualquiera. Yo también soy ateo, y usted también, Pascal, es ateo. Usted es ateo del Dios de los estoicos, del Dios de Giordano Bruno y del Dios de Pomponazzi, como yo soy ateo del Dios de Spinoza, del Dios de Hegel, del Dios de Tayne y de Renan.
-Debemos resignarnos. Siempre somos ateos de algún Dios.
-Y también incrédulos de alguno. Pero siempre se es demasiado piadoso, aunque no nos demos cuenta. Lo que más falta a nuestros cristianos, Pascal, es ser ateos. Yo soy ateo del Dios de Nietzsche, del Dios de Marx, del Dios de Freud. Un ateo jubiloso, un ateo impío.
-El Devenir, la Historia, el Inconsciente, siguen siendo Absolutos.
-Y hasta la Nada es todavía un Absoluto. Así como me ve, Pascal, yo soy archiateo de la Nada. Y Bergson era como yo.
-Habría que decir a los curas de París que hicieran sermones sobre el tema.
-Si se dijera a los buenos cristianos que son ateos, ya no tendrían tanto miedo de decir que creen en Dios.
-Se sentirían muy orgullosos. Imagínese ¡ateos como los incrédulos!
-Me gusta Voltaire. Por otra parte, él se inspiró en sus Provinciales y le dio un puntapié como agradecimiento. A pesar de eso, sigue siendo mi modelo de escritura, y hasta de pensamiento. Sepa que soy voltaireano hasta médula de los huesos.
-Pero usted es ateo de los dioses de Voltaire.
-Naturalmente.
Continúa...
Jean Guitton, Mi testamento filosófico
La taberna de la Historia (XVI)
Lo que dura una rosa
Amerigo cuenta la muerte de Simonetta:
Vivió lo que dura una rosa. Era de ayer su aparición en el torneo. Giuliano le consagró la victoria, y la multitud, más que aclamar al vencedor, festejó a Simonetta. Yo había llegado a la piazza della Santa Croce con los de su cortejo, y estando muy cerca la vi seguir el curso de la pelea, radiante en la alegría cuando Giuliano acertaba, ansiosa en todo momento, feliz hasta las lágrimas con el triunfo. Giuliano paró en seco su caballo de plata y terciopelo frente a nuestra tribuna y la saludó. Ella, con un leve tinte de rubor, devolvió el homenaje. Irradiaba una gracia honesta y una leve sonrisa que convertía la proeza en desenlace natural. Me pasó un pensamiento que todavía me asalta: ¿Giuliano no envidiaría que su triunfo se trocara en gloria ajena: la de la dama por él mismo señalada? Todos gritábamos a una: "Palla! Palla!", divisa de los Médici... Pero el grito era para envolver en un remolino de ovaciones a la divina reina consagrada.
El día estaba de sol radiante y claro cielo azul. En muchedumbre, salimos de Santa Croce della Signoria, y se fue volcado por toda Florencia el vocerío. Se bebía y se cantaba. Laúdes, flautas, violines y timbales movían el baile y la canción. Nunca antes pensábamos, pudo tanto en la república la presencia de una mujer hecha toda de gracia. El poder de los Médici que pudo ser muchas veces tiránico, quedaba, por el gesto de Giuliano, transformado en un momento musical. Llegó Simonetta a casa, y los poetas y los músicos, y las amigas que fueron las mismas de la Danza de la Primavera en el cuadro de Sandro. Ella parecía apenas alterada por esa gigantesca serenata que venía de las calles, de las plazas, del valle y sus colinas, a saludar la gloria de su frente soñadora, de sus miradas con un remoto toque de tristeza.
¿Y ahora? Verla ahí metida en la caja de la muerte, dormida para siempre, cerradas las ventanas de sus ojos como si quisiera entrar serena al misterio tenebroso. Porque no parecía muerta sino la Bella Juventud Durmiente. Con nosotros estaba Sandro, Piero di Cósimo, Domenico Ghirlandaio, que habían de recordar con sus pinceles su imagen, con sus poemas su gracia, y Giuliano, cuya muerte no estaba lejana, y las compañeras suyas, las de las danza que fueron la maravilla de Florencia. Yo era un mozo sin destino, y me pregunto si, como he podido ser pintor, por qué no fui poeta o músico. Estas cosas no pueden proyectarse sino por los caminos del arte.
La calle estaba más apretada de gente que en el día de la locura del torneo. Florencia, toda ahí, para verla partir. La cruz de plata y los ciriales, de plata, y las luces de los cirios y el silencio. Un silencio que iba de la calle hasta el tope de las colinas. Se oía a distancia, solo, el ruido de las aguas del Arno. En torno al féretro, el estupor. La caja, destapada. La cabeza reposando sobre un cojincito recubierto de encajes, y una ancha cinta coronándole la frente, con el escudo de los Médici en el centro. Recuerdo de la fiesta del torneo... Leonardo, que asistía como todos a esta despedida, dibujó con minuciosidad esta última imagen suya, que quedó a modo de recuerdo fotográfico. Como ocurre cuando se apagan laúdes, flautas, violines y timbales..., el silencio mudo tenía dentro un rumor perdido de músicas lejanas. Sandro Botticelli, en protesta contra este triunfo de la muerte, le devolvió la vida mostrándola toda desnuda y toda gracia en el Nacimiento de Venus, la fabulosa cabellera en hilos de oro desatada, mecida por las aguas del mar.
Continúa...
Germán Arciniegas, La taberna de la Historia
SE COMO ERES - Por Ezequiel Martínez Estrada
Sé como eres
Alma mía, domina tu tentación y labra
la pauta inalterable donde encuentres la fuente
de consulta; coloca sobre cada palabra
la previsión que sabe y la intuición que siente.
Alma mía, domina la tentación y cuida
que la hidra heptocéfala que convive contigo
sea a lo más el can que custodie tu vida,
pero nunca la bestia de furor enemigo.
Despójate de todo cuanto adquiriste en vano.
Ten dulzura de madre, tolerancia de hermano,
paciencia de maestro y confianza de esposa.
Y sé en sombra intensa que te circunda, un vivo
lucero francamente trémulo y pensativo.
En la lóbrega noche esa poquita cosa.
Por Ezequiel Martínez Estrada
Oro y Piedra, 1918
martes, 19 de mayo de 2009
De la magia erótica al amor romántico (VII)
El viejo y el mar (XVI)
viernes, 1 de mayo de 2009
¿Para qué leer novelas?
1 de mayo de 2009
El Espectador, Colombia