jueves, 30 de diciembre de 2010

De la magia erótica al amor romántico (IX)


Mito y ritual del amor cortés (III)
El mito del amor desdichado


Pero todo ritual es la formalización simbólica de un mito. El de la eucaristía católica evoca el sacrificio de Cristo. ¿Cuál es el mito que evoca el que crearon los trovadores? Denis de Rougemont nos pone el gran mito europeo del amor adúltero que narra la leyenda de Tristán e Isolda (Iseo, reina-maga mítica de Irlanda cuyo nombre evoca a Isis).

Tristán queda huérfano al nacer. Blancaflor, su madre, viuda, muere al darlo a luz y esta tragedia "marca" su existencia entera. Tristán, como su nombre lo indica, evoca el cielo aborrascado "del triste". El rey Marc de Cornualles, su tío, lo recoge y educa en su corte. Como buen héroe, Tristán libera a la ciudad de la amenaza del gigante Morholt, que como el minotauro cretense de la mitología griega exige un tributo de doncellas y mancebos. Herido en ese combate por la espada envenenada del gigante -modelo de dragón al que el caballero mata más tarde-, este Teseo medieval se embarca sin velas ni remos, dejándose llevar a la deriva con la única compañía de su espada de caballero y un arpa que preludia el arte trovadoresco. Su nave es arrastrada entonces hacia la costa irlandesa, donde la reina Iseo, hermana del gigante lo cura y lo cuida hasta que se repone y está en condiciones de regresar a la corte de Marc. Entretanto, éste estaba obsesionado con hallar a la mujer a la que pertenecía un cabello de oro que le dio un pájaro. Tristán parte en busca de la dama y una tempestad vuelve a arrojarlo a la costa irlandesa. Allí mata a un dragón que amenazaba al reino, pero de nuevo es herido e Iseo debe curarlo. Ella es la dama del cabello de oro a cuyos brazos las fuerzas cósmicas y la naturaleza lo empujan una y otra vez.


Cuando la reina descubre que el hombre al que ha salvado dos veces la vida es quien mató a su hermano, va en busca de Tristán y le sorprende bañándose. Con la propia espada de éste se propone darle muerte, pero finalmente le perdona la vida cuando él le informa sobre su misión.

El amor adúltero surge durante el viaje cuando los dos beben (el vino mágico de los esposos). Envueltos en la pasión devoradora que se apodera de ellos, intentan engañar al rey Marc haciéndole creer que la criada de Iseo es la reina pero unos "pérfidos barones" descubren el engaño y advierten al monarca, que destierra a nuestro héroe. No obstante, la pasión impulsa a Iseo a escapar con éste y ambos viven un tiempo ocultos en el bosque.

En esta historia -mucho más larga y compleja- aparecen ciertamente todos los elementos que sustentan la filosofía del amor cortés. Estamos ante un amor adúltero pero los amantes están predestinados a vivirlo, ya que el cosmos entero conspira para que se conozcan y se enamoren. También hallamos el culto del secreto -los barones son "pérfidos", aunque cumplen con las reglas feudales de advertir a su señor-, porque denunciar este amor es un sacrilegio lo que supone sacralizar la relación adúltera y situarla por encima de las leyes, usos y costumbres sociales. Ni siquiera falta "la lengua de los pájaros" (el cabello de oro de Iseo es llevado a Marc por un pájaro). También hay en este mito un elemento clave para entender el amor cortés: el hecho de que Tristán e Iseo se aman cuando se encuentran lejos y separados y, en cambio, cuando se unen y están juntos en el bosque el amor se debilita y languidece, hasta el extremo de que ella siente nostalgia de la corte del rey Marc.

La consumación del deseo mata al amor, que nada tiene que ver con la convivencia y el matrimonio. La intimidad física no permite a la pasión seguir creciendo hasta desarrollar todo su potencial transformador. Esta convicción será esencial para entender porqué los trovadores, como sus herederos renacentistas, en general prefieren mantener una distancia físicamente insalvable con la dama. Garcilaso dirá, en su Soneto W, que Elisa (su dama) grabó en su alma el amor que él canta, pero añade como lo canta: "tan solo, que aun de vos me guardo en esto". También hay una deificación de la mujer que transforma dicho amor en culto religioso:

En esto estoy y estaré siempre presto

que aunque no cabe en mí cuanto en vos veo,

de tanto bien lo que no entiendo creo,

tomando ya la fe por presupuesto.

El amor así concebido es una religión transformadora de interioridad, el medio para activar una alquimia espiritual que conduce a un estado superior de conciencia.

Continuará...

Luis G. La Cruz, El secreto de los trovadores

miércoles, 29 de diciembre de 2010

El viejo y el mar (XVIII)

Se acomodó confortablemente contra la madera y aceptó sin protestar su sufrimiento. Y el pez seguía nadando sin cesar y el bote se movía lentamente sobre el agua oscura. Se estaba levantando un poco de oleaje con el viento que venía del este y a mediodía la mano izquierda del viejo estaba libre del calambre.

-Malas noticias para ti, pez -dijo, y movió el sedal sobre los sacos que cubrían sus hombros.

Estaba cómodo, pero sufría, aunque era incapaz de confesar su sufrimiento.

-No soy religioso -dijo-. Pero rezaría diez padrenuestros y diez avemarías por pescar este pez y prometo hacer una peregrinación a la Virgen del Cobre si lo pesco. Lo prometo.

Comenzó a decir sus oraciones mecánicamente. A veces se sentía tan cansado que no recordaba la oración pero luego las decía rápidamente, para que salieran automáticamente. Las avemarías son más fáciles de decir que los padrenuestros, pensó.

-Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús. Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.

Luego añadió:

-Virgen bendita, ruega por la muerte de este pez. Aunque sea tan maravilloso.

Dichas sus oraciones y sintiéndose mejor, pero sufriendo igualmente, y acaso un poco más, se inclinó contra la madera de proa y empezó a activar mecánicamente los dedos de su mano izquierda.

El sol calentaba fuerte ahora, aunque la brisa se levantaba ligeramente.

-Será mejor que vuelva a poner sebo al sedal de popa -dijo-. Si el pez decide quedarse otra noche necesitaré comer de nuevo y queda poca agua en la botella. No creo que pueda conseguir aquí más que un dorado. Pero si lo como bastante fresco no será malo. Me gustaría que viniera a bordo esta noche un pez volador. Pero no tengo luz para atraerlo. Un pez volador es excelente para comerlo crudo y no tendría que limpiarlo. Ahora tengo que ahorrar toda mi fuerza. ¡Cristo! ¡No sabía que fuera tan grande! Sin embargo lo mataré -dijo-. Con toda su gloria y su grandeza.

Aunque es injusto, pensó. Pero le demostraré lo que puede hacer un hombre y lo que es capaz de aguantar.

-Ya le dije al muchacho que yo era un hombre extraño -dijo-. Ahora es la hora de demostrarlo.

El millar de veces que lo había demostrado no significaba nada. Ahora lo estaba probando de nuevo. Cada vez era una nueva circunstancia y cuando lo hacía no pensaba jamás en el pasado.

Continuará...

Ernest Hemingway, El viejo y el mar

martes, 28 de diciembre de 2010

VARIUS, MULTIPLEX, MULTIFORMIS (X)

Sería fácil interpretar lo que antecede como la historia de un soldado demasiado intelectual, que busca hacerse perdonar sus libros. Pero estas perspectivas simplificadas son falsas. Diversos personajes reinaban en mí sucesivamente, ninguno por mucho tiempo pero el tirano caído recobraba rápidamente el poder. Albergaba así al oficial escrupuloso, fanático de disciplina, pero que compartía alegremente las privaciones de la guerra con sus hombres; al melancólico soñador de los dioses; al amante dispuesto a todo por un instante de vértigo; al joven teniente altanero que se retira a su tienda, estudia sus mapas a la luz de la lámpara, sin ocultar a los amigos su desprecio por la forma en que van las cosas, y al estadista futuro. Pero tampoco olvidemos al innoble adulador, que para no desagradar consentía en emborracharse en la mesa imperial; al jovenzuelo que opinaba sobre cualquier cosa con ridícula seguridad; al conversador frívolo, capaz de perder a un buen amigo por una frase ingeniosa; al soldado que cumplía con precisión maquinal sus bajas tareas de gladiador. Y mencionemos también a este personaje vacante, sin nombre, sin lugar en la historia, pero tan yo como todos los otros, simple juguete de las cosas, ni más ni menos que un cuerpo, tendido en su lecho de campaña, distraído por un olor, ocupado por un aliento, vagamente atento a un eterno zumbido de abeja. Y sin embargo, poco a poco, un recién venido entraba en función: un hombre de teatro, un director de escena. Conocía el nombre de mis actores; arreglaba para ellos entradas y salidas plausibles; cortaba las réplicas inútiles; evitaba gradualmente los efectos vulgares. Aprendía por fin a no abusar del monólogo. Poco a poco mis actos me iban formando.

Las hazañas militares hubieran podido valerme la enemistad de un hombre menos grande que Trajano. Pero el coraje era el único lenguaje que comprendía inmediatamente y cuyas palabras llegaban a su corazón. Acabó por ver en mí a un segundo, casi a un hijo, y nada de lo que sucedió más tarde pudo separarnos del todo. Por mi parte, algunas de mis nacientes objeciones a su política fueron dejadas momentáneamente de lado, olvidadas frente al admirable genio que Trajano desplegaba en el ejército. Siempre me ha gustado ver trabajar a un especialista. En lo suyo, el emperador poseía una habilidad y una seguridad inigualables. Al frente de la Legión Minervina, la más gloriosa de todas, fui designado para destruir las últimas defensas del enemigo en la región de las Puertas de Hierro. Luego del sitio de la ciudadela de Sarmizegetusa, entré con el emperador a la sala subterránea donde los consejeros del rey Decebalo acaban de envenenarse en el curso de un banquete final; Trajano me ordenó hacer quemar aquel extraño amontonamiento de muertos. Por la noche, en la escarpa del campo de batalla, me puso en el dedo el anillo de diamantes que había recibido de Nerva, y que representabe en cierto modo la prenda de la sucesión al poder. Aquella noche dormí contento.

Mi incipiente popularidad dio a mi segunda estadía en Roma algo de ese sentimiento de euforia que habría de volver a encontrar en un grado mucho mayor durante mis años de felicidad. Trajano me había entregado dos millones de sestercios para hacer regalos al pueblo. La suma no era bastante pero yo gozaba ya de la administración de mi propia fortuna, que era considerable, y vivía a salvo de preocupaciones de dinero. Había perdido en gran medida mi innoble temor de desagradar. Una cicatriz en el mentón me proporcionó el pretexto para usar la corta barba de los filósofos griegos, impuse a mi vestimenta una simplicidad que exageré todavía más en la época imperial; mi tiempo de brazaletes y perfumes había terminado. No importaba que esta simplicidad fuese todavía una actitud. Lentamente me iba habituando a la privación por sí misma y a ese contraste que amé más tarde entre una colección de gemas preciosas y las manos desnudas del coleccionista. A propósito de vestimentas, durante el año que serví como tribuno del pueblo me ocurrió un incidente del cual se extrajeron presagios. Un día en que me tocaba hablar en público bajo la lluvia, perdí mi abrigo de gruesa lana gala. Obligado a pronunciar mi discurso envuelto en una toga, por cuyos pliegues resbalaba el agua como en otros tantos canalones, me pasaba a cada momento la mano por la frente para secar la lluvia que me llenaba los ojos. Resfriarse es en Roma un privilegio de emperador, puesto que le está vedado llevar cualquier otra prenda que no sea la toga; a partir de aquel día la vendedora de la esquina y el voceador de sandías creyeron en mi fortuna.


Continuará...
Marguerite Yourcenar, Memorias de Adriano

lunes, 27 de diciembre de 2010

Los modos generales del pensamiento oriental (V)

¿Qué hay que entender por tradición? (II)

En el Islam, lo hemos dicho, la tradición presenta dos aspectos distintos, de los cuales uno es religioso, y es al que se adhiere directamente el conjunto de las instituciones sociales, mientras que el otro, el que es puramente oriental, es verdaderamente metafísico. En cierta medida, hubo algo de este género en la Europa de la Edad media con la doctrina escolástica, en la que, por otra parte, se ejerció fuertemente la influencia árabe; pero es necesario agregar, para no llevar más lejos las analogías, que la metafísica jamás ha sido separada tan netamente como debería serlo, de la teología, es decir, en suma, de su aplicación especial al pensamiento religioso, y que, por otra parte, lo que se encuentra en la teología de propiamente metafísico no es completo, permaneciendo sometido a ciertas limitaciones que parecen inherentes a toda la intelectualidad occidental; sin duda, hay que ver en estas dos imperfecciones una consecuencia de la doble herencia de la mentalidad judaica y de la mentalidad griega.

En la India, se está en presencia de una tradición puramente metafísica, en su esencia, a la cual vienen a agregarse, como otras tantas dependencias y prolongamientos, aplicaciones diversas, ya sea en ciertas ramas secundarias de la doctrina misma como la que se refiere a la cosmología, por ejemplo, o bien en el orden social que está por lo demás determinado estrictamente por la correspondencia analógica que se establece entre las formas respectivas de la existencia cósmica y de la existencia humana. Lo que aparece aquí mucho más claramente que en la tradición islámica, sobre todo en razón de la ausencia del punto de vista religioso y de los elementos extra-intelectuales que él implica esencialmente, es la total subordinación de los diversos órdenes particulares con respecto a la metafísica, es decir, al dominio de los principios universales.

En China, la separación muy neta de lo que hemos hablado, nos muestra por una parte, una tradición metafísica y, por otra, una tradición social, que pueden parecer a primera vista no solo distintas, como lo son en efecto, sino aun relativamente independientes una de otra, tanto más cuanto que la tradición metafísica ha sido siempre el patrimonio casi exclusivo de una "élite" intelectual, mientras que la tradición social en razón de su naturaleza propia, se impone igualmente a todos y exige en el mismo grado su participación efectiva. Solo que es necesario fijarse en que la tradición metafísica, tal como está constituida bajo la forma del "taoísmo" es el desarrollo de los principios de una tradición más primordial, contenida principalmente en el "Yi-king", y que es de esta misma tradición primordial de donde fluye enteramente, aunque de manera menos inmediata y solo como aplicación a un orden contingente, todo el conjunto de instituciones sociales que es habitualmente conocido bajo el nombre de "confucianismo". Así se encuentra restablecida, con el orden de sus relaciones reales, la continuidad esencial de los dos aspectos principales de la civilización extremo oriental, continuidad que estaría uno expuesto a desconocer casi inevitablemente, si no supiese remontar hasta su fuente común, es decir, hasta esta tradición primordial cuya expresión ideográfica fijada desde la época de Fo-hi, se ha mantenido intacta a través de casi 50 siglos.

Debemos ahora, después de esta visión de conjunto, señalar de manera más precisa lo que constituye propiamente esta forma tradicional especial que llamamos la forma religiosa, luego lo que distingue el pensamiento metafísico puro del pensamiento teológico, es decir de las concepciones en modo religioso, y también, por otra parte, lo que lo distingue del pensamiento filosófico en el sentido occidental de esta palabra. En estas distinciones profundas encontraremos verdaderamente, por oposición a los principales géneros de concepciones intelectuales, comunes al mundo occidental, los carácteres fundamentales de los modos generales y esenciales de la intelectualidad oriental.


Continuará...

Introducción general al estudio de las doctrinas hindúes, René Guénon

miércoles, 30 de junio de 2010

La prisionera (10) - Marcel Proust


Volviendo a la pronunciación y al vocabulario de la Sra. de Guermantes, con esa faceta es con la que la nobleza se muestra en verdad conservadora, con todo lo que atribuye a esa palabra un cariz un poco pueril, un poco peligroso, refractario a la evolución, pero también divertido para el artista. Yo quería saber cómo se escribía en otro tiempo la palabra Jean. Lo supe al recibir una carta del sobrino de la Sra. de Villeparisis, quien firma -como lo bautizaron y figura en el Gotha- Jehan de Villeparisis, con la misma -y hermosa- h inútil, heráldica, tal como la admiramos, coloreada de bermellón o de azul de ultramar, en un libro de horas o en una vidriera.

Por desgracia, yo no tenía tiempo de prolongar indefinidamente aquellas visitas, pues no quería, en la medida de lo posible, volver después que mi amiga. Ahora bien, nunca podía obtener de la Sra. de Guermantes, salvo con cuentagotas, informaciones sobre sus atuendos que me resultaban útiles para encargar atuendos del mismo estilo -en la medida en que una muchacha puede llevarlos- para Albertine.

"Por ejemplo, señora mía, el dìa en que iba usted a cenar en casa de la Sra. de Saint-Euverte antes de ir a casa de la princesa de Guermantes, llevaba usted un vestido totalmente rojo, con zapatos rojos, estaba usted insólita, parecía como una gran flor de sangre, un rubí en llamas, ¿cómo se llamaba? ¡Podría ponérselo una muchacha?"

La duquesa, infundiendo a su rostro cansado la radiante expresión que ponía la princesa Des Laumes cuando Swann le hacía cumplidos en tiempos, miró riéndose hasta saltársele las lágrimas, con aire burlón, inquisitivo y embelesado, al Sr. de Bréauté, quien siempre estaba allí a aquella hora y hacía templar bajo su monóculo una sonrisa indulgente por aquel guirigay del intelectual, dada la exaltación física de joven que le parecía ocultar. La duquesa parecía decir: "¿Qué le pasa? Está loco". Después, volviéndose hacia mí con expresión mimosa: "No sabía yo que pareciese un rubí en llamas o una flor de sangre, pero recuerdo, en efecto, que tuve un vestido rojo: era de raso rojo, como el que se hacía en aquella época. Sí, una muchacha puede llevarlo, si no hay más remedio, pero me había dicho usted que la suya no salía de noche. Es un vestido de gran gala, no se puede ponerlo para hacer visitas".

Lo extraordinario es que de aquella velada -al fin y al cabo no tan antigua- la Sra. de Guermantes solo recordara su atuendo y olvidara algo que, sin embargo, debería -como veremos- haberle interesado mucho. Parece que en las personas de acción -y las de la alta sociedad lo son: minúsculas, microscópicas, pero, en fin, personas de acción- la mente, agotada por tener puesta la atención en lo que ocurrirá dentro de una hora, confía muy poco a la memoria. Con mucha frecuencia, por ejemplo, no era por dar el pego y parecer no haberse equivocado por lo que el Sr. de Norpoise, cuando se le hablaba de pronósticos que había emitido respecto de una alianza alemana que ni siquiera había llegado a materializarse, decïa: "Debe de estar usted en un error, no lo recuerdo en absoluto, eso no parece cosa mía, pues en esa clase de conversaciones me muestro siempre muy lacónico y nunca habría predicho el éxito de una de esas hazañas que con frecuencia son simples cabezonadas y suelen degenerar en abuso de autoridad. Resulta innegable que en un futuro lejano se podría hacer un acercamiento francoalemán, que sería muy provechoso para los dos países y del que Francia no saldría perjudicada, creo yo, pero nunca he hablado de ello, porque la pera no está aún madura y, si quiere usted que le dé mi opinión, al pedir a nuestros antiguos enemigos que se desposen con nosotros en justas nupcias, creo que iríamos derechos a un gran fracaso y lo único que conseguiríamos sería malas jugadas".

Al decir eso, el Sr. de Norpoise no mentía, había olvidado simplemente. Por lo demás, olvidamos muy pronto lo que no hemos pensado a fondo, lo que nos ha dictado la imitación, las pasiones circundantes. Éstas cambian y con ellas se modifica nuestro recuerdo. Más aún que los diplomáticos, los políticos no recuerdan el punto de vista en el que se situaron en determinado momento y algunas de sus palinodias se deben menos a un exceso de ambición que a una falta de memoria. En cuanto a la gente de mundo, recuerda poco.

Continuará...
La prisionera, Marcel Proust