jueves, 23 de abril de 2009

Al Ingeniero Juan Rubbini, en el día de su cumpleaños número 100


Allí donde estés, feliz cumpleaños papá.


Tu hijo, Juancito



Juan Rubbini nació en San Giovanni in Persiceto, provincia de Bologna, Italia, el 23 de abril de 1909.



Adiós (II)


Cuando observo como Dios

camina entre los Hombres


y escucho que la Historia

está hablándome de Amor


salgo con el Alma de mi Piel,

y me encuentro con Él,


discurro con la Luz

y allí te encuentro a Vos.


Cuando dudo si Dios

se acuerda de los Hombres


y lamento que la Historia

se escriba con Dolor


salgo con el Alma de mi Piel

para buscarlo a Él,


camino hacia la Luz

y sé que voy con Vos.


Cuando cerca de Dios

y codo a codo con los Hombres


vamos construyendo

nuestra Historia:


un País, una Familia,

un aporte a la Razón,


salgo con el Alma de mi Piel,

me siento Uno con Él,


camino hacia la Luz

sin alejarme de Vos.


Cuando descanso feliz de mi Dios

y contento de los Hombres


percibo que la Historia

está derrotando las Sombras,


está anunciando el Sol,


reúno entonces, victorioso

el Alma con mi Piel,


me quedo con Él

y aunque Tú no estés


yo estoy con Vos.



Juan Rubbini, La Sin Nombre

Ediciones la red, el arca y el mar, Medellín 2003

domingo, 19 de abril de 2009

VARIUS MULTIPLEX MULTIFORMIS (VIII)

Yo le inspiraba muy poca confianza. Veinticuatro años mayor que yo, mi primo era mi co-tutor desde la muerte de mi padre. Cumplía sus obligaciones familiares con seriedad provinciana: estaba pronto a hacer lo imposible para ayudarme si mostraba ser digno, y a tratarme con más rigor que nadie si resultaba incompetente. Se había enterado de mis locuras de muchacho con una indignación en modo alguno injustificada, pero que sólo se da en el seno de las familias; por lo demás mis deudas lo escandalizaban mucho más que mis travesuras. Otros rasgos de mi carácter lo inquietaban; poco cultivado, sentía un respeto conmovedor por los filósofos y letrados, pero una cosa es de admirar de lejos a los grandes filósofos y otra tener a su lado a un joven teniente demasidado teñido de literatura. No sabiendo donde se situaban mis principios, mis contenciones, mis frenos, me suponía desprovisto de ellos y sin recursos contra mí mismo. De todas maneras, jamás había yo comentido el error de descuidar el servicio. Mi reputación de oficial lo tranquilizaba, pero para él no era más que un joven tribuno de brillante porvenir, que había de vigilar de cerca.

Un incidente de la vida privada estuvo muy pronto a punto de perderme. Un bello rostro me conquistó. Me enamoré apasionadamente de un jovencito que también había llamado la atención del emperador. La aventura era peligrosa, y la saborée como tal. Cierto Galo, secretario de Trajano, que desde hacía mucho se creía en el deber de detallarle mis deudas, nos denunció al emperador. Su irritación fue grande y yo pasé un mal momento. Algunos amigos, entre ellos Acilio Atiano, hicieron lo posible por impedir que se obstinara en un resentimiento tan ridículo. Acabó cediendo a sus instancias, y la reconciliación, al principio muy poco sincera por ambas partes, fue más humillante para mí que todas las escenas de cólera. Confieso haber guardado a Galo un odio incomparable. Muchos años más tarde fue condenado por falsificación de escrituras públicas, y me sentí -con qué delicia- vengado.

La primera expedición contra los dacios, comenzó al año siguiente. Por gusto y por política me he opuesto siempre al partido de la guerra, pero hubiera sido más o menos que un hombre si las grandes empresas de Trajano no me hubieran embriagado. Vistos en conjunto y a distancia aquellos años de guerra se cuentan entre los más dichosos para mí. Su comienzo fue duro o así me pareció. Empecé desempeñando puestos secundarios pues aún no había alcanzado la total benevolencia de Trajano. Pero conocía el país y estaba seguro de ser útil. Casi a pesar mío, invierno tras invierno, campamento tras campamento, batalla tras batalla, sentía crecer más objeciones a la política del emperador; en aquella época no tenía ni el deber ni el derecho de expresar esas objeciones en alta voz, aparte de que nadie me hubiera escuchado. Situado más o menos al margen, en el quinto o el décimo lugar, conocía tanto mejor a mis tropas y compartía más íntimamente su vida. Gozaba de cierta libertad de acción, o más bien de cierto desasimiento frente a la acción misma, que no es fácil permitirse una vez que se llega al poder y se han pasado los treinta años. Tenía mis ventajas: el gusto por ese duro país, mi pasión por todas las formas voluntarias -por lo demás intermitentes- de desposeimiento y austeridad. Quizá era el único de los oficiales jóvenes que no añoraba Roma. Cuando más se iban alargando en el lodo y en la nieve los años de la campaña, más ponían de relieve mis recursos.


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Marguerite Yourcenar, Memorias de Adriano



Los modos generales del pensamiento oriental (III)

Principios de unidad de las civilizaciones orientales (III)

Si ahora pasamos a la civilización hindú, su unidad es de orden pura y exclusivamente tradicional: comprende, en efecto, ciertos elementos que pertenecen a razas y agrupaciones étnicas muy diversas, y que todas pueden llamarse igualmente hindúes en el sentido estricto de la palabra, con exclusión de otros elementos que pertenecen a esas misma razas, o por lo menos algunas de ellas. Algunas querrían que no hubiese sido así en su origen, pero su opinión se funda nada más sobre la suposición de una pretendida "raza aria", que se debe simplemente a la imaginación demasiado fértil de los orientales; el término sánscrito "arya", del que se ha tomado el nombre de esta raza hipotética, no ha sido nunca en realidad más que un epíteto distintivo que se aplica a los hombres de las tres primeras castas, y esto independientemente del hecho de pertenecer a tal o cual raza, consideración sobre la cual no tenemos porqué ocuparnos aquí. Es verdad que el principio de la institución de las castas, como otras muchas cosas, ha sido de tal manera incomprendido en Occidente, que no es nada extraño que cuando a él se refiere de cerca o de lejos, haya dado lugar a toda clase de confusiones; pero insistiremos en otra parte sobre esta cuestión. Lo que hay que retener por el momento es que la unidad hindú descansa enteramente sobre el reconocimiento de cierta tradición, que aquí también envuelve a todo el orden social, pero, por lo demás, a título de simple aplicación a contingencias; esta última reserva es necesaria por el hecho de que la tradición de que se trata no es ya del todo religiosa como en el Islam, sino que es de orden más puramente intelectual y esencialmente metafísico. Esta especie de doble polarización, exterior e interior, a la cual hicimos alusión a propósito de la tradición musulmana, no existe en la India donde no se puede, por consecuencia, hacer con el Occidente los acercamientos que permite por lo menos el lado exterior del Islam; no hay aquí nada absolutamente que sea análogo a lo que son las religiones occidentales, y no puede haber, para sostener lo contrario, más que observadores superficiales, que prueban así su perfecta ignorancia de los modos del pensamiento oriental. Como vamos a tratar de manera muy especial la civilización de la India, no es necesario, por el momento, hablar más sobre este asunto.

La civilización china es, como lo indicamos ya, la única cuya unidad es esencialmente, en su naturaleza profunda, una unidad de raza, y su elemento característico, bajo este concepto, es lo que los chinos llaman "gen", concepción que se puede traducir, sin mucha inexactitud, por "solidaridad de la raza". Esta solidaridad que implica a la vez la perpetuidad y la comunidad de la existencia, se identifica por lo demás a la "idea de vida", aplicación del principio metafísico de la "causa inicial" a la humanidad existente; y de la transposición de esta noción en el dominio social con el empleo continuo de todas sus consecuencias prácticas, nace la estabilidad excepcional de las instituciones chinas. Esta misma concepción permite comprender que la organización social toda entera descansa aquí en la familia, prototipo esencial de la raza; en Occidente se habría podido encontrar algo semejante hasta cierto punto, en la ciudad antigua en la que la familia formaba también el núcleo inicial, y en la que el mismo "culto de los antepasados", con todo lo que implica efectivamente, tenía una importancia de la que con dificultad se dan cuenta los modernos. Sin embargo, no creemos que, en ninguna parte fuera de China, se haya ido nunca tan lejos en el sentido de una concepción de la unidad familiar que se opone a todo individualismo, suprimiento por ejemplo la propiedad individual y por lo tanto la herencia, y haciendo en cierto modo imposible la vida al hombre que, voluntariamente o no, se encuentra separado de la comunidad de la familia. Ésta desempeña en la sociedad china, un papel tan considerable por lo menos como el de la casta en la sociedad hindú, y que le es comparable en ciertos puntos; pero su principio es del todo diferente. Por lo demás, la parte propiamente metafísica de la tradición está netamente separada de todo el resto en China, más que en cualquier otro lugar, es decir, en suma, de sus aplicaciones a diversos órdenes de relatividades, sin embargo, no hay que decir que esta separación, por profunda que pueda ser, podría ir hasta una absoluta discontinuidad que tendría por resultado privar de todo principio real las formas exteriores de la civilización. Esto se ve demasiado en el Occidente moderno en el que las instituciones civiles despojadas de todo valor tradicional pero arrastrando consigo algunos vestigios del pasado, incomprendidos en lo sucesivo, hacen a veces el efecto de una verdadera parodia ritual sin la menor razón de ser, y cuya observancia no es propiamente más que una "superstición", en toda la fuerza que da a esta palabra su acepción etimológica rigurosa.

Hemos dicho bastante para mostrar que la unidad de cada una de las grandes civilizaciones orientales es de un orden distinto al de la civilización occidental actual, que se apoya en principios mucho más profundos e independientes de las contingencias históricas y por lo tanto eminentemente aptos para asegurar su duración y su continuidad. Las consideraciones precedentes se completarán por sí mismas, en lo que va a seguir, cuando tengamos ocasión de tomar en una u otra de las civilizaciones en cuestión los ejemplos que serán necesarios para comprender nuestra exposición.



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René Guenon, Introducción al estudio de las doctrinas hindúes

sábado, 18 de abril de 2009

La prisionera (VIII)

Como el declinar del día volvía a sumirme, gracias al recuerdo, en una atmósfera antigua y fresca, la respiraba con las mismas delicias que Orfeo el aire sutil, desconocido en esta Tierra de los Campos Elíseos, pero ya se acababa el día y me invadía la desolación al anochecer. Al comprobar maquinalmente en el reloj de péndulo cuántas horas pasarían antes de que Albertine regresara, vi que disponía aún de tiempo para vestirme y bajar a pedir a mi propietaria, la Sra. de Guermantes, indicaciones sobre ciertos artículos de tocador que quería regalar a mi amiga. A veces me encontraba en el patio a la duquesa, que salía a hacer recados a pie, aun cuando hiciera mal tiempo, con un sombrero blanco y un abrigo de piel. Yo sabía perfectamente que para muchas personas inteligentes no era sino una señora cualquiera, pues, ahora que ya no hay ducados ni principados, el título de duquesa de Guermantes nada significa, pero yo había adoptado otro punto de vista en mi forma de disfrutar con las personas y los países. Me parecía que llevaba -aquella dama con abrigo de piel que desafiaba el mal tiempo- todos los castillos de las tierras de las que era duquesa, princesa, vizcondesa, así como los personajes esculpidos en el dintel de un pórtico sostienen en la mano la catedral que construyeron o la ciudadela que defendieron, pero solo los ojos de mi mente podían ver aquellos castillos, aquellos bosques en la mano enguantada de la señora con abrigo de piel, prima del rey. Los de mi cuerpo no distinguían en ella -los días en que el tiempo amenazaba- otra cosa que un paraguas con el que la duquesa no temía armarse. "Nunca se sabe, es más prudente si me encuentro muy lejos y un coche me pide un precio demasiado caro para mí". Las expresiones "demasiado caro", "superar mis posibles" reaparecerían todo el tiempo en la conversación de la duquesa como también "soy demasiado pobre", sin que se pudiera discernir bien si hablaba así porque le parecía divertido decir que era pobres, siendo tan rica, o porque consideraba elegante -siendo tan aristocrática, es decir, al aparentar ser una campesina- no atribuir a la riqueza la importancia de las personas que son simplemente ricas y desprecian a los pobres. Tal vez fuera más bien una costumbre contraída en una época de su vida en la que, siendo ya rica, pero, aun así, no lo suficiente en vista de lo que costaba el mantenimiento de tantas propiedades tuviese algún apuro económico y no quisiera parecer que disimulaba. Por lo general, las cosas de las que con más frecuencia se habla bromeando son, al contrario, las que preocupan, pero con las que no queremos parecer preocupados, tal vez con la esperanza no confesada de contar con la ventaja suplementaria de que precisamente la persona con la que hablamos al oírnos bromear al respecto crea que no es verdad.

Pero la mayoría de las veces sabía que a aquella hora encontraría a la duquesa en su casa y me alegraba de ello, pues era más cómodo para pedirle por extenso las informaciones deseadas por Albertine, y bajaba sin pensar casi en lo extraordinario de que tan solo fuera a la casa de aquella misteriosa duquesa de Guermantes de mi infancia a fin de utilizarla para una simple comodidad práctica, como se hace con el teléfono, instrumento sobrenatural ante cuyos milagros nos maravillábamos en tiempos y ahora usamos, sin siquiera pensarlo, para mandar venir al sastre o encargar un helado.

Las chucherías de adorno daban mucho placer a Albertine. Yo no sabía negarme a darle uno nuevo todos los días y -siempre que ella me había hablado con arrobo de un chal, una estola, una sombrilla, que por la ventana o al pasar por el patio había visto, con sus ojos, que distinguían al instante todo lo relativo a la elegancia, en el cuello, los hombros, la mano de la Sra. de Guermantes y sabiendo que el gusto naturalmente difícil de la muchacha, aguzado aún más por las lecciones de elegancia que le había brindado la conversación de Elstir, en modo alguno se sentiría satisfecho por una simple aproximación, aun de algo bonito, que lo sustituyera a juicio del vulgo, pero difiriese enteramente- iba en secreto a que la duquesa me explicara dónde, cómo. con qué modelo, habían confeccionado lo que había gustado a Albertine, qué debía yo hacer para obtener exactamento eso, en qué consistía el secreto del artífice, el encanto -lo que Albertine llamaba el "tono", "el estilo"- de su hacer, el nombre preciso -pues la belleza de la materia tiene su importancia- y la calidad de las telas que debía encargar.

Cuando, a nuestra llegada a Balbec, había yo dicho a Albertine que la duquesa de Guermantes vivía enfrente de nosotros, en el mismo palacete, ella había adoptado -al oir título y nombre tan distinguidos- aquella expresión -más que indiferente- hostil, desdeñosa, que es la señal del deseo impotente en los caracteres orgullosos y apasionados. Por mucho que el de Albertine fuera magnífico, las cualidades que encerraba solo podían desarrollarse en medio de esas trabas que son nuestros gustos o de ese duelo por aquellos a los que nos hemos visto obligados a renunciar -como en el caso de Albertine el esnobismo- : los que reciben el nombre de odios. El de Albertine para con las personas del mundo, ocupaba por lo demás, poco lugar en ella y me gustaba por su faceta de espíritu revolucionario -es decir, amor desgraciado de la nobleza- inscrito en la cara opuesta del carácter francés, en el que figura el tipo aristocrático de la Sra. de Guermantes. Ese tipo aristocrático a Albertine, por imposibilidad de alcanzarlo tal vez no le habría interesado, pero, al recordar que Elstire le había hablado de la duquesa como de la mujer de París que mejor se vestía, el desdén republicano para con una duquesa quedó sustituido en mi amiga por el vivo interés por una elegante. Con frecuencia me pedía informaciones sobre la Sra. de Guermantes y le gustaba que yo fuera a buscar en casa de la duquesa consejos para ella sobre el vestuario. Seguramente habría podido pedírselos a la Sra. Swann e incluso le escribí una vez para ello pero la Sra. de Guermantes me parecía extremar aún más el arte de vestirse. Si, al bajar un momento a su casa, tras haberme asegurado de que no había salido y haber pedido que me avisaran en cuanto Albertine hubiera regresado me encontraba a la duquesa nublada con la bruma de un vestido de crespón de China gris, aceptaba aquel aspecto, debido -lo sentía yo- a causas complejas y que no se habría podido cambiar, me dejaba invadir por la atmósfera que desprendía, como el fin de ciertas tardes enguantadas en gris perla por una niebla vaporosa; si, al contrario la bata era china con llamas amarillas y rojas, yo la contemplaba como una puesta de sol que se enciende; aquella vestimenta no era un decorado cualquiera, substituible a voluntad, sino una realidad dada y poética como la del tiempo que hace, como la luz especial de cierta hora.


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Marcel Proust, La prisionera

jueves, 16 de abril de 2009

Carta al Greco (I) - Por Niko Kazantzakis


CÓMO VI ESCRIBIR CARTA AL GRECO


DIEZ AÑOS, DIEZ AÑOS MÁS, pedía a su dios Niko Kazantzankis para concluir su obra, para decir lo que tenía que decir, para "vaciarse". -"Que venga después la muerte y solo encuentre un costal de huesos". Con diez años le bastaría, por lo menos así creía él.

Pero no era Niko Kazantzakis de aquellos que "se vacian". A los 64 años no sólo no se sentía viejo y fatigado sino incluso luego del último trágico incidente -la vacuna en Cantón y el secuestro en el hospital de Copenhage-. Había rejuvenecido o, como él afirmaba, se había regenerado. Dos grandes sabios de Friburgo (a orillas del Brisgovia), el hematólogo Heil Mayer y Kraus, el cirujano, lo confirmaban.

¡Su sangre es actualmente igual a la mía! -exclamaba con aire triunfal el profesor Heil Mayer después de la consulta diaria, durante todo el último mes.

-¿Por qué corres así? -lo regañaba yo, temiendo que resbalase en las baldosas enceradas y se rompiese un hueso.

-No temas, Lenotschka, ¡tengo alas! -respondía y sentíase que tenía confianza en su organismo y en su alma que no se rendían.

-¡Si por lo menos pudiera dictarte! -suspiraba a veces, cogiendo el lápiz con un movimiento nervioso, trataba de escribir con la mano izquierda. (La derecha, aunque fuera de peligro estaba todavía vendada.)

-¿Por qué tanto apuro? ¿Quién te corre? Ya está listo, nos hemos tragado el burro, solo nos falta el rabo... Unos días más y ya podrás escribir.

Viraba la cabeza, me miraba un momento sin hablar, suspiraba: -Tengo demasiadas cosas que decir. Hay tres nuevos asuntos que me hostigan. Tres nuevas novelas. Pero primero tengo que terminar el Greco.

-¡Lo terminarás!

-Lo modificaré. Ahora sí que sé escribir. ¡Ya verás! Toma una hoja de papel y un lápiz, veamos si alcanzo a dictarte...

Nuestra colaboración duró apenas unos minutos.

-¡Imposible! No sé dictar. Solo puedo pensar con el lápiz en la mano: "Antepasados... Padres... Creta... Infancia... Atenas... Viajes... Sikelianos... Viena... Berlín... Prevelakis... Moscú..."

Recuerdo otro momento crítico de nuestra vida. Otra clínica, aquélla en París. Y Niko gravemente enfermo, un abcseso formado de nuevo por descuido o por ignorancia, cuarenta grados de fiebre, los médicos pesimistas. Todos creían lo peor, solo él imperturbable.

-¡Toma el lápiz, Lenotschka!

Y, con voz apenas audible, que emergía de las aguas insondables del subconsciente, empezó a dictarme los dísticos franciscanos que había puesto en boca del santo:

"He dicho al almendro: Háblame de Dios, hermano. Y el almendro floreció."

Ahora, antes de partir para China, había confiado el manuscrito del Greco a un joven pintor, a su partera, como lo llamaba, que venía al alba, subía a su escritorio y empezaba los eternos "¿De dónde?", "¿Adónde?" y "¿Hasta cuándo?", todas las grandes preguntas sobre Dios, el hombre y el arte. Niko reía, admiraba el fervor del muchacho y su amor ardiente por su arte y... "echaba al mundo." Echaba al mundo sus ideas y se sentía aliviado...

-¡Puede ser que nuestra casa se incendie! -le dijo un día. Le confío mi manuscrito. Si se quemara nunca podría volver a escribirlo. Solo lamento no haberlo terminado.

¿Pero cómo terminarlo? ¿Qué es lo que no he hecho estos últimos meses, antes de la partida?

Empezó CARTA AL GRECO en el otoño de 1956, al regresar de Viena. Cuando descansaba de esta obra reanudaba la traducción de Homero que realizaba con el profesor Kakridis.

¡Tenemos que terminarla a tiempo, no bajar a los Infiernos con un solo pie! -decía entre irónico y asustado.

Y, simultáneamente, con un ritmo forzado, llegaban fragmentos de la traducción inglesa de su propia ODISEA. Páginas enteras de palabras difíciles de traducir. ¡Cuánto tiempo, cuánto esfuerzo le insumió este trabajo! Y además, la edición de su Obra completa, en Grecia. Textos que revisaba, otros, perdidos -como la RUSIA-, que debía volver a escribir. Pierre Sipriot, que le reclamaba las entrevistas para la R.T.F. La película de Dassin, otra de Spyros Skouras... y la preparación para un viaje a la India, donde nos invitaban, pero donde no nos atrevíamos a ir, a causa de las múltiples vacunas obligatorias. Si, Niko Kazantzakis no ha tenido tiempo de hacer la segunda "redacción" de su autobiografía, tal como tenía por costumbre. Solo ha tenido la posibilidad de volver a escribir el primer capítulo y unos de los últimos: CUANDO LA SEMILLA DE LA ODISEA GERMINÓ EN MÍ. Aun tuvo tiempo de releer por lo menos una vez todo y hacer algunas correcciones con lápiz.

Vuelvo hoy a ver, en mi soledad, el crepúsculo otoñal, cuando bajó ligero como un niño con el primer capítulo:

-¡Lee, lee, niña, lee que te escucho!

"Reúno mis herramientas: la vista, el oído, el gusto, el olfato, el tacto, la mente. Ha caído la tarde, la jornada de trabajo concluye, vuelvo como el topo a mi casa, a la tierra. No es que esté cansado de trabajar, no lo estoy, pero ya se pone el sol..."

No pude seguir. Mi garganta se estrechó. Por primera vez Niko hablaba de la muerte.

-¿Por qué escribes como si fueras a morir? -exclamé realmente enloquecida y, para mí: ¿por qué acepta de pronto la muerte?

-¡No, no, no moriré compañera, no hagas caso! Viviré todavía diez años, ¿no lo hemos dicho? -respondió sin ninguna vacilación. Necesito diez años más -repitió y extendió la mano para tocarme la rodilla. -Vamos, léeme, veamos lo que acabo de escribir.

Me lo negaba a mí, pero quizás él lo sabía. Porque aquella misma tarde metía en un sobre el capítulo en cuestión acompañado por una carta para Pandelis Prevelakis: "Eleni no ha podido leer, ha estallado en sollozos. Pero es que empieza a acostumbrarse, que yo también me acostumbro...

Su demonio interior lo impulsó probablemente a abandonar el TERCER FAUSTO que tanto deseaba escribir, para comenzar CARTA AL GRECO.

Verdad y mentiras entremezcladas. ¡No, mentiras no! Mucha verdad y algunas invenciones. Algunas fechas intercambiadas. Cuando habla de otros, siempre la verdad, tal como la ha visto y oído. Cuando habla de sus tribulaciones personales, algunas ligeras variantes.

Pero, una cosa cierta: Si hubiera retomado su manuscrito lo hubiera modificado. No sabemos como lo hubiera hecho, de todos modos lo hubiera enriquecido. Cada día recordaba nuevos episodios olvidados. Y lo ajustaría -lo creo firmemente, al dominio de la realidad. Porque su verdadera vida estaba llena de sentido, de angustia humana, de alegría y de pena -de "humanismo", digámoslo de una vez. ¿Por qué cambiarlo? No es que le hayan faltado los momentos difíciles de la insuficiencia, de la huida y del sufrimiento. Pero precisamente estos momentos difíciles han sido para Niko Kazantzakis nuevos peldaños para subir más alto, para intentar llegar a la cumbre, allí donde se había prometido a sí mismo llegar, antes de guardar sus herramientas de trabajo.

-No me juzgues como un hombre -me suplicó un día otro combatiente. No me juzgues por mis actos, júzgame como si fueras Dios, por la intención secreta que tienen mis acciones.

Así, pensé, es como debemos juzgar a Niko Kazantzakis. No por lo que ha hecho, y ya lo creo que lo que ha hecho tiene valor intrínseco. Sino por lo que quería hacer; ya lo creo que lo que quería hacer tenía altísimo valor para él y para nosotros.

¡Vaya si lo tenía! En treinta años a su lado, no recuerdo haberlo visto sonrojarse de uno de sus actos. Era honesto, sin astucia, inocente como un recién nacido, dulcísimo con los demás, salvaje, implacable consigo mismo. Se retiraba a la soledad, no porque no amara a los hombres, sino porque estaba abrumado por su obra y sus horas las tenía contadas.

-Tengo ganas de hacer lo que dice Berenson -solía decirme hacia el final de su vida. Bajar a la esquina, extender la mano y mendigar a los que pasan: -¡Por favor, dadme un cuarto de hora!

Clavaba sus ojos muy pequeños, muy redondos, muy negros, en la penumbras -y que sin embargo eran color avellana-, se humedecían conservando siempre su sonrisa, ¡ah, un poco de tiempo más, para terminar mi obra. Después la Muerte será bienvenida!

¡Maldita sea! Vino y lo ha tronchado en la flor de su juventud. Sí, no sonrías lector desconocido, porque acaba de florecer y de dar fruto el que tanto has amado y tanto te ha amado: tu Niko Kazantzakis.

Prólogo para la edición griega.
ELENI N. KAZANTZAKIS
Ginebra, 15 de junio de 1961


Nota: La traducción literal del título griego de esta obra sería: Parte o mejor: Informe al Greco. Estos términos deben ser tomados en el sentido militar: el autor dice explícitamente que se coloca ante el Greco como un soldado ante su superior, para darle cuenta de su vida espiritual.



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Niko Kazantzakis, Carta al Greco

Inexplicable

Hubo
un atardecer
de encuentro
una cierta tarde
inesperada,

hubo
un antes
y un después
cuya historia
se gestó
entre orígenes
y viajes,

hubo
una noche
inexplicable
de latidos leves
"in crescendo",

apenas perceptible,
lenta,
de esencias
y colores
divergentes,
relámpago
caído
sobre el puente
medieval.

Hubo
una conversación
del alma,
que despertó
en palabras
florentinas,
mientras
los cuerpos
separados,
dormían
y soñaban.


Juan Rubbini, Inexplicable
La Sin Nombre, Ediciones La red, el arca y el mar, Medellín 2003

martes, 14 de abril de 2009

El rey Arturo y sus caballeros (X)

-Y Merlín prosiguió-: Estos señores rebeldes han jurado no dejar el campo con vida y cuando los hombres llegan a ese extremo pueden arrastrar a muchos consigo antes de morir. Ahora no puedes derrotarlos. Sólo podrás causar muertes y acarrearte pérdidas. Por lo tanto, mi señor, retírate del campo en cuanto puedas y deja que tus hombres reposen. Prodiga el oro y la plata entre tus caballeros, pues bien se lo han ganado. No hay riqueza que baste a sus esfuerzos. Nunca tampoco varones han realizado tantas y tan honrosas proezas contra tan poderoso enemigo. Tus caballeros hoy se han equiparado a los guerreros más valerosos del mundo.

Merlín dice la verdad -exclamaron el rey Ban y el rey Bors.

Entonces Merlín los dejó en libertad de ir donde quisieran.

-Os prometo que durante tres años este enemigo no os molestará. Estos once señores tienen en sus tierras más problemas de los que imaginan -dijo Merlín-. Más de cuarenta mil sarracenos han desembarcado en sus costas y saquean, incendian y asesinan. Han puesto sitio al castillo de Wandesborow y devastan los campos. Por lo tanto, no temáis más a estos rebeldes que bastante atareados están en sus propias tierras.- Y Merlín continuó: Cuando hayas recogido los despojos del campo de batalla, dáselos al rey Ban y al rey Bors para que así puedan recompensar a aquellos de sus caballeros que lucharon por ti. La noticia de estos dones se difundirá por todas partes y cuando necesites hombres en el porvenir no vacilarán en ayudarte. Más tarde podrás recompensar a tu gente.

-Es un buen consejo y lo seguiré -dijo el rey Arturo.

Luego se recogieron los tesoros del campo ensangrentado: armaduras, espadas y joyas de los caídos, sillas, arneses y arreos de los caballos de guerra, las tristes posesiones de los muertos. Ban y Bors recibieron estos valiosos trofeos, y a su vez los distribuyeron entre sus caballeros.

Luego Merlín se despidió del rey Arturo y de los reyes hermanos de allende del mar y viajó a Northumberland para ver a maese Blaise, quien llevaba una crónica. Merlín refirió la gran batalla y su culminación, y enumeró los nombres y hazañas de cada rey y cada esforzado caballero que en ella había contendido, y maese Blaise lo consignó en su crónica, palabra por palabra y tal como Merlín lo refería. Y en los días venideros, Merlín siguió refiriendo a maese Blaise las nuevas batallas y proezas emprendidas en tiempos de Arturo, para que así quedasen consignados en el libro y los hombres futuros pudiesen leerlas y rememorarlas.

Después de esto, Merlín regresó al castillo de Berdgrayne en el bosque de Sherwood, donde el rey Arturo tenía su morada. Llegó a la mañana siguiente de Candelaria disfrazado como era su costumbre y deleite. Se presentó ante Arturo envuelto en un vellocino negro, vestido con un rústico manto y calzado con enormes botas. Llevaba arco y un carcaj con flechas y un par de ocas salvajes en la mano. Se dirigió al rey y le dijo con brusquedad: -Señor: ¿me haréis un obsequio?

El disfraz engañó a Arturo quien dijo con aspereza:

-¿Por qué he de obsequiarle algo a un hombre como tú?

-Sería más sabio obsequiarme algo que no está en tus manos que perder mi tesoro. En el sitio donde se libró la batalla, yace un tesoro sepulto en la tierra.

-¿Quién te dijo eso patán? -inquirió el rey.

-Mi amo Merlín.

Entonces Ulfius y Brastias lo reconocieron por sus artimañas y se rieron.

-Mi señor -le dijeron al rey-, te ha engañado. Es Merlín en persona.

Y el rey quedó atónito por no haberlo reconocido, al igual que Ban y Bors, y todos se rieron de la broma de Merlín, quien estaba feliz como un niño por su éxito.

La batalla le había conferido a Arturo más aura de realeza, y muchos grandes señores y damas vinieron a tributarle homenaje, entre ellos la hermosa Lyonors, hija del conde Sanam. Cuando ella compareció ante el rey, Arturo se prendó de su hermosura y se enamoró en el acto. Ella correspondió a su amor y yacieron juntos, y Lyonors concibió un niño a quien llamaron Bor, que años más tarde se convirtió en un buen caballero de la Tabla Redonda.

Luego Arturo recibió noticias de que el rey Royns de Gales del Norte había atacado al rey Lodegrance de Camylarde, amigo del rey Arturo y el rey decidió acudir en socorro de Lodegrance. Pero ante todo, los caballeros franceses que anhelaban regresar a su hogar fueron enviados a Bendwick para que colaborasen en la defensa de la ciudad contra el rey Claudas.

En cuanto hubieron partido, Arturo, Bors y Ban, con veinte mil hombres, emprendieron una marcha de siete días sobre el territorio de Camylarde y exterminaron a diez millares de hombres del rey Royns, obligaron al resto a la fuga y rescataron al rey Lodegrance de sus adversarios. Lodegrance les dio las gracias, los acogió en su castillo y los colmó de regalos. Y en el festín el rey Arturo vio por primera vez a la hija del rey Lodegrance. Se llamaba Ginebra y Arturo la amó entonces y siempre, y más tarde la convirtió en su reina.

Era llegada la hora de que los reyes franceses volvieran a sus tierras, pues en ellas, según supieron el rey Claudas libraba una guerra devastadora y Arturo se ofreció a acompañarles. Pero los reyes replicaron:

-No, no es momento de que nos acompañes, pues aquí te espera la ardua tarea de pacificar tu reino. Y ahora no necesitamos tu ayuda, pues con todos los regalos que nos diste podemos contratar buenos caballeros que nos ayuden contra Claudas -y añadieron-: Te prometemos por la gracia de Dios que en caso de necesitarte te lo haremos saber, y también prometemos que si necesitas algo de nosotros te bastarás comunicárnoslo para que acudamos a socorrerte sin demora. Lo juramos.

Entonces Merlín, que se encontraba cerca de ellos lanzó esta profecía: -No será necesario que estos dos reyes regresen a Inglaterra para luchar. No obstante, no tardarán en encontrarse nuevamente con el rey Arturo. Dentro de uno o dos años requerirán su ayuda y él los socorrerá contra sus enemigos tal como ellos lo han socorrido contra el suyo. Los once señores del norte morirán todos en un mismo día destruidos por dos valerosos caballeros, Balin el Savage y su hermano Balan. -Luego Merlín guardó silencio.

Los señores rebeldes, al abandonar el campo de batalla, enfilaron hacia la ciudad de Surhaute en tierra del rey Utyens, y allí descansaron, y se repusieron y cuidaron de sus heridas con el pecho lleno de pesadumbre por la pérdida de tantos hombres. Al poco tiempo recibieron nuevas de que cuarenta mil sarracenos incendiaban y asolaban sus territorios y que hombres sin escrúpulos aprovechaban su ausencia para robar, quemar y saquear sin misericordia.

-Las penas se suman a las penas -se quejaron los once-. Si no hubiésemos luchado contra Arturo, ahora contaríamos con su ayuda. No podemos contar con el auxilio del rey Lodegrance porque es amigo de Arturo, y Royns está demasiado ocupado con sus propias guerras como para ayudarnos.

Tras ulteriores consultas decidieron proteger las fronteras de Cornualles, Gales y el Norte. El rey Idres se instaló en la ciudad de Nauntis, en Bretaña, con cuatro mil hombres, para custodiar de cualquier ataque por tierra o por mar. El rey Nentres de Garlot se estableció en la ciudad de Windesan con cuatro mil caballeros. Ocho mil hombres ocuparon las fortalezas de los límites de Cornualles, mientras que otros eran destacados para defender las marcas de Gales y Escocia. Así se mancomunaron para enmendar su suerte, atrayendo más hombres y aliados a su cofradía. El rey Royns se les unió después de ser derrotado por Arturo.

Y entretanto los señores del norte reorganizaban sus mesnadas, juntaban implementos de guerra y alineaban pertrechos para el futuro, pues habían resuelto vengarse de la derrota que Arturo les había infligido en Bedgrayne.



Continúa...
John Steinbeck, El rey Arturo y sus caballeros

lunes, 13 de abril de 2009

Cualquier cambio en esta crisis vendrá de la cultura, que incluye la ética

25 de Marzo de 2009
ARGENTINA ESPACIO GIECI DE LA COMUNICACIÓN INSTITUCIONAL
Cualquier cambio en esta crisis vendrá de la cultura, que incluye la ética
Por Joan Costa

(De la corresponsal del Arca del Poeta en La Plata, Argentina, María Luz Rubbini)

Uno de los miembros fundadores del Grupo de Estudios de la Comunicación Institucional (GIECI) el consultor, escritor y profesor Joan Costa, redactó este ensayo acerca de cómo la ética impregna las acciones de las empresas. Añade que está convencido de que "cualquier cambio en esta crisis económica que nos atrapa no vendrá de la economía ni de la política, sino de la cultura, que incluye la Ética.


El hombre es la suma de sus actos
Sartre

La ética no está ligada a las declaraciones, a la retórica. Ni siquiera a las creencias, sino a la praxis de las relaciones humanas. La ética sólo se manifiesta en la conducta. Sólo existe por medio de ella. Tanto en las personas como en las empresas.

¿De qué está hecha la conducta -sea de una persona, un grupo o una organización? De una sucesión de acciones que definen una trayectoria.

Las acciones son secuencias de actos. La trayectoria es la línea de vida de la conducta.

Por tanto, conducta y trayectoria van unidas. No hay éticas puntuales o selectivas. Es una cuestión de todo o nada.

Entonces, habría que preguntarse qué es una acción. Abraham Moles responde: "Esencialmente es un desplazamiento visible del ser en el espacio que crea una modificación en su entorno".

Esta definición está claramente referida a la acción física. Pero hay también acciones psicológicas, relacionales, colectivas.

Y lo que es común a estas formas de acción (factual y psicológica) es que ambas tienen la capacidad de modificar su entorno. Que no es sólo físico y ambiental, sino también económico, cultural y humano. Así que ciertas conductas influyen y modifican el entorno y las otras conductas. Aquí está la clave.

Las acciones, los actos, las relaciones son los lazos -a veces invisibles- que conforman las parejas, los grupos, la sociedad. Sabemos que la sociedad no es la suma de los individuos que pueblan un territorio; eso sería la población, que es un concepto estadístico, cuantitativo. Sociedad es el conjunto de interrelaciones e interacciones entre individuos por medio de lo que tienen en común: una lengua, una cultura, un entorno, unos valores. Es eso que ellos poseen en común lo que define a una comunidad. Y los lazos que ligan a esa comunidad son los de las acciones, las interacciones y retrointeracciones.

Lo cual convierte la sociedad en un sistema social.

Las acciones humanas son de dos tipos: la acción energética, factual: es lo que hacemos, los hechos. Y la acción simbólica de débil energía: lo que decimos, los mensajes. Ambos son los vehículos, los instrumentos de la conducta, por los que ella se manifiesta y se realiza.

Pero la conducta es la extensión externa, social de las decisiones. Y éstas pueden ser vectorizadas por un sentido responsable y ético, o no-ético, o por un sinsentido.

Sobre este telón de fondo que acabo de trazar a propósito de la crisis actual, llevaré el foco en el mundo de las empresas y organizaciones. Ese foco proyecta su luz con las palabras que he escogido de un filósofo, un economista y un sociólogo. Si bien sus palabras son breves, están rebosantes de sentido.

"El horizonte ético es más importante que el económico", sentencia el filósofo Ramin Lahanbegloo. "Tratamos de poner demasiadas cosas sobre la mesa, y tenemos un conflicto entre ellas que nos hace olvidar cuál era la pregunta". Opina que "las organizaciones no podrán establecer una buena relación con el exterior si no hay una buena relación con el interior" (... )"Se trata de traer al primer plano de las relaciones algunos de los valores que todos compartimos".
Michael Campdessus, economista y presidente del Fondo Monetario Internacional, predica "Remozar de ética el libre mercado" (...) "Invertir en innovación, investigación y economía del conocimiento. Háganlo para mejorar su futuro", aconseja. Y continúa: "Si volvemos la vista a los fundadores del libre mercado, como Adam Smith, veremos lo que dicen: la libre iniciativa y el libre mercado tienen como fin ¡el bien común! ¡Y eso es lo que hemos olvidado! La crisis actual es hija de este olvido suicida".

Para el futuro, Campdessus propone tres pilares a la vez: "Regulación, vigilancia y ética. Lo propongo desde hace diez años". Veremos si por fin le hacemos caso. A la pregunta sobre qué es la ética, responde: "Lo que propuso Adam Smith: que los actores del libre mercado contengan su codicia para preocuparse de sus convecinos. Fácil".

El sociólogo Richard Florida, profesor de economía creativa y director del Martin Prosperity Institute de Toronto, afirma, lapidario: "En la actual economía creativa, la verdadera fuente del crecimiento económico no es el capital, sino que procede de la concentración y el aglutinamiento de personas productivas con talento".

Yo pienso que en la actualidad los factores económicos principales son el talento, la innovación y la creatividad. Y estoy convencido de que cualquier cambio en esta crisis económica que nos atrapa no vendrá por la economía ni por la política, sino por la Cultura. Que incluye la Ética.

miércoles, 8 de abril de 2009

La siete palabras - Poesía y meditación


Las siete palabras


Ángel de todos los días,
de todas
y cada una de mis tristezas
y alegrías,

Ángel que conversas
conmigo
desde el amantísimo aliento
de tu voz eterna
e infinita.

Ángel que desde los signos
primeros
y últimos
revelas ecos insondables
del Misterio y de la Luz,

Ángel que me orientas
e iluminas,
me proteges
mientras cargo
yo mi cruz.

"Perdónalos porque no saben lo que hacen" (Lucas 23, 34)

Perdóname Jesús,
Jesús que mueres por mí.
Me equivoco demasiado,
escojo los demonios
disfrazados
de senderos,
salpico los caminos
de los justos
con restos
de mi error.

Perdóname Jesús
yo sé
que hago mal,
cambio
el bálsamo
que das
con el dolor
por mí
que duele en Vos.

Sin embargo,
una vez
más
abuso
de tu Amor,
te ruego
no me niegues
la compañía
de tu abrazo
después de la caída.

Tu mano tendida
es milagro
que aquieta
mi agitado respiro,
la herida de mi culpa,
elevándome
desde el mar de dudas
hasta tus cumbres
generosas
de perdón.

"Hoy estarás conmigo en el Paraíso" (Lucas 23, 24)

Subo las gradas
persiguiendo
tu Vuelo,
animándome a volar
cancelo el horizonte,
detengo los pies
a tres pasos
de tu Manto
muy cerca de tu Nombre.

Son las alas
de tu Ángel
las que abrigan
mi pecho;
crezco desde Ti
entre nubes diferentes
que me cuentan
de tus Ojos
escrutando
el Universo.

Tal vez
tu armonioso
Paraíso
sea el único
motivo
verdadero
que empuja
mis sienes
fuera
de la Tierra;

la razón
dulcísima
que envuelve mi poesía
de azul esperanza
y blanca melancolía
por la distancia
que se mece
todavía
entre tu Cielo
y mi lluvia.

"Mujer, aquí tienes a tu hijo Juan, hijo, aquí tienes a tu madre María" (Juan 19, 26-27)

¡Qué belleza de Muerte!
la que abre las ventanas
a la Vida,
la que reúne a la madre
con su hijo,
la muerte que de muerte
sólo contiene un instante
estampado sobre un fondo eterno
de Vida
diáfana y danzarina.

Antes de nacer
amé
en mis padres
la Vida;
ahora
que aún
no he muerto
la muerte humana
y pasajera
¿cómo renegar del regreso?

Allá...
de donde vengo
allá...
donde yo era
inocente
con Dios
y con su Madre
aún antes de ser
lo que ahora
soy:

Vida
verde y agua
que se amiga
con la muerte
por toda
la hermosa
vida
que a través
de la muerte
viene.

"Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado? (Marcos 16, 34), (Mateo 27, 46)

Hubo un tiempo
hace poco tiempo
en que huí
de tu regazo
por pura urgencia de ti;
no me bastó tu Paciencia
quise darte lecciones,
no me alcanzó tu Presencia
quise acercarme
aún más a Ti,

pero Tú
nunca me abandonaste
ni siquiera cuando ofendí
tu Mirada con mi ceguera
cuando escribí
sobre tu Frente
que eras sólo
un hombre,
un hombre bueno
abandonado por Dios.

"Tengo sed" (Juan 19, 28)

Dijiste...
y yo sólo te ofrecí
mi llanto
y cuando tuve sed
del tuyo
comprendí que tus lágrimas
nunca se derraman,
se conservan puras
en tu fuente
de agua fresca

que no me atrevo ni a tocar
de tanto ver
que es en tus aguas
que mi rostro se embellece
cuando se mira en el espejo
de tu Cara
y adquiere algo
sólo algo,
minúsculo destello
de tu divino resplandor.

"Todo se ha cumplido" (Juan 19, 30)

Cristo
que mueres
por mí,
que conversas
conmigo
y me conoces
tanto,
sabes
que falta un trecho
todavía

que enciende
entre rosas y espinas
la vida
terrena,
paces
y guerras
que me separan
aún
de Ti,

pese a lo cerca
que estamos
desde aquel día
inesperado,
feliz,
cuando tu Ángel
encendió mi mano
camino
de la Catedral
de las torres inconclusas

y delante de Ti
Crucificado
me susurró
al oído:

"Habla con tu Dios".

Fue después de escucharme
que me confiaste con amor
enérgico,
vibrante:

"¡Hazlo, pero hazlo ya!"

"Padre en tus manos encomiendo mi espíritu" (Lucas 23, 46)

Medito
desde la Primera
hasta la Séptima Palabra
hincado
ante la Cruz
de tu Pasión,
inclinada mi voluntad
hacia la tuya,
agradecido por el inmenso
regalo de tu Fe
que multiplica
los panes
y los peces
de mi Esperanza
y aviva el fuego
de mi Amor por Ti,
fuego que me abraza
sin consumirme,
que me une para siempre
por su llama

con tu Padre
Omnipotente
y Sabio,
con tu silenciosa
Madre
y tu Ángel
mensajero,
compañero
de mis calles
solitarias.

Amor que estalla
desde tu Amor
y se besa
con todas
tus criaturas,
también con ésta
la que hoy te escribe
desde este retiro
espiritual
de Pascua y Jubileo

donde Tú acudiste
puntual
y solidario
a la cita prometida
con tu Pueblo,
encuentro de tu Verbo
Salvador
Resucitado
con tu comunidad
de carne, hueso y espíritu
que descubre,
defiende
y proclama
tu Palabra.

Hermandad humana
que palpita
y ama
cuando Tú la habitas
la que sólo canta
cuando vive en Tí.

Juan Rubbini, Las siete palabras
La Sin Nombre, Ediciones La red, el arca y el mar, Medellín. 2003

martes, 7 de abril de 2009

Mi testamento filosófico (V)

De cómo Blaise Pascal vino a mi cabecera a interrogarme sobre mis razones para creer en Dios (III)

Hubo una pausa. La conversación me había fatigado. Cerré los ojos. Sin embargo, la fatiga me había descansado. Mi médico siempre me recomendó el surmenage. Llamaba a eso la surmenoterapia. Agotarme sin cesar y permanecer acostado la mitad del tiempo. Ese es el secreto de mi longevidad. Rousseau quería hacer una filosofía de la medicina. Spinoza lo deseaba también. ¿Qué habrían escrito? Reabrí los ojos. Pascal me preguntó:

-Guitton, ¿por qué cree en Dios?

-Usted es el gran Pascal. Me avergonzarían mis pequeñas respuestas. Usted, que ve a Dios, ya no necesita creer en Él. Entonces, ¿por qué esta pregunta?

-Es para usted, no para mí que la hago. Todavía tiene necesidad de responderla.

-¿Cómo sabe que tengo esa necesidad?

-Lo he visto en Dios.

-¡Usted ha hablado del hombre llamándolo quimera incomprensible! Yo, que hablo con usted, no logro encontrar esto absolutamente anormal. Y en el segundo siguiente pienso en el más allá, en Dios, y tengo dudas, necesito pruebas. ¿Acaso mi vida, si yo supiera verla, no bastaría para convencerme y persuadirme?

-Esta noche, yo no tengo que responder. Usted debe explicarlo. Guitton, ¿por qué cree en Dios?

-Ya le he dicho que no me gusta responder así. No es una manera. Prefiero lo vago, lo brumoso, el sfumato. A mi edad, no voy a ponerme a fabricar definiciones, demostraciones, silogismos. Lo que hizo mi éxito en este bajo mundo, sobre todo en mis últimos años, es...

-Guitton, se trata de su salvación. ¿Por qué cree en Dios?

-Exhalé un largo suspiro. Tenía que responder a ese diablo de hombre.

-¿Por qué?... ¡Porque me cuesta creer en Él!

-Quiero comprenderlo bien. ¿Me dice que cree en Dios porque le cuesta creer en Él?

-Sí. Y hasta diré más, Pascal: Si no me costara creer, creo que no creería.

-Es curioso.

-Pero sin embargo es así.

-Supongo, Guitton, que esa no es su única razón.

-No, pero es una. Si Dios fuese fácil estaría al alcance de la mano. No sería trascendente y no sería Dios. Pero si Dios es Dios, hay una desproporción entre Él y nosotros. Nada tiene de asombroso que para percibirlo, debamos empinarnos en la punta del espíritu.

-¿Pero en qué sentido le cuesta creer?

-Quisiera poder deducir su existencia a partir de mí. Siento que eso es imposible. En este sentido me cuesta. Pero si yo creyera así, no creería en Él y el Dios al cual adhiriera no sería Dios. Por consiguiente, no poder creer así me ayuda a creer.

-¿Pero si pudiese deducir a Dios?

-Estaría a mi nivel y ya no sería Dios.

-Sí, pero todo eso es negativo. ¿De qué manera esas dificultades lo ayudan a creer verdaderamente que Dios es Dios?

-Porque de todos modos, Pascal, creo en lo Absoluto. Por lo tanto, si no creo en un Absoluto que no es Dios creo forzosamente en un Absolutamente que es Dios.

-Para mí, está muy claro. Y es muy original.

-No tanto. Descartes escribió, en las Reglas para la dirección del espíritu: "Dudo, luego Dios existe. Dubito, ergo Deus est. Yo le he dicho lo mismo, a mi manera.

-Me sorprende que Desacartes haya podido decir algo tan bien. Si usted lo dice, seguramente es verdad. De lo que se desprende que él no es tan inútil e incierto como yo lo he escrito. ¿Podría usted explicar más? ¿Qué quiere decir con esas palabras,"Dios no sería Dios" y "Dios que sería Dios"?

-Todo está allí. Veamos. Le propongo distinguir dos palabras que a menudo se confunden: Absoluto y Dios.


Continúa...
Jean Guitton, Mi testamento filosófico

La taberna de la Historia (XV)


Del Mar de Génova al Atlántico


Éste es un relato de Cristóbal Colón.

Cada cual lleva su mundo a cuestas. Yo, en Génova, miraba al mar, como el de Florencia las laderas del valle del Arno. Dos repúblicas, dos mundos. La costa de Liguria, para mi caso, se abre en mi patria como un abanico de piedra que llega a las nubes. Abajo, en el puerto, se aprieta en una telaraña de callejones salados con el aire del mar. Para ir de la barriada marinera a las casas de arriba, hay que trepar desfiladeros para cabras y se llega a miradores abiertos. Por un lado son ventanas al mar. Por otro, a las montañas. Mi padre era de los que veían hacia dentro. Era de la tierra. Negociaba con pastores, pertenecía al arte de la luna, vivía entre la ciudad y el campo. Nuestra casa quedaba al fondo de un caracol de rocas. Veíamos el cielo como por la boca de un tragaluz. Nací, pues, lleno de ansia de mar. Quiero decir que Génova, como Jano, y de Jano viene, tiene dos caras, y Domenico, mi padre, y yo estábamos de espaldas. Cada uno buscando un horizonte opuesto. Cuando llegó el momento, eché a andar a contra-padre... Siguiendo el rumbo de los burgueses que hicieron la grandeza de la república y llegaron a los mercados de Constantinopla. Lo primero que supe de fuera fue de Bósforo, uniendo dos mares de dos mundos. El Mármara griego y el Negro, en que confluyen las aguas del Danubio y las del Don tocado por el Asia misteriosa. Allá los genoveses habían instalado su colonia, que era como otra república con sus leyes y sus magistrados y sus bodegas. Llegaban los comerciantes de los dos lados para un tráfico de alfombras, sedas, especias y perlas que eran la vida de la república ligura. Ahora, los turcos tiraban a la basura la herencia de Constantino. Convirtieron en mezquita a Santa Sofía, cegaron la vía del mar y cambiaron el nombre de la ciudad por Estambul... Esto lo oía como los niños de ahora lo de Caperucita...

Acercándome a la playa pensaba que ahí estaba mi casa propia. Los marineros remendaban redes, cosían velas, descargaban pescado, sacaban los botes a la arena. Los oía contar historias, cantar. El mar me entraba por el aire a los pulmones. Doménico, mi padre, veía cómo me apartaba del negocio en que habría querido que le sucediera... Hasta que llegó el momento de embarcarme. Fue mi grito de independencia. Todo lo aprendía de los mareantes y no tuve más escuela -ni la necesitaba- que el Mediterráneo, el mar nuestro, el de los africanos, el de los levantinos. En los tiempos antiguos lo habían cruzado los griegos para descubrir el imperio de los faraones. A Alejandría, al Nilo... De Marco Polo para acá surgió el sueño de la India remota, de la China del Gran Kan, de Cipango fabuloso... Estas cosas empecé a columbrarlas desde que hice mi primera salida a Quíos, la isla del Egeo, puerta del Oriente.

Hasta por el cuento de mis amores se ve que soy marino... Primero mi mar fue el chiquitico de Liguria. Luego me di cuenta de cómo estaban pintados sobre el Mediterráneo los colores de los reinos, como se hace en los mapas con las tierras: mar de Génova, mar de Toscana, mar de Venecia, mar de África, golfo de Lyon... Para nosotros primero fue el mapa de las aguas, luego el de los reinos interiores. Nuestra carta no era geográfica sino de marear. El portulano, catálogo de nombres escritos en la costa para saber la distancia de una parada a otra. Navegar era conocer, comerciar, tener en cada puerto un amor, y seguir, seguir, seguir...

Mientras no tuve otro horizonte que el Mediterráneo, mi universo llegaba a Gibraltar. Cuando caí a Lisboa sentí que estaba en la orilla del Mediterráneo grande: el mar Océano. Dije estas dos palabras y se me alborotó el ansia de grandeza. Me coloqué frente a un Japón ilusorio, como antes frente a Marruecos o Egipto. Leí a Marco Polo. Acorté las distancias como Toscanelli. Lisboa fue mi segunda Génova, ahora balcón del mundo. Iba a ser yo el autor del nuevo portulano. Los de la escuela portuguesa de don Enrique no me creyeron. Eran marinos de cabotaje, no se apartaban de la costa africana. Como si el Atlántico no tuviera otra orilla. Seguía siendo el mar tenebroso que yo saqué de la oscuridad para ser su almirante.



Continúa...
Germán Arciniegas, La taberna de la Historia

jueves, 2 de abril de 2009

De la magia erótica al amor romántico (VI)

¿Quién puso la Reina sobre el tablero? (V)

Un amor adúltero y casto

En cualquier caso cuando examinamos con atención la obra de estos trovadores no podemos sino asombrarnos. Siempre declaran su amor a una dama casada, conducta ciertamente condenable para los valores éticos que sustentaba la sociedad feudal, pero el esposo de dichas féminas no se siente ofendido en absoluto por el hecho de que otro hombre se confiese abiertamente rendido ante los encantos de su esposa. El marido, la mujer y el amante que se queja configuran una especie de extraño triángulo amoroso que, salvo escasas excepciones puntuales, convive en armonía. El trovador no celebra ni reivindica el amor libre, sino un amor adúltero. Invariablemente la dama pertenece a otro y se halla comprometida por el vínculo del sacramento matrimonial.

Tampoco puede afirmarse que la relación de vasallaje refleje el hecho de que el caballero pertenezca a una clase social inferior a ella y sea dicha diferencia de rango el obstáculo insalvable para consumar la unión y lo que convierte a la pasión que se canta en un amor imposible. Aunque es cierto que muchos trovadores de condición modesta les dedicaron sus requiebros líricos a damas de alta alcurnia, no lo es menos que en las canciones de aquellos que fueron reyes -algunos tan poderosos y famosos como Ricardo Corazón de León o el emperador Federico Barbarroja- se expresa la misma situación de vasallaje y la condición de inaccesible que tiene la dama.

Este hecho descalifica las explicaciones sociológicas que han propuesto algunos autores desde una perspectiva profana, al tiempo que nos sugiere que ese nivel de manifiesta inferioridad en el cual se sitúa el caballero para dirigirse a su dama refleja una actitud sicológica y una disposición espiritual. Esta bella no es inalcanzable por disfrutar de un rango social más elevado que el trovador, sino que lo es por definición. La dama es la Reina que preside el amor cortés en este ajedrez de la vida medieval y el caballero no sólo le rinde culto, sino que le jura y debe obediencia. Estamos ante un postulado o axioma fundamental del juego poético que cultivaban los trovadores. Como sucede en el caso del ajedrez, el Reglamento del amor cortés que codificaba la preceptiva de la lírica provenzal exigía que la Dama fuese la figura más poderosa en el territorio del Gay saber o Gaya ciencia.

Finalmente, el amor adúltero que canta el trovador presenta una particularidad asombrosa que, en buena medida, explica la civilizada tolerancia del esposo de la bella en tiempos tan poco propicios a la idea de "pareja abierta": se trata de una pasión rigurosamente casta que exige la no satisfacción del deseo amoroso que inspira la dama.

Casi todos los autores asumen como un hecho sólidamente establecido que la no consumación resulta esencial a este amor cortés anticonyugal. Más adelante veremos que resulta legítimo deducir que no todo es tan casto. Pero admitamos que el objetivo -al menos en principio y teóricamente- es conseguir la ascensión sin límites de un deseo que se depura al intensificarse cada vez más.

Guido Cavalcanti -heredero italiano de una poesía en lengua de Oc, que formó parte de la cofradía esotérica de los fedeli d' Amore y fue destacado miembro de los poetas del Dolce Stil Nuovo junto con Dante-, lo expresó de un modo muy duro al afirmar: "este amor solamente existe cuando el deseo es tan grande que sobrepasa los límites del amor natural". El deseo carnal no satisfecho, y espoleado de forma permanente, era la clave de esa depuración progresivamente mayor a medida que se exacerbaba y espiritualizaba cada vez a mayor altura, pero sin consumarse.

La diosa escondida

Otro aspecto esencial en este arte es el secreto. El trovador confiere un nombre en clave a su dama -Rosa Bermeja, Luz Verdadera, Consolación, Amante- y aborrece especialmente a los lonsegiers: indiscretos, espías y enemigos del amor de quienes había que guardarse. Aquel que revela los secretos de este amor cortés es "un pérfido".

La dama se erige en la diosa oculta de una religión personal y secreta y el trovador la venera hasta el extremos de conferirle la facultad mesiánica sobre su vida. "Solo por ella seré salvado", suspira Guillermo de Poitiers, con una expresión que atribuye a su dama nada menos que la función crística de redención.

Extraño amor adúltero resulta esta pasión que rehúsa consumar el deseo y prefiere espolearlo en la convicción de que sin "morir de amor" no es posible "vivir de verdad", creando así un tópico que recogió más tarde tanto la poesía renacentista de un Garcilaso de la Vega -"Por vos nací, por vos tengo la vida,/por vos he de morir y por vos muero", escribe en su soneto V, claramente trovadoresco- como la poesía mística de Santa Teresa: "Vivo sin vivir en mí/y de tal manera espero/que muero porque no muero", en una reelaboración del tema del "amor humano" como metáfora del "amor divino"; inversión que, probablemente, supone el retorno a las fuentes de inspiración trovadoresca. Al menos, algunos autores cualificados interpretan esta poesía como transposición de conceptos místicos en imágenes propias de la poesía amorosa, siguiendo la escuela de la escuela sufi de los místicos árabes, que floreció en el lirismo andaluz de los siglos X y XI. Por ejemplo, encontramos la misma idea en Al-Hallaj -ejecutado por hereje del Islam-, cuando manifiesta: "Al darme la muerte me harás vivir, pues para mí morir es vivir y vivir es morir". El tópico aparece en muchos otros sufis. Ibn Al-Faridh escribe: "El que no muere de su amor no puede vivir de él".

¿Qué sentido tiene este amor adúltero, pero casto, que busca el desapego del deseo carnal después de haberlo suscitado? Todo esto nos parece hoy demasiado rebuscado, entre otras cosas porque no hemos sabido develar dicho sentido: la finalidad íntima de asumir un tormento que conduce a un morir de amor para alcanzar una vida nueva a la cual, como en la Vita nova de Dante solo se accede bajo el signo de la dama (Beatrice)



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Luis G. La Cruz, El secreto de los trovadores