lunes, 10 de enero de 2011

Carta al Greco (III)

Extiendo la mano, tomo el cerrojo de la tierra para abrir la puerta e irme, pero aún vacilo un poco en el umbral iluminado. Es difícil, muy difícil arrancar mis ojos, mis oídos, mis entrañas, de las piedras y las hierbas del mundo. Uno se dice: estoy saciado, calmo, ya no deseo nada, he realizado mi propósito y me voy. Pero el corazón se aferra a las piedras y a las hierbas, resiste, suplica: -¡Espera un poco!

Me esfuerzo en consolar mi corazón, en llevarlo a consentir libremente. Para que no abandonemos la tierra como esclavos, golpeados, llorosos, sino como reyes que han comido y bebido, se han saciado, no quieren más y se levantan de la mesa. Pero el corazón aún late en el pecho, resiste, grita: -¡Espera un poco!

Erguido, echo una última mirada a la luz que también, como el corazón del hombre, resiste y lucha. Algunas nubes han cubierto el cielo, una lluvia tibia ha caído sobre mis labios, un aroma asciende de la tierra. Una voz dulce, hechicera, brota del suelo: -Ven... ven... ven...

Las gotas de lluvias se hacen más tensas; el primer pájaro nocturno ha suspirado y su queja ha caído, dulcísima, de los follajes dormidos en el aire húmedo. El silencio, una gran ternura, nadie en la casa; afuera los campos sedientos beben con reconocimiento, con muda felicidad, la primera lluvia; la tierra se yergue como un recién nacido para mamar.

He cerrado los ojos. Conservaba siempre en mi mano el puñado de tierra de Creta cuando el sueño se apoderó de mí. Se apoderó de mí el sueño y mi espíritu se pobló de visiones. Me pareció que amanecía, la Estrella Matutina estaba suspendida encima de mi cabeza, yo temblaba y me decía: ahora vas a caer. Y yo corría, corría entre montañas áridas y solitarias, completamente solo. A lo lejos, hacia el oriente, apareció el sol. Pero no era el sol, era una bandeja de bronce llena de carbones encendidos. El aire estaba en ebullición. A ratos una perdiz cenicienta volaba de risco en risco, agitaba las alas, cacareaba, reía a carcajadas y se burlaba de mí. En un recodo de la montaña un cuervo levantó vuelo ni bien me divisó. Seguramente me esperaba: empezó a seguirme reventando de risa. Furioso, me agaché y agarré una piedra para arrojársela. Pero el cuervo se había transformado: se había convertido en un viejito que me sonreía.

El terror se apoderó de mí y otra vez eché a correr. Las montañas giraban y yo giraba con ellas. Los círculos me iban aprisionando cada vez más, sentí vértigo. Las montañas brincaban a mi alrededor. De pronto advertí que no eran montañas, era un cerebro antidiluviano fosilizado; a mi derecha, en un risco muy alto, estaba clavada una gigantesca cruz negra y en ella había sido crucificada una sepiente de bronce de tamaño monstruoso.

Un relámpago desgarró mi espíritu e iluminó las montañas cercanas. Entonces pude ver: había entrado en la terrible y sinuosa garganta por donde habían pasado hacía miles de años, los hebreos, con Jehová a su cabeza, cuando huían de la fértil y feliz tierra del Faraón. Esta ha sido la fragua ardiente donde, en medio del hambre, la sed y las blasfemias, ha sido forjada la raza de Israel.

El temor hizo presa de mí, el temor y una gran alegría. Me apoyé a una roca para que se calmasen los torbellinos de mi espíritu, cerré los ojos y todo desapareció a mi alrededor. Ante mí se extendió entonces una playa griega, un mar azul intenso, peñascos rojos y entre los peñascos la entrada de una gruta oscurísima. Del aire surgió una mano, me puso en la mía una antorcha encendida. Comprendí la orden: me persigné y entré en la gruta.

Anduve, anduve sin rumbo, chapoteé en los charcos de agua negruzca y helada. Estalactitas azulinas, húmedas, colgaban sobre mi cabeza, gigantescos bloques de piedra relumbraban y reían a la luz de la antorcha. Esta gruta era el cauce de un gran río, que la dejó vacía porque en el correr de los siglos había cambiado de curso.

La serpiente de bronce irritada se puso a silbar. Abrí los ojos y volvía a ver las montañas, la garganta, los precipicios. Mi aturdimiento había amainado. Todo volvió a estar inmóvil, todo se iluminó, comprendí: las montañas abrazadas que me rodeaban las había horadado también Dios para abrirse paso. Yo había penetrado en el terrible cauce de Dios; iba tras sus pasos, rastreaba sus huellas.

-¡He aquí el camino -gritaba yo en mis sueños-, he aquí el camino del hombre; no hay otro!

No bien escapó de mis labios esta palabra insolente cuando un torbellino de viento me envolvió, alas salvajes me llevaron y me encontré de pronto en la cumbre del Sinaí abrumado de Dios. El aire olía a azufre, mis labios me escocían como picados por innumerables centellas invisibles. Elevé los párpados; nunca habían mis ojos, nunca habían mis entrañas gozado de un espectáculo tan inhumano, tan acorde con mi corazón, sin agua, sin un árbol, sin un hombre. Sin esperanza. Allí es donde el alma de un hombre orgulloso o desesperado encuentra la felicidad suprema.

Contemplé el peñasco sobre el que estaba parado. Dos agujeros profundos cavados en el granito debían ser las huellas del paso del profeta cornudo que esperaba la aparición del León hambriento. ¿No era aquí, en la cumbre del Sinaí, donde le había ordenado esperarlo? Entonces esperaba.

Yo también esperaba. Me inclinaba por encima del precipicio, aguzaba el oído. De pronto, lejos, muy lejos, algunos pasos resonaron sordamente. Alguien se acercaba que estremecía las montañas; mis fosas nasales palpitaron -todo el aire tenía un olor como el de macho cabrío que guía la tropilla:

-¡Ya llega, ya llega! -murmuraba yo oprimiendo estrechamente mi cintura. Y me aprestaba a pelear. ¡Ah! ¡Cómo había ansiado verlo llegar en este instante! Ver cara a cara, sin que el mundo visible venga a interponerse entre nosotros para despistarme, al bestial hambriento de la selva del cielo. El invisible. El insaciable. El buen padre que devora a sus hijos y cuyos labios, bocas y uñas gotean sangre.

-Le hablaré osadamente, le diré la pena del hombre, la pena del pájaro, del árbol y de la piedra, todos nosotros lo hemos decidido, no queremos morir. Tengo en mis manos un petitorio; todos los árboles, los pájaros, las fieras, los hombres lo han firmado: no queremos, Padre, que nos devores -y no temeré entregárselo.

Yo hablaba, rogaba, estrechaba mi cintura y temblaba.

Y mientras esperaba, me pareció que las piedras revivían y escuché un hálito sonoro.

-¡Helo aquí! ... ¡Helo aquí! ¡Aquí está! -murmuré. Me volví estremecido.

Pero no era Jehová, no era Jehová, eras tú Abuelo, llegado de la bienamada isla de Creta, y estabas erguido ante mí, como un señor severo, con tu barbita puntiaguda y totalmente blanca, tus labios secos y apretados, tu mirada estática, llena de llamas y de alas; y en tus cabellos se entrelazaban raíces de tomillo.

Tú me miraste y apenas me miraste sentí que este mundo es una nube preñada de rayos y de vendavales, y que también el alma del hombre está preñada de rayos y vendavales, que Dios alienta sobre ella y ya no hay salvación.

Levanté los ojos, te contemplé. Iba a decirte:

-Abuelo, ¿es verdad que no hay salvación? Pero mi lengua se había anudado en mi garganta. Iba a acercarme a ti, pero mis rodillas se doblegaron.

Entonces tendiste la mano como si yo me ahogara y tú quisieras salvarme.


Continuará...
Niko Katzanzakis, Carta al Greco

domingo, 9 de enero de 2011

El rey Arturo y sus caballeros (XIII)


Era costumbre entonces que todos los barones, caballeros y vasallos que festejaban en el gran salón se sentaran a ambos lados de dos largas mesas, según el orden impuesto por su rango e importancia, mientras que el rey, los altos dignatarios y las damas ocupaban una mesa elevada que desde un extremo dominaba la corte. Y mientras festejaban y bebían, vinieron hombres para entretener al rey -trovadores y músicos y narradores de historias- y estos se ubicaban entre las mesas largas y quedaban frente al elevado escaño del rey. Pero también acudieron a las fiestas gentes dispuestas a tributarle obsequios u homenajes, o a suplicar justicia del rey contra los malhechores. Aquí también se ubican los caballeros que solicitaban la venia para partir en busca de aventuras, y al regresar ocupaban el mismo sitio y relataban sus peripecias. Una fiesta consistía en algo más que comer y beber.


Al festín de Arturo llegó un escudero que llegó a caballo en el salón llevando en brazos a un caballero muerto. Refirió que un caballero había alzado un pabellón en el bosque, junto a una fuente, y desafiaba a cuantos caballeros pasaban por allí.


-Ese hombre ha matado a este buen caballero, sir Miles -dijo el escudero-, quien era mi amo. Te suplico, mi señor, que sir Miles reciba honrosa sepultura y que algún caballero vaya a vengarlo. -Hubo un gran alboroto en la corte y todos vociferaron su opinión.


El joven Gryfflet, quien era apenas un escudero, se adelantó hasta el rey y solicitó que Arturo lo armase caballero en reconocimiento de los servicios prestados durante la guerra.


-Eres demasiado joven -protestó el rey-, y de muy tierna edad para acometer empresa tan alta y dificultosa.


-Señor -dijo Gryfflet-, te ruego que me armes caballero.


-Sería una lástima hacerlo y enviarlo a la muerte -dijo Merlín-; será un buen guerrero cuando tenga edad suficiente y te será leal toda la vida. Pero si comete contra el caballero del bosque es posible que jamás vuelvas a verlo, puesto que ese caballero es uno de los mejores y más fuertes y más sagaces del mundo.


Arturo reflexionó y dijo:


-A causa de los servicios que me has prestado no puedo rechazarte aun si así lo deseara -y tocó con la espada el hombro de Gryfflet y lo armó caballero. Y luego dijo Arturo-: Ahora que te he concedido el don de la caballería, pediré un don de tu parte.


-Haré lo que me pidas -dijo sir Gryfflet.


-Debes prometerme, por tu honor -dijo el rey Arturo-, que solo una vez acometerás contra el caballero del bosque, solo una vez, y que luego regresarás aquí sin entablar más contiendas.


-Lo prometo -dijo sir Gryfflet.


Gryfflet se armó con rapidez, montó a caballo, tomó el escudo y la lanza y se lanzó al galope hasta que llegó al arroyo próximo a la senda del bosque. En las cercanías vio un rico pabellón y un caballo de guerra con la silla y los arreos listos. De un árbol pendía un escudo de brillantes colores y sobre el árbol vecino había apoyada una lanza. Entonces Gryfflet golpeó el escudo con el cabo de la lanza y lo arrojó por tierra. Un hombre armado salió de la tienda y le preguntó:


-¿Por qué has volteado mi escudo?


-Porque quiero batirme contigo -dijo Gryfflet. El caballero suspiró.


-Es mejor que no lo hagas -dijo-. Eres muy joven e inexperto. Soy mucho más fuerte que tú y mucho más templado en las armas. No me fuerces a luchar contigo, joven caballero.


-No tienes opción -dijo sir Gryfflet-. Soy un caballero y acabo de retarte.


-No es equitativo -dijo el caballero-, pero las normas caballerescas me obligan a hacerlo si insistes en ello. -Luego preguntó-: ¿De dónde vienes joven caballero?


-Soy de la corte del rey Arturo -dijo Gryfflet-, y exijo que aceptes el reto.


El caballero montó de mala gana y ocupó su sitio en el campo. Ambos enristraron las lanzas y se acometieron a la carrera. Con el impacto, la lanza de sir Gryfflet se hizo pedazos, pero la lanza del forzado caballero hendió escudo y armadura y penetró en el flanco izquierdo de Gryfflet antes de quebrarse y dejarle el asta rota hundida en el cuerpo. Sir Gryfflet cayó por tierra.


El caballero miró con tristeza al joven caído, se acercó y le desató el yelmo. Comprobó que se hallaba malherido y le tuvo compasión. Alzó en brazos a Gryfflet y lo depositó en su montura rogando a Dios que cuidara del joven.


-Tiene un corazón viril -dijo el caballero-, y si llega a salvarse alguna vez probará su valía. -Luego envió al caballo por donde había venido. El caballo llevó al ensangrentado Gryfflet a la corte, donde hubo gran congoja por él. Le lavaron la herida y lo cuidaron y pasó mucho tiempo antes que recobrara el sentido.


Mientras Arturo sufría tristeza y consternación por la herida de sir Gryfflet, doce caballeros de edad irrumpieron en la corte. Exigieron un tributo en nombre del emperador de Roma y declararon que, de no serles entregado, Arturo y todo su reino serían destruidos.


Arturo se encolerizó y les dijo:


-Si no tuviérais el salvoconducto de mensajeros os haría matar ahora mismo. Pero respeto vuestra inmunidad. Llevad esta respuesta. No debo tributo al emperador pero, si me lo exige, le pagaré un tributo en lanzas y espadas. Lo juro por el alma de mi padre. Llevad ese mensaje.


Los mensajeros se alejaron enfurecidos. Habían llegado en mal momento.



Continuará...

John Steinbeck, El rey Arturo y sus caballeros

Mi testamento filosófico (VIII)

De cómo Blaise Pascal vino a mi cabecera a interrogarme sobre mis razones para creer en Dios (VI)


Pascal continuó:


-¿Me permite resumir su pensamiento?


-Se lo ruego.


-Primer tiempo: usted define los términos Absoluto y Dios. Segundo tiempo: establece que, de hecho, todos admitimos lo Absoluto. Tercer tiempo: muestra que todos tenemos razón en admitirlo, lo que también quiere decir que hay necesariamente un Absoluto de alguna clase. Todo está muy claro. Pero por más que todo el mundo admita con razón la existencia de lo Absoluto, no todo el mundo admite la existencia de un Absoluto que sea Dios. ¿Cómo va a pasar usted ahora a la existencia de Dios.

-Éste será el cuarto tiempo. Se trata de optar entre lo Absoluto no Dios y lo Absoluto Dios. Ahora bien, cuando observo el mundo, me parece encontrar en él características de contingencia: por ejemplo, las grandes constantes físicas universales. ¿Por qué estos números en vez de otros? Yo encuentro mucho más plausible que un mundo así sea el efecto de una opción que el resultado de un despliegue necesario.


-Le dirán que es el azar.


-Todas esas "decisiones" convergen a hacer posibles la existencia de la vida y de la vida personal. Bastaría una variación mínima, por ejemplo, de la constante de gravitación y la vida no existiría. ¿Por qué es así? Me parece racional pensar simplemente que la materia está regulada en función de la vida por venir.


-Le responderán también que esa regulación de la materia es fruto del azar, como la vida.


-Personalmente, no lo creo en absoluto. El concepto de azar encierra la idea de una no coordinación de diversas causas. Ahora bien, el mundo viviente manifiesta, sin duda posible alguna, una coordinación entre evoluciones y hechos que la posición del azar obligaría a creer independientes. Observe por ejemplo los instintos de los animales, sobre todo los que son más mecánicos como son los insectos. Vea el ejemplo de la esfexa que da Bergson, es en La evolución creadora, y que hace tres picaduras paralizantes exactamente en los tres centros nerviosos del grillo donde va a poner sus huevos, y al que jamás ha visto antes. Eso quiere decir, de una u otra manera, que la anatomía de la especie parasitada estaría codificada con gran precisión en los genes del insecto parásito. ¿Cómo hace usted para no ver en ello la coordinación?


-Le dirán, Guitton, que sigue siendo siempre el azar.


-Pero toda la naturaleza es así. Los instintos de las aves migratorias, la estructura de la corteza, el código genético... todo eso es asombroso. Si usted gana una vez la lotería se dice que es el azar. Si gana dos o tres veces, se dice que tiene una suerte loca. Si gana todos los domingos, ya nadie cree. Todos piensan que usted hace alguna trampa. Y terminará en prisión.


-¿Y cómo explica usted que haya gente que sigue creyendo?


-Yo no lo sé. Pregúnteles a ellos.


-Es a usted a quien se lo pregunto, Guitton.


-Le diré que son como los antiguos galos. Temen que el cielo se les caiga sobre la cabeza.


-Usted quiere decir: que Dios entre en sus vidas.


-Supongo que, para ellos es más o menos lo mismo.


-En efecto, ese es el problema.


-Esos mismo hechos excluyen, para mí, la idea de que el mundo saldría de Dios por un desarrollo necesario y fatal, como si lo Absoluto fuese una planta que crece o una definición que desarrollaría sus teoremas. El carácter contingente y coordinado del mundo implica en su origen una libertad organizadora y una creación a partir de nada, ex nihilo.



Continuará...

Jean Guitton, Mi testamento filosófico

miércoles, 5 de enero de 2011

La taberna de la Historia (XVIII)


El náufrago y el leño


Quien quiera saber de mis razones -dijo Colón- no se desvele buscando. Sepan que fui un predestinado, y eso es todo... Le había llegado cierto rumor de quienes se encontraban en la taberna, que debió fastidiarle, y relató lo del náufrago moribundo, así:


Sólo la Divina Providencia pudo enlazar las cosas de esta manera: Que yendo a misa en Lisboa, viera a Felipa, la cortejara y acabara casándome con ella. Que fuera Felipa hija de Perestrello, primer gobernador de la isla de Puerto Santo, donde dejó su casa. Que Felipa y yo, pasada la boda, ocupáramos esa casa con mi suegra. Y que en la playa, frente a la casa, se nos presentara el náufrago que me dejó su gran secreto. Lo que me confió este desgraciado, que a poco murió en nuestra casa, iba a ser lo único positivo que podía convencer sobre la posibilidad de cruzar el Atlántico y llegar al Japón. El hombre que había sido llevado por los vientos a las islas al otro lado del océano, y Dios quiso que al regresar, de milagro, hubiera alcanzado a contarme el cuento y regresar al seno de Dios...


Mi suegra, Felipa y yo, montamos como un negocio en que yo ponía mis sueños: llegar al oriente navegando hacia occidente; Felipa, el amor y mi suegra, los papeles y mapas del capitán de navío, el viejo Perestrello. Todo estaba previsto por la Divina Providencia. La gobernación de la isla fue ganada a la suerte por Perestrello, de regreso de una aventura con otros dos capitanes, que se habían embarcado a descubrir. Lo que acabaron por descubrir fueron las islas de Madera y Puerto Santo, y como el trato era, al término del viaje, repartirse a la suerte lo descubierto, los otros dos se quedaron con Madera, la isla grande, y a Perestrello tocó Puerto Santo. Todo lo pusieron en cabeza del rey de Portugal, y el rey confirmó al padre de Felipa con la gobernación...


Mi suegra había advertido, en los misterios de que me serví para enamorar a Felipa, mis aficiones, y por eso me entregó los papeles de Perestrello. Pero de nada hubieran servido, ni mis embelecos, si no inflamara mi imaginación el relato del náufrago, que fue mi gran secreto para llegar a Castilla, o para encontrar un amigo a quien pudiera decirle la historia completa.


Lo hallé en el convento de La Rábida. Era fraile y astrólogo. Se lo dije todo, en secreto de confesión, y que, por el mismo camino, llegara al oído de otra mujer; Isabel, mi reina soberana.


Una tarde, en la isla, caminábamos por la playa con Felipa cuando la marea dejó sobre la arena un leño. Lo encontramos extraño, y viéndolo con atención, dije a Felipa: "Viene de la isla que conoció el náufrago. Ya te lo había dicho, Felipa: Navegando hacia occidente se llega a oriente: ¡esta madera es de oriente!". Pudo el Señor detectar en mí una incredulidad que respondiera a la idea de que no podía ser cierta tanta fortuna, y que necestaba de algo más que libros para convencerne. Por esto, estando en la isla que entraba más hacia occidente en el mar , me colocó delante del náufrago que había entrevisto la otra orilla y del madero que la marea dejó sobre la playa...


Una noche, sumido en un sueño profundo, en días de abandono y traiciones que me amargaron el ocaso de la vida mortal, el Señor, como tantas veces, se me acercó y me dijo: "¿Olvidas, ingrato, cómo te di la vara mágica del náufrago y el leño para que ganaras el favor de la reina, tu señora? Alégrate de tu suerte no pierdas la confianza que me debes...".



Continuará...

Germán Arciniegas, La taberna de la Historia