sábado, 28 de febrero de 2009

La prisionera (VI)

Aunque yo no había ido a acompañar a Albertine en su largo recorrido, mi mente vagabundearía aún más precisamente y, por haberme negado a saborear con mis sentidos aquella mañana, gozaba con la imaginación de todas las mañanas semejantes, pasadas o posibles, más exactamente de cierto tipo de mañanas cuya simple aparición intermitente eran todas de la misma clase y que yo había reconocido al instante, pues el aire terso pasaba por sí solo las páginas necesarias y yo encontraba -enteramente indicado delante de mí, para que pudiera seguirlo desde mi cama- el evangelio del día. Aquella mañana ideal colmaba mi espíritu de realidad permanente, idéntica a todas las mañanas semejantes, y me comunicaba una alegría que mi estado de debilidad no disminuía: como el bienestar es mucho más resultado de nuestra buena salud que del excedente no empleado de nuestras fuerzas, podemos alcanzarlo -tanto como aumentando éstas- limitando nuestra actividad. Aquella que desbordaba en mí y que yo mantenía en potencia en mi cama me hacía sobresaltarme, saltar interiormente, como una máquina que, al no poder cambiar de sitio, gira sobre sí misma.

Francoise venía a encender el fuego y, para que prendiera, le arrojaba algunas ramitas cuyo olor, olvidado durante el verano, describía en torno a la chimenea un círculo mágico en el que, al verme a mí mismo leyendo ora en Combray ora en Doncières, me sentía tan feliz permaneciendo en mi cuarto de París como si hubiera estado a punto de salir de paseo por la parte de Meseglise o de volver a ver a Saint-Loup y sus amigos, de servicio en maniobras. Con frecuencia ocurre que el placer que sienten todos los hombres, al repasar los recuerdos que su memoria ha coleccionado, es más intenso, por ejemplo, en aquellos a quienes la tiranía del mal físico y la esperanza cotidiana de su curación privan, por una parte de ir a buscar en la naturaleza cuadros que se parezcan a dichos recuerdos y, por otra, infunden bastante esperanza de que pronto podrían hacerlo, para permanecer respecto de ellos embargados de deseo, de apetito, y no considerarlos solo como recuerdos, como cuadros, pero, aunque solo pudieran podido ser eso jamás para mí y aunque hubiese podido yo, al recordarlos, volver a verlos tan solo, de repente rehacían en mí, de mí entero, en virtud de una sensación idéntica, al niño, al adolescente, que los había visto. No solo había habido un cambio de tiempo fuera o una modificación de olores en el cuarto sino también una diferencia de edad en mí, una sustitución personal. El olor en el aire helado de las ramitas era como un trozo del pasado, una banquisa invisible separada de un invierno antiguo que se acercaba en mi cuarto, con frecuencia estriada, por lo demás, por determinado perfume, determinado resplandor, como en años diferentes en los que me veía sumido de nuevo, invadido, antes incluso de que los hubiera identificado, por el alborozo de esperanzas abandonadas desde hacía mucho. El sol llegaba hasta mi cama y atravesada el tabique transparente de mi cuerpo adelgazado, me calentaba, me ponía ardiente como un cristal. Entonces me preguntaba yo -convaleciente hambriento que se alimenta ya con todos los manjares que aún le deniegan- si casarme con Albertine echaría a perder mi vida, tanto haciendo asumir la tarea, demasiado pesada para mí, de consagrarme a otra persona como forzándome a vivir ausente de mí mismo con su contínua presencia y privándome para siempre de los gozos de la soledad y no solo de éstos. Aún no pidiendo al día otra cosa que deseos, hay algunos -los provocados no por las cosas sino por las personas- que se caracterizan por ser individuales. Por eso, si, al levantarme de la cama, iba a apartar un momento la cortina de mi ventana, no era solo como un músico al abrir por un instante su piano y para comprobar si en el balcón y en la calle estaba la luz del sol en el mismo diapasón exactamente que en mi recuerdo, sino también para divisar a alguna lavandera con delantal azul, a una lechera con peto y mangas de tela blanca que sostenía el gancho del que colgaban las garrafas de leche, a alguna niña rubia y orgullosa que seguí a su institutriz, una imagen, en una palabra, que las diferencias de líneas tal vez cuantitativamente insignificantes bastaban para volver tan distinta de cualquier otra como en una frase musical la diferencia de dos notas y sin cuya visión habría empobrecido mi día al carecer de los objetivos que podía proponer a mis deseos de felicidad, pero, si bien el colmo del gozo brindado por la visión de las mujeres imposibles de imaginar a priori me volvía más deseables, más dignos de ser explorados, la calle, la ciudad, el mundo, por esa misma razón me infundía el deseo ardiente de casarme, de salir y ser -sin Albertine- libre. ¡Cuántas veces sufrí en el momento en que la mujer desconocida con la que yo iba a soñar pasaba por delante de mi casa -ora a pie ora con toda la velocidad de su automóvil-, la imposibilidad de mi cuerpo para seguir a mi mirada que la alcanzaba y -tras caer sobre ella como lanzado desde el vano de mi ventana por un arcabuz- detener la huída del rostro en el que me esperaba el sufrimiento de una felicidad que, enclaustrado así nunca disfrutaría!



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Marcel Proust, La prisionera

Los crímenes de la rue Morgue (XIII)



Sentí un escalofrío cuando Dupin me hizo la pregunta.

-Un loco -dije- es quien lo ha hecho... un maníaco furioso escapado de alguna maison de Santé vecina.

-En algunos aspectos -respondió-, su idea no es desacertada. Pero las voces de los locos incluso en sus más salvajes paroxismo nunca han encajado con esa voz peculiar oída arriba en las escaleras. Los hombres son de alguna nación, y su idioma, aunque incoherente en sus palabras, tiene siempre la coherencia de las sílabas que lo componen. Además, el pelo de un loco no es como el que ahora tengo en mi mano. Desenmarañé este pequeño mechón de los dedos rígidamente cerrados de madame L'Espanaye. Dígame que opina de él.

-¡Dupin! -exclamé, completamente desconcertado-. Ese pelo es de lo más inusual..., no es pelo humano.

-No he dicho que lo fuera -respondió-. Pero antes de que decidamos este punto, quiero que eche una mirada al pequeño esbozo que he trazado sobre este papel. Es un fac-símile dibujado a partir de lo que se ha descrito en una parte de las declaraciones como "contusiones oscuras y profundas marcas de uñas" sobre la garganta de mademoiselle L'Espanaye, y en otra (la de los monsieurs Dumas y Ètienne) como "una serie de puntos lívidos que, evidentemente, eran la impresión de unos dedos".

Observará -prosiguió mi amigo, extendiendo el papel encima de la mesa delante de nosotros- que este dibujo da la idea de una presa firme y enérgica. No hay deslizamiento aparente. Cada dedo ha retenido posiblemente hasta la muerte de la víctima, la terrible presa que ejerció desde un principio. Ahora intente situar todos sus dedos al mismo tiempo, en las respectivas impresiones tal como usted las ve aquí.

Hice el intento en vano.

-Posiblemente no estamos efectuando esta prueba de una manera justa -dijo-. El papel está extendido sobre una superficie plana; pero la garganta humana es cilíndrica. Aquí tenemos un tronco de madera cuya circunferencia es aproximadamente la de una garganta. Rodeémoslo con el papel y probemos de nuevo el experimento.

Así lo hice; pero la dificultad era aún más evidente que antes.

-Esto -dije- no es la marca de una mano humana.

-Ahora -respondió Dupin-, lea este párrafo de Cuvier.

Era un relato anatómico y minuciosamente descriptivo del gran orangután leonado de las islas de las Indias Orientales. Su gigantesca estatura, su prodigiosa fuerza y actividad, su salvaje ferocidad y las facultades imitativas de estos mamíferos son bien conocidas por todos. Comprendí de inmediato todo el horror de los crímenes.

-La descripción de los dedos -dije mientras terminaba de leer- encaja exactamente con este dibujo. Veo que ningún animal, excepto un orangután de la especie aquí mencionada, podría haber dejado estas marcas tal como las ha trazado usted. Este mechón de pelo leonado también es de carácter idéntico al del animal de Cuvier. Pero no puedo comprender los detalles de este terrible misterio. Además, se oyeron dos voces disctutiendo y una de ellas incuestionablemente la de un francés.

-Cierto; y recordará una expresión atribuida casi unánimente por las declaraciones a esta voz, la expresión "mon Dieu". Esta expresión, bajo las circunstancias, fue definida exactamente por uno de los testigos (Montani, el pastelero) como una expresión de protesta o censura. En consecuencia, sobre estas dos palabras he edificado mis esperanzas de una completa solución del misterio. Un francés conocía al asesino. Es posible, de hecho es mucho más que probable, que fuera inocente de toda participación en los sangrientos sucesos que tuvieron lugar. Puede que el orangután se le escapara. Puede que lo hubiera seguido hasta la habitación; pero, bajo las agitadas circunstancias que siguieron puede que nunca consiguiera volver a capturarlo. Todavía está libre. No seguiré esas suposiciones, ya que no tengo derecho a llamarlas de otro modo puesto que los atisbos de reflexión en los que se basan apenas tienen la suficiente profundidad como para ser apreciados por mi propio intelecto, y puesto que no puedo pretender hacerlas inteligibles a la comprensión de otros; en consecuencia, las llamaremos solo suposiciones, y hablaremos de ellas como tales. Si el francés en cuestión es, de hecho, como supongo, inocente de esa atrocidad, este anuncio, que deposité ayer por la noche a nuestro regreso a casa en las oficinas de Le Mondé (un periódico dedicado a los intereses marítimos y muy buscado por los marineros), lo conducirá hasta nuestra residencia.

Me tendió un papel, y leí:

"CAPTURADO. -En el Bois de Boulogne, a primera hora de la mañana del día... de este mes (la mañana del asesinato), se ha hallado un orangután leonado muy grande de la especie de Borneo. Su propietario (que se sabe que es un marinero perteneciente a un barco maltés) puede recuperar el animal tras identificarlo satisfactoriamente y pagar los pequeños gastos producidos por su captura y mantenimiento. Llamar al número... de la calle... del fauborg Saint-Germaine, tercer piso"

-¿Cómo es posible -pregunté- que sepa usted que el hombre es un marinero y pertenece a un barco maltés?

-No lo sé -dijo Dupin-. No estoy seguro de ello. De todos modos, aquí hay un pequeño trozo de cinta que, por su forma y aspecto grasiento, ha sido usado, evidentemente, para atar el pelo de una de esas largas queues a las que tan aficionados son los marineros. Además, este nudo es uno que poca gente, aparte de los marineros, sabe hacer, y es peculiar de los habitantes de Malta. Recogí la cinta a los pies del cable del pararrayos. No podía pertenecer a ninguna de las fallecidas. De todos modos, aunque esté equivocado en mi suposición acerca de esta cinta, y de que el francés es un marinero perteneciente a un barco maltés, no hago ningún daño diciendo lo que he dicho en el anuncio. Si estoy en un error, él simplemente supondrá que me he confundido por alguna circunstancia por la cual no se tomará la molestia de preocuparse. Pero si tengo razón, ganaré un gran punto. Conocedor, aunque inocente, del asesinato, el francés dudará acerca de si responder o no al anuncio... de si acudir en busca del orangután. Razonará así: "Soy inocente y pobre, mi orangután es de gran valor, para alguien en mis circunstancias una auténtica fortuna..., ¿por qué debería perderlo a causa de confusas aprensiones de peligro? Está ahí, a mi alcance. Fue hallado en Bois de Boulogne, a una enorme distancia de la escena de esa carnicería. ¿Cómo puede llegar a sospecharse de que un bruto animal haya hecho eso? La policía está en blanco..., no ha conseguido hallar ni el menor indicio. Si alguna vez siguen el rastro del animal será imposible demostrar mi relación con el asesinato o implicarme como culpable a causa de esa relación. Por encima de todo, soy conocido. El anunciante me señala como el poseedor del animal. No estoy seguro de hasta qué límite puede extenderse ese conocimiento. Si no reclamo una propiedad de gran valor, que se sabe que poseo, haré que al menos el animal resulte sospechoso. No es mi política atraer la atención ni hacia mí ni hacia él. Responderé al anuncio, me llevaré al orangután, y lo mantendré bien encerrado hasta que se haya olvidado el asunto".

En aquel momento oímos unos pasos en las escaleras.

-Esté preparado -dijo Dupin- con sus pistolas pero no las use ni las muestre hasta que yo le haga una señal.

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Edgar Allan Poe, Narraciones extraordinarias

Querido y asustador Edgar Allan Poe

Publicado el 28 de febrero de 2009
A Poe
Por José Guillermo Ánjel
El Colombiano, Medellín


Querido y asustador Edgar Allan, sigue usted haciendo de las suyas en la literatura. Y más ahora que el mundo se ha vuelto tan tenebroso y está envuelto por las brumas de la incertidumbre y la espera neurótica (en la quietud y dejando que los hechos sucedan), sobre todo en estos países nuestros en los que, a pesar de que las cosas se anuncian, no se prevé nada sino que se aguarda el golpe como un condenado a la guillotina.

Creo que se abusa mucho creyendo en D-s, que si bien ayuda, lo hace cuando antes nos ayudamos nosotros. D-s no empuja bobos y menos oportunistas (entre ellos magos, sobadores y alucinados), eso es claro. Pero saquemos a D-s de este asunto que sólo concierne a la inteligencia previsora y a los hombres con sentido común.

Es que las cosas que se avecinan (como las económicas) no se solucionan con paraguas, promesas o talismanes.

La suerte, leído Edgar Allan, no es un azar sino una construcción. Y si bien pueden suceder percances en lo que se construye, el plan previo lleva a solucionarlas. Pero esto de esperar como el avestruz aquel que esconde la cabeza y así se desentiende de lo que pasa, ya es un cuento de horror como los suyos. Recuerdo uno terrible sobre un péndulo: la cuchilla se balancea y quien está debajo sólo espera a que sucede algo imprevisto en el mecanismo y se detenga. O como Fortunato, el personaje de El barril de amontillado, al que lo emparedan y cree que todo es una broma, un mero asunto de borrachos.

Y sí, vivimos en países con mentalidad de lotería y de persistencia en pedir milagros en lugar de hacerlos. Sentados mirando el atardecer vamos a la desaparición.En términos económicos, la situación se parece a La casa Usher. En los países desarrollados ya se incrementan los índices de desempleo, la gente gasta menos y la capacidad de endeudamiento casi desaparece. Todos están alarmados y tienen claro que la crisis existe, que no es un fantasma sino una realidad con la que hay que convivir.

Nosotros, en cambio, soñamos, decimos que la situación está mala como si estuviéramos cantando un tango, y en lugar de ser previsores y diseñar planes B (alternativos), nos sentamos a esperar. No sé si sea el calor y los vientos húmedos, querido Edgar Allan Poe, lo que nos lleva a evadir la realidad, bailando mal. Y peor, perdiendo el lugar del baile, los músicos y la pareja.

La mala suerte es, somos.Edgar Allan Poe (Boston 1809, Baltimore 1849). Escritor creador del cuento moderno. Sus historias de horror, misterio y locura, siguen siendo los preferidos por la gente joven. Y si leemos sus historias con detalle, aprenderíamos que lo siniestro está en los detalles y en la espera.

jueves, 26 de febrero de 2009

El rey Arturo y sus caballeros (VIII) - Merlín

El Rey de los Cien Caballeros vio a Cradilment en tierra y se volvió hacia sir Ector, el padre de leche de Arturo, lo derribó y se adueñó del caballo. Cuando Arturo vio que Cradilment a quien antes había derrotado montaba en caballo de sir Ector se enfureció y volvió a trabarse con él asestándole un golpe tan vigoroso con la espalda que el tajo hendió el yelmo y el escudo y el cuello del caballo, de modo que jinete y montura cayeron derribados en el acto. Entretanto, sir Kay fue al rescate de su padre, derribó a un caballero y ayudó a sir Ector para que volviera a montar.

Sir Lucas yacía sin sentido debajo del caballo, mientras Grifflet virilmente intentaba defender a su amigo contra catorce caballeros. Entonces sir Brastias quien había vuelto a montar, acudió para socorrerlos. Golpeó al primer caballero con tal fuerza en la visera que la hoja penetró hasta los dientes. Al segundo lo alcanzó en el codo con un tajo que le cortó limpiamente el brazo, tirándolo al suelo. A un tercero le asestó una estocada en el hombro, donde la coraza se une a la gorguera, despojándolo a la vez del hombro y el brazo. El suelo estaba cubierto de cuerpos mutilados y de heridos que luchaban, de cadáveres y caballos caídos, y la sangre enlodaba la tierra. El fragor de la batalla retumbaba desde la colina hasta el bosque: el clamor de las espadas y los escudos, el sordo crujido de los lanceros al entrechocarse con parejo vigor, los gritos de guerra, y los alaridos de triunfo, los airados juramentos y los chillidos de las bestias agonizantes, el triste gemir de los caídos.

Ocultos en el bosque Ban y Bors observaban la contienda y procuraban conservar el orden y el sosiego en sus filas, pese a que muchos caballeros temblaban y se movían anhelosos de entrar en batalla, pues el ardor de la lucha resulta contagioso entre hombres de armas.

Entretanto, la mortal batalla proseguía. El rey Arturo advirtió que no podría vencer a sus enemigos. Furioso como un león enloquecido por sus heridas, iba de un lado a otro derribando a cuanto se le oponía y maravillando a cuantos lo contemplaban. Dando mandobles a diestro y siniestro, mató a veinte caballeros e hirió al rey Lot en el hombro, tan severamente que lo obligó a retirarse del campo. Grifflet y sir Kay seguían luchando junto a su rey y ganaron grandeza con sus espadas merced a los cuerpos de sus enemigos. Luego Ulfius y Brastias y sir Ector cabalgaron contra el duque Estance, Clarivaus, Carados y el Rey de los Cien Caballeros, forzándolos a retirarse del campo; se reunieron en la retaguardia para considerar su posición. El rey Lot tenía graves heridas y su corazón estaba contristado a causa de las terribles pérdidas y desanimado al ver que la batalla no parecía tener fin. Habló con los otros señores, diciéndoles:

-A menos que cambiemos nuestro plan de ataque, nos destruirán poco a poco en el desfiladero. Que cinco de nosotros tomen diez millares de hombros y se retiren a descansar. Al mismo tiempo, los otros seis seguirán luchando en el pasaje causando tantos estragos como sea posible y fatigando al adversario. Cuando los venza el cansancio iremos a la carga con diez millares de hombres frescos y descansados. No veo otro modo de derrotarlos.

Así se acordó y los seis señores regresaron al campo de batalla y lucharon encarnizadamente para desangrar al enemigo y menoscabar sus fuerzas.

Ahora bien, sucedió que dos caballeros, sir Lyonse y sir Phariance, eran guardias de avanzada del oculto ejército de Ban y Bors. Vieron al rey Idres solo y fatigado y, desobedeciendo órdenes los dos caballeros franceses salieron de su escondite para atacarlo. El rey Anguyshaunce vio lo que ocurría y acometió contra ellos seguido por el duque de Cambenet y un grupo de caballeros, cercándolos e impidiéndoles regresar al bosque. Los caballeros franceses se defendieron con tenacidad pero al fin dieron con sus cuerpos en tierra. Cuando el rey Bors, desde el bosque, comprobó la necesidad de sus caballeros, sintió aflicción por su desobediencia y por el peligro que corrían. Reunió una mesnada y atacó con tal rapidez que pareció trazar una estría negra en el aire. Y el rey Lot lo vio y lo reconoció por el blasón de su escudo.

-Jesús nos proteja de la muerte -exclamó Lot-. Allá veo acudir a uno de los mejores caballeros de todo el mundo con un grupo de hombres descansados.

-¿Quién es? -preguntó el joven Rey de los Cien Caballeros.

-Es el rey Bors de Galia -dijo Lot-. ¿Cómo puede haber desembarcado en este país sin que nos encontrásemos?

-Quizá fue obra de Merlín -dijo un caballero. Pero sir Carados declaró:

-Por muy grande que sea, enfrentaré al rey Bors de Galia, y podéis enviarme ayuda en caso necesario.

Entonces Carados y sus hombres avanzaron con lentitud hasta que estuvieron a un tiro del arco del rey Bors y se dispusieron a acometerlo. Bors los vio acercarse y le dijo a su ahijado, sir Bleoberis, quien oficiaba de portaestandarte:

-Ahora veremos si estos britanos del norte saben usar las armas. -Y ordenó cargar sobre ellos.

El rey Bors traspasó con su lanza a un caballero y la punta asomó por el otro lado. Entonces desenvainó la espada y luchó salvajemente, mientras los caballeros que lo acompañaban seguían su ejemplo. Sir Carados cayó a tierra y fue necesario que el joven señor y un buen número de hombres acudieran a su rescate. Entonces el rey Ban y los suyos abandonaron su escondite; el escudo de Ban lucía bandas verdes y doradas. Cuando el rey Lot vio su emblema dijo:

-Ahora corremos doble peligro. Allá veo venir al caballero más valeroso y afamado del mundo, el rey Ban de Benwick. No hay quien equipare a esos dos hermanos, el rey Ban y el rey Bors. Debemos emprender la retirada o morir, y a menos que nos retiremos con prudencia y sepamos defendernos, moriremos de todas formas.


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John Steinbeck, El rey Arturo y sus caballeros

martes, 24 de febrero de 2009

Mi testamento filosófico (III)

De cómo Blaise Pascal vino a mi cabecera a interrogarme sobre mis razones para creer en Dios (I)


Entonces entró un hombre, calladamente, en puntas de pie, vestido como un burgués de la época de Luis XIII, sosteniendo en la mano un pequeño sombrero emplumado.

-¡Vaya -me dije-. ¡Ha vuelto! Pero no. Hay alguien pero no es él. ¿Quién es usted? -pregunté al desconocido.

¡No me reconoce! -se asombró-. Usted hizo mi retrato. Lo conservó veinte años expuesto en su escritorio.

-¿Quién? ¡Acérquese! Más cerca; distingo mal sus facciones. ¡Cielos! ¡Blaise Pascal! Estoy soñando. Tengo alucinaciones. Es el fin.

-No, no sueña. En efecto, soy yo.

-¡Pero no lo esperaba!

-Soy el inesperado. Dicho de otro modo, vengo de Dios.

-¡Si usted supiera, Pascal, cuánto me alimenté de sus ideas durante mi vida!

-He venido a estimular su última reflexión.

-Soy indigno de tal honor.

-Felicitaciones, Guitton. Usted acaba de desconcertar a nuestro querido enemigo.

-Sin embargo, no he querido apenarlo.

-En todo caso, no debe de haberle causado placer. Se siente olor a azufre hasta Sévres-Babylone. Irrespirable. Un agente de policía dirigía el tránsito en la rue de Rennes. Le hizo mal. Hubo que hospitalizarlo.

-Todo el mundo dice que estoy in articulo mortis, pero el hecho es que cada vez me siento mejor. ¡Marzena! ¡Marzena!

Entró Marzena. Se había recuperado. Pascal estaba en un rincón oscuro; no lo vio.

-Marzena, ayúdeme a incorporarme, por favor.

-Maestro, no debe hacerlo.

-Le digo que me siento mejor. Marzena, no me haga enojar. Va a hacerme morir.

Entonces me ayudó a sentarme en la cama y me puso unas almohadas suplementarias detrás de la cabeza y las orejas. Pero no se aplicaba. No se aplica nunca y además dice que jamás estoy contento. ¡La cantidad de tortícolis que he tenido a causa de su negligencia! Aun cuando no me estoy muriendo, me quedo en la cama las dos terceras partes de la jornada. Es mi higiene de vida. Por eso he llegado a centenario. De allí la importancia de las almohadas.

-¡Pero, no! ¡Vamos! ¡Detrás de la cabeza! No, así no está bien. Tampoco. ¡Qué barbaridad! Así no, no estoy cómodo.

-Ya está, maestro.

-No. No está bien. ´

Ella eleva los ojos al cielo. No puedo ver su rostro pero sé muy bien que eleva sus ojos al cielo.

-¿Así, maestro?

-No. Pero en fin, no es nada. Déjenos.

-¿Cómo "nos"? se sobresalta-. ¿Él ha regresado?

Mira, asustada, alrededor. Percibe a Pascal, se estremece y lanza un pequeño grito.

-¡Y bien! ¡Es Pascal! ¿Acaso nunca lo ha visto? Hace veinte años que está en mi escritorio. ¡Alcáncele una silla!

Ella alcanza una silla, mecánicamente, y sale sin decir una palabra, petrificada. Una vez que hubo salido, Pascal arrojó su sombrero sobre un sillón, acercó la silla a mi cama y se sentó.

Y después de un instante:

-Me siento verdaderamente mejor -dije. Me pregunto si no les voy a hacer una vez más el cuento testamentario.

-¿Qué cuento es ese?

-A partir del momento en que cumplí ochenta años me sentí siempre como un pájaro en la rama. Entonces, toda vez que yo escribía un libro, hacía una suerte de prólogo, en el cual explicaba que ese libro era el último, mi último mensaje, mi testamento. Así hice como una docena. Al final, eso provocaba la risa de todo el mundo. Creían que estaba chocheando. Pero yo, cada vez, me sentía agotado por el esfuerzo y creía que iba a morir.

-Guitton, ha tenido suerte de vivir cien años. Ha tenido tiempo de terminar su obra.

-Usted tuvo más suerte que yo, Pascal. Solo tuvo tiempo de esbozarla. Los esbozos son siempre más bellos. Pero dígame, más bien, por qué ha venido a verme.

-Quería interrogarlo.

-¿Cómo? Soy yo quien tendría que interrogarlo.

-La que me ha enviado, prefiere, por el contrario, que sea usted quien responda.

-¿La que lo ha enviado? ¿Qué quiere decir?

-No puedo decir más.

-Entonces, lo escucho.

-Esta es mi primera pregunta. Guitton, ¿cómo explica usted la indiferencia religiosa?

-Hace ochenta años que me planteo esa pregunta.

-Entonces, ¿cuál es la respuesta?

-No me gusta dar respuestas, Pascal. Y voy a decirle por qué. Hoy, cuando se da respuestas a la gente ellos tienen la impresión de que se los toma por imbéciles y de que se invade su libertad.

-Guitton, mañana estará muerto. Entonces, no se ocupe de la gente y respóndame. Está hablando para sí mismo. Yo solo estoy aquí para devolverle la pelota.

-Usted ha olvidado cómo es el mundo. Créame, Pascal, siempre habrá alguien para contar nuestras conversaciones a los diarios. Debo lograr salir bien. Si me pongo edificante dirán que morí chocheando.

-Esas mentalidades cambiarán. Ya están cambiando. Hábleme de su salvación. Escriba para la eternidad, así se mantendrá actual. Entonces, ¿cómo explica la indiferencia religiosa?

-El hombre es al mismo tiempo un animal religioso y un animal materialista. Es naturalmente religioso y naturalmente materialista. Por eso tiene tendencia a fabricar materialismos religiosos y religiones materialistas.

-Entonces, ¿ese animal religioso se inclinaría a materializar su religión?

-Exactamente. Y a sacralizar sus materialismos. Curación de una enfermedad, éxito de una empresa, buen resultado en los exámenes, etcétera. Solo pide a Dios y espera de Él beneficios materiales.

-Sí, suele ser así.

-Diga más bien Pascal, que es a menudo, y hasta muy a menudo, así. Poco a poco, el hombre limita su religión a esa práctica materialista e interesada. En tiempos de guerra se ven las iglesias colmadas de fieles, que olvidan su camino en cuanto vuelve la paz.

-Hay algo de verdad, Guitton, en lo que dice. ¿Pero no cree que habría que matizar un poco?

-A los cien años, Pascal, ya no estoy en edad de matizar. Hay que aceptarme con mis exageraciones y equilibrarlas las unas con las otras.

-Antaño yo recé por la curación de mi hermana. Era algo más que una necesidad médica o sicológica. Dios es un Padre y le complace dar. ¿Por qué quiere impedirnos pedirle cosas?

-Yo no impido nada. No es la práctica lo que critico sino el abuso.

-Aun para los abusos lo encuentro severo. Aunque material en su contenido e interesada en sus motivos, la oración de pedido puede tener también algo más espiritual de lo que usted parece suponer. Y luego, Guitton, la caridad lo excusa todo.

-¡La caridad! En la actualidad, para la gente, quiere decir la limosna.

-Para mí, siempre quiere decir el amor divino.

-Las palabras se desvalorizan aún más rápido que la moneda. A fuerza de desear ser caritativos, perdemos el sentido crítico.

-Es menos grave que perder la caridad.



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Jean Guitton, Mi testamento filosófico

sábado, 21 de febrero de 2009

La Taberna de la Historia (XIII)


El torneo del siglo


Lo recordó así Amerigo, el florentino:

Vuelvo los ojos a la Florencia de mi juventud y de mi casa y no me explico porqué vine a parar en un marino. Los florentinos no hacen sino hablar, y yo fuí creciendo entre disputas de poetas y pintores, políticos y clérigos, mercaderes y las lindas más lindas de Florencia. De los tres Vespucci que promovían polémicas cada día, Stagio, mi padre, el notario, solía ser el ingenioso que con los de su brigada amanecía de farra cantándoles a las bellas, Giorgio Antonio quería que yo siguiera su ejemplo, llegando a canónigo de la catedral, dialogando con los griegos de la Academia y alternando la lectura de Platón con la de Dante, la de Boccaccio con la de Aristóteles. Guido Antonio giraba alrededor de las empresas de Lorenzo, y acabó llevándome de secretario de embajada. Pero cuando la suerte hizo de la loggia de mi casa un infiernillo delicioso fue en vísperas del gran torneo. Entonces se hablaba de todo a la expectativa de una fiesta.

Yo salía en la mañana para ver cómo se armaban los palcos en la piazza della Santa Croce y regresaba para encontrar a Simonetta y sus amigas preparando trajes y tocados. Algo ocurría con los Vespucci que sabían el gran secreto de la fiesta y nuestra casa parecía el centro de Florencia. No era raro que llegara Giuliano a discutir con Sandro y con Angelo Poliziano sobre cosas de sedas, terciopelos y brocados. Giuliano, era de los dos Médici el más alegre y humano. Recuerdo que un día le entregó a Simonetta un soneto que la noche anterior había compuesto para cantar su belleza. A la hora de la colación léelo tú, le dijo a Poliziano. Angelo se sintió halagado por semejante distinción y nunca antes puso al recitar los suyos el calor que en los versos de quien iba a ser el grande del torneo. Simonetta donde ponía la mirada, despertaba fuego de amor. Esto lo sabíamos todos. La bella se coloreó en su tímido rubor... y volvió a mirarme como para apoyarse en mi adolescencia soñadora. Poliziano lo diría cuando llegara el tiempo de describir el torneo. Se me clava en el corazón una saeta, salida del mirar de Simonetta. Lo pone en labios de Giuliano: Ch'io ho nel cuor una saetta degli occhi della bella Simonetta...

Sandro pasaba de las telas que iban a ser las del traje de Simonetta a los damascos para el de Giuliano, como si estuviera documentándose para los retratos que de él y de ella haría en La primavera. Yo ví como nacieron estas cosas, bajo la mirada benévola de mi tío el canónigo, o la de Guido Antonio, que ya podía tenerme en la imaginación como su secretario para la misión en París...

Que se dé cuenta de todo esto mi amigo don Cristóbal para que entienda cómo fue milagro que acabara por ser un marino, quien quizá ha debido ser un pintor más de la escuela florentina. Sandro Botticelli y Domenico Ghirlandaio y Piero di Cósimo y hasta Leonardo estaban más cerca de mi casa que los humanistas y señores de la escuela de Lorenzo, el amo de la república. A Giuliano estaba haciéndole Donatello el escudo para el torneo, y yo vi los dibujos que le había adelantado. A veces, Sandro que estaba pintando para nuestra iglesia de San Agustín -con nuestro escudo en la cornisa- se hacía a un lado para conversar con mi tío el canónigo, sobre el retrato. Ghirlandaio me miraba y miraba a Simonetta y al tío y a mi padre y a mi madre porque todos íbamos a quedar en la pintura de nuestra iglesia, en este cuadro enorme de Nuestra Señora de la Misericordia que coloca a toda la familia bajo su manto. Eran fugaces escapadas del tema del gran torneo, que retomábamos con el calor de acercarnos a la gran fiesta... en que Giuliano iba a declararse el vencedor.

Pero el secreto en que estábamos iniciados unos pocos, me lo dijo Simonetta en un momento. Giuliano pensaba entrar al torneo con toda su belleza viril de luchador romántico, montado sobre la riqueza fabulosa de gualdrapas guarnecidas de piedras y brocados, con el escudo de Donatello en el brazo. Volvería la mirada de gladiador formidable sobre toda Florencia apretada en los estrados y detendría el fuego de sus ojos en la dama a quien ofrecería la victoria y la victoria fue. La dama -lo imaginaban Sandro y Angelo, el poeta- era... ¿Quién lo olvida? La Bella Simonetta, Simonetta la nuestra, la genovesa de los Vespucci en Florencia.



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Germán Arciniegas, La Taberna de la Historia

De la magia erótica al amor romántico (IV)

¿Quién puso la Reina sobre el tablero? (III)


La misteriosa procesión de las doncellas


En el siglo XII también vemos surgir el ciclo legendario del Grial. En 1180 Chretién de Troyes publica su Perceval. En 1190 aparece la Historia del Grial de Robert Boron, y en 1210 Wolfram von Eschenbach da a conocer su Parzival. Más tarde aparecerán otras versiones cistercienses del mito, como la Queste du Grial. El origen del ciclo deriva de dos polos -uno gaélico y otro occitano- que también sirven de punto de partida a la leyenda del rey Arturo. Este Grial -para algunos plato, recipiente o copa y para otros piedra caída del cielo- es un objeto sagrado secreto que se guarda en un castillo fortificado al cual solo se accede después de vencer numerosos obstáculos y peligros. Y lo más curioso es que si bien lo defienden donceles que ciñen espada, el Grial mismo solo es transportado en procesión por doncellas o damas. Las mujeres son las guardianas privilegiadas que lo custodian. Aunque originariamente el enigmático objeto cargado de poder surge de fuentes celtas -en cuyos cuentos más antiguos como Peredur, aparece como un caldero mágico-, pronto este mito sería cristianizado. Entonces, se asumió que el Santo Grial era la copa en la cual había bebido Jesús en la Última Cena y en la que José de Arimates recogió su sangre al pie de la cruz antes de llevarlo a Britania insular o a la Bretaña continental. Así nos lo presentan las versiones cristianizadas. Eschenbach sostiene que su propia historia recoge el verdadero relato original, que un tal "Qyot el Provenzal" habría recogido de un texto escrito "en lengua pagana" (presumiblemente árabe) adquirido en Toledo.

Esto vuelve a situar a Provenza -el país de la lengua de Oc o Languedoc- como escenario de una poderosa síntesis de mitos celtas, bretones y occitanos, pero también árabes, en la cual la figura femenina destaca como una clave central asociada al misterio del Santo Grial. Es probable que Eschenbach hubiese accedido a la fuente original que reinvindica si pensamos que su afirmación incluye dos detalles reveladores. Por un lado, la documentada influencia árabe -más concretamente sufi- que recibió Provenza a través de la poesía arábigo-andalusí. Por otro, en provenzal la palabra Grasal designa a un vaso de piedra y este significado del término en la lengua de Oc funde los dos sentidos antes mencionados del término Grial -la piedra caída del cielo y el vaso o recipiente- en un solo objeto mágico.

En este clímax del relato de Eschenbach encontramos a una impresionante procesión de damas transportando el Grial ante el caballero elegido (Parzival) quien según la leyenda pasó su infancia y juventud en un bosque donde vivía solo con su madre. Este héroe -arquetipo del "hombre natural" no maleado por la cultura y del "corazón viril inocente"- será "el elegido" para ocupar "el asiento peligroso" en la Mesa Redonda de los caballeros artúricos. Antes hubo otro caballero escogido (Lancelot), pero éste perdió su condición de tal por una mujer: la reina Ginebra, esposa de Arturo, de quien Lancelot confesó estar enamorado en "el Puente del secreto".

En nuestro cuaderno de campo ya hay determinadas palabras que se repiten en todos los contextos como claves de esta época: mujer, reina, dama, Virgen, amor, secreto, Grial. La figura femenina ocupa el centro de los altares como objeto de culto y devoción; desarrolla una intensa vida espiritual como religiosa ortodoxa o como mística heterodoxa, tanto en los conventos como por libre; se convierte en la Domina del juego de ajedrez y en la clave del misterio que rodea al Santo Grial. Y todo esto sucede en el Mediodía de Francia hacia la misma época. Resulta inevitable preguntarse por qué se produjo este proceso.




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Luis G. La Cruz, De la magia erótica al amor romántico

viernes, 20 de febrero de 2009

El viejo y el mar (XIII)

Recordó aquella vez en que había enganchado una de las dos agujas que iban en pareja. El macho dejaba siempre que la hembra comiera primero, y el pez enganchado, la hembra, presentó una lucha fiera, desesperada y llena de pánico que no tardó en agotarla. Durante todo ese tiempo el muchacho permaneció con ella, cruzando el sedal y girando con ella en la superficie. Había permanecido tan cerca que el viejo había tenido que cortar el sedal con la cola que era afilada como una guadaña y casi de la misma forma y tamaño. Cuando el viejo la había enganchado con el bichero, la había golpeado sujetando su mandíbula en forma de espada y áspero borde, y la golpeó en la cabeza hasta que su color se había tornado como el de la parte de atrás de los espejos, y luego, cuando, con ayuda del muchacho, la había izado a bordo, el macho había permanecido junto al bote para ver dónde estaba la hembra. Y luego se había sumergido en la profundidad con sus alas azul rojizas, que eran sus aletas pectorales, desplegadas ampliamente y mostrando todas sus franjas del mismo color. Era hermoso. Era hermoso, recordaba el viejo. Y se había quedado junto a su hembra.

Es lo más triste que he visto jamás en ellos, pensó. El muchacho había sentido también tristezas y le pedimos perdón a la hembra y le abrimos el vientre enseguida.

-Ojalá estuviera aquí el muchacho -dijo, y se acomodó contra las redondeadas tablas de la proa y sintió la fuerza del gran pez en el sedal que sujetaba contra sus hombros, moviéndose sin cesar hacia no sabía dónde: allá donde el pez hubiese elegido.

Por mi traición ha tenido que tomar una decisión, pensó el viejo.

Su decisión había sido permanecer en aguas profundas y tenebrosas, lejos de todas las trampas y cebos y traiciones. Mi decisión fue ir allá a buscarlo, más allá de toda gente. Más allá de toda gente en el mundo. Ahora estamos solos el uno para el otro y así ha sido desde mediodía. Y nadie que venga a valernos ni a él ni a mí.

Tal vez yo no debiera haber sido pescador, pensó. Pero para eso he nacido. Tengo que recordar sin falta comerme el bonito tan pronto como sea de día.

Algo antes del amanecer cogió uno de los sedales que tenía detrás. Sintió que la varilla se rompía y que el sedal empezaba a correr precipitadamente sobre la regala del bote.

En la oscuridad sacó el cuchillo de la funda y, echando toda la presión del pez sobre el hombro izquierdo, se inclinó hacia atrás y cortó el sedal contra la madera de la regala. Luego cortó el otro sedal más próximo y en la oscuridad sujetó los extremos sueltos de los rollos de reserva. Trabajó diestramente con una sola mano y puso su pie sobre los rollos para sujetarlos mientras apretaba los nudos. Ahora tenía seis rollos de reserva. Había dos de cada carnada que había cortado, y los dos del cebo que había cogido el pez. Y todos estaban empatados.

Tan pronto como sea de día, pensó, me llegaré hasta el cebo de cuarenta brazas y lo cortaré también y enlazaré los rollos de reserva. Habré perdido doscientas brazas del buen cordel catalán y los anzuelos y alambres. Esto puede reemplazarlo. Pero este pez, ¿quién lo reemplazará? Si engancho otros peces, pudiera soltarse. Me pregunto qué pez habrá sido el que acaba de picar. Podía ser una aguja, o un emperador, o un tiburón. No llegué a tomarle el peso. Tuve que desahacerme de él demasiado pronto.

En voz alta dijo:

-Me gustaría que el muchacho estuviera aquí.

Pero el muchacho no está contigo, pensó. No cuentas más que contigo mismo, y harías bien en llegarte hasta el último sedal, aunque sea en la oscuridad, y empalmar los dos rollos de reserva.

Y así lo hizo. Fue difícil en la oscuridad y una vez el pez dio un tirón que lo lanzó de bruces y le causó una herida bajo el ojo. La sangre le corrió un poco por la mejilla. Pero se coaguló y secó antes de llegar a la barbilla y el hombre volvió a la proa y se apoyó contra la madera. Ajustó el saco y manipuló cuidadosamente el sedal de modo que pasara por otra parte de sus hombros, y asegurándolo contra éstos tanteó con cuidado la tracción del pez y luego metió la mano en el agua para sentir la velocidad de la barca.


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Ernest Hemingway, El viejo y el mar

VARIUS MULTIPLEX MULTIFORMIS (V)

Algunos me amaron, dándome mucho más de lo que tenía derecho a exigir y aun a esperar de ellos; me dieron su muerte y a veces su vida. Y el dios que llevan en ellos se revela muchas veces cuando mueren.

Sólo en un punto me siento superior a la mayoría de los hombres: soy a la vez más libre y más sumiso de lo que ellos se atreven a ser. Casi todos desconocen por igual su justa libertad y su verdadera servidumbre. Maldicen sus grillos; a veces parecería que se jactan de ellos. Por lo demás su tiempo transcurre en vanas licencias; no saben urdir para sí mismos el más ligero yugo. En cuanto a mí busqué la libertad más que el poder, y el poder tan solo porque en parte favorecia la libertad. No me interesaba una filosofía de la libertad humana (todos los que la intentan me hastían) sino una técnica; quería hallar la charnela donde nuestra voluntad se articula con el destino, donde la disciplina secunda a la naturaleza en vez de frenarla. Compréndeme bien: no se trata de la dura voluntad del estoico cuyo poder estimas exageradamente, ni tampoco de una elección o una negativa abstractas, que insultan las condiciones de nuestro mundo pleno, formado de objetos y de cuerpos. Soñé con una aquiescencia más secreta o una buena voluntad más flexible. La vida era para mí un caballo a cuyos movimientos nos plegamos, pero solo después de haberlo adiestrado. Como en definitiva todo es una decisión del espíritu, aunque lenta e insensible, que entraña a sí mismo la adhesión del cuerpo, me esforzaba por alcanzar gradualmente ese estado de libertad -o de sumisión- casi puro. La gimnástica me ayudaba a ello; la dialéctica no me perjudicaba. Busqué primero una simple libertad de vacaciones, de momentos libres. Toda vida bien ordenada los tiene, y quien no sabe crearlos no sabe vivir. Fui más allá; imaginé una libertad simultánea, en la que dos acciones, dos estrados, serían posibles al mismo tiempo; tomando por modelo a César, aprendí a dictar diversos textos a la vez, y a hablar mientras seguía leyendo. Inventé un modo de vida en el que podía cumplirse perfectamente la tarea más pesada sin una tregua total; llegué aun a proponerme eliminar la noción física de fatiga. En otros momentos me ejercitaba en practicar una libertad alternativa: las emociones, las ideas, los trabajos, debían poder ser interrumpidos a cada instante y luego reanudados; la certidumbre de poder ahuyentarlos o llamarlos como a esclavos les quitaba toda posibilidad de tiranía, y a mí todo sentimiento de servidumbre. Hice más: ordené todo un día en torno a una idea escogida, que no debía abandonarme nunca; cuanto hubiera podido desanimarme o distraerme, los proyectos o trabajos de otro orden, las palabras vanas, los mil incidentes de la jornada, se apoyaban en esa idea como los pámpanos en un fuste de columna. Otras veces en cambio, dividía al infinito: cada pensamiento, cada hecho, era objeto de una segmentación, de un seccionamiento en múltiples pensamientos o hechos más pequeños, de manejo más fácil. Las resoluciones difíciles se desmigajaban así en un polvillo de decisiones minúsculas tomadas una a una, determinándose consecutivamente, y por ello tan inevitables como fáciles.

Pero el mayor rigor lo apliqué a la libertad de aquiescencia, la más ardua de todas. Asumí mi estado, y mi condición; en mis años de dependencia, la sujeción perdía lo que pudiera tener de amargo o aun de indigno, si aceptaba ver en ello un ejercicio útil. Elegía lo que tenía, exigiéndome tan solo tenerlo totalmente y saborearlo lo mejor posible. Los trabajos más tediosos se cumplían sin esfuerzo a poco que me apasionara por ellos. Tan pronto un objeto me repugnaba, lo convertía en tema de estudio, esforzándome hábilmente a extraer de él un motivo de alegría. Frente a un suceso imprevisto o casi desesperado, una emboscada o una tempestad en el mar, una vez adoptadas todas las medidas concernientes a los demás me consagraba a festejar el azar, a gozar de lo que me traía de inesperado; la emboscada o la tormenta se integraban sin esfuerzo en mis planes o en mis ensueños. Aun en la hora de mi peor desastre, he visto llegar el momento en que el agotamiento lo privaba de una parte de su horror, en que yo lo hacía mío al aceptarlo. Si alguna vez me toca sufrir la tortura -y sin duda la enfermedad se encargará de someterme a ella-, no estoy seguro de conservar mucho tiempo la impasibilidad de un Trasea, pero al menos me quedará el recurso de resignarme a mis gritos. Y en esta forma, con una mezcla de reserva y audacia, de sometimiento y rebelión cuidadosamente concertados, de exigencia extrema y prudentes concesiones, he llegado finalmente a aceptarme a mí mismo.



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Marguerite Yourcenar, Memorias de Adriano

martes, 17 de febrero de 2009

Los modos generales del pensamiento oriental (I)

Las grandes divisiones del Oriente



Dijimos ya que, aunque pueda oponerse la mentalidad oriental en su conjunto a la mentalidad occidental, no es posible hablar sin embargo de una civilización oriental como se habla de una civilización occidental. Hay muchas civilizaciones orientales netamente distintas, y cada una posee como lo veremos más adelante, un principio de unidad que le es propio y que difiere esencialmente de una u otra de estas civilizaciones; pero, por diversas que sean, no obstante, todas tienen ciertos rasgos comunes, principalmente bajo el concepto de los modos de pensamiento, y esto es precisamente lo que permite decir que existe, de manera general, una mentalidad específicamente oriental.


Cuando se quiere emprender un estudio cualquiera, siempre es oportuno, para poner orden en él, comenzar por establecer una clasificación basada sobre las divisiones no naturales del objeto que se va a estudiar. Es por esto que, antes de cualquier otra consideración, es necesario situar las diferentes civilizaciones orientales, unas con relación a las otras, ateniéndonos por lo demás a las grandes líneas y a las divisiones más generales, suficientes por lo menos en una primera aproximación puesto que no tenemos la intención de entrar aquí en un examen detallado de cada una de estas civilizaciones tomada aparte.


En estas condiciones, podemos dividir el Oriente en tres grandes regiones que designaremos, según su situación geográfica con relación a Europa, como el Cercano Oriente, el Oriente Medio y el Extremo Oriente. El Cercano Oriente, para nosotros, comprende todo el conjunto del mundo musulmán; el Medio Oriente está esencialmente constituido por la India; en cuanto al Extremo Oriente, es lo que se designa comúnmente bajo este nombre, es decir China e Indonesia. Es fácil ver, desde el principio, que estas tres divisiones generales corresponden a tres grandes civilizaciones completamente distintas e independientes, que son, si no las únicas que existen en todo el Oriente, por lo menos las más importante y cuyo dominio está mucho más extendido. En el interior de cada una de estas civilizaciones se podrían marcar subdivisiones, que ofrecen variaciones casi del mismo orden que las que, en la civilización europea, existen entre países diferentes; solo que aquí no se podría asignar a estas subdivisiones límites que sean los de las nacionalidades cuya noción misma responde a una concepción que es, en general, extraña al Oriente.


El Cercano Oriente, que comienza en los confines de Europa, se extiende no solo sobre la parte de Asia que es la más vecina de ésta, sino también, al mismo tiempo, sobre todo el África del Norte; comprende pues, a decir verdad, países que, geográficamente, son tan occidentales como la misma Europa. Pero la civilización musulmana, en todas las direcciones donde se ha extendido, ha conservado los caracteres esenciales que tiene de su punto de partida oriental; y ha impreso estos caracteres a pueblos extremadamente diversos, formándoles así una mentalidad común, pero no, sin embargo, hasta el punto de quitarles toda originalidad. Las poblaciones hebreas del África del Norte no se han confundido nunca con los árabes que viven sobre el mismo suelo y es fácil distinguirlas, no solo por los vestidos especiales que han conservado o por su tipo físico, sino también por una especie de fisonomía mental que les es propia; es cierto, por ejemplo, que el kabila está mucho más cerca del europeo, por ciertos lados, que el árabe. No es menos cierto que la civilización del África del Norte en lo que se refiere a la unidad que posee, es, no solo musulmana sino aun árabe en su esencia; y por otra parte que lo que se puede llamar el grupo árabe es, en el mundo islámico, el que tiene una importancia verdaderamente primordial; puesto que en él nació el Islam, y que su lengua propia es la lengua tradicional de todos los pueblos musulmanes, cualesquiera que sean su origen y su raza. Al lado de este grupo árabe distinguiremos otros dos principales que podemos llamar el grupo turco y el grupo persa, aunque estas denominaciones no sean quizás de una rigurosa exactitud. El primero de estos grupos comprende sobre todo a los pueblos de raza mongólica, como los turcos y los tártaros; sus rasgos mentales lo diferencian grandemente de los árabes, lo mismo que sus rasgos físicos, pero intelectualmente dependen en el fondo de la intelectualidad árabe; y por lo demás, desde el mismo punto de vista religioso, estos dos grupos, árabe y turco, a pesar de algunas diferencias rituales y legales, forman un conjunto único que se opone al grupo persa. Llegamos pues aquí a la separación más profunda que existe en el mundo musulmán, separación que se expresa por lo común diciendo que los árabes y los turcos son sunitas, mientras que los persas son chiitas. Estas designaciones provocarían algunas reservas pero, no tenemos porqué entrar aquí en esas consideraciones. Agregaremos nada más que los persas presentan, étnica y mentalmente, afinidades múltiples con los pueblos de la India; por lo demás, la gran mayoría de los musulmanes indios, así como ciertas poblaciones del Asìa Central se adhieren al grupo persa a la vez por su origen y su lengua habitual, aunque el grupo árabe tenga también más allá del Golfo Pérsico cierto número de representantes.

Según lo acabamos de decir, puede verse que las divisiones geográficas no coinciden siempre estrictamente con el campo de expansión de las civilizaciones correspondientes, sino solo con el punto de partida y el centro principal de estas civilizaciones. En la India, los elementos musulmanes se encuentran un poco por doquiera, y aún existen en China; pero no tenemos por qué preocuparnos cuando hablamos de las civilizaciones de estas dos comarcas, porque la civilización islámica no es ahí autóctona. Por otra parte, Persia debería unirse étnica y aun geográficamente a lo que hemos llamado el Oriente Medio. Si no la hemos hecho entrar en él, es porque su actual población es enteramente musulmana. Habría que considerar en realidad en este Oriente Medio, dos civilizaciones distintas, aunque tienen manifiestamente una cepa común: una es la de la India, la otra la de los antiguos persas; pero esta última no tiene hoy como representantes más que a los parsis, que forman grupos poco numerosos y dispersos, unos en la India, principalmente en Bombay, los otros en el Cáucaso; nos basta aquí con señalar su existencia. No queda pues por considerar, en la segunda de nuestras grandes divisiones, más que la civilización propiamente india, y más precisamente hindú, que abraza en su unidad a pueblos de razas muy diversas; entre las múltiples regiones de la India y sobre todo entre el Norte y el Sur, hay diferencias étnicas tan grandes por lo menos como las que se pueden encontrar en toda la extensión de Europa; pero todos estos pueblos tienen sin embargo una civilización común y también una lengua tradicional común, que es el sánscrito. La civilización de la India, en ciertas épocas, se difundió más al este y dejó huellas evidentes en ciertas regiones de Indochina, como Birmania, Siam, Camboya y hasta en algunas islas de la Oceanía, principalmente en Java. Por otra parte, de esta misma civilización hindú ha surgido la civilización búdica que se ha extendido bajo formas diversas sobre una gran parte de la Asia Central y Oriental; pero la cuestión del budismo exige explicaciones que daremos más adelante.

Por lo que hace a la civilización del Extremo Oriente, que es la sola cuyos representantes pertenecen en realidad a una raza única, es propiamente la civilización china; se extiende, como lo dijimos, a Indochina, y de manera más especial a Tomkin y Anam, pero los habitantes de estas regiones son de raza china, o bien pura o bien mezclada con algunos elementos de origen malayo, pero que están lejos de ser preponderantes. Hay motivo para insistir sobre el hecho de que la lengua tradicional inherente a esta civilización es esencialmente la lengua china escrita, que no participa en las variaciones de la lengua hablada ya sea que se trate por lo demás de variaciones en el tiempo o en el espacio; un chino del norte, un chino del sur y un anamita pueden no comprenderse al hablar, pero el uso de los mismos caracteres ideográficos, con todo que en realidad implica establece entre ellos un lazo cuya potencia es totalmente insospechada por los europeos. En cuanto al Japón, que hicimos a un lado en nuestra división general se liga al Extremo Oriente, en la medida en que ha sufrido la influencia china, si bien posee por otra parte también con el Shinto, una tradición propia de un carácter muy diferente. Cabría preguntarse hasta qué punto estos diversos elementos han podido mantenerse a pesar de la modernización, es decir, de la occidentalización, que fue impuesta a este pueblo por sus dirigentes; pero esta es una cuestión demasiado particular para que podamos detenernos aquí.

Por otra parte, con toda intención omitimos, en lo que precede hablar de civilización tibetana, que sin embargo está lejos de merecer nuestro olvido, sobre todo desde el punto de vista que más particularmente nos ocupa. Esta civilización, en ciertos aspectos, participa a la vez de la de India y de China, sin dejar de presentar caracteres que le son absolutamente especiales; pero como los europeos la ignoran más completamente que cualquiera otra civilización oriental no se podría hablar de ella útilmente sin entrar en desenvolvimientos que estarían aquí fuera de propósito.

No consideraremos pues, teniendo en cuenta las restricciones que hemos indicado, más que tres grandes civilizaciones orientales que corresponden respectivamente a las tres divisiones geográficas que indicamos al principio, y que son las divisiones musulmana, hindú y china. Para hacer comprender los caracteres que diferencian más esencialmente estas civilizaciones, unas con relación a las otras, sin entrar sin embargo en demasiados detalles sobre el particular, lo mejor que podemos hacer es exponer tan claramente como sea posible los principios sobre los cuales descansa la unidad fundamental de cada una de ellas.



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Renè Guenon, Introducción general al estudio de las doctrinas hindúes

viernes, 13 de febrero de 2009

La prisionera (V)



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Sin sentirme enamorado lo más mínimo de Albertine, sin hacer figurar entre los placeres los momentos que pasábamos juntos, yo seguía preocupado por su empleo del tiempo; cierto es que yo había huido de Balbec para estar seguro de que no vería a tal o cual persona con la que pudiera entregarse -temía yo- a sus malas inclinaciones, tal vez riéndose de mí, que había intentado hábilmente acabar de un solo golpe -con mi partida- con todas aquellas malas relaciones y Albertine tenía tal fuerza de pasividad, tal facultad para olvidar y someterse, que aquellas relaciones se habían acabado, en efecto, y la fobia que me atormentaba se había curado, pero esta puede revestir tantas formas como el mal incierto que es su objeto. Mientras mis celos no se habían reencarnado en otras personas, había yo temido, después de mis pasados sufrimientos, un intervalo de calma, pero a una enfermedad crónica el menor pretexto le sirve para renacer, como por lo demás, al vicio de la persona que es la causa de dichos celos puede servir la menor pasión para ejercerse de nuevo -después de una tregua de castidad- con personas diferentes. Yo había podido separar a Albertine de sus cómplices y con ello exorcisar mis alucinaciones; si bien se le podía hacer olvidar a las personas, volver breves sus apegos, su gusto del placer era también crónico y tal vez solo esperara una ocasión para darle rienda suelta. Ahora bien, París brinda tantas como Balbec.



En cualquier ciudad en la que se encontrara, Albertine no necesitaba buscar, pues el mal no estaba en ella sola, sino también en otras para quienes cualquier ocasión de placer es buena. Una mirada de una, enseguida entendida por la otra, acerca a las dos hambrientas y a una mujer hábil le resulta fácil aparentar no ver y cinco minutos después dirigirse hacia esa persona, que ha entendido y la ha esperado en una calle transversal, y con dos palabras concertar una cita. ¿Quién lo sabrá jamás? Y resultaba muy sencillo a Albertine decirme, para continuara el asunto, que deseaba volver a ver determinado punto de los alrededores de París que le había gustado. Por eso, bastaba conque volviera demasiado tarde, que su paseo hubiese durado un tiempo inexplicable, aunque tal vez demasiado fácil de explicar sin invocar razón sensual alguna, para que mi mal renaciese, vinculado esta vez a representaciones que no eran de Balbec y que me esforzaría por destruir, como las anteriores, como si la destrucción de una causa efímera pudiera entrañar la de un mal congénito. No me daba yo cuenta de que en aquellas destrucciones, en las que tenía de cómplice -en Albertine- su facultad para cambiar, su capacidad para olvidar, casi para odiar, el objeto reciente de su amor, causaba yo a veces un dolor profundo a tal o cual de esas personas desconocidas con quienes ellas había obtenido sucesivamente placer y de que causaba en vano ese dolor, pues serían abandonadas pero sustituidas y, paralelamente al camino jalonado por tantos abandonos que ella cometería a la ligera, se seguiría para mí otro despiadado, apenas interrumpido, por respiros muy breves, de modo que si hubiera reflexionado, mi sufrimiento no podría acabar sino con Albertine o conmigo. Incluso en los primeros tiempos de nuestra llegada a París, insatisfecho con las informaciones que Andrée y el conductor me habían brindado sobre los paseos que daban con mi amiga, los alrededores de París me habían parecido tan crueles como los de Balbec y me había marchado unos días de viaje con Albertine, pero la incertidumbre sobre lo que ella hacía era en todas partes la misma, igualmente numerosas las posibilidades de que se tratara de sus malas inclinaciones y aun más difícil la vigilancia, por lo que había vuelto con ella a París. En realidad al abandonar Balbec, había yo creido abandonar Gomorra, arrancar de ella a Albertine, pero Gomorra estaba -¡ay!- dispersa por los cuatro confines del mundo y, a medias por celos y por ignorancia a medias de esos gozos -caso que resulta muy poco común, había yo decidido, sin saberlo, aquel juego del escondite en el que Albertine siempre se me escaparía.



La interrogaba de sopetón: "¡Ah! A propósito Albertine, ¿estoy soñando? ¿no me habías dicho que conocías a Gilberte Swann?". "Sí, es decir, que me habló en clase porque tenía los cuadernos de Historia de Francia, estuvo muy amable incluso me los prestó y yo se los devolví en cuanto la vi". "¿Tiene esas inclinaciones que no me gustan?". "Oh, no, todo lo contrario".



Pero, en lugar de entregarme a ese tipo de charlas investigadoras yo dedicaba con frecuencia a imaginar el paseo de Albertine las fuerzas que no empleaba para darlo y hablaba a mi amiga con ese entusiasmo que conservan los proyectos no ejecutados. Expresaba tal deseo de ir a ver de nuevo determinada vidriera de la Sainte Chapelle, tal pesar por no poder hacerlo con ella sola, que ella me contestaba con ternura: "Pero, mi amor, puesto que parece gustarte tanto, haz un pequeño esfuerzo, ven con nosotras. Esperaremos todo lo que quieras, aunque sea tarde, hasta que estés listo. Por lo demás, si te divierte tanto estar solo conmigo, basta con devolver a Andrée a casa, ya vendrá en otra ocasión". Pero aquellos ruegos mismos para que saliera se sumaban a la calma que me permitía permanecer en casa. Yo no pensaba en que la apatía que entrañaba descargar, así, en Andrée o en el conductor la tarea de calmar mi agitación dejándolos vigilar a Albertine anquilosaba en mí, volvía inertes, todos esos movimientos imaginativos de la inteligencia, todas esas inspiraciones de la voluntad que ayudaban a adivinar, a impedir, lo que va a hacer una persona. Era tanto más peligroso cuanto que por naturaleza el mundo de las posibilidades me ha resultado siempre más abierto que el de la contingencia real. Ayuda a conocer el alma pero nos dejamos engañar por los individuos. Mis celos nacían en forma de imágenes por un sufrimiento, no en virtud de una probabilidad. Ahora bien, en la vida de los hombres y en la de los pueblos puede haber -e iba a haber un día en la mía- un momento en que necesitamos tener dentro un prefecto de policía y un diplomático con ideas clara, un jefe de la seguridad quien en lugar de pensar en las posibilidades que encierra el espacio hasta los cuatro puntos cardinales razona con precisión y de dice: "Si Alemania declara eso, es que se propone hacer tal otra cosa, no algo impreciso, sino muy concretamente esto o aquello, que tal vez ya haya iniciado". "Si determinada persona ha huido, no ha sido hacia las metas a, b, d, sino hacia la meta c y el lugar en el que debemos hacer nuestras pesquisas es... etc." Dejé -¡ay!- que esa facultad que no estaba demasiado desarrollada en mí se embotara, perdiera sus fuerzas, desapareciese al habituarme a estar tranquilo, en vista de que otros se ocupaban de vigilar por mí. En cuanto a la razón de este deseo, me habría resultado decírsela a Albertine. Yo le decía que el médico me ordenaba guardar cama. No era cierto y, aunque lo hubiese sido, sus prescripciones no habrían podido impedirme acompañar a mi amiga. Le pedía que me permitiera no acompañarla a ella y a Andrée. Voy a decir solo una de las razones, que se debía a la prudencia. En cuanto salía con Albertine, por poco que estuviera un instante sin mí, me sentía inquieto, me figuraba que tal vez hubiese hablado -o simplemente hubiera mirado a alguien. Si no estaba ella de un humor excelente, yo pensaba que la obligaba a abandonar o aplazar un proyecto. La realidad es siempre un simple punto de partida hacia algo desconocido por cuya vía podemos avanzar muy poco. Vale más no sabe, pensar lo menos posible, no brindar a los celos el menor detalle concreto. Lamentablemente, a falta de la vida exterior, la anterior propicia incidentes; a falta de los paseos de Albertine, los azares encontrados en las reflexiones que hacía yo solo me brindaban a veces esos pequeños fragmentos de la realidad que atraen hacia sí -al modo de un amante- un poco de lo desconocido que, por esa razón, se vuelve doloroso. De nada sirve vivir bajo el equivalente de una campana neumática, las asociaciones de ideas, los recuerdos, siguen funcionando.

Pero aquellos choques internos no se producían enseguida; apenas se había marchado Albertine para su paseo, cuando yo me sentía vivificado, aunque solo fuera durante unos instantes, por las exaltantes virtudes de la soledad. Disfrutaba de la parte que me correspondía en los placeres del día iniciado; el deseo arbitrario -la veleidad caprichosa y puramente mía- de sabotearlos no habría bastado para ponerlos a mi alcance, si el tiempo especial que hacía no me hubiera afirmado -además de evocar sus imágenes pasadas- la realidad actual, inmediatamente accesible a todos los hombres a los que una circunstancia contingente y, por tanto, desdeñable no forzaba a permanecer en su casa. Ciertos días hermosos, hacía tanto frío, estábamos en comunicación tan intensa con la calle, que las paredes de la casa parecían haberse desunido y, siempre que pasaba el tranvía, un timbre resonaba como lo habría hecho un cuchillo de plata al golpear una casa de vidrio, pero sobre todo en mí oía yo, embriagado, un sonido nuevo producido por el violín interior, sus cuerdas se aprietan o se distienden por simples diferencias de la temperatura, de la luz, exteriores. En nuestro ser, instrumento que la uniformidad de la costumbre ha vuelto mudo, el canto naces de esos desfases, de esas variaciones, fuente de toda música: el tiempo que hace ciertos días nos hace pasar sobre todo de una nota a otra. Recuperamos la melodía olvidada cuya necesidad matemática habríamos podido adivinar y que durante los primeros instantes cantamos sin conocerla. Solo estas modificaciones internas, aunque procedentes del exterior renovaban para mí el mundo exterior. Puertas de comunicación durante mucho tiempo condenadas volvían a abrirse en mi cerebro. La vida de ciertas ciudades, la alegría de ciertos paseos volvían a ocupar su lugar en mí. Estremeciénome todo yo en torno a la cuerda vibrante, habría sacrificado mi apagada vida de otro tiempo y mi vida futura, sometidas a la goma de borrar de la costumbre, por aquel estado tan particular.



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Marcel Proust, La prisionera

Los crímenes de la rue Morgue (XII)


...

-Observará -dijo- que he variado la pregunta del modo de salir al modo de entrar. Mi deseo era transmitirle la idea de que ambas cosas se efectuaron de la misma manera, por el mismo punto. Pasemos al interior de la habitación. Estudiemos todos los aspectos allí. Los cajones de la cómoda, se ha dicho, habían sido saqueados, aunque muchos objetos permanecían todavía en su interior. La conclusión aquí es absurda. Es una mera suposición, muy estúpida y nada más. ¿Cómo podemos saber que los objetos hallados en los cajones eran todos los que contenían originalmente? Madame Le Espanaye y su hija vivían una vida completamente retirada: no recibían a nadie, raras veces salían, para ellas tenía poca utilidad cambiarse con frecuencia de vestido. Los hallados eran al menos de buena calidad, en consonancia que debían poseer aquellas damas. Si un ladrón se hubiera llevado alguno, ¿por qué no se habría llevado los mejores, por qué no se los habría llevado todos? En una palabra, ¿por qué abandonó cuatro mil francos en oro para cargar con un fajo de ropa? El oro fue abandonado. Casi la totalidad de la suma mencionada por monsieur Mignaud, el banquero, fue descubierta en dos pequeñas bolsas en el suelo. En consecuencia, me gustaría que descartara de sus pensamientos la desatinada idea de un motivo, engendrada en los cerebros de la policía por esta parte de la evidencia que habla de dinero entregado a la puerta de la casa. Coincidencias diez veces tan notables como esta (la entrega del dinero, y el asesinato cometido a los tres días después de recibido) se presentan cada hora en nuestras vidas, sin atraer siquiera la menor atención. En general, las coincidencias son grandes piedras puestas en el camino para que tropiecen con ellas esa clase de pensadores que han sido educados para no saber nada de la teoría de las dos probabilidades, esa teoría a la cual las más gloriosas conquistas de la investigación humana están en deuda. En el presente caso si el oro hubiera desaparecido el hecho de su entrega tres días antes hubiera significado algo más que una coincidencia. Hubiera sido una corroboración de esta idea del motivo. Pero, bajo las auténticas circunstancias del caso, si debemos suponer que el oro fue el motivo de este ultraje, debemos imaginar también que el perpetrador era un idiota tan vacilante que abandonó por completo su oro..., y su motivo.

"Teniendo ahora en mente los puntos hacia los cuales fue atraída su atención, esa voz peculiar, esa agilidad inusual, y esa sorprendente ausencia de motivo en un asesinato tan singularmente atroz como éste, echemos una mirada a la carnicería en sí. Tenemos a una mujer estrangulada hasta morir mediante la fuerza manual, y metida en una chimenea cabeza abajo. Los asesinos ordinarios no suelen emplear este tipo de asesinato. Y mucho menos se desembarazan así del cadáver. En la forma de encajar el cadáver en la chimenea admitirá usted que hay algo excesivamente extravagante, algo totalmente irreconciliable con nuestras ideas habituales de las acciones humanas, incluso cuando se supone que sus actores son las más depravados de los hombres. Piense también en lo grande que tuvo que ser la fuerza para encajar el cuerpo hacia arriba por esa abertura, ¡hasta el punto que fue necesario el vigor conjunto de varias personas para bajarlo de allí!

"Fíjese ahora en las indicaciones del empleo de un vigor casi maravilloso. En el hogar había abundantes mechones, muy abundantes mechones de pelo humano canoso. Había sido arrancado de raíz. ¿Es consciente usted de la gran fuerza necesaria para arrancar de una cabeza aunque solo sea veinte o treinta cabellos de una vez? Usted vio los mechones en cuestión tan bien como yo. Sus raíces (¡un espectáculo horrible!) estaban unidas a fragmentos de cuero cabelludo, seguramente arrancado por la prodigiosa fuerza ejercida para desarraigar de una sola vez quizá medio millón de cabellos. La garganta de la vieja dama no estaba solo cortada, sino que la cabeza fue absolutamente separada del cuerpo: el instrumento fue una simple navaja. Me gustaría que se fijara también en la brutal ferocidad de sus acciones. De las contusiones en el cuerpo de Madame L'Espanaye no hablaré. monsieur Dumas y su valioso ayudante, monsieur Etienne, han pronunciado que fueron infligidas por algún instrumento obtuso; y hasta el momento esos caballeros tienen mucha razón. El instrumento obtuso fue, evidentemente, el pavimento de piedra del patio, al cual cayó la víctima desde la ventana de encima de la cama. Esta idea, por simple que pueda parecer ahora escapó a la policía por la misma razón que se les escapó la anchura de los postigos y, con el asunto de los clavos, se cerraron herméticamente a la posibilidad de que las ventanas hubieran podido abrirse.

"Si ahora, además de todas estas cosas, ha reflexionado usted adecuadamente acerca del extraño desorden de la habitación, hemos ido tan lejos como a combinar las ideas de una sorprendente agilidad, una fuerza sobrehumana, una brutal ferocidad, una carnicería sin motivo, una grotesquerie de horror absolutamente ajena a cualquier humanidad, y una voz de tono extraño a los oídos de hombres de muchas naciones y desprovista de todo silabeo claro e inteligible. ¿Cuál es entonces el resultado? ¿Qué impresión ha producido todo esto en su imaginación?


Continúa...
Edgar Allan Poe, Narraciones extraordinarias

El rey Arturo y sus caballeros (VII) - Merlín


Estos eran los jefes y el número de sus fuerzas. El duque de Cambenet trajo cinco mil jinetes armados. El rey Brandegoris prometió cinco mil. El rey Clarivaus de Northumberland tres mil; el joven rey de los Cien Caballeros contribuyó con cuatro mil jinetes. El rey Uryens de Gore trajo seis mil, el rey Cradilment cinco mil, el rey Nentres cinco mil, el rey Carados cinco mil y, finalmente, el rey Anguyshaunce de Irlanda prometió traer cinco mil jinetes. Por fin, el ejército del norte llegó a tener cincuenta mil hombres armados a caballo y diez mil peones bien armados. Los enemigos del norte no tardaron en reunirse y avanzar hacia el sur, despachando exploradores que precedían la marcha. No lejos del Bosque de Bedgrayne, llegaron a un castillo y lo cercaron, y luego dejando hombres suficientes para mantener el sitio, el grueso del ejército prosiguió hacia donde acampaba el rey Arturo.

Las avanzadas del rey Arturo se encontraron con los exploradores del norte y los capturaron, y los exploradores fueron obligados a revelar en qué dirección marchaba la hueste enemiga. Se despacharon hombres para incendiar y asolar los campos por los que avanzaría el ejército enemigo, de modo que no obtuviera víveres ni forraje.

En este momento el joven rey de los Cien Caballeros tuvo un sueño prodigioso y lo reveló a los demás. Soñó que un viento espantoso devastaba la tierra, derribando ciudades y castillos, y que lo seguía una marejada que arrastraba todo a su paso. Los señores que escucharon el sueño dijeron que era el presagio de una batalla grandiosa y definitiva.

El viento y la ola destructora del sueño del joven caballero configuraban un símbolo de lo que todos presentían: que el resultado de la batalla decidiría si Arturo iba a ser rey de Inglaterra para gobernar todo el reino con paz y justicia, o si el caos creado por los reyezuelos mezquinos y pendencieros prolongaría la desdichada oscuridad que aquejaba al reino desde la muerte de Uther Pendragon.

Como el enemigo lo superaba en número, el rey Arturo y sus aliados franceses consideraron cómo enfrentar a las huestes del norte. Merlín colaboró con ellos para planear la batalla. Cuando los exploradores informaron del trayecto seguido por el enemigo y el lugar donde habrían de pernoctar Merlín argumentó que debían atacarlos esa noche, pues una fuerza móvil y pequeña tiene ventajas sobre un ejército en reposo vencido por las fatigas de la marcha.

Entonces Arturo y Ban y Bors, en compañía de caballeros esforzados y de confianza, partieron sigilosamente y a media noche lanzaron un ataque contra el somnoliento adversario. Pero los centinelas dieron la alarma y los caballeros del norte lucharon desesperadamente por montar a caballo y defenderse, mientras los hombres de Arturo irrumpían en el campamento, cortaban las cuerdas de las tiendas y sembraban la desolación. Pero los once señores eran militares expertos y disciplinados. Rápidamente ordenaron a sus tropas y apretaron sus filas, y la lucha continuó encarnizadamente en la oscuridad. Esa noche murieron diez mil hombres de mérito, pero al cernirse el alba los señores del norte lograron abrir una brecha en las filas del rey Arturo, quien emprendió la retirada para dar descanso a su gente y disponer nuevos planes de batalla.

Ahora podemos recurrir al plan que he preparado -dijo Merlín-. En el bosque hay ocultos diez millares de hombres de refresco. Que el rey Arturo conduzca a sus hombres a la vista de la hueste enemiga. Cuando ellos vean que sois solo veinte mil contra sus cincuenta mil, se alegrarán y se confiarán en exceso y penetraran por el estrecho pasaje donde vuestras fuerzas más pequeñas podrán enfrentarlos en pie de igualdad.

Los tres reyes aprobaron el plan de batalla y ocuparon sus puestos.

A la luz del crepúsculo, cuando ambos ejércitos pudieron contemplarse mutuamente, los hombres del norte se regocijaron al ver cuán escasas eran las fuerzas de Arturo. Entonces Ulfius y Brastias iniciaron el ataque con tres millares de hombres. Arremetieron fieramente contra el ejército del norte, golpeando a diestro y siniestro y causando grandes estragos en el enemigo. Los once señores, al ver que tan pocos hombres hendían tan profundamente sus filas, sintieron meguada su honra y organizaron un encarnizado contraataque.

En medio del combate sir Ulfius perdió el caballo, pero embrazó el escudo y continuó luchando a pie. El duque Estance de Cambenet se abalanzó sobre Ulfius para ultimarlo, pero sir Brastias vio a su amigo en peligro y desafió a Estance. Chocaron con tal fuerza que ambos fueron arrancados de su montura y las rodillas de sus caballos se quebraron hasta el hueso mientras los dos hombres caían aturdidos al suelo. Entonces sir Kay y seis caballeros abrieron una cuña en las filas enemigas, hasta que los once señores se les opusieron y Gryfflet y sir Lucas el Mayordomo fueron derribados. Entonces la batalla se convirtió en un confuso torbellino de alaridos, cargas y caballeros en lucha, y cada hombre escogía un enemigo y se trataba con él en singular combate.

Sir Kay vio que Gryfflet seguía peleando con agilidad y rapidez. Derribó al rey Nentres, le llevó el caballo a Gryfflet y lo ayudó a montar. Con la misma lanza, sir Kay tocó al rey Lot, abriéndole una herida. Al ver esto, el joven rey de los Cien Caballeros acometió contra sir Kay y lo tumbó y le quitó el caballo dándoselo al rey Lot.

Así proseguía la batalla pues era orgullo y deber de todo caballero socorrer y defender a sus amigos, y un caballero armado a pie corría doble peligro a causa del peso de su armadura. El furor de la batalla crecía sin que ningún bando cediera terreno. Grifflet vio a sus amigos sir Kay y sir Lucas sin montura y les devolvió el favor. Escogió al buen caballero sir Pynnel y con su enorme lanza lo arrojó fuera de la silla, cediéndole el caballo a sir Kay. La lucha continuaba y muchos hombres caían de sus monturas que a su vez pasaban a manos de otros caballeros derribados anteriormente. Entonces los once señores rebeldes se vieron colmados de furia y frustración, pues su ejército más numeroso no podía abrirse paso hacia Arturo y sufría grandes pérdidas en muertos y heridos.

Entonces el rey Arturo se lanzó al combate con ojos fieros y fulgurantes y vio a Brastias y Ulfius caídos y en gran peligro de sus vidas, pues estaban apresados en el arnés de sus caballos heridos y hostigados por el golpeteo de los cascos. Arturo arremetió contra sir Gradylment como un león y su lanza penetró el flanco izquierdo del caballero. Tomó las riendas y le cedió el caballo a Ulfius diciéndole, con ese humor feroz y solemne típico de los hombres de guerra:

-Amigo mío creo que más te valdría ir a caballo. Házme el favor de usar éste.

-En buena hora -replicó Ulfius-. Gracias, mi señor.

Luego Arturo se arrojó al combate repartiendo mandobles y volviendo grupas a uno y otro lado, luchando con tal destreza que los hombres lo observaban maravillados.


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John Steinbeck, El rey Arturo y sus caballeros

miércoles, 11 de febrero de 2009

Mi testamento filosófico (II)

De cómo un extraño visitante vino a sembrar confusión en mi espíritu (segunda parte)


-¿Cómo puede usted -me preguntó- ser tan inhumanamente cerebral? ¿No tiene carne?

-¿Usted, el puro espíritu, me lo pregunta?

-Nunca influí en usted por ese lado. Sin embargo, lo he intentado a veces. Usted ni se dio cuenta. Un verdadero pulgón de sacristía.

-Quizá yo simulaba no darme cuenta.

-¿Tenía entonces tanta virtud?

-No creo tener virtud, más bien un carácter sobrio y, cuando me hizo falta un auxilio divino.

Él se sobresaltó y continuó: -Guitton, ¿por qué acepta dialogar conmigo? ¿No soy su peor enemigo?

-Mi peor enemigo es mi mejor amigo. Nadie me es más útil que un enemigo.

-Sin embargo, yo me opongo a sus ideas. Quiero hacerlo cambiar de opinión. Quiero desestabilizarlo. Y vengo a hacerlo en el peor momento para usted, cuando necesitaría aferrarse a sus certezas, sostenerse en su fe. Si está convencido de su cristianismo, usted ve en mí a un adversario de su salvación eterna. No puede escucharme sin odiarme.

-Perdóneme, pero yo no veo las cosas así. No logro enojarme con usted. Para mí, un enemigo es siempre un aliado. No sé si puede comprenderme. Está al alcance de cualquiera. Pero tener ideas verdaderas, absolutamente verdaderas, eso es lo difícil y lo hermoso.

-¡Qué orgullo! -exclamó.

-Llámelo como quiera. Su juicio no me preocupa. Mañana estaré muerto. Pero hace un siglo que pienso en este momento. Desde hace noventa años me digo: Guitton, necesitas saber con certeza, antes de morir, qué hay después de la muerte. Entonces, he buscado la verdad acerca de este tema. He buscado toda mi vida.

-¿Y así encontró algo?

-No creo haber encontrado, salvo si continúo buscando, y ésa es la única razón por la que no lo hice echar.

-Si continúa buscando es porque no ha encontrado nada todavía.

-Cuando no se busca más se pierde lo que se había encontrado. Por el contrario, cuando más se encuentra, más se busca.

-No comprendo.

-Es tal vez porque usted no buscó ni encontró.

-Un punto para usted -dijo riendo-. Pero muchas personas no buscan -continuó mirándome con el rabillo del ojo-. Usted es un caso serio.

-¿Qué sabe usted? Hágales la pregunta.

-Admitamos que usted busca. ¿Cómo diablos quiere encontrar?

-¡Diablos! Si no busco, ¿cómo quiere que encuentre?

-En fin. ¿Ha encontrado, sí o no?

-Así me parece, pero me lo pregunto todavía. Sigo teniendo miedo. ¿Sabe? De haber sido demasiado poco exigente, demasiado parcial, demasiado apegado, y es por eso que me gusta tener un enemigo. "¡Refútame Calicles!", decía Sócrates.

-En suma, usted querría que yo le impidiera morir idiota.

-Es más fuerte que yo -le dije-. Necesito pruebas. Para demostrar una idea se necesitan pruebas. La prueba es más concluyente si es impuesta por un adversario.

-Yo soy su adversario -dijo, mirándome directamente a los ojos-. Vayamos a lo esencial. Hablemos de buena fe. Cuando usted comenzó a buscar la verdad sobre el cristianismo ya era cristiano. Estaba sujeto al cristianismo por su educación, su tradición, sus costumbres. Quería que fuese verdad. ¿Cómo puede pretender haber sido objetivo? Buscó solamente las razones que le permitían creer e intentó las que lo que autorizaban a dudar. Procedió a la racionalización de una decisión tomada a priori y sin razón.

-Yo soy insensible a ese argumento -le respondí con tranquilidad-, pero le concierne a usted tanto como a mí. Si usted desea que el cristianismo sea falso, buscará las razones para no creer en él.

-Eso significa, Guitton-, que ni usted ni yo podremos llegar nunca a la certeza en estos temas. Eso es exactamente lo que digo.

-Va demasiado rápido. Nuestros objetivos de estudio se relacionan a menudo con nuestros intereses. Es una dificultad para la investigación pero también un estímulo. ¿Cómo quiere buscar lo que no le interesa? Temo que usted confunda objetividad con indiferencia. En la base de la investigación no hay indiferencia, hay interés, hay amor a la verdad...

-Pero usted no busca la verdad -me cortó con una voz sibilante-. Usted quiere probarme que su cristianismo sería la verdad.

-Se equivoca. Mi primera intención no es probarle nada. Trato en mí mismo y para mí mismo, de saber lo que hay en el fondo. El único escéptico a quien intento convencer es a mí. Usted me interesa, querido enemigo, y disculpe mi egoísmo, porque me es útil en mi búsqueda personal de la verdad. Y lo es al permitirme ser más objetivo, materializar la resistencia del escéptico que siento en mí. Pero la única manera de vencer a ese escéptico interior es convencerlo.

Sonrió y dijo con voz dulce:

-Querrá decir persuadirlo.

-Persuadir verdaderamente es decir sin manipulación, es convencer al corazón de que ha encontrado el verdadero bien.

-¡El verdadero bien! ¡Otra cosa más! ¿Qué quiere decir eso?

-Es lo que he tratado de saber toda mi vida.

-¿Y qué es ese verdadero bien?

-Eso no le interesa. Déjeme morir.

-Todavía no se ha muerto. Dígamelo en dos palabras.

-Amor universal.

-¡Puff!

-Sublime verdad.

-¡La verdad! Mi pobre Guitton, ¿qué es la verdad?

-Hubo un tiempo en que esa palabra tampoco significaba nada para mí. Sabía, sin embargo, que debía significar algo. Cuando pienso en esa época de mi vida me parece haber vivido en una especie de bruma. Pero el cielo la levantó.

Él se puso a caminar de un lado al otro a los pies de mi cama. Estaba furioso.

-Usted habla siempre de verdad. Pero es un impostor. La única mentira es esa verdad con que se llena la boca... Me hace perder la cabeza. Ya no sé dónde estoy... ¡Ah, sí! Guitton, usted eludió el debate. El fondo de la cuestión es que usted no duda. ¿Cómo quiere ser honesto si no duda?

-Pero usted, que pretende dudar, ¿cómo puede ser honesto si no duda de su duda?

-Porque dudar forma parte del método racional para ir a la verdad. La duda hace tabla rasa. Así nace la libertad de espíritu. Y esa libertad, Guitton, excluye su fe.

-Hay que dudar, pero dudar bien. ¿Está seguro de dudar bien? Usted cree dudar de todo, pero no duda precisamente de esa duda. La duda verdaderamente universal incluiría una duda hasta sobre la duda. El espíritu verdaderamente crítico incluiría una crítica de la crítica. De esa manera, querido amigo-enemigo, yo soy crítico o trato de hacerlo. Me parece racionalmente superior. Y esa duda no hace tabla rasa. Lleva a una libertad más sustancial, que hace buenas amigas con la fe.

-Usted renuncia a la razón.

-No más de lo que se renuncia a la república cuando se guarda la guillotina.

-Usted tiene respuesta para todo.

-Lamentablemente, no. Pero soy feliz de buscar la verdad con una razón verdaderamente crítica. Si nunca perdí la fe es porque me pareció que traicionaría a la razón crítica abandonando la fe. En suma, por espíritu crítico conservé la fe. Como si fuese un creyente racionalista y librepensador. ¿Me comprende mejor ahora?

-Guitton, usted es diabólico.

-Usted es un ángel, Lucifer.

Y el visitante desapareció.


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Jean Guitton, Mi testamento filosófico

La taberna de la Historia (XII)

El agua del bautismo


No digamos que esta sea una plaza, sino un lugar milagroso de encuentro: la catedral, el bautisterio y el campanil o campanario. Ocurre lo mismo en muchas ciudades de Italia, pero no con tanta belleza como en Florencia. El campanil es la más alta vara de azucena, visible a leguas de distancia, eje en torno al cual giran las horas de la ciudad y se desprenden de la flor de las campanas. Es la torre de Giotto, gótica por los cuatro costados, de mármol rosa y verde pálido. Hay que verlas desde los puentes del Arno, desde las colinas de Fiésole, o san Miniato. Al lado, en cuerpo aparte, Santa María de las Flores, la catedral, vasta fábrica hecha para sostener la cúpula de rojo encendido que hace de la ciudad un pequeño mundo en torno a la amapola de Brunelleschi. Frente a la catedral, un ancho espacio, y al fondo el bautisterio. Poliedro celeste, con las paredes de mármoles blancos y verde aceituna. Sobre la piedra cándida, una geometría tan oscura que parece negra. Bajo el techo de nieve, el pequeño templo se levanta donde en tiempos de paganos se veneraba a Venus; se entra y en las paredes se lee en imágenes la historia sagrada. Dos enormes puertas de oro cierran éste, el más bello estuche de fuente bautismal alguna.

Quienes se mueven por este campo religioso son muchachos, ahora vivaces ingenios de atrevidos diálogos, van de las bodegas a las fondas o las logias, se cruzan con comerciantes, notarios, filósofos, eclesiásticos. Se llaman Leonardo, Miguel Ángel, Boticelli, Ghirlandaio... Enre ellos, y en parecidas andanzas, pasará saludándolos o simplemente cambiando miradas pasajeras, Amérigo Vespucci: ¡todos son amigos de la casa! Pero un 18 de marzo, el de 1453, lunes, llegaba de la barriada de Ognisanti un grupo familiar a cumplir la ceremonia de bautizar a un recién nacido. Como todos se conocían, y se andaba por la mitad de la calle, si algún jinete no ocupaba el centro de la vía, iban despacio, cambiando saludos y mostrando la risueña o llorosa cara de la criatura. Linda composición la de este grupo, y al fondo el campanil y la iglesia: el lirio de Giotto, la amapola de Brunelleschi... Abiertas estaban las dos hojas de la Puerta del Paraíso, como dijo Miguel Ángel cuando vio terminadas las páginas, todas de imágenes, que Ghiberti, después de fundirlas en bronce, cubrió de gruesa lámina de oro. Para llegar al paraíso tendría que entrar por el bautisterio de Florencia...

Entero estaba ese día Brunelleschi, el de la cúpula. Solo le quedaba un año de vida. Pasó el tiempo. Miguel Ángel proyectó la de San Pedro, pasmo hoy del mundo. Pero él dijo este juicio final sobre las dos maravillas: haré la de San Pedro mucho más grande. Y sin embargo... la de Florencia será para siempre la más bella. Entró el grupito al bautisterio. ¿Quiénes son estos cristianos? Nadie lo pregunta. Todos lo saben. Son los Vespucci. Vespucci viene de avispa, y nadie ignora de las mieles y cera de estos eminópteros de temible aguijón que cuando lo clavan hacen llorar. El cielo estaba azul, y la plaza toda claridad. Stagio el notario y Monna Lisa, su mujer, padres de la criatura, todavía pueden verse pintados, por Ghirlandaio, en la iglesia de los Vespucci: la de Ognisanti. Ahí también, retratados la bella Simonetta -mujer de Marcos- y san Antonio y los tíos, y el propio bautizado el 18 de marzo, que ya cuando entra en la pintura tendrá 16 años...

Pero nadie sabe lo que está ocurriendo. Ni el propio párroco que derrama el agua sobre el niño. Ni los padres y los tíos que lo acompañan. Todo esto es simbólico. Parece un milagro. En esta familia había hecho su nido un nombre -que lo tuvo el abuelo- traído de las comarcas alemanas: Amérigo... El párroco dice lo de siempre: Yo te bautizo, Amérigo... ¡Y estaba dándole al niño el nombre, que por él, tendría un Mundo Nuevo!... ¡América presentida, anunciada en la fuente misma del paraíso, a cuarenta pasos del campanil de Giotto, delante de la catedral donde colocó la cúpula roja Brunelleschi y donde Miguel Ángel montó el divino enterramiento! No ha habido en todos los tiempos comarca alguna que reciba un nombre en una cuna más linda y más dorada... La astronomía, entonces, estaba en pañales en el Viejo Mundo. Pero la astrología apuntaba en sus presagios maravillas como esta, insuperables.


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Germán Arciniegas, La taberna de la Historia

martes, 10 de febrero de 2009

Proyectos Sugestivos (Julián Marías, filósofo)

Proyectos sugestivos
Por Julián Marías
Filósofo español (1914-2005)
http://www.conoze.com/doc.php?doc=1898


Se ha discutido interminablemente, sobre todo desde el siglo pasado, acerca de qué es una nación, en qué consiste, qué define a cada una de ellas. Se ha hablado del territorio, la raza, la lengua, la religión. Un breve examen de la realidad muestra la insuficiencia de esos criterios, que cifran la existencia de una nación en lo que son "recursos" o ingredientes de una comunidad nacional, que pueden faltar y cuya presencia es insuficiente. Un rasgo común de esas ideas es que se refieren a elementos que pueden encontrarse, que acaso refuerzan la personalidad colectiva, pero que dejan fuera lo que tiene de más propio, es decir, lo rigurosamente personal, lo que, por serlo, tiene carácter dramático.

Lo más próximo a esto, propuesto algunas veces con mayor acierto, es la historia común. En efecto, lo que una sociedad ha hecho y le ha pasado es un vínculo estrictamente humano, capaz de dar coherencia personal. Pero se refiere al pasado, y eso no basta; puede ser el "terminus a quo", del cual se parte, en el cual se puede uno apoyar, pero esto no basta. Por otra parte, es menester precisar los límites y el alcance de esa historia, cuál ha sido el verdadero sujeto de ella. Tal vez se atribuye a una parte de una realidad más amplia, que ha sido el verdadero sujeto, y no sus diversas partes; o, a la inversa, se atribuye unidad y sustantividad a lo que no la ha alcanzado hasta que se ha realizado esa historia.

La vida humana no se puede reducir al pasado, ni individual ni colectivamente; es siempre innovación, anticipación, deseo, proyecto. Ortega tuvo la profunda visión, hace casi setenta años, de mirar hacia el futuro; una nación, pensaba, es "un proyecto sugestivo de vida en común". De su existencia depende la cohesión de las sociedades densas, saturadas, en las cuales se puede estar instalado, desde las que se puede imaginar e intentar realizar la propia vida dentro de una forma común, lo que podemos llamar un estilo.

Tiene que ser un verdadero proyecto; y además, no lo olvidemos, atractivo, capaz de ilusionar, acaso de entusiasmar, de movilizar los deseos y las voluntades individuales. Si no lo es, la coherencia decae, se inicia un proceso de apatía que lleva a la disgregación. "O sube o baja", tal era el emblema de Estado en Saavedra Fajardo.

No hace mucho di un largo curso sobre "Las formas de Europa";en él traté de determinar cuál había sido el estilo, el modelo vital, el proyecto de las naciones europeas que han tenido más fuerte personalidad, que habían sido los modos ejemplares de realización del hombre europeo. Con rivalidad -en los mejores tiempos, fraterna- que ha sido el motor de la perfección de Europa.

Me sorprende e inquieta la casi total ausencia de esa actitud en la actualidad. Se avanza hacia una comunidad europea, primariamente administrativa y económica, pero con escasa admiración mutua, sin esa disputa por la ejemplaridad que, cuando se ha mantenido en términos moderados y civilizados, ha sido lo más vivaz y fecundo de nuestro continente. Los países europeos no luchan, disputan poco, pero se conocen mal y, sobre todo, ninguno de ellos intenta ser "el mejor".

La causa de ello es la escasa tensión proyectiva. Se tiene conciencia de que los mayores desastres europeos, las dos últimas guerras mundiales, sobre todo la segunda, se han debido primordialmente a los nacionalismos. Parece peligroso, casi una falta de educación, la afirmación de una peculiaridad, de un estilo propio de cada comunidad humana. La heterogeneidad parece pecado imperdonable. No se advierte que el nacionalismo es, literalmente, una enfermedad, la inflamación patológica de la condición nacional; por eso tiende a ser exclusivista y agresivo. Es decir, lo contrario de lo que veo como una orquesta en que cada instrumento tiene su propia voz al servicio de una partitura, es decir, precisamente de un proyecto.

Y éste tiene que ser atractivo, con capacidad de movilizar a los individuos hacia algo que les parece tentador, valioso, que "vale la pena". Ésta es la clave de la porción más amplia e interesante de la historia y, claro es, de un porvenir en que se pueda tener esperanza. Si miramos al pretérito se puede ver cómo cada uno de esos estilos humanos se ha afianzado, enriquecido y depurado, o por el contrario se ha marchitado y decaído. Algunos pueblos han permanecido fieles a su vocación, otros la han confundido o traicionado. Plenitudes y decadencias han dependido en parte esencial de lo que ha acontecido a esos proyectos. Lo que llamo "errores históricos" son justamente las infidelidades al proyecto verdadero, independientes de los azares exteriores que se pueden considerar como la buena o mala suerte.

Inesperadamente nos encontramos con que se trata primariamente de una cuestión de imaginación. Hace falta una enérgica dosis de ella para que se inventen esos proyectos, que pueden irradiar sobre innumerables hombres y mujeres, en dos formas diversas. Pero no hay que confundir la imaginación con el desvarío, que ha llevado a los mayores desastres y puede provocar otros. La imaginación es uno de los ingredientes de la razón concreta, no digamos de la razón histórica, y razón es la aprehensión de la realidad en su conexión.

Esto implica que el punto de partida tiene que ser la realidad, a la que hay que respetar escrupulosamente, no inventarla ni falsificarla. "Se miente más de la cuenta / por falta de fantasía; también la verdad se inventa", escribía Antonio Machado. Se inventa en el sentido etimológico de la palabra, se la descubre, lo que exige la máxima fidelidad, el mayor respeto.

Las grandes naciones han nacido de un proceso de imaginación creadora, proyectiva, ilusionante, hecha de amor a la realidad. Temo que no estemos en la mejor sazón desde este punto de vista.
Se oscila entre la voluntad de homogeneidad, la sujeción a normas y reglamentos, con disminución de la espontaneidad y la libertad, y la ficción arbitraria y mecánica de diferencias inexistentes y secundarias, afirmadas mecánicamente y sin el menor carácter proyectivo.

Inténtese descubrir en qué consiste el "proyecto sugestivo" de vida de las naciones que constituyen Europa; no digamos de aquellas porciones de ellas que, renunciando a su propia y admirable realidad, adoptan seudomorfosis de evidente esterilidad; o, todavía más, aquellos fragmentos de suelo europeo que no han alcanzado ni siquiera la participación en una verdadera realidad nacional, y que suplen con violencia y hostilidad la ausencia de una forma que les es ajena y a la cual sacrifican la que les pertenece.

Urge un despertar de la imaginación creadora, cuya misión es dilatar y potenciar la realidad, no suplantarla o deprimirla.

(fin)

De la magia erótica al amor romántico (III)

¿Quién puso la Reina sobre el tablero? (II)

......

En la abadía occitana en Fontebrault las monjas redactan numerosos comentarios del Cantar de los Cantares bíblico, interpretando como metáforas místicas las imágenes claramente eróticas del poema amoroso. No deja de ser curioso que este poema atribuído al rey Salomón -monarca sabio y mago legendario- se pusiera de moda en los conventos precisamente en los tiempos en que el papa-monje Gregorio VII instituyó el celibato obligatorio de los sacerdotes, a pesar de las encendidas protestas de los más prestigiosos hombres de la Iglesia, como san Bernardo de Charaval, el fundador del Clíster, que anunció con lucidez profética todas las desviaciones y conductas sexuales aberrantes del clero que se derivarían de semejante imposición. ¿Qué interés podía tener en aquel contexto para unas religiosas célibes un texto tan fuertemente cargado de deseo sexual?

Entre finales del siglo XII y comienzos del XIII se multiplican otras comunidades de mujeres piadosas. No se trata de monjas, ya que viven fuera de los claustros regidos por la Iglesia. Son iluminadas o místicas en las que es frecuente el trance extático. Según afirma el papa Juan XXII este colectivo femenino contaba con cientos de miles de miembros en la Europa del siglo XIV. No es fácil distinguir cuáles de esas numerosas comunidades religiosas libres eran ortodoxas y cuales atesoraban un legado herético en secreto.

En esta región, antes y después de la cruzada albigense que acabó con el catarismo, eran frecuentes las beguinas, nombre cátaro que se daba a las místicas errantes. Según sostiene la Crónica de Morosini, un documento fechado en 1429, incluso Juana de Arco, la poderosa dama que resplandeció por derecho propio dirigiendo los caballeros en las batallas libradas sobre el gran tablero de Francia, había sido una beguina.

De nuevo descubrimos una inesperada coincidencia entre las monjas aplicadas a estudiar y comentar el poema amoroso del Cantar de los Cantares y estas sospechosas comunidades de religiosas organizadas al margen de la Iglesia de Roma y su disciplina, que en el siglo XII daban sus primeros pasos. Unas y otras componían versos de amor místico inspirados en el Cantar. Además, el término beguina proviene de beguin, palabra que designaba un gorro de lana usada por los místicos errantes de la Iglesia del Amor de los herejes cátaros. El vínculo entre los dos conceptos es tan estrecho que, según Denis de Rougemount, el dicho popular francés "tener un beguin" significaba "estar enamorado" todavía en la primera mitad del siglo XX, cuando este autor publicó su magnífica obra.

El amor humano servía de metáfora al amor divino en las exégesis del Cantar de los Cantares que hacían las monjas y ambos se encuentran aludidos en el nombre con que la misma época identificaba a las místicas de una herejía que prendió con fuerza en el corazón de las mujeres, dado que entre los cátaros no se les discriminaba y podían alcanzar el grado de "Perfectas" en igualdad con los varones.

¿Nos encontramos ante otra coincidencia casual? En nuestra exploración descubrimos a un hombre docto que predica el próximo advenimiento del Espíritu Santo y decidimos escucharle por si nos aporta alguna pista que nos ayude a solucionar estos enigmas. Se llama Joaquín de Fiore y es uno de los grandes heterodoxos de la Baja Edad Media. Pero lo que más nos llama la atención de su encendido discurso es que mantiene algo insólito para la Cristiandad dominante: el Espíritu Santo se manifestaría encarnado en una mujer para inaugurar la Nueva Era.


Continúa...
Luis G. La Cruz, De la magia erótica al amor romántico