sábado, 31 de enero de 2009

Leyendo un cuento de Edgar Allan Poe

31 de enero de 2009
Leyendo un cuento de Edgar Allan Poe
Por Juan Carlos Botero
El Espectador, Bogotá


NUNCA SOBRA RELEER LOS RELATOS de Edgar Allan Poe, y menos ahora que se cumplen 200 años de su nacimiento.

Tomemos, por ejemplo, La caja oblonga, un cuento clásico del autor. Y es clásico porque cuando Poe lo publicó, en 1844, cinco años antes de morir, él ya estaba en plena madurez como artista y poseía un estilo narrativo claro y un arsenal de temas predilectos. Por eso, al leer este texto, saboreamos las mejores cualidades de uno de los mejores escritores del siglo XIX.

La historia no es compleja. Y ahí radica parte de su encanto. En medio de una aparente normalidad, el narrador evoca lo que le sucedió hace varios años, al viajar en el paquebote ‘Independence’, desde Carolina del Sur hasta Nueva York. Para su sorpresa, entre los pasajeros descubre a su amigo, el pintor Wyatt, quien viaja con su esposa y dos hermanas. Curioso por conocer a la mujer (su amigo le había dicho que era muy bella), se siente defraudado, pues la señora le parece casi vulgar. No obstante, lo más raro es la gran caja que Wyatt lleva a bordo. A pesar del nauseabundo olor que despide la brea con que está escrito el remitente en la tapa, el pintor la guarda en su camarote en vez de enviarla a la bodega. Entonces el narrador se empecina en averiguar el contenido de esa extraña caja.

Poe utiliza el recurso de la primera persona con eficacia: el narrador no lo sabe todo (a diferencia de un narrador omnisciente) sino lo que le consta o sospecha, y así su conocimiento tiene límites. De tal modo, el lector se entera de los hechos al tiempo que el personaje los recuerda. Por suerte, como el narrador posee la curiosidad de un detective, se entera de detalles que un viajero desprevenido no percibiría. Entonces compartimos sus experiencias y también su asombro ante la macabra realidad que se perfila, lentamente, hasta que al final se hace evidente y nos golpea como una bofetada. Con la destreza de un maestro, Poe introduce en esa situación de engañosa normalidad elementos a cuentagotas, datos que primero sólo suenan fuera de lugar, pero después se tornan curiosos, siniestros, y luego desembocan en un desenlace atroz.

En este cuento Poe despliega su formidable talento. Narrado con precisión, atento a los detalles, punteado de bellas imágenes, situaciones que palpitan por su realismo (como el naufragio del paquebote), unido a la sagaz intuición en la psicología de los personajes, y, a lo largo de la historia, una inquietud que va creciendo, como si algo perverso respirara bajo la superficie de las palabras.

De otro lado, en este relato sobresale la exquisitez de su prosa. Algunos dirán que el cuento está fechado, pero en eso también reside su encanto. El personaje narra su vivencia con la elegancia de un caballero, y a través de su mirada vemos las costumbres de entonces: los pasajeros adinerados viajando con un valet, su forma de hablar y los atuendos que delatan su clase social; vemos la vida en cubierta, cómo el narrador devela la doble vida de su amigo, cómo la mente de éste resbala en los predios atroces de la locura, y también el dramático hundimiento del barco.

Uno de los objetivos de Poe era mantener en vilo al lector, deleitarlo con una historia de suspenso y ofrecerle las delicias del terror. Y aquí sentimos su placer al erizarnos los vellos mientras nos brinda una de sus máximas: el tema fundamental del arte es la muerte de la mujer amada. Quizás Faulkner tuvo presente este cuento al escribir su gran relato, Una rosa para Emily. En todo caso, en La caja oblonga paladeamos lo mejor de Poe: sus temas clásicos y su escritura magistral. Y hay pocos placeres más gratos que ése.

viernes, 30 de enero de 2009

Mi testamento filosófico (I)


De cómo un extraño visitante vino a sembrar confusión en mi espíritu

La noche en que morí pasaron extrañas cosas en mi apartamento parisino. Todo comenzó cuando yo agonizaba tranquilamente. Era centenario o me faltaba poco. No sufría, casi no me angustiaba y, mientras me extinguía, pensaba. Pero también esperaba.

Serían las nueve de la noche. Estaba solo en mi habitación. Del otro lado del tabique, mi sobrino Théophile conversaba con Marzena, mi secretaria, ni enfermera, indispensable y polaca. No era interesante lo que decían. Yo los oía sin escuchar. Mi sobrino se inquietaba.

-¡Qué resistencia!

-Parecería que espera algo, o a alguien.

-No es probable. Él siente horror de esperar. ¿Y qué dice?

-Nada. No dice nada. Pero cada vez que alguien entra en la habitación se estremece, entrabre los labios. Luego, de nuevo, cae en el sopor.

-Y esto ya dura once días.

-Escuche, alguien llama. Discúlpeme, voy a abrir. Tal vez sea el médico.

Oí abrir la puerta. Siguió un silencio, por el que comprendí que acaba de entrar aquel que yo esperaba. Ellos tenían ante sí a un hombre elegante, vestido con un traje negro, de unos cincuenta años, bigotes recortados en punta. Yo no lo veía, ¡pero lo había sentido tantas veces! Lo sentía en ese mismo momento paseando sus ojos sobre mi desorden habitual: penumbra, viejos muebles, cuadros dispersos, libros apilados, papeles por todas partes. De pronto, mi sobrino habló:

-¿Usted no es el médico?

-Monsieur Jean Guitton, por favor -respondió entonces el visitante.

-M. Guitton no está en condiciones de recibirlo -dijo Marzena-. ¿Quién es usted?

-Soy el que él espera.

-M. Guitton no espera a nadie.

-Sin embargo, usted dijo lo contrario, hace apenas un minuto.

-¿Cómo sabe que yo he dicho eso?

-Porque soy el que él espera. Vaya a decirle que estoy aquí.

-¿Pero a quién debo anunciar?

-Dígale que su cita ha llegado.

Marzena, estupefacta, empujó la puerta de mi habitación. Yo había cerrado los ojos para tomarme el tiempo de reflexionar. Mientras ella se acercaba a mi cabecera en puntas de pie, escuché a mi sobrino, que había quedado solo con el desconocido.

-¿Hace mucho señor, que conoce a Jean Guitton?

-Desde el año de su nacimiento.

-¡El año de su nacimiento! ¡Pero hace cien años! ¿Qué edad tiene entonces usted?

-De donde yo vengo, los años no cuentan.

-¡Ah! Este... yo soy su sobrino Theopile.

-Lo sé.

-¿Lo sabe? ¿Sin duda nos hemos conocido en la entrega de alguna condecoración?

-No. Usted no me ha visto jamás. Jamás.

-¡Ah! Jamás nos conocimos. Evidentemente. Imagínese lo habría recordado de inmediato. Tanto más por cuanto usted sabe que soy el sobrino de mi tío, y que lo conoce desde mi nacimiento. O más bien desde el suyo. O tal vez del de él. Ya no lo sé. En fin, discúlpeme, tengo que marcharme.
Hasta la vista, señor.

-Nos veremos el viernes, en los Inválidos, allí lo entierran.

-¿Que lo entierran? ¿A quién? ¿A Guitton?

-¿A quién va a ser si no? ¿A Napoleón?

-Discúlpeme, hace diez días que no duermo. Pero, en fin... él no está muerto.

-Mañana, mañana, será la cosa. De aquí a entonces, él y yo tenemos que conversar.

Mientras mi sobrino salía desconcertado, entraba mi secretaria después de recibir mis órdenes.

-M. Guitton va a recibirlo, señor.

-¡Se lo dije! ¿Qué me mira?

-¿Quién es usted?

Él sonrió, se inclinó hacia ella y le deslizó una palabra al oído. Marzena cayó desvanecida en el sofá, y el desconocido, sin mirarla más, entró en mi habitación.

El visitante se sentó familiarmente en el borde de mi cama. Yo estaba acostado, con la cabeza apoyada en una almohada. Tenía los ojos desmesuradamente abiertos. Hablaba con cierta dificultad, con voz ronca.

-¿Me esperaba, maestro? -me preguntó.

-Desde hace once días.

-No andaré con rodeos. Adivinará cuál es el objeto de mi visita.

-Desde luego -le respondí-. Se trata de hacerme perder la fe. ¿Cree que estoy en condiciones de sostener una discusión?

-Maestro, su cerebro ha sobrevivido hasta ahora a la ruina de su organismo. ¿Tiene miedo de conversar conmigo?

-Me fatiga hablar. Déjeme.

-Limítese a pensar. Yo leeré en el fondo de su alma.

-Eso no es posible, y usted lo sabe. Soy un santuario en el que usted no puede entrar.

-De acuerdo. Si las fuerzas lo abandonan, no se agote articulando. Conténtese con murmurar. Leeré sus pensamientos más sutiles en los pequeños movimientos de sus labios. Eso sí puede hacerlo. ¿Qué le parece?

-Acepto el procedimiento. De pronto me siento mejor. Tal vez sea la euforia antes del fin. Aprovechémosla para debatir a fondo, por última vez, temas que nos interesan. ¿Quiere llamar a mi enfermera para que me acomode la almohada, por favor?

-Lo haré yo mismo -dijo.

Y así lo hizo. Luego me miró fijamente y preguntó:

-¿Deseaba hablar conmigo, verdad?

-No -respondí. Nunca le he tenido simpatía.

-Sin embargo, me esperaba.

-Sabía que vendría; eso es todo.

-En su opinión, ¿por qué su ángel guardián no me impidió la entrada?

-No lo sé. Pregúntele a él.

-Tal vez porque no existe, sencillamente.

-Si él no existe, usted tampoco existe.

-Bien contestado. Pero puede ser, en efecto, que yo no exista. ¿Suponga que yo desapareciera al instante y lo dejara solo con mis pensamientos? ¡Vería cuán insidiosos son! Usted creería que son los suyos y le costaría mucho más resistirse a ellos.

Y desapareció. Por primera vez en mi vida me asustó la soledad.

-¿Dónde esta usted? ¿Dónde está?

Nadie. Silencio. ¿Era él? ¿Estaba allí? Tal vez lo soñé. ¿Y si fuera una alucinación? ¿Si todo no fuese más que sueño y alucinación? No, no, lo reconozco, éstos son sus pensamientos. Pero qué sé yo si... Me siento lleno de pensamientos que no son los míos, y sin embargo parecen serlo. ¡Mis pensamientos!... que deseo estar en paz, que dentro de unas horas se rasgará el velo, que poseeré a Dios, que Él se entregará a mí, que ese será el fin de este combate, la victoria, la vida. ¡Ah! ¡Pensamientos verdaderamente cristianos! ¿Quién tiene, entonces, esta noche el poder de hacerme sentir vacío? ¿Quién me desconcierta? ¡Pobre Guitton, viejo imbécil. Has jugado y perdido! Te has creído tan inteligente como ese farsante de Pascal; tienes los bolsillos vacíos como él. En pocas horas ya no existirás. Apenas una bella estatua de filósofo, hecha en cera, endurecida en el transcurso de una ceremonia. Te tomarán fotografías para la tapa de Match, con el rosario entre tus dedos helados, indicio de tus ilusiones, residuo de tu temor a la nada, última mentira de lo que tú llamas tu fe. Se herrumbrará en los humores de tu desintegración. ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja!

Me estremecí de horror ante esa risa que parecía venir de mí, y que, sin embargo, no venía de mí. Pregunté:

-¿Quién ríe de ese modo?

-Tú mismo -parecí responderme-. Ríes de haberte mentido toda la vida. Eres demasiado inteligente para no darte cuenta, pero ya no tienen fuerzas para seguir representando esa comedia. Te estructuraste así, mi pobre amigo. Entonces tú defendiste tu estructura de pequeño niño, de pequeño cristiano, de pequeño esclavo. Nunca tuviste el poder de osar. Desaprendiste demasiado a morder el fruto, a ver brillar la belleza pagana, a taparle la boca al Señor y a escupir hacia el silencio del cielo. Te faltó todo, lo perdiste todo, estás desnudo y mañana estarás podrido.

-Está yendo demasiado lejos, querido amigo. Ahora estoy seguro de que está aquí porque imita mal mis pensamientos. Mil veces en mi vida he pensado que podía equivocarme pero nunca hice semejante pathos. Si realmente yo estuviese convencido de todo lo que usted dice, no haría historias porque ya no tendría ninguna importancia y, por otra parte, nunca la habría tenido. Además, es poner el arado delante de los bueyes discutir primero la cuestión de la inortalidad del alma. Si quiere que conversemos, deje de hacerse el adolescente nietzschesiano o el vampiro burlesco y compórtese como un individuo racional.

Cuando hube hablado así, reapareció el desconocido.


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Jean Guitton, Mi testamento filosófico

jueves, 29 de enero de 2009

La taberna de la Historia (XI)

Lo mágico del primer viaje

Lo de su primer viaje y lo de san Brandano, lo relató así don Cristóbal: tenía yo veinticinco años. Un hombre cabal pero con la idea de ser un predestinado. ¿Cómo pude nadar dos leguas para no ahogarme en el hundimiento de la nave genovesa, si no fue por la ayuda de Dios? ¿Cómo agarrarme al leño de un remo, si no fue porque Jehová me lo puso en la mano? La misma atención que ponían en Lisboa oyéndome aumentaba mi autoridad. Con la geografìa de entonces me embarqué para Inglaterra. Londres, Brístol... Y me tentó Irlanda. San Patricio llevando el cristianismo a la isla verde era el aviso de lo que me estaba reservado con las Indias. A él mil años antes, siendo un niño, se lo robaron los piratas y lo vendieron, esclavo, a unos campesinos de Irlanda. Logró fugarse y volver a su reino. Decidió hacerse esclavo del Señor, regresando a la isla de su cautiverio para difundir el Evangelio... ¿No estaba en mi destino avanzar mucho más allá de Irlanda, y hacer en Japón lo que no pudo Marco Polo?

Y llegué a Islandia, la de los vikingos. Ya no la verdura en primavera, sino rocas negras, nieves, focas, bacalao. La bruma misteriosa y volcanes que han dejado llanuras de lava y cenizas.

Islandia fue libre por siglos, ahora era del rey de Dinamarca. Por ahí pasó Erik el Rojo para avanzar Dios sabe adónde. ¡Quedé cautivo de las leyendas vikingas y solo pensé en los viajes de san Brandano! Tres siglos después de Patricio, Brandano llegó a Islandia y pasó a la isla del paraíso terrenal. Su viaje de siete años por el archipiélago de los prodigios es la más bella imagen del mundo. Él vio la isla del infierno que sobresale del mar como una roca estéril. No se ve en torno ni árbol, ni hoja, ni yerba, ni flor. Ensordece el trabajo sin tregua de los herreros del diablo, al pie del yunque. Al fondo los hornos rojos de fuego. El golpe de los martillos que llena de ruidos la cuenca del mar... Luego, la isla de los árboles que a la oración cantan a coro dulcemente, y baten las alas durante una hora... Lágrimas de compasión y goce brotaban de los frailes que acompañaban al santo oyendo el himno de la gloria: Te decet imnus, Deus Sion et tibi redatur votum in Yerusalem; exaudi orationem meam et clamor ad te veniat...

Cuanto más leía lo de san Brandano, más claro se me iba haciendo el destino de navegar hacia el occidente para llegar al oriente, no ya por entre hielos y rocas desnudas y volcanes, sino acercándome al ecuador. Tiempos admirables de viajes imaginarios, cuando la geografía se sacaba de las vidas de los santos, el milagro remendaba las velas y se hacían naves de cuero. Brandano al terminar la misa, daba la bendición a los navegantes, y les decía: "Dejemos este lugar, sigamos el camino, que Dios, nuestro Señor, gobernará la nave."

¿Qué buscaba, qué encontró san Brandano? ¡El paraíso! Vivíamos en un siglo de resonancias místicas y se viajaba más con la idea de llevar la religión como bandera que ninguna empresa comercial. Esto era patente más en Castilla que en cualquier otro reino. Génova, Venezia, Portugal podían moverse en busca de pimienta, clavos y perlas, y todos teníamos al turco como al enemigo no solo de los cristianos, sino de los cristianos que traficaban con oriente. En Castilla no, con siete siglos de luchas entre moros y cristianos: Castilla con la Virgen, los moros con Mahoma. Cuando hablé de los reyes de Castilla, me sentí regresando a mi primer viaje hacia occidente, sumergido en las delicias de san Brandano, recreando la tierra más preciosa por las cosas maravillosas y graciosas y deleitables, como los bellos y claros y preciosos ríos con sus aguas dulcísimas y frescas y suaves y los árboles de mil maneras cargados de preciosos frutos y las rosas y lirios y flores y violetas y yerbas olorosas... Y pensé en la isla donde los árboles brotaban de la tierra en la mañana y se hundían a la oración de la tarde.... las Islas Afortunadas de que había oído en Génova en la infancia... sería ya no en el frígido mar de Islandia sino en el archipiélago del Japón que descubrí navegando en la Santa María.


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Germán Arciniegas, La taberna de la Historia

miércoles, 28 de enero de 2009

De la magia erótica al amor romántico (II)

¿Quién puso la reina sobre el tablero?

"También el jugador es prisionero, la sentencia es de Omar, de otro tablero, de negras noches y de blancos días... Dios mueve al jugador y éste la pieza. ¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza de polvo y tiempo y sueños y agonías?" Jorge Luis Borges

El juego del ajedrez, al parecer originario de India aunque llegó a Europa con los árabes, incluía cuatro reyes en su versión primitiva. Pero cuando se consolidó en Europa durante la Baja Edad Media, en algún momento alguien introdujo una innovación exitosa que, al cabo de un proceso evolutivo, le otorgó su forma actual. Suprimió dos reyes y en lugar de estos, colocó una pieza fundamental que no existía antes: la Reina. En una primera fase, esta nueva figura tenía movimientos restringidos y débiles como el alfil original, pero no tardaría en trasnformarse en el arma más poderosa del combate ritual que se dirime en el tablero y, desde entonces, representa la mayor potencia por su capacidad para desplazarse en todas las direcciones. Si el tablero es imagen del mundo, con sus escaques blancos y negros simbolizando las noches y los días, esta pieza se erigió en el astro más brillante en el cielo de ese microcosmos lúdico. La casilla que ocupa se transforma en el centro de una irradiación de líneas de fuerza que parten de ella y se extienden sin limitaciones en rectas y diagonales.

No está claro dónde y cuándo se confirió a la Reina o Dama este enorme poder, pero la innovación debió surgir inicialmente durante la Baja Edad Media y coexistir durante mucho tiempo con las normas originarias que sirvieron de Reglamento al juego en Europa, desde que se difundió a partir del siglo IX, cuando fue llevado de España a Occitania e Italia. El hecho de que ya podamos documentar con carácter general la formalización definitiva del poder de la Dama durante el Renacimiento, nos indica que, probablemente, fue promovido en los siglos anteriores.

Aunque el objetivo de la partida es derribar al Rey del rival -y ésta seguía siendo la figura más importante en tanto definía el resultado final-, en algún momento de la Baja Edad Media la Reina se convirtió en la mayor baza tanto por su valor estratégico en el acoso al monarca del contendiente como en la defensa del propio.

Esta innovación produce asombro. No parece coherente que a la figura femenina se le asignara el mayor poder en un juego diseñado a imagen de una contienda bélica y que semejante reforma se haya producido, precisamente, en una sociedad nacida entre torneos y justas, bajo el signo de un poder feudal y guerrero masculino obsesionado con la guerra contra el infiel y la reconquista de Tierra Santa. El campo de batalla no era un lugar demasiado adecuado para las damas, aunque no por casualidad también hubo una cruzada femenina y no faltaron las señoras dispuestas a batirse espada en mano. Pero no eran casos representativos de aquella sociedad. La imagen emblemática de aquellos siglos es la del caballero que mata al dragón para liberar a una bella. En consecuencia, dado que el ajedrez recreaba un combate lúdico, en todo caso podía admitirse que consistiera en la conquista y la defensa de una Reina simbólica y que, en el cumplimiento de dicha misión caballeresca, se concediese al Rey el mayor poder combatiente. Pero sucedió exactamente al revés: el objetivo era apresar o defender al Rey, transformado curiosamente en la figura dotada de menor movimiento y poder después de los peones, y en esta empresa bélica la pieza más temible por su poder avasallador era la Reina. Ciertamente subversivo, ¿verdad?

Posiblemente, la pregunta sobre quién introdujo esta feliz revolución en el ajedrez dándole su forma actual parezca a primera vista una curiosidad trivial. Pero no lo es en absoluto. A medida que avancemos en nuestro viaje de investigación veremos como los mismos árabes que trajeron el ajedrez a Europa también aportaron otras claves de interés central para nuestra pesquisa que, significativamente, se relacionan con la importancia de la persona femenina.

De momento advertimos que este juego -ya de moda en Europa durante la época que visitamos- presenta notables analogías con un fenómeno social que se produce simultáneamente. Lo descubrimos cuando, después de espiar en esa estancia medieval donde los caballeros disputan una partida, nos decidimos a ampliar nuestra exploración abarcando el entorno de dicho castillo, la abadía, la villa cercana y las obras que mantenían ocupados a los canteros, albañiles, peones, carpinteros y herreros, en la construcción de la catedral más próxima. Entonces vemos que esta estaba consagrada a la Virgen, con el nombre de Nuestra Señora asociado al lugar donde se levantaba el templo.

La Dama celestial

Resulta inevitable percibir la coincidencia entre estos dos hechos contemporáneos; del mismo modo que una mano misteriosa introdujo entonces a la Reina o Dama en el centro del tablero de ajedrez, otra puso a la Virgen (Regina Coeli) en el altar de los nuevos santuarios góticos, que se alzaban ingrávidos con sus torres y pináculos, apuntando al cielo azul de los días y las noches que configuraban el gran tablero del mundo. Por tanto, la invención de la Reina del juego y la aparición del culto mariano mantienen una curiosa relación de analogía como si alguien hubiese querido reflejar en el ajedrez un simbolismo esóterico centrado en la imagen del principio femenino en la creación, que también se expresaba en la arquitectura -las catedrales consagradas a Nuestra Señora se erigían en antiguos lugares de poder asociados al culto de la Madre Tierra, orientándose según referencias estelares y telúricas-, en el arte y como veremos enseguida en la nueva poesía en lengua vernácula.

La Dama del tablero y el culto a la Virgen no solo nacieron juntos, sino que también registraron otras correspondencias significativas. Por ejemplo, así como aparecieron en el ajedrez Reinas blancas y negras, en las nuevas catedrales se veneraría a vírgenes blancas y negras; así como en el juego era "la primera figura" -la decisiva para determinar el resultado de la partida- y la Dama la más poderosa, en el culto correspondía a Cristo el protagonismo final como Juez Supremo y a la Virgen la función mediadora entre el hombre y Dios, entre el Cielo y la Tierra. Era ella la "Madre de Dios" quien hacía posible la salvación de los seres humanos como abogada transida de piedad y comprensión de la debilidad de la carne, asumiendo nombres tan elocuentes como el de "María Auxiliadora" o "Nuestra Señora del Perpetuo Socorro". ¿Nos hallamos simplemente ante una coincidencia fortuita? ¿O es posible que la misma voluntad secreta que promovió el culto a la Virgen introdujera los nuevos poderes de la Dama sobre el tablero del ajedrez?

Monjas, iluminadas y beguinas

Para responder a esta pregunta necesitamos tener una perspectiva más amplia. Para ello, decidimos ascender con nuestra nave para abarcar la región entera. A esta escala nos llama la atención, un fenómeno social que gira en torno a las mujeres y que veremos repetirse en muchos otros puntos de Europa.



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Luis G. La Cruz, El secreto de los trovadores

martes, 27 de enero de 2009

El viejo y el mar (XI)

Dejó que el sedal se deslizara entre sus dedos mientras bajaba la mano izquierda y amarraba el extremo suelto de los dos rollos de reserva al lazo de los rollos del otro sedal. Ahora estaba listo. Tenía tres rollos de cuarenta brazas de sedal en reserva, además del que estaba usando.

-Come un poquito más -dijo-. Come bien.

Cómetelo de modo que la punta del anzuelo penetre en tu corazón y te mate, pensó. Sube sin cuidado y déjame clavarte el arpón. Bueno. ¿Estás listo? ¿Llevas suficiente tiempo a la mesa?

-¡Ahora! -dijo en voz alta y tiró fuerte con ambas manos; ganó un metro de sedal; luego tiró de nuevo, y de nuevo, balanceando cada brazo alternativamente y girando sobre sí mismo.

No sucedió nada. El pez seguía, simplemente, alejándose lentamente y el viejo no podía levantarlo una pulgada. Su sedal era fuerte, hecho para peces pesados, y lo sujetó contra su espalda hasta que estaba tan tirante que soltaba gotas de agua. Luego empezó a hacer un lento sonido de siseo en el agua.

El viejo seguía sujetándolo, afincándose contra el banco e inclinándose hacia atrás. El bote empezó a moverse lentamente hacia el noroeste.

El pez seguía moviéndose sin cesar y viajaban ahora lentamente en el agua tranquila. Los otros cebos estaban todavía en el agua pero no había nada que hacer.

-Ojalá estuviera aquí el muchacho -dijo en voz alta-. Voy a remolque de un pez grande y yo soy la vita de remolque. Podría amarrar el sedal. Pero entonces pudiera romperlo. Debo aguantarlo todo lo posible y darle sedal cuando lo necesite. Gracias a Dios que va hacia delante y no hacia abajo. No sé qué haré si decide ir hacia abajo. No sé qué si rehunde y muere. Pero algo haré. Puedo hacer muchas cosas.

Sujetó el sedal contra su espalda y observó su sesgo en el agua; el bote seguía moviéndose ininterrumpidamente hacia el noroeste.

Esto lo matará, pensó el viejo. Alguna vez tendrá que parar. Pero cuatro horas después el pez seguía tirando, llevando el bote a remolque, y el viejo estaba todavía sólidamente afincado, con el sedal atravesado a la espalda.

-Eran las doce cuando lo enganché -dijo-. Y todavía no lo he visto una sola vez.

Se había calado fuertemente el sombrero de paja en la cabeza antes de enganchar el pez; ahora el sombrero le cortaba la frente. Tenía sed. Se arrodilló, y cuidando de no sacudir el sedal, estiró el brazo cuanto pudo por debajo de la proa y cogió la botella de agua. La abrió y bebió un poco. Luego reposó contra la proa. Descansó sentado en la vela y el palo que había quitado de la carlinga y trató de no pensar: solo aguantar.

Luego miró hacia atrás y vio que no había tierra alguna a la vista. Eso no importa, pensó. Siempre podré orientarme por el resplandor de La Habana. Todavía quedan dos horas de sol y posiblemente suba antes de la puesta del sol. Si no, acaso suba al venir la luna. Si no hace eso, puede que suba a la salida del sol. No tengo calambres y me siento fuerte. Él es quien tiene el anzuelo en la boca. Pero para virar así tiene que ser un pez de marca mayor. Debe de llevar la boca fuertemente cerrada contra el alambre. Me gustaría verlo. Me gustaría verlo aunque fuera solo una vez, para saber con quién tengo que vérmelas.



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Ernest Hemingway, El viejo y el mar

lunes, 26 de enero de 2009

VARIUS MULTIPLEX MULTIFORMIS (III)

Tenía dieciséis años; volvía de un período de aprendizaje en la séptima legión acantonada entonces en el corazón de los Pirineos en una región salvaje de la España Citerior, harto diferente de la parte meridional de la península donde había crecido. Acilio Atiano, mi tutor, creyó oportuno equilibrar mediante el estudio aquellos meses de vida ruda y cacerías salvajes. Sensatamente se dejó persuadir por Scauro y me envió a Atenas como alumno del sofista Iseo, hombre brillante y dotado sobre todo de un raro talento para la improvisación. Atenas me conquistó de inmediato; el colegial un tanto torpe, el adolescente de tempestuoso corazón, saboreaba por primera vez ese aire intenso, esas conversaciones rápidas, esos vagabundeos en los demorados atardeceres rosados, esa inomparable facilidad para la discusión y la voluptuosidad. Las matemáticas y las artes -investigaciones paralelas- me ocuparon sucesivamente; tuve así ocasión de seguir en Atenas un curso de medicina de Leotiquidas. Me hubiera agradado la profesión de médico; su espíritu no difiere en esencia del que traté de aplicar a mi oficio de emperador. Me apasioné por esa ciencia demasiado próxima a nosotros para no ser incierta, para no estar sujeta a la infatuación y al error, pero a la vez rectificada de continuo por el contacto de lo inmediato, de lo desnudo. Leotiquidas tomaba las cosas en la forma más positiva posible; había elaborado un admirable sistema de reducción de fracturas. Por la tarde nos paseábamos a orillas del mar; aquel hombre universal se preocupaba por la estructura de los caracoles y la composición de los limos marinos. Le faltaban medios experimentales, añoraba los laboratorios y las salas de disección del museo de Alejandría que había frecuentado en su juventud, el choque de las opiniones, la ingeniosa competencia de los hombres. Espíritu seco, me enseñó a preferir las cosas a las palabras, a desconfiar de las fórmulas, a observar más que a juzgar. Aquel áspero griego me enseñó el método.

A pesar de las leyendas que me rodean, he amado muy poco la juventud, y la mía menos que ninguna otra. Considerada en sí misma, esa juventud tan alabada se me presenta la mayoría de las veces como una época mal devastada de la existencia, un período opaco e informe, huyente y frágil. De más está decir que en esta regla he hallado cierto número de excepciones deliciosas, y dos o tres admirables entre las cuales tú, Marco, has sido la más pura. Por lo que a mí se refiere, a los veinte años era poco más o menos lo que soy ahora, pero sin consistencia. No todo en mí era malo pero podía llegar a serlo: lo bueno o lo excelente apuntaban lo peor. Imposible pensar sin ruborizarme en mi ignorancia del mundo que creía conocer, mi impaciencia, esa especie de ambición frívola y avidez grosera. ¿Debo confesarlo? En el seno de la vida estudiosa de Atenas, donde todos los placeres ocupaban su lugar morigeradamente, yo añoraba, si no a Roma misma, la atmósfera del lugar donde continuamente se hacen y deshacen los negocios del mundo, el ruido de poleas y engranajes de la máquina del poder. El reinado de Domiciano llegaba a su fin; mi primo Trajano, que se había cubierto de gloria en las fronteras del Rin, se convertía en hombre popular; la tribu española se afianzaba en Roma. Comparada con ese mundo de acción inmediata, la dulce provincia griega me parecía dormitar en un polvillo de ideas ya respiradas; la pasividad política de los helenos era para mí una forma asaz innoble de renunciación. Mi apetito de poder, de dinero -que entre nosotros suele ser su primera forma- y de gloria, para dar este hermoso nombre apasionado al prurito de oir hablar de nosotros era ya innegable. A él se mezclaba confusamente el sentimiento de que Roma, inferior en tantas cosas, recobraba la ventaja en la familiariedad con los grandes negocios que exigía de sus ciudadanos, por lo menos aquellos de las órdenes senatorial o ecuestre. Había llegado al punto de sentir que la discusión más trivial sobre la importación de trigo de Egipto me hubiera enseñado más sobre el Estado que toda la República de Platón. Ya algunos años atrás, joven romano avezado en la disciplina militar, había creído comprender mejor que mis profesores a los soldados de Leónidas y a los atletas de Píndaro. Abandoné Atenas reseca y rubia, por la ciudad donde hombres envueltos en pesadas togas luchan contra el viento de febrero, donde el lujo y el libertinaje están privados de encanto, pero donde las menores decisiones afectan el destino de una parte del mundo y donde un joven provinciano ávido pero nada obtuso, y que al principio solo creía obedecer a ambiciones bastante groseras, habría de perderlas a medida que las realizaba, aprendiendo a medirse con los hombres y las cosas, a mandar, y lo que al fin de cuentas es menos fútil, a servir.

No todo era bello en este advenimiento de una virtuosa clase media que se establecía en vísperas de un cambio de régimen; la honestidad política ganaba la partida con ayuda de estratagemas asaz turbias. Al poner poco a poco la administración en manos de sus protegidos, el senado cerraba el círculo en torno a Domiciano hasta sofocarlo; quizá los hombres nuevos a los cuales me vinculaban mis lazos de familia no diferían mucho de aquellos a quienes iban a reemplazar; de todas maneras estaban menos manchados por el poder. Los primos y sobrinos de provincia esperaban obtener puestos subalternos, pero se les pedía que los desempeñaran con integridad. También yo recibí mi puesto: fuí nombrado juez del tribunal encargado de litigios sucesorios. Desde esta modesta función asistí a los últimos golpes del duelo a muerte entre Domiciano y Roma. El emperador había perdido pie en la capital, en la que solo se sostenía gracias a contínuas ejecuciones que apresuraban su propio fin; el ejército entero conspiraba para matarlo. No comprendí gran cosa de esta esgrima mucho más fatal que la de las arenas; me contenté con sentir hacia el tirano acorralado el desprecio un tanto arrogante de un alumno de los filósofos. Bien aconsejado por Atiano, desempeñé mi oficio sin ocuparme demasiado de la política.

Aquel año de trabajo no se diferenció mucho de los años de estudio. Ignoraba el derecho, pero tuve la suerte de encontrar como colega en el tribunal a Neracio Prisco, quien consintió en instruirme y siguió siendo mi asesor y mi amigo hasta el día de su muerte. Pertenecía a esa rara familia espiritual que, poseyendo a fondo una especialidad, viéndola por así decirlo desde adentro, y con un punto de vista inaccesible a los profanos, conserva sin embargo el sentido de su valor relativo en el orden de las cosas, y la mide en términos humanos. Más versado que cualquiera de sus contemporáneos en la rutina legal, no vacilaba nunca frente a las innovaciones útiles. Gracias a él pude imponer más tarde ciertas reformas. Pero entonces se imponían otras tareas. Había yo conservado mi acento provinciano; mi primer discurso en el tribunal hizo reir a carcajadas. Aproveché entonces mi frecuentación de los actores que escandalizaban a mi familia; durante los largos meses las lecciones de elocución fueron la más ardua pero la más deliciosa de mis tareas, y el secreto mejor guardado de mi vida. Hasta el libertinaje se convertía en un estudio en aquellos años difíciles. Trataba de ponerme a tono con la juventud dorada de Roma; jamás lo conseguí por entero. Movido por la cobardía propia de esa edad cuya temeridad exclusivamente física se agota en otras cosas, solo a medias me atrevía a confiar en mí mismo, con la esperanza de parecerme a los demás, embotaba o afilaba mi naturaleza.


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Marguerite Yourcenar, Memorias de Adriano

Introducción general al estudio de las doctrinas hindúes (X)

Dificultades lingüísticas


La dificultad más grave, para la interpretación correcta de las doctrinas orientales, es la que proviene, como lo indicamos ya y como queremos exponerlo sobre todo en lo que sigue, de la diferencia esencial que existe entre los modos del pensamiento oriental y los del pensamiento occidental. Esta diferencia se traduce naturalmente por una diferencia correspondiente en las lenguas que están destinadas a expresar respectivamente estos modos, de donde nace una segunda dificultad, que proviene de la primera, cuando se trata de vencer ciertas ideas en las lenguas de Occidente, que carecen de términos apropiados y que, sobre todo, son muy poco metafísicas. Por lo demás, esto no hace más que agravar las dificultades inherentes a cualquier traducción, y que también se encuentran, aunque no en grado menor, al trasladar de una lengua a otra que es demasiado vecina filológicamente lo mismo que desde el punto de vista geográfico; en este último caso, los términos que se consideran como correspondientes, y que tienen a menudo el mismo origen o la misma derivación, algunas veces están muy lejos, a pesar de esto, de ofrecer para el sentido una equivalencia exacta. Esto se comprende con facilidad, porque es evidente que cada lengua debe estar particularmente adaptada a la mentalidad del pueblo que hace uso de ella, y cada pueblo tiene su mentalidad propia, distinta con más o menos amplitud de las otras; esta diversidad de mentalidades técnicas solo es mucho menor cuando se consideran pueblos que pertenecen a una misma raza o corresponden a una misma civilización. En este caso, los caracteres mentales comunes son seguramente los más fundamentales, pero los caracteres secundarios que se superponen pueden dar lugar a variaciones que son todavía muy apreciables; y hasta podría uno preguntarse si, entre los individuos que hablan una misma lengua, en los límites de una nación que comprende elementos étnicos diversos, el sentido de las palabras de una lengua no se matiza más o menos de una región a otra, tanto más cuanto que la unificación nacional y lingüística es a menudo reciente y un poco artificial: no sería nada extraordinario por ejemplo, que la lengua común heredara en cada provincia tanto en el fondo como en la forma algunas particularidades del antiguo dialecto al cual se vino a sobreponer y al que reemplazó más o menos completamente. Sea de ello lo que fuere, las diferencias de que hablamos son naturalmente mucho más sensibles de un pueblo a otro; si puede haber varias maneras de hablar una lengua hay seguramente una manera de pensar especial que se expresa normalmente en cada lengua distinta; y la diferencia alcanza en cierto modo su máximo para las lenguas muy diferentes unas de otras donde todos los puntos de vista, o aun para lenguas emparentadas filológicamente, pero adaptadas a mentalidades y civilizaciones muy diversas, porque las aproximaciones filológicas permiten mucho menos seguramente que las aproximaciones mentales el establecimiento de verdaderas equivalencias. Por estas razones, como lo dijimos desde el principio, es que la traducción más literal no siempre es la más exacta desde el punto de vista de las ideas, muy lejos de ello, y por esto también el conocimiento puramente gramatical de una lengua es del todo insuficiente para dar la comprensión de ella.

Cuando hablamos del alejamiento de los pueblos, y, por consecuencia de sus lenguas, hay que hacer notar que este puede ser un alejamiento en el tiempo así como en el espacio, de manera que lo que acabamos de decir se aplica igualmente a la comprensión de las lenguas antiguas. Más todavía, para un mismo pueblo, si acontece que su mentalidad sufra en el curso de su existencia modificaciones notables, no solo se sustituyen términos nuevos en su lengua a los términos antiguos, sino que también el sentido de los términos que se mantienen varía correlativamente a los cambios mentales, a tal punto, que en una lengua que ha permanecido casi idéntica en su forma exterior, las mismas palabras llegan a no responder ya a las mismas concepciones, y se necesitaría entonces, para restablecer su sentido, una verdadera traducción que reemplazase las palabras que sin embargo están en uso todavía, por otras palabras diferentes; la comparación de una lengua francesa del siglo XVII con la de nuestros días suministraría numerosos ejemplos. Debemos agregar que esto es verdad sobre todo para los pueblos occidentales, cuya mentalidad, como lo indicamos antes es extremadamente inestable y cambiante, y por otra parte hay todavía una razón decisiva para que tal inconveniente no se presente en Oriente, o por lo menos se reduzca estrictamente al mínimo: es que existe una demarcación muy neta entre las lenguas vulgares, que varían por fuerza en cierta medida para responder a las necesidades de uso corriente, y las lenguas que sirven para la exposición de las doctrinas, lenguas que están inmutablemente fijadas, y que su destino pone al abrigo de todas las variaciones contingentes, lo que, por lo demás, disminuye aún más la importancia de las consideraciones cronológicas. Se habría podido, hasta cierto punto, encontrar algo análogo en Europa en la época en que el latín se empleaba por lo general para la enseñanza y para los intercambios intelectuales; una lengua que sirve para tal uso no puede ser llamada propiamente una lengua muerta, sino que es una lengua fijada, y esto es precisamente lo que constituye su gran ventaja, sin hablar de su comodidad para las relaciones internacionales, en las que las "lenguas auxiliares" artificiales que preconizan los modernos fracasaron siempre de manera fatal.


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René Guenon, Introducción general al estudio de las doctrinas hindúes

sábado, 24 de enero de 2009

Los hijos de Poe

24 de enero de 2009
Los hijos de Poe
Por Fernando Savater
El País, España


Sus relatos son artefactos lógicos, de precisión clínica, y en ellos cada acontecimiento y cada detalle se encaminan a producir un efecto único y traumático.


De pocos autores puede decirse que hayan dado origen a un nuevo género literario, pero a Edgar Allan Poe se le atribuye a justo título la paternidad de dos: el cuento fantástico moderno y la narración detectivesca. Dejemos en esta ocasión a un lado a Dupin y su progenie de sabuesos. Poe introduce en literatura el virus hasta hoy felizmente incurable de una nueva forma de lo macabro y lo espeluznante, elementos ancestrales de los relatos desde que los primeros humanos se sentaron a escucharlos en torno al fuego recién inventado, mientras en la negrura circundante acechaban los tigres de dientes de sable y barritaban los mamuts. Sin duda el autor norteamericano toma algunos ingredientes para su pócima -la comicidad grotesca, los personajes caricaturescos y las visiones opiáceas- del inevitable E. T. A. Hoffmann, pero su receta es absolutamente personal. Para empezar, descarta las concesiones a la superstición, a la leyenda milagrosa y a los demonios de sacristía. Su pánico no viene de fuera sino que nace en el interior descreído del hombre moderno. Como bien aclara en el prefacio de sus Cuentos de lo grotesco y arabesco con orgullo de precursor: "Si el terror ha sido el tema de buena parte de mis obras, este terror no proviene de Alemania sino de mi alma".

En sus narraciones lo sobrenatural siempre es la prolongación de lo natural por otros medios: lo que desafía a las leyes de la naturaleza es la subjetividad que las interpreta y quisiera transgredirlas hasta sacudirse su yugo fatal. En la mayor parte de los casos los cuentos están narrados en primera persona para que el lector tenga menos escapatoria cuando llegue lo irremediable. Sus protagonistas llevan dentro de sí una grieta precursora del inminente desastre, como la fachada de la casa Usher. Por esa grieta penetran -o salen- los espectros encarnados del pavor. Pero no hay en dichos relatos concesiones a la vaguedad ni la incoherencia de corte romántico: son artefactos lógicos, de precisión clínica, en los que cada acontecimiento y cada detalle ambiental se encaminan a producir un efecto único y traumático. Por eso resultan inolvidables y hasta quienes menos aprecian sus recursos truculentos no pueden ya librarse nunca de lo que les sucedió al encontrarse por vez primera con el corazón delator o cuando conocieron al señor Valdemar.

Es difícil comprimir en pocas líneas la nómina de seguidores que tiene Poe, tanto entre los escritores como primordialmente entre los lectores, aunque naturalmente sólo puedo referirme con nombres y apellidos a aquellos. Los primeros estuvieron, por supuesto, en su propio país, como su contemporáneo de origen irlandés Fitz James O'Brien (su impresionante cuento ¿Qué era aquello? prefigura El Horla de Maupassant y las pesadillas de Lovecraft, ambos también discípulos del bostoniano) o Ambrose Bierce, el mejor de todos por su humor macabro y el trato familiar con fantasmas, que sólo igualará M. R. James. Después Baudelaire lo importa a Europa y así impregna a los mejores de cada país: Villiers de l'Isle-Adam, Gustavo Adolfo Bécquer (algunas de sus Leyendas cuentan entre lo más exquisito del género), Sheridan Le Fanu o el mismísimo Charles Dickens. Quizá el mejor heredero de Poe sea R. L. Stevenson, no sólo en la obra maestra Jeckyll y Hyde sino también en Olalla o Markheim. Después, Arthur Machen, El retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde y la lista inacabable de los contemporáneos: Borges, que sigue la línea lógica y cosmológica menos frecuentada, Robert E. Howard (Palomos del infierno, La sombra de la bestia), Ray Bradbury, Julio Cortázar, Richard Matheson (¡aquella negra maravilla de tres páginas con que se dio a conocer, Nacido de hombre y mujer!), Robert Bloch, Jean Ray, Stephen King o buenos autores españoles como José María Latorre o Pilar Pedraza... Porque ¿quién de los que ayer o incluso hoy mismo de verdad cuentan no sigue la traza de Poe, es decir, su poe-ética?

Lamentamos que su vida fuese breve, como si supiésemos cuánto debe durar la vida de cada cual para realizarse plenamente. Y le compadecemos porque fue desdichado, atendiendo superficialmente a su neurosis, a su pobreza, a la pérdida temprana de su amada Virginia, a su alcoholismo... Demasiada presunción por parte de nosotros, los felices. ¿Desdichado? Nada sabemos del gozo sombrío de inaugurar esa alameda rigurosa y siniestra por la cual aún transitamos, con la jauría infernal en los talones. Quizá él nos espera, sonriente y verdoso, al otro lado.
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Edgar Allan Poe. Cuentos completos. Traducción de Julio Cortázar. Edición a cargo de Fernando Iwasaki y Jorge Volpi, comentada por 67 escritores hispanohablantes. Páginas de Espuma. Cuentos completos. Traducción de Julio Cortázar. Edhasa. Cuentos completos. Prólogo, traducción y notas de Julio Cortázar. Augur. Poe. Una vida truncada. Peter Ackroyd. Edhasa.

jueves, 22 de enero de 2009

La prisionera (III)

(Continuación)


Pese a todo e incluso independientemente de la cuestión de su oportunidad, creo que Albertine no habría soportado a mi madre, quien había conservado de los tiempos de Combray, de mi tía Leonie, de todas sus parientes, hábitos relativos al orden de los que mi amiga no tenía la menor noción. Habría sido capaz de no cerrar una puerta y, en cambio, habría dejado entrar, cuando una puerta estuviera abierta, tan poco como un un perro o un gato. Así, su encanto un poco incómodo consistía en no estar en casa tanto como una muchacha cuanto como un animal doméstico, que entra en una habitación y sale de ella, que aparece dondequiera que no se lo espere y que iba -cosa que resultaba para mí un motivo de quietud- a echarse en mi cama junto a mí, a hacerse un sitio en ella, del que ya no se movía más, sin molestar, como habría hecho una persona. Sin embargo, acabó por plegarse a mis horas de sueño, a no intentar no solo entrar en mi alcoba sino tampoco hacer ruido antes de que yo hubiese llamado. Fue Francoise quien le impuso aquellas normas. Ésta era de esos sirvientes de Combray que saben el valor de su señor y deben, como mínimo, hacer que les brinde lo que merecen. Cuando un visitante extranjero daba una propina a Francoise para que la repartiera con la chica de la cocina apenas había tenido el donante tiempo de entregar la moneda, cuando ya Francoise -con una rapidez, una discreción y una energía idénticas- había aleccionado a la chica, quien acudía a dar las gracias, no con medias palabras, sino franca, claramente, como Francoise le había dicho que se debía hacer. El cura de Combray no era un genio, pero también él sabía lo que convenía. Bajo su dirección, la hija de unos primos protestantes de la Sra. de Sazerat se había convertido al catolicismo y la familia se había portado perfectamente con él. Se habló de un matrimonio con un noble de Meseglise. Los padres del joven escribieron, para informarse, una carta bastante desdeñosa y en la que había desprecio para el origen protestante. El cura de Combray respondió en tal tono, que el noble de Meseglise, rendido y prosternado, escribió una carta muy diferente, en la que solicitaba, como el favor más precioso su unión con la muchacha.

Francoise no tuvo mérito al conseguir que Albertine respetara mi sueño. Estaba imbuída de la tradición. Ante el silencio que guardó o la respuesta perentoria que dio a una propuesta de entrar en mi alcoba o mandarla a preguntarme algo que debía de haber formulado inocentemente Albertine, y ésta comprendió con estupor que se encontraba en un mundo extraño, de costumbres desconocidas, reglado por leyes vitales que ni siquiera se podía pensar en infringir. Ya había tenido un primer presentimiento de ello en Balbec, pero en París no intentó siquiera resistirse y esperó con paciencia todas las mañanas a mi llamada por el timbre para atreverse a hacer ruido.

Por lo demás, la educación que le impartió Francoise fue saludable para nuestra propia vieja sirviente, al calmar poco a poco los gemidos que desde el regreso de Balbec no cesaba de lanzar, pues en el momento de montar en el tren-tranvía se había dado cuenta de que había olvidado despedirse del "ama de llaves" del hotel, persona bigotuda que vigilaba los pisos y que apenas conocía a Francoise, pero había estado relativamente educada con ella. Francoise quería a toda costa dar media vuelta, bajar del tren-tranvía, volver al hotel, despedirse del ama de llave y partir al día siguiente. La prudencia y mi horror súbito de Balbec me impidieron concederle aquel favor pero, a consecuencia de ello, había contraído un malhumor enfermizo y febril que el cambio de aires no había bastado para disipar y se prolongaba en París, pues, según el código de Francoise tal como aparece ilustrado en los bajorrelieves de Saint-André-des-Champs, no está prohibido desear la muerte de un enemigo, asestársela incluso, pero es horrible no comportarse como Dios manda, no corresponder a una cortesía, no despedirse antes de partir, como una auténtica grosera de un ama de llaves de piso. Durante todo el viaje, el recuerdo, a cada momento renovado, de que no se había despedido de aquella mujer, había hecho subir a las mejillas de Francoise un bermellón que podía espantar y, si se negó a comer y a beber hasta llegar a París, tal vez fuera porque aquel recuerdo le hacía sentir un "peso" de verdad "en el estómago" (cada clase social tiene su patología) más aún que para castigarnos.

Entre los motivos por los que mi madre me enviaba todos los días una carta -y en la que, además, nunca faltaba alguna cita de Mme. de Sevigné-, figuraba el recuerdo de mi abuela. Mi madre me escribía: "La Sra. de Sazerat nos ha dado uno de esos desayunos que solo ella sabe preparar y que, como habría dicho tu pobre abuela, citando a Mme. de Sevigné, nos privan de la soledad sin brindarnos la sociedad". En mis primeras respuestas, cometí la tontería de escribir a mi madre: "Por esas citas, tu madre te reconocería al instante", lo que me valió, tres días después esta nota: "Pobre hijo mío, si era para hablarme de mi madre invocas muy inoportunamente a Mme. de Sevigné. Esta te habría respondido como lo hizo a Mme. de Grignan: "Entonces, ¿no era nada de usted? yo creía que eran parientes".

Entretanto oía los pasos de mi amiga, que salía de su alcoba o entraba en ella. Tocaba el timbre, pues era la hora en que iba a venir Andrée con el conductor, amigo de Morel y prestado por los Verdurín, a buscar a Albertine. Yo había hablado a ésta de la lejana posibilidad de casarnos, pero nunca lo había hecho oficialmente; ella misma, por discreción, cuando yo había dicho: "No sé, pero tal vez fuera posible", había movido la cabeza con una sonrisa melancólica y había dicho: "¡Qué va! No lo sería", lo que significaba: "Soy demasiado pobre". Y entonces, al tiempo que decía: "Nada es menos seguro", cuando se trataba de proyectos futuros, en el momento hacía yo todo lo posible para distraerla, volverle la vida agradable, con lo que tal vez procurara también, inconscientemente, hacer que desease casarse conmigo. Ella misma se reía de todo aquel lujo. "La madre de Andrée es la que pondría mala cara al verme convertida en una señora rica como ella, lo que ella llama una señora que tiene "caballos, coches, cuadros". ¡Cómo! ¿Nunca te había contado que decía eso? ¡Oh! ¡Tiene gracia! Lo que me extraña es que eleve los cuadros a la dignidad de los caballos y los coches".

Pues más adelante veremos que, pese a los estúpidos hábitos de habla que había conservado, Albertine se había desarrollado asombrosamente, cosa que me era del todo igual, pues las superioridades intelectuales de una mujer siempre me han interesado tan poco, que, si las he comentado a una o a otra, ha sido por pura cortesía. Sólo el curioso genio de Céleste me habría gustado tal vez. A regañadientes sonreía yo unos instantes, cuando, por ejemplo, aprovechando que se había enterado de que Albertine no estaba, me abordaba con estas palabras: "¡ Divinidad del cielo depositada en mi cama!". Yo decía: "Pero, bueno, Céleste, por qué "divinidad del cielo"?. "Oh, si cree usted que tiene algo en común con los que viajan por nuestra vil Tierra, ¡se equivoca pero bien!". "Pero, ¿por qué depositada en una cama" Como ve usted perfectamente, estoy acostado. "Usted nunca está acostado. ¿Acaso se ha visto jamás a una persona acostada así? Ha venido usted a posarse ahí. Su pijama, en este momento tan blanco, con sus movimientos del cuello, le da el aire de una paloma."



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Marcel Proust, La prisionera

miércoles, 21 de enero de 2009

Los crímenes de la rue Morgue (X)

...



"Ignoro -continuó Dupin- qué impresión puedo haber causado hasta ahora en su comprensión, pero no vacilaré en decir que las deducciones legítimas incluso de esta sola parte del testimonio, la parte relativa a las voces grave y aguda, son en sí mismas suficientes para engendrar una sospecha que debería orientar todos los progresos futuros en la investigación del misterio. Digo "deducciones legítimas"; pero con ello no se explica totalmente lo que quiero decir. Quiero dar a entender que las deducciones son las únicas apropiadas, y que como único resultado surgen inevitablemente las sospechas. Cuáles son esas sospechas, sin embargo, no lo diré todavía. Sólo quiero que tenga en cuenta que, para mí, tienen fuerza suficiente como para dar una forma definida, una cierta tendencia a mis investigaciones en la habitación.

"Transportémonos con la imaginación a aquel dormitorio: ¿Qué es lo primero que debemos buscar allí? El modo de escape utilizado por los asesinos. No es necesario decir que ninguno de los dos creemos en acontecimientos sobrenaturales. Madame y mademoiselle L'Espanaye no fueron destruidas por espíritus. Los asesinos eran materiales y escaparon en forma material. ¿Cómo? Afortunadamente solo hay un modo de razonar sobre este punto, y ese modo debe conducirnos a una decisión concreta. Examinemos pues, punto por punto, cada uno de los posibles medios de huida. Resulta claro que los asesinos estaban en la habitación donde fue hallada mademoiselle L'Espanaye, o al menos en la habitación contigua, mientras el grupo subía por las escaleras. En consecuencia, solo hemos de buscar salidas de estos dos apartamentos. La policía ha puesto al descubierto los suelos, los techos y la mampostería de las paredes en todas direcciones. Ninguna salida secreta hubiera podido escapar a su escrutinio. Pero, no confiando en sus ojos, lo examiné todo con los míos. No había, pues, ninguna salida secreta. Ambas puertas que conducían de la habitación al pasillo estaban cerradas con llave, con las llaves por dentro. Vayamos a las chimeneas. Éstas, aunque de la anchura habitual a lo largo de unos dos y medio a tres metros por encima del hogar, no admitirían, en su parte superior, ni el cuerpo de un gato grande. La imposibilidad de huir por los medios ya indicados es, pues, absoluta, por lo cual nos vemos reducidos a las ventanas. Nadie hubiera podido escapar por las de la habitación de la fachada sin ser observado por la multitud en la calle. Los asesinos tuvieron que pasar, pues, por las de la habitación trasera. Llegados a esta conclusión de una forma tan inequívoca debemos rechazarla, sin embargo, por puro razonamiento ante sus aparentes imposibilidades. En consecuencia, solo nos queda demostrar que esas aparentes "imposibilidades" no lo son en realidad.


"Hay dos ventanas en la habitación. Una de ellas no está obstruida por ningún mueble y es totalmente visible. La parte inferior de la otra queda oculta a la vista por la cabecera del pesado armazón de la cama, que está apoyada contra ella. La primera se halló bien cerrada desde dentro. Resistió todos los esfuerzos de aquellos que intentaron levantarla. Se había practicado en la izquierda de su bastidor un gran agujero con una barrena y en él se había metido hasta casi la cabeza un clavo muy grueso. Tras examinar la otra ventana, se encontró un clavo similar encajado en ella, y todos los vigorosos esfuerzos por levantarla fracasaron también. La policía se sintió entonces completamente persuadida de que la fuga no se había producido en aquella dirección. Y, en consecuencia, se consideró superfluo retirar los clavos y abrir las ventanas.
"Mi examen fue algo más particular, y lo fue por la razón que acabo de dar, porque sabía que era preciso probar que todas aquellas aparentes imposibilidades no lo eran en realidad.

"En consecuencia, procedí a pensar..., a posteriori. Los asesinos escaparon por una de aquellas ventanas. Admitido esto, no podían haber sujetado de nuevo los bastidores con los clavos desde el interior tal como se encontraron, consideración que detuvo, por su obvio carácter, los escrutinios de la policía en este aspecto. Pero los bastidores estaban asegurados por los clavos.

No había forma de escapar a esta conclusión. Fui a la ventana no obstruida, retiré el clavo con cierta dificultad, e intenté alzar el bastidor. Se resistió a todos mis esfuerzos, tal como había anticipado. Entonces comprendí que tenía que existir algún resorte oculto; y esta corroboración de mi idea me convenció de que mis suposiciones al menos eran correctas, por misteriosas que siguieran pareciendo las circunstancias relativas a los clavos. Una búsqueda cuidadosa no tardó en revelarme el oculto resorte. Lo oprimí y, satisfecho con mi descubrimiento, me abstuve de levantar el bastidor.


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Edgar Allan Poe, Narraciones extraordinarias

El rey Arturo y sus caballeros - Merlín (V)

Entonces Merlín se reunió con los furibundos señores.

-Sería prudente que obedeciérais a Arturo -les dijo-, pues aunque decuplicaráis vuestro número él os derrotaría.

-No somos la clase de hombres que se asusta por lo que diga un embaucador y un lector de sueños -le respondió el rey Lot.

Entonces Merlín desapareció de allí y apareció en la torre al lado de Arturo. Le aconsejó al rey que atacara pronto y fieramente mientras los rebeldes estaban desprevenidos y no habían llegado a un acuerdo, consejo que resultó muy atinado, pues doscientos de los mejores hombres abandonaron a los señores y se unieron a Arturo, quien se sintió animado y fortalecido.

-Mi señor -dijo Merlín- ahora lánzate al ataque pero no luches con la milagrosa espada de la piedra a menos que te veas en serios apuros y en apuros. Sólo entonces podrás desenvainarla.

Enseguida se abrieron las puertas de la torre para dar paso a Arturo y a sus mejores caballeros, quienes sorprendieron a sus enemigos en el campamento y cayeron sobre ellos dando tajos a diestro y siniestro. Arturo los condujo y luchó con tal ferocidad y destreza que sus caballeros, al ver su vigor y habilidad, sintieron redoblarse su valor y su confianza y se lanzaron al combate con renovadas fuerzas.

Algunos de los rebeldes irrumpieron por la retaguardia y rodearon y atacaron por la espalda a las fuerzas de Arturo, pero Arturo volvió a grupas y repartió mandobles a uno y otro lado, internándose en lo más tupido de la batalla hasta que le mataron el caballo. Cuando Arturo quedó sin montura el rey Lot se abalanzó sobre él pero cuatro de sus caballeros se lanzaron a rescatarlo y le trajeron otro corcel. Sólo entonces el rey Arturo desenvainó la milagrosa espada de la piedra, cuya hoja despidió un resplandor que encegueció a sus adversarios, a quienes hizo retroceder con gran pérdida de hombres.

Entonces los pobladores de Caerleon se sumaron a la lucha con palos y garrotes, derribando a muchos caballeros y dándoles muerte. Pero la mayor parte de los señores se mantuvo unida y, guiando a sus restantes caballeros, se retiró en Roden defendiendo la retaguardia. En este momento Merlín apareció ante Arturo y le aconsejó no perseguirlos pues sus hombres estaban fatigados por el combate y eran pocos en número.

Luego Arturo reposó y celebró con sus caballeros. Y al poco tiempo, cuando se restableció el orden marchó de regreso a Londres y convocó a todos sus barones leales a un consejo general. Merlín predijo que los seis señores rebeldes proseguirían la guerra con esporádicas irrupciones y correrías por el reino. Cuando el rey preguntó a los barones qué convenía hacer, ellos respondieron que no podían ofrecerle sus consejo, sino sólo su fuerza y lealtad.

Arturo les agradeció su valor y su apoyo, pero les dijo:

-Ruego a cuantos me amáis que habléis con Merlín. Sabréis lo que él hizo por mí. Él conoce muchas cosas extrañas y secretas. Cuando estéis con él, pedidle consejo acerca de nuestras próximas decisiones.

Los barones asintieron, y cuando Merlín vino a ellos le suplicaron ayuda.

-Puesto que me lo preguntáis os lo diré -dijo Merlín-. Os diré que vuestros enemigos son excesivamente poderosos para vosotros y que son tan buenos guerreros como el que más. Por otra parte, ya acrecentaron su coalición con cuatro señores más y un poderoso duque. A menos que el rey pueda hallar más caballeros que los que hay en el reino está perdido. Si enfrenta a sus enemigos con las fuerzas que dispone, ganará la derrota y la muerte.

-¿Qué conviene hacer entonces? -exclamaron los barones-. ¿Cuál es el mejor partido?

-Escuchad mi consejo -dijo Merlín-. Cruzando el canal, en Francia, hay dos hermanos, ambos reyes, y hombres aguerridos. Uno es el rey Ban de Benwick y el otro el rey Bots de Galia. Estos reyes están en guerra con un rey llamado Claudas, quien es tan rico que puede contratar a cuantos caballeros le plazca, de modo que tiene ventaja sobre los dos reyes hermanos. Sugiero que nuestro rey escoja a dos caballeros y los mande con mensajes al rey Ban y al rey Bots, pidiéndoles socorro contra sus enemigos y prometiéndoles ayuda contra el rey Claudas. ¿Qué os parece mi sugerencia?

-A mí me parece un buen consejo- dijo el rey Arturo. Hizo redactar dos cartas en lengua muy cortés dirigidas al rey Ban y al rey Bots, llamó a sir Ulfius y a sir Brastias y les recomendó que entregaran las cartas. Ambos partieron con buenas armas y buenas monturas y cruzaron el canal para continuar luego rumbo a la ciudad de Bendwick. Pero en una senda estrecha del camino los interceptaron ocho caballeros que intentaron capturarlos. Sir Ulfius y sir Brastias rogaron a los caballeros que les permitieran el paso, dado que traían mensajes del rey Arturo destinados al rey Ban y al rey Bots.

-Habéis cometido un error -dijeron los caballeros-. Somos hombres del rey Claudas.

Entonces dos de ellos pusieron la lanza en ristre y acometieron a los caballeros del rey Arturo, pero sir Ulfius y sir Brastias experimentados en los escudos y afrontaron la carga. Las lanzas de los caballeros de Claudas se despedazaron por el impacto, y los hombres, alzados en vilo, cayeron de sus sillas. Sin detenerse, ni volver grupas, los caballeros de Arturo prosiguieron la marcha. Pero los otros seis caballeros de Claudas galoparon en persecución de ellos hasta que el sendero volvió a estrecharse y dos hombres bajaron las lanzas y se precipitaron sobre los mensajeros. Y estos dos sufrieron la misma suerte que sus compañeros. Quedaron tumbados en el suelo, sin nadie que los socorriera. Por tercera y cuarta vez los caballeros del rey Claudas trataron de detener a los mensajeros y cada uno de ellos fue derribado, de manera que los ocho quedaron magullados y heridos. Los mensajeros no se detuvieron hasta llegar hasta la ciudad de Benwick. Cuando los dos reyes se enteraron de su llegada, enviaron a su encuentro a sir Lyonse, señor de Payarne, y al buen caballero sir Phariance. Y cuando estos caballeros supieron que los recién llegados venían de parte del rey Arturo de Inglaterra, les brindaron la bienvenida y sin demora los condujeron a la ciudad. Ban y Bots acogieron amistosamente a sir Ulfius y sir Brastias pues tenían a Arturo en gran honra y respeto. Luego los mensajeros besaron las cartas que traían y las entregaron en manos de los reyes quienes se complacieron al enterarse del contenido. Aseguraron a los mensajeros que prestarían oídos a la solicitud del rey Arturo. E invitaron a Ulfius y a Brastias a reposar y celebrar con ellos tras la larga jornada. Durante el festín, los mensajeros relataron sus aventuras con los ocho caballeros del rey Claudas. Y Bots y Ban festejaron la historia diciendo:

-Ya véis, nuestros amigos, nuestros nobles amigos, también os dieron la bienvenida. Si lo hubiésemos sabido no habrían salido tan bien librados.

Y los caballeros recibieron de ambos reyes todos los obsequios de la hospitalidad, y tantos regalos que apenas podían llevarlos.

Entretanto, los reyes prepararon su respuesta al rey Arturo e hicieron escribir cartas en las que prometían acudir en socorro de Arturo en cuanto pudieran y con un ejército tan numeroso como les fuera posible. Los mensajeros desandaron el camino sin obstáculos y cruzaron el canal rumbo a Inglaterra. El rey Arturo quedó muy satisfecho.

-¿Cuándo suponéis -preguntó- que vendrán estos reyes?

-Señor -respondieron los caballeros-, estarán aquí antes del día de Todos los Santos.

Entonces el rey despachó mensajeros a todas partes del reino anunciando una gran fiesta para el día de Todos los Santos y prometiendo justas y torneos y toda suerte de entretenimientos.

Los reyes, tal como lo habían prometido, cruzaron el mar y entraron en Inglaterra, acompañados por trescientos de sus mejores caballeros totalmente equipados con vestiduras de paz y armaduras de guerra. Fueron recibidos con gran pompa y Arturo acudió a darles la bienvenida a diez millas de Londres, con gran júbilo de los reyes y de todos los presentes.



Continúa...
John Steinbeck, El rey Arturo y sus caballeros

El artista y la enfermedad

21 de enero de 2009
El artista y la enfermedad
Por Hernán Urbina Joiro
http://blog.hernan-urbina-joiro.com
El País Vallenato, Valledupar


Tras su primer brote psicótico a los trece años de edad, Virginia Woolf escribió en su diario que había escuchado cantar a los pájaros en griego. Años más tarde lo incluyó como caracterización de Septimus, protagonista en Señorita Dalloway. En la segunda carta de septiembre de 1889, Van Gogh cuenta a su hermano Theo: “El segador está terminado […] Es todo amarillo, salvo unas líneas de colinas violetas, de un amarillo pálido y rubio. A mí eso me divierte, después de haberlo visto así a través de las rejas de hierro de una casa de locos”. Woolf y Van Gogh encarnan la antigua pregunta que permanece: ¿La enfermedad crea al artista?

El enigma del arte nos define como seres humanos, que encontramos en él algo que siempre nos abarca y nos alivia. Si algún día llegáramos a conocer, en verdad, cómo surge el arte y cómo funciona, ese día tal vez ya no seríamos del todo seres humanos. De momento sólo podemos acercarnos al enigma e intentar describirlo. Y podemos afirmar, sin extraviarnos, que el artista trabaja con un fragmento de la realidad que ha escogido y moldeado según su sensibilidad —o sus necesidades— antes de enseñárnoslo. Lo que es lo mismo: los artistas nos ofrecen una visión distorsionada de lo que se aprueba por realidad y además nos comparten sus emociones, su humanidad en su obra.

De modo que es en la creación del artista donde debemos buscar luces para iluminar esa antigua pregunta que permanece. De pequeños los artistas muestran habilidades para “ese arte” en donde encuentran el rumbo o lo mejor que podrían hacer en sus vidas, y en esas creaciones debemos mirar los ambientes, incluidas las adversidades, que pueden modificar las inclinaciones artísticas o “colorear” la naturaleza creativa del que nace con potencial artístico. Retomemos los ejemplos ya citados.

Las fechas de elaboración de las novelas y los óleos, el diario de Virginia y el carteo entre Van Gogh y su hermano, los documentos de sus propios médicos, indican que la escritora y el pintor sólo pudieron crear, hacer arte, en sus convalecencias, aún temblorosos, pero ya convalecientes, y que durante las crisis eran seres humanos aniquilados. Tan sólo en la tregua de sus dolencias pudieron expresar la naturaleza emotiva de esas crisis, emociones con la que —para fortuna en estos dos casos— enriquecieron sus obras… hasta que la enfermedad les impidió crear más.

La palabra salud es un significante apropiado de libertad, tal como enfermedad puede serlo del vocablo límite. Lo decisivo en este vínculo del artista y la enfermedad parece residir en la postura de los seres humanos frente al límite. Durante la convalecencia de una afección intestinal, el joven Henry Matisse fue animado por su mamá a imitar a un enfermo que copiaba paisajes suizos. Allí surgió un genio que luego se vio incapacitado por la artritis para tomar el pincel, por lo que utilizó retazos de papel para untar el color y legarle al mundo parte de lo mejor de la pintura mientras enfrentaba su límite. Fue la misma aptitud de Cervantes en 1597 en la Cárcel Real de Sevilla, cercado por sus acreedores. En su celda surgió El Quijote, como él mismo lo informa en el prólogo.

En lo colectivo la enfermedad ha tenido efectos sobre la cultura. El arte de la Edad Media está marcado por conceptos médicos de la época: el enamoramiento como forma de locura, el amor como causa directa de la muerte, el ensalzamiento del amor desmayado, de la palidez, la mirada consumida por la tuberculosis, Goya y sus viejas de narices deformadas por la sífilis, Botticelli y sus retratos del joven con las manos devoradas por la artritis reumatoide. Incluso hace poco, a mediados del siglo XIX, el literato y crítico francés, Théophile Gauthier, dijo: “Cuando joven no hubiera aceptado como poeta lírico a nadie que pesara más de 45 kilos…”.

En caso inverso, el arte “coloreó” la forma de mirar las enfermedades. No es secreto que Freud elucubró el psicoanálisis a partir de Edipo Rey de Sófocles y de la buena literatura de Schopenhauer, quien anticipó a otros dos grandes pesimistas de las letras, Kafka y Borges.

Más que una “enfermedad creadora”, es probable que una “personalidad artística” le permita al artista enfrentar funcionalmente su límite y crear, incluso, pese a él. Así, grandes enfermos e hipocondríacos pudieron descubrirnos obras definitivas: Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado, Rafael Alberti, John Keats, Edgar Allan Poe, Honoré Balzac, Marcel Proust, Miguel de Unamuno, Federico Nietzsche, Pio Baroja, Jean Paul Sartre, Eduardo Carranza, entre muchos.

Esa “personalidad artística”, esa aptitud innata que sanos o enfermos traen desde el nacimiento parece ser lo que esclarece el derrotero de quien finalmente encuentra en el arte aquel oficio que querría hacer por encima de cualquier circunstancia. Es claro que la enfermedad moldea la cultura y modifica el modo de vivir de los seres humanos. Pero es el ser humano mismo, dotado de una aptitud artística, el que en últimas puede invocar y hacer surgir el enigma del arte, a pesar de la enfermedad y el límite.

martes, 20 de enero de 2009

La diagonal del ángel (I)

No sé si les pasa pero la vida se me hace un libro que no se puede escribir en borrador. Un libro cuyas páginas, cuando uno las repasa, suelen ser cicatrices y sus letras abundantes lágrimas. Cuando comienza, uno se imagina que el viaje solo será de ida hacia tiempos infinitos y fértiles. Sin embargo, en algún momento del camino, el presagio del regreso nos invade el alma y la melancolía de los tiempos idos golpea -apenas entonces- en la ventana donde solemos mirar el cielo. Los libros forman el cortejo del viaje de ida, una larga escalera por la que nunca acabamos de subir pero ya no nos bajamos de ella aunque intuyamos que no se apoya en ninguna pared ni la sostiene ningún gigante.

No sé si les pasa pero las mareas, cuando las aprendemos a descifrar mecidas por el mar, con sus altas y sus bajas, definen la distancia exacta, entre paciente y resignada, que mide lo inevitable de la espera. Nunca sabremos con certeza si las aguas que se van son las mismas que bañaron nuestros pies, pero finalmente las mareas regresan, lo cual nos concede el alivio que en su repetición talla imperturbable la memoria del vigía, el hábito de la esperanza y de la duda. Con los ojos que miramos la vida nos mira y se sorprende, más ella con nosotros, que nosotros con ella. Eso no fue siempre así, pero sí lo fue -doy fe- mientras el viaje de ida prolongaba la curiosidad y los horizontes se sucedían transmitiendo a nuestros pasos el andar de la eternidad.

Hasta que arribamos a un lugar que nos pareció conocido desde el mismo momento en que acabábamos de llegar. El instante lo tengo dibujado sobre la piel de mis ojos porque desde entonces todo comenzó a ser distinto pero sin dejar de ser igual. Fue cuando la percepción de lo ya vivido me devolvió al tiempo en que la vida bastaba para poderla vivir. Y fue entonces -no antes- que sentí que la muerte se introdujo en mi vida y no me abandonó nunca más.

Continúa...
Juan Antonio Rubbini, La diagonal del ángel

Acerca de "Revolutionary Road" de Richard Yates

20 de enero de 2009
Suburbia no era una fiesta
Por Gina Montaner
El Nuevo Herald, de Miami
© Firmas Press


El novelista estadounidense Richard Yates habría sonreído melancólicamente ante el tardío reconocimiento de su obra. Aunque en su día la publicación de ''Revolutionary Road'' (1961) deslumbró a los críticos y a un puñado de seguidores, tras escribir su libro más importante Yates vivió sumido en el alcoholismo y su posterior producción literaria no alcanzó la maestría que manifestó cuando sacudió al establishment con una novela que Kurt Vonnegut calificó como "El gran Gatsby de mi generación''.

Cuando Yates falleció en 1992 apenas era mencionado en las aulas de las universidades a pesar de ser reverenciado como un autor de culto en el mundo literario. Casi dos décadas después y gracias a una producción de Hollywood encabezada por dos megaestrellas como Leonardo Di Caprio y Kate Winslet, todo el mundo habla de este escritor minoritario que murió con la certeza de que estaba condenado al anonimato.

La versión cinematográfica del director británico Sam Mendes es un reflejo desvitalizado de la fuerza y la brutal ironía que destiló Yates a la hora de narrar la historia del infeliz matrimonio formado por Frank y April Wheeler: una joven pareja neoyorquina que anhela escapar del sueño americano que entonces eran los años cincuenta: la proliferación de barrios residenciales en las afueras de la ciudad, donde las mujeres se quedaban en casa criando a los niños mientras ejércitos de hombres tomaban el tren para ir a oficinas donde les esperaban cubículos, máquinas de escribir y dictáfonos. En el imaginario de la nación aún se vivía en un estado de inocencia antes del olor del napalm en Vietnam y una revolución sexual que descoloraría para siempre las ilustraciones románticas de Norman Rockwell. O por lo menos eso parecía en los jardines neuróticamente podados de las afueras.

Si de algo sirve la literatura es su efecto de catarsis y su voluntad de excavar hasta tropezarse con la putrefacción que anida en lo más profundo, pero que inevitablemente sale a flote. Richard Yates, hijo de una generación cuyo héroe era Hemingway, en su juventud viajó a Francia y regresó a los Estados Unidos intoxicado por la visión mítica de que París era una fiesta y no la existencia ordenada y conformista de sus compatriotas.

Frank y April Wheeler viven en Revolutionary Road, situada en un acomodado reparto de Connecticut, pero en sus vidas no hay nada que les devuelva sus ideales de jóvenes radicales cuando se conocieron en el barrio bohemio del West Village. La pareja ya tiene dos niños y el esposo pasa sus días como oficinista en la ciudad. Es April la que no ha renunciado a la fantasía de huir y empezar de nuevo en una buhardilla parisina y al final es la gran perdedora, mientras que Frank sobrevive porque acaba por encajar en el ámbito mediocre del que su mujer está dispuesta a fugarse incluso si le cuesta la vida.

Si bien Richard Yates conecta con el espíritu de los relatos cortos en los que John Cheever diseccionaba sin piedad la América de los chalés habitados pero vacíos por dentro, con Revolutionary Road da una vuelta de tuerca y su diagnóstico rezuma la frialdad y la distancia del médico impasible ante el paciente agonizante. El autor se muestra implacable con estos dos personajes, atrapados en una autopercepción engañosa que los coloca por encima de sus vecinos y semejantes, cuando en realidad no poseen ninguna cualidad extraordinaria que los haría merecedores de una existencia rica intelectual y vitalmente. Solamente el delirio de April, una Emma Bovary moderna, alimenta la juvenil ilusión de que la vida está en otra parte mientras que Frank, un impostor que en el fondo reconoce sus limitaciones, comprende que en París se descubrirían como dos turistas más: insignificantes y de paso.

La prosa de Richard Yates es directa y afilada como un estilete, emparentada con el tono limado y desnudo de la literatura contemporánea norteamericana y unida por la misión de desmontar el idilio de la casa en la pradera. Posiblemente se trata del leit motif más repetido y frecuente en la narrativa de los últimos años, en la que el sentimiento de incomunicación y soledad agrieta y derrumba las paredes de las viviendas en la inmensa planicie de las barriadas. Richard Yates ahondó en esta demolición interior, conduciéndonos por el tortuoso sendero de una calle sin salida llamada Revolutionary Road.

sábado, 17 de enero de 2009

La taberna de la Historia (X)


Erasmo en canoa


Este es el relato de Diego Méndez:

Miraba yo a esos náufragos desgraciados en Jamaica que clamaban a Dios. Don Cristóbal era una miseria, con su hijo y su hermano, que daban compasión. Por la noche lo oía llorar de dolor, de ira, de soberbia. Semejante palo de hombre, como si estuviera él mismo comido por la broma. Yo, su criado, sentía que el alma se me partía. Me daba cuenta, sabía que era un loco, pero hay cosas que piden a voces justicia y galardón. ¡Quien había unido la Europa con el Asia tirado así, ahora, en una playa de indios! Lo único era ir a humillarse ante el gobernador de Santo Domingo: pedir a Ovando ayuda por misericordia. ¿Cómo? ¿Cómo ir de una isla a la otra si no era metiéndose en una canoa, y arriesgar? Decidí hacerlo. Le dije: "Amo y señor mío: ¿cómo va a ser que se muera de hambre y abandono en estas playas? ¿Acaso puede Dios permitir que quien ha triunfado en la más peligrosa hazaña de todos los tiempos quede aquí abandonado de su rey y de su reina, monarcas que le colmaron de honores y a quienes sirvió como ningún hijo de España? ¿Que quien estuvo en Barcelona sentado a su lado en escabel perezca entre estos indios? ¿Que en la isla vecina ociosos y relajados, disfruten otros de una colonia que es suya por las escrituras reales?".

Con unos canastos de casabe y poco más para el mantenimiento, y unos indios remeros, salimos en dos canoas. Me acompañaba otro español. Todavía lo estoy viendo a él, flaco y amarillo, despidiéndome sin voz, a tiempo que arrancaba en la canoa a la buena del Todopoderoso. Lo vi disminuyendo de tamaño hasta que se hundió bajo la raya del horizonte. Andando se me agrandaba el mar. Con las horas fueron desapareciendo hasta los pájaros. Yo sabía poco de navegaciones y no estaba seguro de llegar con precisión a la otra isla. Y por algo raro, no pensaba en mí sino en él. Él, a quien todo lo llevaba a pensar en Esdras y san Ambrosio, cuando yo era de los que solo buscan en el Nuevo Testamento. Porque había dos mundos no solo en esto de las tierras separadas sino en lo que decía la Biblia y descubría para mí el maestro único: Erasmo. Parece fuera de toda realidad ver a dos hombres perdidos en las aguas de este en que estábamos, mar del Japón, el uno navegando con el Viejo Testamento, y el otro con el Nuevo. Mi amo, con las Crónicas, Esdras y Nehemías, y yo, su criado, sacando de las bibliotecas apolilladas de los escolásticos esa deliciosa revolución de la inteligencia llamado Erasmo!!! ¿Quién ha imaginado semejantes discrepancias en las Indias nuevamente descubiertas? ¿Se dan cuenta quienes me oyen de don Cristóbal escribiendo el Libro de las Profecías, y yo haciendo mi tesoro con las obras del maestro de Rotterdam? ¿Y todo entre navegantes analfabetos, sacados de las prisiones e indios que al mirarnos no sabían si comernos o dejarnos vivos? ¿Yo navegando por buscar nave que sacara de la isla del naufragio a mi amo de estos mares lejanos, y con la imaginación puesta en el otro amo que ni me conocía, el de la remota Flandes de los humanistas?

¡Y llegué a La Española! Era mes de julio, resplandeciente, todo de oro en el azul Caribe... ¡Como para arrodillarse y besar la tierra... ensangrentada! ...

Fue más fácil hacer en cuatro días la travesía de Jamaica a La Española que en un año conseguir la manera de recoger los náufragos. En tierra, el huracán de la codicia había creado choques entre los españoles, matanzas con los indios. Los de Jamaica, perdiendo la esperanza. Y yo, buscando un amigo del Almirante que fletara una nave... Al fin surgió Diego de Salcedo, a quien el Almirante, en sus buenos tiempos, había concedido monopolio del jabón... Con una carabela grande y un velero pequeño, este otro Diego llegó a Jamaica y los cien náufragos regresaron a La Española. Entre ellos tres Colones: don Cristóbal, Fernando y Bartolomé... Cristóbal para encaminarse a la muerte. Los otros dos, para seguir llevando un nombre que era más una tragedia que una gloria.


Continúa...
Germán Arciniegas, La taberna de la historia

"La literatura torna la vida más inteligible y soportable, más vivible"

17 de enero de 2009
Recomendaciones literarias
Por Juan Carlos Botero
El Espectador, de Bogotá


Muchas veces me hab preguntado, como sucedió a raíz de mi columna de la semana pasada, qué libros recomiendo leer.

La pregunta es casi imposible de responder, porque depende de los gustos e intereses de cada uno. En todo caso, siempre he sentido que los libros tienen vida propia y que respiran en los estantes. Por eso, cuando uno los abre, revelan su magia. Entonces el lector ingresa en mundos donde no hay simulacro de vida sino vida misma, reordenada y vuelta significativa. Y por eso las bibliotecas generan cierta calidez, pues en los anaqueles amanece o cae el sol, ejércitos chocan, las guerras estallan, una paz se firma, alguien ríe o llora, y los amantes sienten el temblor ante la carne desnuda.


Con una ventaja adicional: cuando se trata de las grandes obras de la literatura, su magia es infalible y nunca se marchita. Gracias a eso, Pedro Páramo siempre cae contra el suelo y se desmorona como un montón de piedras. José Arcadio Buendía, temblando de fiebre, declara en el almuerzo que la tierra es redonda. Hamlet agoniza por el veneno y sabe que el resto es silencio. Sócrates dialoga. Aristóteles reflexiona. Emma Bovary fantasea. Leopoldo Bloom recorre las calles de Dublín mientras su esposa repite sí sí sí. Joseph K. es arrestado sin saber por qué. Raskólnikov toma el hacha y su alma se torna negra. Don Quijote no ve molinos sino gigantes. El emperador Adriano le pide a su alma que ingrese en la muerte con los ojos abiertos. La señora Dalloway compra flores para la cena. Sophie decide. Borges sueña. Marx rescata a Hegel. Freud ilumina el inconsciente. Aquiles otea y divisa las playas de Troya. Odiseo persiste. Proust recuerda.


Eso es lo mejor de la literatura: no que la leemos, sino que la vivimos. No obstante, en esta vida moderna que, como dice Mafalda, tiene más de moderna que de vida, a veces la gente no tiene tiempo para estas obras. Quien no es adicto a la lectura quizá carece de la paciencia para leer a Joyce, o los siete tomos de En busca del tiempo perdido de Proust, o Ana Karenina de Tolstoi. En ese caso, ¿qué hacer? Por fortuna, existe una opción: la novela corta, la que los franceses llaman nouvelle. Y es un género magnífico.


La novela corta se define como una gran obra en pequeño formato. Tiene el aliento y la trascendencia de una novela grande pero apretada hasta alcanzar una misteriosa redondez, una forma compacta. Uno de los grandes placeres de la vida es concluir un libro, y las novelas cortas ofrecen esa recompensa con facilidad. Además, éstas casi siempre son escritas por maestros en su mejor momento creativo, dueños de su arte y talento en su máxima expresión, y por eso estas obras destilan una calidad inmensa.


Sin ir más lejos, ahí están El oso, de Faulkner. El gran Gatsby, de Scott Fitzgerald. Muerte en Venecia, de Thomas Mann. Un día en la vida de Iván Denisovich, de Alexander Solzhenitsyn. El viejo y el mar, de Hemingway. De hombres y ratones, de Steinbeck. Otra vuelta de tuerca, de Henry James. El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad. El extranjero, de Camus. La metamorfosis, de Kafka. Reencuentro, de Ulhman. El coronel no tiene quien le escriba, de García Márquez. El túnel, de Sábato. La casa grande, de Cepeda Samudio. El último encuentro, de Sándor Márai. El lector, de Schlink. Y tantas, tantas más.


Estos libros comparten la brevedad de su lectura, la belleza de su prosa, el hechizo de su historia y lo mucho que enriquecen. "La literatura intensa y creadora torna la vida más inteligible y soportable, más vivible", anota Mario Vargas Llosa. Y eso lo logran, de sobra, estas pequeñas obras maestras.

viernes, 16 de enero de 2009

De la magia erótica al amor romántico (I)


El amor romántico nació en la Edad Media

Invitamos al lector a viajar con nosotros en busca de una clave perdida de la historia europea. No se trata de un enigma trivial. Atañe a los orígenes de la pasión amorosa tal como la vivimos y concebimos en nuestros días. ¿Cuándo, dónde y cómo nació esta idea del amor como un bien espiritual valioso por sí mismo, al margen de la función procreadora, el contrato matrimonial y la institución familiar?

El amor individual, como lo concebimos hoy -con los derechos morales y jurídicos que le concede la cultura moderna-, no existía en la Edad Media. Aquella sociedad no reconocía en las relaciones de pareja sino la institución matrimonial. Pero ésta nada tenía que ver con las preferencias personales de los contrayentes. La boda era negocio, alianza familiar y transacción. Ningún papel tenía en esto lo que llamamos amor, estar enamorado o sentirse especialmente atraído. Y fuera del matrimonio el sexo podía acabar en los tribunales fácilmente. La mujer estaba sometida al marido y era un medio de placer para éste. Ella no contaba. Ni siquiera era decente que experimentara placer.

Lo demás era pecado y perversión, castigados hasta con la muerte, o tolerados como mal menor, sobre todo en relación al varón. Para designar el sexo extramatrimonial se empleaban nombres como 'cabalgada' o 'poner la pierna', expresión evocadora del derecho feudal de pernada. Pero la ley no contemplaba ningún sentimiento. La mujer pertenecía al marido y éste podía matarla o castigarla como creyera oportuno en caso de adulterio; en el Fuero Real español de 1255, podía incluso disponer libremente de los bienes de ella y el amante en el caso de cumplir el requisito de matarlos a ambos. El estupro y la violación eran conductas habituales y la promiscuidad constituía la norma. Las relaciones eran bastante brutales y los varones disfrutaban de una permisividad especial que iba desde lupanares a casas de baño que eran burdeles. Mientras la mujer incurría en el grave delito de 'adulterio' si tenía amante, lo del varón no pasaba de ser 'amancebamiento'.

Y, sin embargo, entonces nació el amor...

La meta de nuestra aventura es la región meridional de la actual Francia durante la baja Edad Media. El territorio que nos disponemos a explorar con nuestra nave capaz de trasladarse en el tiempo se extendía al sur del río Loira, hasta los Pirineos, y desde el norte de Italia a la costa Atlántica. El tiempo corresponde a los siglos en que tuvieron lugar las cruzadas; el nacimiento, apogeo y disolución de la Orden del Temple; los primeros pasos de la nueva Europa de los estados nacionales; y la consagración de las lenguas vernáculas. Castellano, italiano, francés, catalán y galaico-portugués, dieron a esa época sus primeros frutos con la Chanson de Roland y el Roman de la Rose -que fundaron la literatura francesa-, el Cántico al Sol, de san Francisco de Asís -piedra angular de la italiana-, las Cantigas de amigo galaico-portuguesas- y el Cantar del mio Cid, que constituyen la primera obra literaria conocida en castellano.

Mientras tanto, en la Occitania del mediodía francés alcanzaba la plenitud de su madurez el provenzal -también llamado lengua de Oc, distinta del idioma de Oil que hablaba el norte de francés-, entonces la más elaborada de las lenguas romances, nacidas de la evolución del latín rústico que hablaba el pueblo llano. En aquellos días nació el primer balbuceo de los idiomas neolatinos que actualmente habla medio continente.

Esta próspera y amplia región, que incluía el norte español en su zona de influencia, constituía entonces un amplio país con identidad propia. Allí se sitúan las fuentes de toda poesía posterior: el manantial invisible del que nació el caudal ininterrumpido de una cultura y una tradición literaria que llega hasta hoy. Entre sus confines también se escogieron los ecos gaélicos del legado de los bardos celtas, la sabiduría de los antiguos druidas, las leyendas del ciclo del Santo Grial y los Caballeros de la Mesa Redonda y el mítico rey Arturo. Estamos en las mismas tierras donde se erigían los grandes bastiones fortificados de los templarios, donde floreció el estilo gótico, prosperó la herejía albigense y la Inquisición encendió las hogueras que convirtieron en cenizas a la religión de los cátaros.

Viajamos por lo tanto, al lugar más civilizado de una Europa que va del siglo XI al XIV.

En ese paisaje, crecientemente abrupto a medida que progresamos hacia el sur desde el Loira se encuentra el objetivo de nuestra pesquisa. No hemos elegido al azar ni el territorio ni la época a los cuales dirigimos nuestra máquina de viajar en el tiempo. En esos y en esa geografía surgió el prerrenacimiento espiritual de nuestro continente, con su mitología, su sensibilidad y sus señas de identidad propias, y también nuestra cultura amorosa.

Denis Rougemont, en su libro El amor y Occidente (ed. Kairós, 1993), muestra que ésta fue la fuente y la matriz del amor romántico. No solo en tanto pasión desdichada por no ser correspondida, o por no poder realizarse como consecuencia de impedimentos sociales de todo tipo sino, sobre todo, por involucrar a los amantes en un sentimiento situado por encima de cualquier otra consideración o justificación al afecto mismo.

Esta pasión no conoce otra razón para vivir que la unión con la persona amada. Los enamorados no tienen alternativa: la fuerza irresistible del deseo manda sobre la razón y cualquier otro interés de la índole que sea: económica, social, ideológica o moral. Para Romeo no hay existencia posible sin Julieta, como para ella no es concebible vivir sin Romeo. El destino les negará la realización de su deseo de unirse y ambos deciden entonces quitarse la vida como rebelión extrema contra ese destino.

Este sentimiento, como toda la mitología amorosa moderna -desde el 'flechazo' del amor a primera vista al carácter irreemplazable de la persona amada- nació precisamente en la época que decidimos visitar.

No es difícil rehacer la crónica de los hechos que conforman esta fascinante historia, pero lo es hallar una explicación convincente a determinadas preguntas: ¿por qué apareció todo en este tiempo y lugar? ¿qué fuerzas produjeron esa eclosión cultural?

Abordar el reto de descifrar un enigma requiere, en primer lugar, hacerse cargo de su entorno. Si se trata de saber quién es el asesino en una intriga policiaca nada podremos descubrir sin estudiar la escena del crimen y tomar buena nota de todas las circunstancias. Con los misterios históricos sucede lo mismo. De alguna forma debemos morir al rol de viajeros del tiempo y trasladarnos al lugar y la época en que tuvo lugar esa intriga concreta que deseamos desentrañar. En los dos casos el trabajo pasa por desenredar una espesa madeja de hilos enmarañados y casi siempre partimos del cabo suelto de uno de estos para aplicarnos a la labor con prolija paciencia.

Por supuesto, la labor no se limita a recomponer una figura reconocible con los trozos de un rompecabezas que los años y las pugnas del drama histórico dispersaron en fragmentos aislados. Dicha figura bordada sobre el tapiz recompuesto aun es maya, realidad ilusoria de los sentidos. Su clave secreta no se halla en las imágenes que representan la trama del tejido sino en los nudos ocultos en su revés y la sostienen.

Con la finalidad de identificar estas claves, emprenderemos nuestro viaje. Cuando la nave que tripulamos se detiene, el reloj de a bordo identifica que nos encontramos en pleno siglo XII. Nos apresuramos a mirar el exterior con nuestras potentes cámaras y lo primero que vemos, a través de la ventana tan abierta de su castillo son dos caballeros disputando una partida de ajedrez.

Pongamos a prueba nuestras dotes detectivescas. El primer cabo suelto que nos brinda el azaroso punto de aterrizaje de nuestra nave parece muy insignificante. ¿Qué secreto puede esconder una partida de ajedrez? En esta situación muchos investigadores se limitarían a orientar sus ingenios de observación en otras direcciones más prometedoras.

Sin embargo, el buscador ha aprendido por experiencia que nada es intrascendente, en 'la escena del crimen'. Sabe que en su oficio resulta vital ser metódico, observar y tomar nota sin prejuicios. Por eso, en lugar de reorientar los aparatos examina detenidamente la escena que tiene ante los ojos. Pronto detecta un detalle que le llama poderosamente la atención. En sus incursiones a tiempos anteriores ya había visto difundirse en Europa ese juego en su forma primitiva. Sin embargo, las reglas que siguen estos caballeros del siglo XII son algo diferentes. En el juego detecta algo nuevo que no existía antes. En su cuaderno de campo anota entonces la primera observación de nuestro viaje y expresa su descubrimiento en forma de pregunta.


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Luis G. La Cruz, El secreto de los trovadores

El viejo y el mar (X)

Ahora no podía ver el verdor de la costa; sólo las cimas de las colinas azules que asomaban blancas como si estuvieran coronadas de nieve, y las nubes parecían altas montañas de nieve sobre ellas. El mar estaba muy oscuro y la luz hacía prismas en el agua. Y las miríadas de lunares del plancton eran anuladas ahora por el alto sol y el viejo sólo veía los grandes y profundos prismas en el agua azul que tenía una milla de profundidad y en la que sus largos sedales descendían verticalmente.

Los pescadores llamaban bonitos a todos los peces de esa especie y sólo distinguían entre ellos por sus nombres reales cuando venían a cambiarlos por carnada. Los bonitos estaban de nuevo abajo. El sol calentaba fuerte y el viejo lo sentía en la parte de atrás del cuello y sentía, el sudor que le corría por la espalda mientras remaba.

Pudiera dejarme ir a la deriva pensó, y dormir y echar un lazo al dedo gordo del pie y despertar si pican. Pero hoy hace ochenta y cinco días y tengo que aprovechar el tiempo.

Justamente entonces, mientras vigilaba los sedales, vio que una de las varillas verdes se sumergía vivamente.

-Si -dijo-. Sí. -Y montó los remos sin golpear el bote.

Cogió el sedal y lo sujetó suavemente entre el índice y el pulgar de la derecha. No sintió tensión ni peso y aguantó ligeramente. Luego volvió a sentirlo. Esta vez fue un tirón de tanteo, ni sólido ni fuerte, y el viejo se dio cuenta, exactamente, de lo que era. Cien brazas más abajo una aguja estaba comiendo las sardinas que cubrían la punta y el cabo del anzuelo en el punto donde el anzuelo, forjado a mano, sobresalía de la cabeza del pequeño bonito.

El viejo sujetó delicada y suavemente el sedal y con la mano izquierda lo soltó de la varilla verde. Ahora podía dejarlo correr entre sus dedos sin que el pez sintiera ninguna tensión.

A esta distancia de la costa, en este mes, debe de ser enorme, pensó el viejo. Cómelas, pez. Cómelas. Por favor, cómelas. Están de lo más frescas; y tú, ahí, a seiscientos pies en el agua fría y a oscuras. Da otra vuelta en la oscuridad y vuelve a comerlas.

Sentía el leve y delicado tirar y luego un tirón más fuerte cuando la cabeza de una sardina debía de haber sido más difícil de arrancar del anzuelo. Luego, nada.

-Vamos, ven -dijo el viejo en voz alta-. Da otra vuelta. Da otra vuelta. Ven a olerlas. ¿Verdad que son sabrosas? Cómetelas ahora y luego tendrás un bonito. Duro y frío y sabroso. No seas tímido pez. Cómetelas.

Esperó con el sedal entre el índice y el pulgar, vigilando y vigilando los otros al mismo tiempo, pues el pez pudiera virar arriba o abajo. Luego volvió a sentir la misma y suave tracción.

-Lo cogerá -dijo el viejo en voz alta-. Dios lo ayude a cogerlo.

No lo cogió, sin embargo. Se fue y el viejo no sintió nada más.

-No puede haberse ido -dijo-. ¡No se puede haber ido, maldito! Está dando una vuelta. Es posible que se haya enganchado alguna otra vez y que recuerde algo de eso.

Luego notó un suave contacto en el sedal y se sintió feliz.

-No fue más que una vuelta -dijo-. Lo cogerá.

Era feliz sintiendo tirar suavemente y luego tuvo la sensación de algo duro e increíblemente pesado. Era el peso del pez y dejó que el sedal se deslizara abajo, abajo, llevándose los dos primeros rollos de reserva. Según descendía, deslizándose nuevamente entre los dedos del viejo, todavía podía sentir el gran peso, aunque la presión de su índice y su pulgar era casi imperceptible.

-¡Qué pez! -dijo-. Lo lleva atravesado en la boca y se está yendo con él.

Luego tirará y se lo tragará, pensó. No dijo esto porque no sabía que cuando uno dice una cosa buena puede ser que no ocurra. Sabía que este era un pez enorme y se lo imaginaba alejándose en la tiniebla con el bonito atravesado en la boca. En ese momento sintió que había dejado de moverse pero el peso persistía todavía. Luego el peso fue en aumento y el viejo le dio más sedal. Acentuó la presión del índice y el pulgar y el peso fue en aumento. Y el sedal descendía verticalmente.

-Lo ha cogido -dijo. Ahora dejaré que se lo coma a su gusto.



Continúa...
Ernest Hemingway, El viejo y el mar