martes, 11 de agosto de 2009

Carta al Greco (II) - Por Niko Kazantzakis



Mi alma entera es un grito y mi obra entera es la interpretación de ese grito.


Mi Carta al Greco no es una autobiografía: mi vida personal solo tiene un valor, muy relativo, para mí y para nadie más. El único valor que le reconozco es éste: su lucha por ascender palmo a palmo y por llegar tan alto como lo permitían sus fuerzas y su obstinación -a la cima que por mi cuenta he denominado la Mirada crítica.




Encontrarás, pues, lector, en estas páginas la línea roja hecha con gotas de mi sangre, que jalona mi camino entre los hombres con las pasiones y las ideas. Todo hombre digno de ser llamado hijo del hombre carga su cruz sobre sus hombros y sube a su Gólgota. Muchos, los más numerosos, alcanzan el primero, el segundo, el tercer grado, jadean y se desploman, en medio de su marcha y no llegan a la cumbre del Gólgota -quiero decir a la cima de su deber: ser crucificado, resucitar, salvar sus almas. Desfallecen, la cruz les infunde miedo, no saben que la crucifixión es el único camino de la resurrección, que no hay otro.


Ha habido cuatro grados decisivos en mi ascensión, y cada uno de ellos lleva un nombre sagrado: Cristo, Buda, Lenin, Ulises. Esta marcha sangrienta de una de estas grandes almas a la otra, ahora que ya se pone el sol, trato de trazarla en este cuaderno de viaje: cómo un hombre asciende extenuado, la montaña abrupta de su destino. Mi alma entera es un grito y mi obra entera es la interpretación de ese grito.


Siempre, durante toda mi vida una palabra no ha dejado de tiranizarme y de azotarme: la palabra Subida. Quisiera pintar aquí esta subida, mezclando la imaginación y la verdad. Y también las huellas rojas que ha dejado mi ascensión. Y me apresuro, antes de llevar el "casco negro" y bajar al polvo, pues esta línea sangrienta será la única huella que dejará mi paso por la tierra: lo que he escrito, lo que he hecho está inscrito y grabado en el agua y ha desaparecido.


Clamo a la memoria que recuerde, recojo mi vida dispersada en el viento; de pie como un soldado ante el general, hago mi Informe al Greco; porque él está amasado con la misma tierra cretense que yo y porque puede comprenderme, mejor que todos los luchadores que viven o han vivido. ¿Acaso no ha dejado él la misma huella roja en las piedras?



CARTA AL GRECO


RECOJO MIS HERRAMIENTAS: la vista, el oído, el gusto, el olfato, el tacto, la mente. Ha caído la tarde, la jornada de trabajo concluye, vuelvo como el topo a mi casa, a la tierra. No es que esté cansado de trabajar, no lo estoy, pero ya se pone el sol.


Se ha puesto el sol, las montañas se han desvanecido, las cordilleras de mi espíritu retienen un poco de luz en sus cumbres, pero ya se extiende la noche sagrada; surge de la tierra, desciende del cielo y la luz ha jurado no rendirse. Pero la luz sabe que no tiene salvación, no se rendirá, se extinguirá.


Yo echo a mi alrededor una mirada postrera: ¿a quién decir adiós, a qué? ¿A las montañas, al mar? ¿A la parra vendimiada, a la virtud? ¿Al pecado, al agua fresca? Esto no sirve de nada, de nada: todas las cosas bajan a la tierra conmigo.



Continúa...
Niko Kazantzakis, Carta al Greco

lunes, 10 de agosto de 2009

El rey Arturo y sus caballeros (XI)



Volvamos a Arturo. En cuanto partieron Ban y Bors, el rey se dirigió con su séquito a la ciudad de Caerleon. Luego vino a su corte la esposa del rey Lot de Orkney, al parecer para traerle un mensaje, pero en realidad con el propósito de espiarlo. Vino ricamente vestida y con un fastuoso cortejo de damas y caballeros. La esposa del rey Lot era una hermosa mujer y Arturo la codició y la amó y ella concibió un hijo de Arturo, aquel a quien más tarde llamarían sir Mordred. Esta dama permaneció un mes en la corte de Arturo y luego regresó a sus tierras y Arturo ignoraba que ella era su media hermana y que sin saberlo había caído en pecado.


Sin esa dama en la corte, concluidas las simplicidades de la guerra, ausentes los reyes franceses con su templada y presta amistad, quedaba el reino de Inglaterra, que en realidad aún no había aceptado el cetro de Arturo. La guerra, la amistad y el amor lo habían distraido de esa reflexión, pero el ocio lo colmaba de tribulación e incertidumbre. Y tuvo un sueño que lo aterrorizó, pues Arturo creía, y con razón, en la importancia de los sueños. Soñó que dragones y serpientes hollaban sus tierras y se arrastraban por ellas causando muertos y calcinando cosechas y sembradíos con su hálito ponzoñoso. Y soñó que los combatía con mórbida futilidad y que lo mordían y quemaban y herían sin que él cejara en la lucha, y al fin le pareció haber muerto a muchos y puesto en fuga a los demás.


Cuando despertó, Arturo no pudo disipar los efectos de ese sueño negro y ominoso. Las imágenes nocturnas empañaban la luz del día. Para distraerse, reunió unos pocos caballeros y servidores y salió a cazar en el bosque.


El rey no tardó en divisar un gran venado. Picó espuelas y se lanzó a perseguirlo. Pero hasta la persecución se asemejaba a un sueño. Varias veces estuvo a punto de arrojar la jabalina sobre su presa, pero el venado súbitamente se distanciaba. En su afán por darle caza agotó las fuerzas de su montura, que al fin tropezó, tambaleó y cayó muerta, mientras el venado escapaba. Entonces el rey despachó un sirviente en busca de otro caballo. Fue a sentarse junto a un pequeño arroyo, y la sensación de estar soñando persistía y se le cerraban los ojos. En eso le pareció escuchar los ladridos de una jauría. Surgió de la fronda una bestia extraña y descomunal de una especie desconocida para él, y los ladridos provenían del vientre de la bestia. La bestia se acercó a la fuente para beber, pero cuando se apartó de la espesa penumbra de los árboles, los afanosos ladridos volvieron a salir de su vientre. Y en el día empañado por el sueño, el rey quedó abrumado por graves y negros pensamientos, y se durmió.


Luego le pareció que un caballero a pie se acercaba y le decía:


-Caballero caviloso y somnoliento, dime si has visto pasar por aquí una bestia extraña.


-Así es -dijo el rey-. Se metió en el bosque. Pero dime, ¿por qué te interesa esa bestia?


-Señor -dijo el caballero-, estoy a la búsqueda de esa bestia y la he seguido durante mucho tiempo, hasta que mi caballo perdió la vida. Ojalá tuviera otro caballo para proseguir mi búsqueda.


En eso llegó un sirviente de Arturo trayéndole un caballo y el caballero suplicó que se lo cediera, diciéndole:


-Hace doce meses que persigo a mi presa, y debo continuar.


-Señor caballero -dijo Arturo-, concédeme tu presa y yo la perseguiré otros doce meses, pues necesito algo así para ahuyentar la congoja que me embarga el corazón.


-Me pides una necedad -dijo el caballero-. Esta búsqueda me pertenece y no puedo delegarla en otro, a menos que fuera alguien de mi propia sangre. -Entonces el caballero se precipitó hacia el caballo del rey y lo montó, y le dijo-: Gracias, señor. Ahora el caballo es mío.


-Puedes adueñarte de mi caballo por la fuerza -exclamó el rey-, pero deja que las armas decidan si lo mereces más que yo.


El caballero se alejó, gritándole por encima del hombro:


-Esta vez no, pero en cualquier momento puedes encontrarme aquí junto a la fuente, preparado y dispuesto a brindarte una satisfacción- Y se internó en el bosque. El rey ordenó a su servidor que le trajera otro caballo y luego volvió a ser presa de negras ensoñaciones.


Era un día signado por un sortilegio, un día en que la realidad se deformaba como un reflejo sobre la trémula superficie del agua. Y el día continuó así, pues ahora se acercó un mozo de catorce años y le preguntó al rey porqué estaba pensativo.


-No me faltan razones -dijo el rey-, pues he visto y sentido cosas extrañas y maravillosas.


-Sé lo que has visto - dijo el mozo-. Conozco todos tus pensamientos, también sé que solo un necio se preocupa por las cosas que no puede remediar. Sé más aún. Sé quien eres y el rey Uther era tu padre y la reina Igraine tu madre.


-Esto es falso -dijo con enojo Arturo. ¿Cómo puedes saberlo siendo tan joven?


-Sé estas cosas mejor que tú -, replicó el mozo-, mejor que nadie.


-No te creo -dijo el rey, y tanto lo encolerizó la impertinencia que el mozo se alejó, dejándolo una vez más librado a su melancolía.


Se acercó un anciano, un varón octogenario con el rostro lleno de sabiduría, y Arturo se alegró porque necesitaba ayuda contra sus oscuras reflexiones.


-¿Por qué estás triste? -le preguntó el anciano.


-Son muchas las causas de mi tristeza y mi estupor -respondió el rey- pero recién se acercó un joven y me habló de cosas que no podía ni debía saber.


-El joven te dijo la verdad -dijo el anciano-. Debes aprender a escuchar a los niños. Te hubiera dicho mucho más si se lo hubieses permitido. Pero tu alma está negra y cerrada porque cometiste un pecado y Dios está disgustado contigo. Haz amado a tu hermana y engendrado un hijo en ella. Y ese hijo crecerá para destruir a tus caballeros, a tu reino y a ti.


-¿Qué estás diciendo? -exclamó Arturo-. ¿Quién eres tú?


-Soy Merlín el viejo. Pero también era yo, Merlín el niño, quien quiso enseñarte que escucharas a todo el mundo.


-Eres un hombre prodigioso -dijo el rey-. Siempre te envuelve el misterio como a un sueño. Aclárame tu profecía: ¿Es verdad que debo morir en batalla?


-Es voluntad de Dios que seas castigado por tus pecados -dijo Merlín-. Pero debes alegrarte, pues tendrás una muerte digna y honorable. Yo soy el único que debe estar triste, pues mi muerte será vergonzosa, fea y ridícula.


Un nubarrón manchó el cielo y el viento sibiló velozmente en la enramada.


-Si sabes como vas a morir -dijo el rey-, quizás puedas evitarlo.


-No -dijo Merlín-. Es tan imposible de alterar como si ya hubiese ocurrido.


Arturo observó el cielo.


-Es un día negro -dijo-, un día turbulento.




Continúa...

John Steinbeck, El rey Arturo y sus caballeros