domingo, 24 de noviembre de 2019

Mi testamento filosófico (IX)

De cómo Blaise Pascal vino a mi cabecera a interrogarme sobre mis razones para creer en Dios (VII)


Después de haber hablado así, una vez más cerré los ojos. Entre mis párpados entornados percibía a Pascal, meditando. Esperó a que yo abriera los ojos para declararme:

-Tengo la impresión de que todavía no me ha dado el meollo de su pensamiento. Entréguese un poco más.

Él exageraba. Me irrité. "Estoy fatigado", le dije entonces, tendiéndole la mano. Vaciló en tomarla, pero, sorprendido, se levantó maquinalmente y tomó su sombrero. Sin embargo, en el momento en que por fin iba a estrecharme la mano, retiré vivamente la mía, todavía tendida, lanzando un grito de dolor.

-¡Ay!

- ¿Qué pasa, maestro?

- ¡Me pegó en los dedos! ¡A mí! ¡Es increíble!

- ¿Pero quién?

- Mi ángel guardián. Perfectamente.

-¿Le pega en los dedos?

- Cada vez que voy a hacer una tontería.

- ¡Qué suerte tiene usted!

- ¡Llama a eso suerte! Es una alienación. Un atentado a mi libertad.

- Guitton, ¿no respeta a su ángel guardián?

- Y él me trata de cualquier modo. Fíjese, esto sólo tiene desventajas. Desde que me quejé a mis colegas librepensadores de la Academia, ellos, que veían en mí a un clerical consumado, me miran como a una víctima de la Intolerancia.

- ¿Y eso es verdad?

- Es política.

- ¿Lo informó allá arriba?

- Les pedí cien veces que me dieran otro, pero no quieren saber nada.

- Consuélese. Algún día se hablará del Ángel de Guitton como se habla del demonio de Sócrates.

- ¡Eso no! Sócrates obedecía a su demonio. Yo me niego a escuchar a mi ángel.

- ¿Se niega?

- Me niego.

- ¡Qué lástima!

- Mi dignidad. El demonio de Sócrates se contentaba con retenerlo por la manga. El mío osa golpearme los dedos. Es inadmisible que Dios tolere eso. Con ángeles como éste, Pascal, se fabrican los anticlericales.

- ¿Me puedo quedar, entonces?

- ¿Cómo quiere que haga otra cosa?

Pascal volvió a depositar su sombrero y a sentarse.

...

- ¿Qué opina de Santo Tomás de Aquino?

- Me siento muy tomista. Lamentablemente, los tomistas no me encuentran del todo tomista. ¿Cómo explica eso, mi querido amigo?

- Es como usted conmigo. Usted es muy pascaliano, pero los "pascalizantes" nunca lo encontrarán pascaliano.

- Es verdad. ¿Por qué será?

- Demasiado inventivo. Usted no logrará jamás atenerse a un pensamiento tal cual es. Tiene que repensarlo. Usted lo "guittoniza" todo.

- Pero yo no puedo hacer nada contra eso.

- Yo sería el último en reprochárselo, Guitton. Yo era peor que usted. Continúe hablándome de usted.

- Soy un viejo platónico cristiano, un agustiniano, como se dice. Comienzo por ser más o menos escéptico, como todo el mundo. Luego, comprendo que eso no se sostiene, y que hay verdades, especialmente el yo pienso, yo soy, yo vivo, y las matemáticas, y la biología, etc. Si hay verdades fundadas, hay un criterio absoluto, un fundamento radical de esas verdades. Hay pues una Verdad primera y absoluta. Ser un espíritu es vivir en el seno de esa Verdad, a la luz de esa Verdad, en una vida que es un movimiento perpetuo hacia esa Verdad. Pero lo que no es verdad no existe. La verdad es el ser verdadero. Por lo tanto, esa Verdad primera es el mismo Ser. Y ella es eterna. Todo esto es evidente. Lamentablemente, si basta un minuto para decirlo, hacen falta veinte años de meditación para comprenderlo.

- ¿Evolucionó usted a lo largo de su vida?

- Hasta podría decirse que he variado. En la primera mitad de mi vida, cuando todavía dependía mucho de Bergson, veía en la existencia de la duración la refutación experimental de la concepción panteísta de la eternidad. Pues, si admitimos el panteísmo, como lo hacen Zenón o Spinoza, ya no debe pasar nada. La duración se anula en la eternidad y la necesidad del sistema. Todo está escrito, todo se deduce. Nada podía ser de otro modo. Ahora bien, el tiempo existe y se despliega. Ocurre algo. Por lo tanto, la eternidad no es el sistema, y el panteísmo es falso, pues fracasa en justificar el tiempo. La verdadera eternidad es aquélla de la que habla San Agustín, que se adapta a la libertad humana, a la creación y al tiempo. Ese es el tema mayor de mis dos tesis, en 1935: la grande sobre El tiempo y la eternidad en Plotino y San Agustín, la pequeña sobre La idea de desarrollo en Newton. Es también el tema de mi pequeño libro Justificación del tiempo

- Todo eso está muy claro.

- Para usted, Pascal, para usted. Si yo publicara un día nuestras conversaciones habría que suprimir todo esto.

- ¡Jamás!

- ¡Oh, sí! Créame, Pascal. Yo sé cómo se hace un libro.

- ¿Por qué piensa siempre en el público?

- Es por él por quien vivo.

- Por el contrario, usted habla de una manera que hace pensar que sólo vive para su gloria.

- Si ha venido para ser tan desagradable conmigo como mi ángel guardián...

- Dígame, Guitton, ¿cómo cambió?

- Al principio me hice más tomista. Durante mi cautiverio y después de la guerra acaricié el sueño de renovar el aristotelismo. Eso fue en 1948, con mi libro La existencia temporal. Mi mejor libro. Allí puede decirse que tuve una pizca de genio. Las Éditions Universitaires lo reeditaron. Vea usted la injusticia del mundo. Gané millones y la gran celebridad con un opúsculo de segundo orden, Dios y la ciencia. En cambio, escribí un gran libro, La existencia temporal. Nadie lo leyó cuando salió y se acaba de destruir la reedición. ¡Es increíble!

- El porvenir le hará justicia, Guitton. Dicho esto, Dios y la ciencia no es tan tonto como dicen los celosos. Pero continúe con la historia de sus variaciones.

- Más tarde en mi vida, alrededor de los sesenta años, volví a ser platónico. Podría decirse que me hice más místico, pero no soy suficientemente piadoso para ser un verdadero místico. Pensé que Bergson había descuidado demasiado el tema de la eternidad. Comencé a sentirme más cerca de la eternidad. Tal vez por la proximidad de la muerte, las desilusiones... Mi libro Historia y destino marca, en 1960, un giro de mi pensamiento. Cada vez más, era como si la vida fuera el sueño y el tiempo una ilusión. Era como si toda la duración de un ser se resumiera en un punto indivisible, cuyo tiempo no sería más que su despliegue. Pero la creencia en la libertad me retiene en esa pendiente que me conduciría al panteísmo. No obstante, a veces dudo de la libertad.

- ¿Cómo sale usted de esa duda?

- Dudando. Si yo no fuese libre, no dudaría. En fin, hacia el final de mi vida, las razones físicas cosmológicas han adquirido  más importancia en mi pensamiento.

- ¿Cómo resumir ochenta años de esfuerzos?

- He intentado hacer la síntesis de Bergson, de Aristóteles y de San Agustín, y tengo la sensación de no haberlo logrado.

- Perdóneme por hacerle una pregunta más. ¿Nunca tiene dudas sobre Dios y el destino?

- No, porque las tengo siempre.

- Dubito, ergo Deus est.

- Eso es.

- Tuve razón en venir -dijo Pascal.

Y se levantó.

- ¿Se marcha?

- Ya es hora. Adiós, Guitton.

- Entonces, adiós, Pascal.

Pascal me estrechó la mano y salió, con la cabeza descubierta, olvidando su sombrero.

Se marchó, me dije. Yo estaba contento. Siempre estoy contento cuando la gente se va. Aun cuando la ame; es más fuerte que yo. Quiero la soledad para meditar. ¿Por qué terminó diciendo que había tenido razón en venir? Ese punto me ocupó unos instantes, Luego vi el sombrero sobre el sillón. Y olvidó su sombrero... Tal vez vuelva a buscarlo. No. Sin duda es para que yo no tenga la impresión de haber soñado. ¿Y si hubiera soñado? En todo caso, por una vez no habría tenido un sueño idiota.

Entonces, entró Marzena, más descompuesta todavía.

- ¡Maestro! ¡Maestro!

- ¿Qué pasa?

- ¡Maestro, esto continúa!

- ¿Qué es lo que continúa?

Estalló en sollozos.

- ¡Maestro, me vuelvo loca!

- No es grave. O más bien, sí, porque la necesito para saber si yo no me volví loco. Dígame, ¿qué hay sobre ese sillón?

- ¿Usted cree que estoy enferma, verdad?

- En nombre del Cielo, Marzena, respóndame. ¿Qué ve sobre ese sillón?

- ¡Un sombrero! ¡Horror! ¡Y seguramente no hay un sombrero! ¡Se lo dije, me vuelvo loca!

- ¡Pero sí, hay un sombrero! ¿De qué época es, en su opinión?

- De la de los mosqueteros. Es el de Monsieur Pascal. Lo olvidó.

- Entonces, si yo estoy loco, usted también lo está. Lo malo es que no es posible que usted lo esté también y que los dos lo estemos.

- ¿Yo. loca? ¡Mi Dios! ¡Sería espantoso!

- ¡Oh, no! Sería un hecho, eso es todo. Pero me asombraría. Alcánceme ese sombrero.

Palpé el sombrero.

- De todos modos es sorprendente.

- ¡Ah, sí! ¡Sobre todo que esto continúe!

- Es verdad. ¿Qué quería decirme cuando entró?

- Hay otro.

- ¿Otro qué?

- ¡Un muerto! ¡Un muerto que vive!

- ¿Y qué otra cosa quiere que haga?

- Que se quede muerto, como todo el mundo.

- Escuche, estas cosas la superan. ¿Y cómo es ese muerto?

- Con un sombrero hongo.

- ¿Un sombrero hongo? Aguarde. Traje gris de tres piezas, rayado, sobrio, gafas redondas con montura de acero, bastón.

- ¿Cómo lo sabe?

- ¡Él! ¡Hágalo pasar enseguida! No. Espere. Es curioso, en verdad. Me siento cada vez mejor. Ayúdeme a levantarme, por favor, y a sentarme en esa silla baja. Marzena, no se oponga o me muero ante sus ojos, sí, inmediatamente. Allí. No, eso no, pero no es nada. Y alcánceme mi bastón. Gracias. Hágalo entrar.

Yo vestía un pijama rojo. No era en absoluto un moribundo descarnado. Mis pies descalzos, regordetes, descansaban sobre la tibia alfombra. Me apoyé con ambas manos en el bastón. Jamás hubiere creído tener una muerte tan agradable. ¡Y decir que había tenido miedo de sufrir! Y sobre todo de aburrirme.




Continuará...

Jean GuittonMi testamento filosófico (1999)

jueves, 7 de noviembre de 2019

La taberna de la historia (XIX)

Valle de lágrimas



Mi valle es de lágrimas -dijo Colón- y tal vez no ha nacido otro que en la vida no haya tenido, como yo, una hora de risa y carcajada. Nací con un sentimiento trágico de la vida y ni en el libro de Jeremías se encontrarán tantas lágrimas como en mi carta, desde Jamaica, a los reyes, mis señores. Yo traía de los pasados siglos leyendas de martirios, y la redención la encontraba a través de penitencias y trabajos sin término. Les decía a los reyes: "¿Quién nació, sin quitar a Job, que no muriera desesperado que por mi salvación y de mi hijo, hermano y amigos me fuese en tal tiempo defendido la tierra y los puertos que yo, por voluntad de Dios, gané a España sudando sangre?".

Yo era consciente de los favores que había hecho a mis príncipes y a todos cuantos me acompañaron, por mandato de Dios. Pero lo que tenía delante de mis ojos, lo que vi en el mar bravo de Panamá, y estas naves reducidas a astillas por la broma, eran como el paso de las tempestades sobre Sodoma. Tan patente lo vio el Señor que vino a consolarme, y lo que me dijo es tan hermoso como duro para
quienes me abandonaban en ese rincón del mar embravecido.


Se excedía el Señor, para conmigo, a todo lo que hizo por los profetas en Egipto. Tengo grabadas, y se las hice oír a mis reyes, las palabras de su discurso: "De los atamientos del mar Océano que estaban cerrados con cadenas tan fuertes, te di las llaves y fuiste obedecido en tantas tierras y de los cristianos cobraste tanta honrada fama. ¿Qué hizo Él más al tu pueblo de Israel, cuando lo sacó de Egipto, ni por David, que de pastor hizo rey en Judea?..."

Mi comunicación había dejado de ser con los hombres, Era con el Señor, mi Dios. Cuando Él hubo dicho todo lo que tenía que decirme quedé bañado en lágrimas. Se lo decía a los reyes: "Yo, amortecido, oí todo, mas no tuve yo respuesta a palabras tan ciertas, salvo llorar por mis propios yerros." Lo que estaba entregándoles a los reyes apenas se puede comparar con los tesoros de Salomón, y de mí sólo quería enviar arroba de oro fino al papa para la conquista de la Santa Casa. Lo mismo le escribí al pontífice, y con autoridad, pues le había dicho, desde antes de pisar la tierra, que sostendría ejércitos de infantes y caballería para sacar la Santa Casa, el templo de nuestros antepasados, de manos infieles. Las informaciones que le di han debido moverlo y mover a todos los cristianos, que reconocerían en mí otro Moisés. Este párrafo de mi carta de Jamaica es como un llanto frente al muro: "Genoveses, venecianos y toda la gente que tenga perlas, piedras preciosas y otras cosas de valor, todos los que llevan hasta el cano del mundo para las trocar, convertir en oro. El oro es excelentísimo, del oro se hace tesoro, y con él, quien lo tiene, hace cuanto quiere en el mundo, y llega que echa las ánimas al Paraíso. Los señores de aquellas tierras de la comarca de Veraguas cuando mueren entierran el oro que tienen con el cuerpo, así lo dicen. A Salomón llevaron de un camino seiscientos y seis quintales de oro, allende lo que llevaron los mercaderes y marineros y allende lo que se pagó por Arabia. De ese oro hizo doscientas lanzas y trescientos escudos e hizo el tablado que había de estar arriba, pellas de oro y vasos muchos y muy grandes y ricos de piedras preciosas. Josefo en su Crónica de Antiquitalibus lo describe, En el Paralipómenos y en el libro de los Reyes se cuenta de eso. Josefo quiere que este oro lo hubiese en el Áurea. Si así fuese, digo que aquellas minas del Áurea son unas y se contienen con estas de Veragua, que como yo dije arriba se alargan al poniente veinte jornadas... David en su testamento dejó tres mil quintales de oro de las Indias a Salomón, para ayuda de edificar el Templo...".

Y ahí estaba todo. No era sino que los reyes dieran la orden para sacarlo. Yo por fuerza tenía que sentir que el Señor hacía en mí nuevo Moisés, pero para contener mi orgullo me enviaba lo que tenía por delante en Jamaica desolada, en las naves rotas, en la ausencia de una mano para salvar los náufragos. Y les dije a los reyes, mis señores: "Yo estoy tan perdido como dije. Yo he llorado hasta aquí a otros. Haya misericordia ahora el cielo y llore por mí la tierra... Llora por mí quien tiene caridad, verdad y justicia...". Llorar era mi destino, y el de todos. En este valle de lágrimas...  



Continuará...

Germán Arciniegas, La taberna de la Historia (2000)

viernes, 1 de noviembre de 2019

De la magia erótica al amor romántico (X)

La fuente sufi y la conexión cátara (I)



El primer trovador conocido cuyo nombre se ha conservado es Guillermo IX, conde de Poitiers y duque de Aquitania. Este cruzado luchó en Tierra Santa y también mostró su valor en los campos de batalla andaluces. Tanto en Oriente como en España mantuvo estrechos contactos con la cultura árabe y con diversas corrientes del Islam, entre las cuales destacaba el sufismo, escuela mística hererodoxa          centrada en el amor como medio para alcanzar la fusión con la divinidad. Este personaje fue quien puso la piedra angular del edificio trovadoresco con su talento.

En el visor de estribor de nuestra nave enfocamos a Guillermo de Aquitania durante su estancia en Tierra Santa y España. Nos llama la atención sorprenderlo concentrado en dos actividades nada frecuentes en un guerrero. Parte del día la pasa componiendo trovas, pero dedica también largas horas a conversar con hombres doctos del Islam. Especialmente lo vemos interesado en escuchar con atención y respeto a los místicos del sufismo. Durante su estancia en España también observamos que busca a miembros de estas corriente hererodoxa y copia sus poemas. Son versos que invocan la imagen de una dama y expresan sentimientos de deseo y regocijo amoroso. Están llenos de imágenes sensuales en las cuales se celebran los placeres de la vida. No sólo cantan los deleites del amor humano, sino también los que el vino brinda al hombre como don de la tierra.

Algo no encaja entre los místicos que escribieron estos versos y lo que sus poemas exaltan. Ni el vino ni el goce de los encantos femeninos deberían agradar tanto a unos buenos musulmanes que persiguen la fusión con Dios en la cumbre del éxtasis. Más aun si tenemos en cuenta que, en general, estos hombres llevan vidas ascéticas e irreprochables.

Al detenernos a examinar ese rasgo descubrimos que el afecto amoroso parece un medio de elevación espiritual. Pensamos entonces que acaso esa poesía sea una herramienta, como sucede con la danza de los derviches, que aceleran el ritmo hasta adquirir un frenesí tal que induce estados alterados de conciencia y los conduce al cenit de una experiencia mística. Al fin y al cabo, también estos son una escuela del sufismo.

En principio, podríamos pensar que en los poemas de los sufis se emplea un lenguaje figurado, como sucedió más tarde con los poetas místicos españoles, y que tras la imagen de la dama se oculta el alma, que en siglo XVI San Juan de la Cruz representará como la "amada", inspirado en la misma interpretación del Cantar de los Cantares que hicieron las monjas de Provenza y las beguinas, quienes también componían versos en idéntica línea. Algo de esto parece haber. El famoso Cantar de los Cantares de Salomón es una presencia recurrente que se reitera como una clave en la poesía que más suspicacias producía en la autoridad de Roma y, sobre todo, en la Inquisición. Aunque no fue la razón aducida para mantener en la cárcel a Fray Luis de León durante cinco años, seguramente su traducción del Cantar sirvió a sus enemigos como prueba indiciaria para proyectar sospechas sobre su ortodoxia. También conviene recordar que tanto San Juan de la Cruz como Santa Teresa, que inscribieron su obra lírica en esta misma línea de recurrir al amor humano para expresar sentimientos de amor divino, tuvieron dificultades con el mismo Santo Oficio. Las fuentes de esta estética del lirismo místico se hallan en el pensamiento sufi.

Entre los escritos que éstos consultaban y veneraban se encontraba Platón. También recogían las doctrinas avésticas y elementos de la mitología irania. Con estos antecedentes, resulta tentadora la idea de que tenemos la solución al enigma de los poemas sufis.

Platón aportaría el mito del andrógino primordial, presente como un fondo esencial en los polos femenino y masculino del alma, mientras el dualismo de la religión persa de Zoroastro contribuiría con su doctrina de una Creación que nace de la oposición entre la Luz y las Tinieblas, el Bien y el Mal, la carne y el espíritu.

Los poemas sufis aparecerían así como la transposición de conceptos y doctrinas místicas en términos de alegoría amorosa y como una forma eficaz de conservar y transmitir una enseñanza reservada que resultaba herética para el Islam más ortodoxo. El vino sería una imagen evocadora de la embriaguez y el éxtasis del amor más sublime, mientras que la unión del amado con su amada simbolizaría la fusión, en el interior del ser y al calor de la tempestad afectiva desatada, de los dos polos que configuran la naturaleza andrógina del hombre. Los versos aludirían a una alquimia interior transformadora y la fusión amorosa debería entenderse como imagen sensible de lo que ocurre en el alma. 


Continuará...

Luis G. La CruzEl secreto de los trovadores