martes, 10 de febrero de 2009

El viejo y el mar (XII)

El pez no varió su curso ni dirección en toda la noche; al menos hasta donde el hombre podía juzgar guiado por las estrellas. Después de la puesta del sol hacía frío y el sudor se había secado en su espalda, sus brazos y sus piernas. De día había cogido el saco que cubría la caja de las carnadas y lo había tendido a secar al sol. Después de la puesta del sol se lo enrolló al cuello de modo que le caía sobre la espalda. Se lo deslizó con cuidado por debajo del sedal, que ahora le cruzaba los hombros. El saco mullía el sedal y el hombre había encontrado la manera de inclinarse hacia delante contra la proa en una postura que casi le resultaba cómoda. La postura era, en realidad, tan solo un poco menos intolerable, pero la concibió como casi cómoda.

No puedo hacer nada con él, y él no puede hacer nada conmigo pensó. Al menos mientras siga este juego.

Una sola vez se enderezó y orinó por sobre la borda y miró a las estrellas y verificó el rumbo. El sedal lucía como una lista fosforescente en el agua, que se extendía, recta, partiendo de sus hombros. Ahora iban más lentamente y el fulgor de La Habana no era tan fuerte. Esto le indicaba que la corriente debía de estar arrastrándolo hacia el este. Si pierdo el resplandor de La Habana, será que estamos yendo más hacia el este, pensó. Pues si el rumbo del pez se mantuviera invariable vería el fulgor durante muchas horas más. Me pregunto quién habrá ganado hoy en las Grandes Ligas. Sería maravilloso tener una radio para enterarse. Luego se dijo: Piensa en esto; piensa en lo que estás haciendo. No hagas ninguna estupidez.

Luego dijo en voz alta:

-Ojalá estuviera aquí el muchacho. Para ayudarme y que viera esto.

Nadie debiera estar solo en su vejez, pensó. Pero es inevitable. Tengo que acordarme de comer el bonito antes de que se eche a perder, para conservar las fuerzas. Recuerda: por poca gana que tengas tendrás que comerlo por la mañana. Recuerda, se dijo.

Durante la noche acudieron delfines en torno al bote. Los sentía rolando y resoplando. Podía percibir la diferencia entre el sonido del soplo del macho y el suspirante soplo de la hembra.

Son buena gente -dijo-. Juegan y bromean y se quieren unos a otros. Son nuestros hermanos, como los peces voladores.

Entonces empezó a sentir lástima por el gran pez que había enganchado. Es maravilloso y extraño, y quién sabe que edad tendrá, pensó. Jamás he cogido un pez tan fuerte, ni siquiera que se portara de un modo tan extraño. Puede que sea demasiado prudente para subir a la superficie. Brincando y precipitándose locamente pudiera acabar conmigo. Pero es posible que haya sido enganchado ya muchas veces y que sepa esta es la manera de luchar. No puede saber que no hay más que un hombre contra él, ni que este hombre es un anciano. Pero ¡qué pez tan grande! Y qué bien lo pagarán en el mercado si su carne es buena. Cogió la carnada como un macho y tira como un macho y no hay pánico en su manera de luchar. Me pregunto si tendrá algún plan o si estará, como yo, en la desesperación.


Continúa...
Ernest Hemingway, El viejo y el mar

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