miércoles, 30 de septiembre de 2009

VARIUS MULTIPLEX MULTIFORMIS (IX)

Vivía entonces una época de exaltación extraordinaria, debida en parte a la influencia de un pequeño grupo de tenientes que me rodeaba y que había traído extraños dioses del fondo de las guarniciones asiáticas. El culto de Mitra, menos difundido entonces de lo que llegó a ser luego de nuestras expediciones contra los partos, me conquistó un momento por las exigencias de su arduo ascetismo, que tendía duramente el arco de la voluntad por la obsesión de la muerte, del hierro y la sangre, que exaltaba al nivel de explicación del mundo la aspereza trivial de nuestras vidas de soldados. Nada hubiera debido oponerse más a las ideas que empezaba yo a abrigar acerca de la guerra, pero aquellos ritos bárbaros, que crean entre los afiliados vínculos de vida

y de muerte, halagaban los más íntimos ensueños de un joven, ansioso de presente. incierto ante el porvenir, y por ello mismo abierto a los dioses. Fui iniciado en una torrecilla de madera y juncos, a orillas del Danubio, teniendo por asistente a Marcio Turbo, mi compañero de armas. Me acuerdo de que el peso del toro agonizante estuvo a punto de derrumbar el piso bajo cuya abertura me hallaba para recibir la sangrienta aspersión. Más tarde he reflexionado sobre los peligros que estas sociedades casi secretas pueden hacer correr al Estado si su príncipe es débil y ha terminado por reprimirlas rigurosamente, pero reconozco que frente al enemigo confieren a sus adeptos una fuerza casi divina. Cada uno de nosotros creía escapar a los estrechos límites de la condición de hombre, se sentía a la vez el mismo y el adversario, asimilado al dios de quien ya no se sabe si muere forma bestial o mata bajo forma humana. Aquellos ensueños extraños que hoy llegan a alterarme, no diferían tanto de las teorías de Heráclito sobre la identidad del arco y del blanco. En aquel entonces me ayudaban a tolerar la vida. La victoria y la derrota se mezclaban, confundidas, rayos diferentes de la misma luz solar. Aquellos infantes dacios que pisoteaban los cascos de mi caballo, aquellos jinetes sármatas abatidos más tarde en encuentros cuerpo a cuerpo donde nuestras cabalgaduras encabritadas se mordían en pleno pecho, a todos podía yo herirles más fácilmente por cuanto me identificaba con ellos. Abandonado en un campo de batalla, mi cuerpo despojado de sus ropas no hubiera sido tan distinto de los suyos. El choque de la última estocada hubiera sido el mismo. Te confieso así pensamientos extraordinarios, que se cuentan entre los más secretos de mi vida, y una extraña embriaguez que jamás he vuelto a encontrar exactamente bajo esa forma. Cierto número de acciones brillantes, que quizá no hubieran llamado la atención en un soldado me dieron renombre en Roma y una suerte de gloria en el ejército. La mayoría de mis supuestas proezas no eran más que inútiles bravatas; con cierta vergüenza descubro hoy detrás de esa exaltación casi sagrada de que hablaba hacía un momento, un bajo deseo de agradar a toda costa y atraer la atención sobre mí. Así, un día de otoño, crucé a caballo el Danubio henchido por las lluvias, llevando el pesado equipo de los soldados bátavos. En este hecho de armas, si lo fue, mi cabalgadura tuvo más mérito que yo. Pero ese período de locura heroica me enseñó a distinguir entre los diversos aspectos del coraje. Aquel que me gustaría poseer de continuo es glacial, indiferente, libre de toda excitación física, impasible como la ecuanimidad de un dios. No me jacto de haberlo alcanzado jamás. La falsificación que utilicé más tarde no pasaba de ser en mis días malos una cínica despreocupación hacia la vida, y en los días buenos, un sentimiento del deber al cual me aferraba. Pero muy pronto por poco que durara el peligro, el cinismo o el sentimiento del deber cedían a un delirio de intrepidez, especie de extraño orgasmo del hombre unido a su destino. A la edad que tenía entonces, aquel ebrio coraje persistía sin cesar. Un ser embriagado de vida no prevé la muerte; ésta no existe y él la niega con cada gesto. Si la recibe, será probablemente sin saberlo; para él no pasa de un choque o de un espasmo. Sonrío amargamente cuando me digo que hoy consagro un pensamiento de cada dos a mi propio fin, como si se necesitaran tantos preparativos para decidir a este cuerpo gastado a lo inevitable. En aquella época, en cambio, un joven que mucho hubiera perdido de no vivir algunos años más, arriesgaba alegremente su porvenir todos los días.


Continuará...
Marguerite Yourcenar, Memorias de Adriano

martes, 29 de septiembre de 2009

Los modos generales del pensamiento oriental (IV)

¿Qué hay que entender por tradición? (I)



En lo que precede hemos hablado a cada instante de tradición, de doctrinas o de concepciones tradicionales, y hasta de lenguas tradicionales, y no se puede hacer de otro modo cuando se quiere designar lo que constituye verdaderamente todo lo esencial del pensamiento oriental bajo sus diversos modos; pero ¿qué es más precisamente la tradición? Decimos desde luego, para evitar una confusión que podría producirse, que no tomamos esta palabra en el sentido restringido en que el pensamiento religioso de Occidente opone a veces "tradición" y "escritura", entendiendo por el primero de estos dos términos, de una manera exclusiva, lo que ha sido objeto de una tradición oral. Por el contrario, para nosotros la tradición, en una acepción mucho más general, puede ser escrita lo mismo que oral, aunque habitualmente, si no siempre, haya debido ser antes que todo oral en su origen, como lo hemos explicado; pero, en el estado actual de las cosas la parte escrita y la parte oral forman por doquiera dos ramas complementarias de una misma tradición, ya sea religiosa o de otra especie, y no vacilamos en hablar de "escrituras tradicionales", lo que sería evidentemente contradictorio si diésemos a la palabra "tradición" solo su significado más especial; por lo demás, etimológicamente, la tradición es simplemente "lo que se transmite" de una manera o de otra. Además, es necesario comprender en la tradición a título de elementos secundarios y derivados, pero sin embargo importantes para tener de ella una noción completa, todo el conjunto de las instituciones de diferentes órdenes que tienen su principio en la misma doctrina tradicional.



Considerada así, la tradición puede parecer que se confunde con la misma civilización que es, según ciertos sociólogos, "el conjunto de las técnicas, de las instituciones y de las creencias comunes a un grupo de hombres durante un cierto tiempo"; pero ¿qué vale exactamente esta definición? No creemos, a decir verdad, que la civilización sea susceptible de caracterizarse generalmente en una fórmula de este género, que será siempre demasiado amplia o demasiado estrecha en ciertos aspectos, exponiéndose a dejar fuera de ella elementos comunes a toda civilización y a comprender en cambio otros elementos que solo pertenecen propiamente a algunas civilizaciones particulares. Así pues, la definición precedente no tiene en cuenta lo que hay de esencialmente intelectual en toda civilización, porque esto es algo que no se podría hacer entrar en lo que se llama las "técnicas", que se nos dice que son "conjuntos de prácticas especialmente destinadas a modificar el medio físico"; por otra parte, cuando se habla de "creencias", agregando que esta palabra debe ser "tomada en sentido habitual" hay ahí algo que supone manifiestamente la presencia del elemento religioso, lo cual es en realidad especial a ciertas civilizaciones y no se encuentra en otras. Para evitar cualquier inconveniente de este género nos hemos contentado, al principio, con decir simplemente que una civilización es el producto y la expresión de cierta mentalidad común a un grupo de hombres más o menos extenso reservando para cada caso particular la determinación precisa de sus elementos constitutivos.



De todos modos, no es menos cierto que, en lo que se refiere al Oriente, la identificación de la tradición y de la civilización toda entera está justificada en el fondo: cualquier civilización oriental, tomada en su conjunto, se nos presenta como esencialmente tradicional, y esto resulta inmediatamente de las explicaciones que dimos en el capítulo precedente. En cuanto a la civilización occidental, dijimos que está por el contrario desprovista de todo carácter tradicional con excepción de su elemento religioso, que es el único que ha conservado este carácter. Es que las instituciones sociales para que se las pueda llamar tradicionales, deben estar efectivamente unidas como a un principio, a una doctrina de carácter tradicional también, ya sea esta doctrina metafísica, ya religiosa, o de cualquier otra clase concebible. En otros términos, las instituciones tradicionales, que comunican este carácter a todo el conjunto de una civilización, son las que tienen su razón de ser profunda en su dependencia más o menos directa, más o menos intencionada y conciente, con relación a una doctrina cuya naturaleza fundamental es, en todos los casos, de orden intelectual; pero la intelectualidad puede hallarse en ella en estado puro y entonces se trata de una doctrina propiamente metafísica, o bien encontrarse mezclada a diversos elementos heterogéneos, lo cual da nacimiento al modo religioso y a los otros modos de que puede ser susceptible una doctrina tradicional.





Continuará...

René Guenon, Introducción general al estudio de las doctrinas hindúes

lunes, 28 de septiembre de 2009

La prisionera (IX)

De todos los vestidos o batas que llevaba la Sra. de Guermantes, los que parecían deberse más a una intención determinada, estar provistos de un significado especial, eran los que Fortuny había hecho a partir de antiguos dibujos de Venecia. ¿Será su carácter histórico o más bien el hecho de que cada uno de ellos es único lo que le infunde un carácter tan particular, que la postura de la mujer que los lleva mientras nos espera, mientras charla con nosotros, adquiere una importancia excepcional, como si ese traje hubiese sido el fruto de una larga deliberación y como si esa conversación estuviera separada de la vida corriente cual escena de novela? En las de Balzac se ve a heroínas que se ponen a propósito tal o cual atuendo, el día que van a recibir a determinado visitante. Los atuendos de hoy no tienen tanto carácter, a excepción de los vestidos de Fortuny. En la descripción del novelista no puede subsistir ninguna vaguedad, puesto que ese vestido existe realmente y hasta los menores dibujos están tan naturalmente determinados como los de una obra de arte. Antes de ponerse éste o aquél, la mujer ha tenido que entre dos vestidos no casi iguales, sino profundamente individuales cada uno de ellos y que podrían recibir un nombre.
Pero el vestido no me impedía pensar en la mujer. La Sra. de Guermantes me pareció en aquella época más agradable incluso que en la época en que aún la amaba. Al esperar menos de ella - a quien ya no iba a ver por ella misma- , la escuchaba casi con la tranquilidad descarada que tenemos cuando estamos solos, con los pies sobre los morillos de la chimenea, así como habría leído un libro escrito en el lenguaje de antaño. Tenía la suficiente libertad mental para saborear en lo que ella decía esa gracia francesa tan pura, que no encontramos ni en el habla ni en los escritos de la época actual. Escuchaba yo su conversación como una canción popular deliciosamente francesa, comprendía haberla oído burlarse de Maeterlinck -al que, por lo demás, admiraba ella ahora por debilidad espiritual de mujer sensible a esas modas literarias cuyos rayos llegan con retraso-, así como comprendía que Merimée se burlara de Baudelaire, Stendhal de Balzac, Paul-Louis Courier de Víctor Hugo y Meilhac de Mallarmé. Comprendía yo perfectamente qu el burlón tenía un pensamiento más limitado en comparación con aquel de quien se burlaba, pero también un vocabulario más puro. El de la Sra. de Guermantes, casi tanto como el de la madre de Saint-Loup, lo era en un grado hechizador. No es precisamente en los escritores de hoy, que dicen de hecho (por en realidad), singularmente(por en particular), asombrado (por presa del estupor), etc., etc., en los que encontramos el antiguo lenguaje y la verdadera pronunciación de las palabras, sino hablando con una Sra. de Guermantes o una Françoise. Ya a la edad de cinco años, había aprendido yo, gracias a esta última, que no se dice Tarn, sino Tar, no Béarn, sino Béar, por lo que a los veinte años, cuando entré en la alta sociedad, no tuve que aprender a no decir, como la Sra. Bontemps, las Sra. de Béarn.

Mentiría, si dijera que la duquesa no tenía conciencia de aquella faceta rural y casi campesina que conservaba y no la mostraba con cierta afectación, pero, por su parte, se trataba menos de falsa sencillez de gran señora que se las da de campesina y orgullo de duquesa que se burla de las señoras ricas desdeñosas de los campesinos, a los que no conocen, que de gusto casi artístico de una mujer que conoce el encanto de lo que posee y no va a estropearlo con un enlucido moderno. Del mismo modo, todo el mundo ha conocido en Dives al propietario normando de Guillermo el Conquistador, que se había abstenido -cosa muy poco común- de dotar a su hostal de lujo moderno de un hotel y que, aun siendo millonario, a su vez, conservaba el habla, la blusa de un campesino normando y te dejaba verlo hacer en persona en la cocina, como en el campo, una cena que no por ello dejaba de ser infinitamente mejor y aun más cara que en los mayores palacios.


Toda la savia local que hay en las antiguas familias aristocráticas no basta: es necesario que nazca en ellas un ser lo bastante inteligente para no desdeñarla, para no borrarla bajo el barniz mundano. La Sra. de Guermantes, pese a ser, por desgracia, ingeniosa y parisina y a no conservar, cuando la conocí, de su terruño otra cosa que el acento, había logrado al menos, cuando quería, describir su vida de niña, para su lenguaje uno de esos términos medios -entre lo que habría parecido demasiado involuntariamente provinciano o, artificialmente letrado- a los que deben su atractivo La pequeña Fadette de George Sand o ciertas leyendas transmitidas por Chateaubriand en las Memorias de ultratumba. Lo que a mí me daba placer sobre todo era oírla contar alguna historia en la que aparecían campesinos con ella. Los nombres antiguos, las antiguas costumbres, hacían que esos paralelismo entre el castillo y la aldea resultaran bastante sabrosos. Cierta aristocracia, al permanecer en contacto con las tierras en las que era soberana, sigue siendo regional, de modo que las palabras más sencillas hacen desplegarse ante nosotros todo un mapa histórico y geográfico de la historia de Francia.


Si no había la menor afectación, la menor voluntad de fabricar un lenguaje propio, esa forma de hablar era un auténtico museo de historia de Francia mediante la conversación. "Mi tío abuelo Fitt-jam" no resultaba extraño pues sabido es que los Fitz-James proclamaban que son grandes señores franceses y no quieren que se pronuncie su nombre a la inglesa. Por lo demás, resultaba admirable la conmovedora docilidad conque personas que habían creído hasta entonces deber aplicarse para pronunciar gramaticalmente ciertos nombres, se atenían de pronto -tras haber oído a la duquesa de Guermantes decirlos de otro modo- a la pronunciación que no habían podido sospechar. Así, la duquesa como un bisabuelo suyo había estado junto a Chambord, gustaba -para pinchar a su marido por haberse vuelto orleanista- de proclamar: "Nosotros, los viejos de Frochedorf". El visitante que había creído acertar al decir hasta entonces "Frohsdorf" cambiaba de casaca a toda prisa y no cesaba de decir "Frochedorf".


Una vez en que pregunté a la Sra. de Guermantes quién era un joven exquisito que me había presentado como su sobrino y cuyo nombre había oído yo mal, no lo distinguí mejor cuando, desde el fondo de su garganta la duquesa emitió muy fuerte, pero sin articular, estas palabras: "Es el... ño León, hermano de Robert. Afirma tener la forma del cráneo de los antiguos galos". Entonces comprendió lo que había dicho: es el pequeño Léon (el príncipe de León, cuñado, en efecto de Robert de Saint-Loup). "En todo caso, no sé si tiene el cráneo", añadió, "pero su forma de vestirse -muy elegante, por lo demás- no es de allí. Un día en que -de Josselin, donde me encontraba en casa de los Rohan- habíamos ido a un peregrinaje, habían acudido campesinos de casi todas las partes de Bretaña. Un aldeano larguirucho de Léon miraba con asombro los pantalones cortos y de color beis del cuñado de Robert. "¿Por qué me miras así? Me apuesto algo a que no sabes quien soy", le dijo Léon y, como el campesino decía que no, añadió: "Pues, mira, soy tu príncipe". "!Ah" respondió el campesino, al tiempo que se descubría y se disculpaba, "lo había tomado por un "inglis". Y si, aprovechando ese punto de partida, incitaba yo a la Sra. de Guermantes a extenderse sobre los Rohan -con quienes su familia se había unido a menudo por casamiento-, su conversación se impregnaba un poco del encanto melancólico de los perdones y, como diría ese auténtico poeta que es Pampille, "del áspero sabor de las hojuelas de trigo negro, tostadas sobre un fuego de aulagas".


Del marques de Lau -cuyo triste fin es sabido cuando, estando ya sordo se hacía llevar a la casa de la Sra. H***, ciega- contaba los años menos trágicos, cuando en Guermantes, después de la caza, se ponía en zNegritaapatillas para tomar el té con el rey de Inglaterra, del que no se consideraba inferior y con el cual, como se ve, no se andaba con miramientos. La duquesa lo comentaba con tanto pintoresquismo, que le añadía el penacho a la mosquetera de los gentilhombres un poco gloriosos de Périgord.


Por lo demás, incluso en la simple calificación de las personas, procurar diferenciar las provincias era para la Sra. de Guermantes, fiel a sí misma, un gran encanto que nunca habría podido tener una parisina de origen y aquellos simples nombres de Anjou, Poitou, Périgord, reconstruían paisajes en su conversación.



Continuará...

Marcel Proust, La prisionera