martes, 18 de abril de 2023

Adiós en Bogotá, 1997.

La conversación se interrumpió, súbitamente. Comenzaba apenas a vislumbrar -con los últimos acordes de su voz- cuán determinantes eran para mí sus palabras, en aquella melancólica tarde de enero. Sin saber cómo ni cuándo, intuí, hallaría la huella que nos reuniera otra vez. Mis disminuidas fuerzas  alcanzaron entonces, sólo para lanzarme al camino, abrirme paso entre los sollozos provocados por aquellos, sus últimos balbuceos, con los que -inequívocamente- mirándome por última vez a los ojos, imploró con denuedo no detenerme, no partir con ella, no partirme en mil pedazos. No partí pero, no pude impedir partirme en infinitas partículas oscuras, silentes y vacías de sentido y dirección. Atiné solamente a subir al taxi, cajita musical de amarillos sonidos donde, evitando sin ningún esfuerzo las palabras, me abandoné al dolor, multiplicado en millares de astillas horadando mi piel, en loca persecución de mi alma asediada en tropel. Se fue, me dije. Ahora sí, se fue. No hay retorno posible. Sólo me cabe caminar, andar, reunirme, no con ella -no ahora- conmigo, reunirme conmigo. De esto se trata, desde entonces, de caminar, de andar, de reunirme. Llegaría el día de reencontrarme con ella. Lo intuí. Lo supe. Al menos, eso creí. Creí. Por primera vez, creí, creí en Dios, y creyendo en Él, Dios creyó en mí. Y en ella me vi, junto a ella, con Él. Doy fe.   

(Juan Rubbini)