
Las hazañas militares hubieran podido valerme la enemistad de un hombre menos grande que Trajano. Pero el coraje era el único lenguaje que comprendía inmediatamente y cuyas palabras llegaban a su corazón. Acabó por ver en mí a un segundo, casi a un hijo, y nada de lo que sucedió más tarde pudo separarnos del todo. Por mi parte, algunas de mis nacientes objeciones a su política fueron dejadas momentáneamente de lado, olvidadas frente al admirable genio que Trajano desplegaba en el ejército. Siempre me ha gustado ver trabajar a un especialista. En lo suyo, el emperador poseía una habilidad y una seguridad inigualables. Al frente de la Legión Minervina, la más gloriosa de todas, fui designado para destruir las últimas defensas del enemigo en la región de las Puertas de Hierro. Luego del sitio de la ciudadela de Sarmizegetusa, entré con el emperador a la sala subterránea donde los consejeros del rey Decebalo acaban de envenenarse en el curso de un banquete final; Trajano me ordenó hacer quemar aquel extraño amontonamiento de muertos. Por la noche, en la escarpa del campo de batalla, me puso en el dedo el anillo de diamantes que había recibido de Nerva, y que representabe en cierto modo la prenda de la sucesión al poder. Aquella noche dormí contento.
Mi incipiente popularidad dio a mi segunda estadía en Roma algo de ese sentimiento de euforia que habría de volver a encontrar en un grado mucho mayor durante mis años de felicidad. Trajano me había entregado dos millones de sestercios para hacer regalos al pueblo. La suma no era bastante pero yo gozaba ya de la administración de mi propia fortuna, que era considerable, y vivía a salvo de preocupaciones de dinero. Había perdido en gran medida mi innoble temor de desagradar. Una cicatriz en el mentón me proporcionó el pretexto para usar la corta barba de los filósofos griegos, impuse a mi vestimenta una simplicidad que exageré todavía más en la época imperial; mi tiempo de brazaletes y perfumes había terminado. No importaba que esta simplicidad fuese todavía una actitud. Lentamente me iba habituando a la privación por sí misma y a ese contraste que amé más tarde entre una colección de gemas preciosas y las manos desnudas del coleccionista. A propósito de vestimentas, durante el año que serví como tribuno del pueblo me ocurrió un incidente del cual se extrajeron presagios. Un día en que me tocaba hablar en público bajo la lluvia, perdí mi abrigo de gruesa lana gala. Obligado a pronunciar mi discurso envuelto en una toga, por cuyos pliegues resbalaba el agua como en otros tantos canalones, me pasaba a cada momento la mano por la frente para secar la lluvia que me llenaba los ojos. Resfriarse es en Roma un privilegio de emperador, puesto que le está vedado llevar cualquier otra prenda que no sea la toga; a partir de aquel día la vendedora de la esquina y el voceador de sandías creyeron en mi fortuna.
Continuará...
Marguerite Yourcenar, Memorias de Adriano
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