jueves, 26 de junio de 2008

La taberna de la Historia (V)

Con el alma desgarrada

Yo salí con el alma hecha pedazos, Castilla chorreaba sangre por los cuatros costados. Isabel y Fernando eran los reyes que, a quien le daban la mano, lo levantaban, y así fui al campamento de Santa Fe en busca de su gracia. Por haberla logrado iba a ser almirante y virrey. Los dos eran, sin embargo, cristianos duros, y en su destino estaba descuadernar el orden viejo, desterrando a moros y judíos. Lo que vi en Granada y en Sevilla se me quedó grabado como una herida imposible de cerrar. Lloraba en la noche negra de mis recuerdos. A dos días del mes de enero, por fuerza de las armas, vide poner las banderas reales en las torres de la Alhambra, y vide salir al rey moro a las puertas de la ciudad y besar las reales manos de los reyes y del príncipe mi señor...

A pesar de siete siglos de guerra con los moros, Castilla y España toda, eran la patria de la convivencia en Europa. La frontera iba corriéndose de victoria en victoria, con tal lentitud que, en largos tiempos de reposo, cristianos y mahometanos se juntaban, como todos con los judíos. Cosas de hombres y mujeres, y ardores de la juventud y milagros de las bellezas en noches de luna llena... Algo de esto, pero jamás igual, ocurría en Londres, París, Roma o Bruselas. Eso sí, donde eran maravillas del mundo mezquitas y sinagogas y catedrales, era en Sevilla, en Toledo, en Granada. Se cruzaban hombres y mujeres de las tres religiones, como las ramas del arte en la arquitectura, como la lengua que estaba formándose a imagen y semejanza de cada nación, con voces y frases de cada una, a medida que se perdía entre las cosas idas del pasado el latín, imagen del caduco imperio. El latín acabó llamándose lengua muerta.

Yo sabía estas cosas por lo oído a la mesa, en mi casa. Sabía que los reyes viejos de Castilla y hasta los de 1492, habían tenido por consejeros, tesoreros, médicos, maestros a los de la nación hebrea tan doctos en estas cosas. Al entrar a Castilla por primera vez viniendo de Portugal, hube de ver que este pasado se rompía. Me sorprendía Isabel, con la gracia y la dureza ligadas en una misma palabra, cabalgando como amazona acorazada al frente de las tropas cristianas echando al rey moro, o firmando un decreto que era el puño de fierro golpeando a los judíos. Y yo vi salir de Castilla a los desterrados y fue la última imagen que me quedó de los reinos cerrados contra los hijos de Sión. No dije nada, primero por ser ya de los cristianos y luego por moverme dentro de la vasta muchedumbre silenciosa que se inclinó ante la fatalidad de un destino para quienes se habían formado en la lectura del éxodo bíblico. Humanamente, sabía que los nuevos desterrados eran carne de mi carne, hueso de mis huesos.

Hay oscuridades que aclaran lo que no es fácil ver con los papeles. Yo mismo ignoro cómo fue ocurriendo el tránsito que me llevó a militar con los católicos y solo sé que entré al mundo sin fe de bautismo cristiano. Que se busque en las iglesias de Génova el registro acostumbrado para indicar que una criatura se llevó a la pila bautismal, y no se hallará, para mí, huella alguna. Yo mismo me pregunto por qué cuando escribía a los reyes y al papa sobre mi deseo de destinar el oro de América a la reconquista de Jerusalén, nunca hablé del Santo Sepulcro, sino de la Casa Santa del Templo de Salomón. Veía una continuidad de la historia en el Nuevo Testamento. María era de la familia de David y esto me alentaba. Leía los libros de los Profetas y los registraba mentalmente como guardándolos en el estuche de plata de la Tora. En todo caso, saliendo en la Santa María en busca de Cipango y Catay, ponía delante de los reyes el nombre de mi nave como escudo contra todo riesgo. Pero ¿no llevaba por dentro la nostalgia de Castilla perdida cuando era el reino del encuentro de Cristo, de Mahoma y de todos los hijos de David?
Continúa...

Germán Arciniegas, La taberna de la Historia

El viejo y el mar (V)

Cuando volvió el muchacho el viejo estaba dormido en la silla. El sol se estaba poniendo. El muchacho cogió la desgastada frazada de la cama y se la echó al viejo sobre los hombros. Eran unos hombros extraños todavía poderosos, aunque muy viejos, y el cuello era también fuerte todavía, y las arrugas no se veían tanto cuando el viejo estaba dormido con la cabeza derribada hacia adelante. Su camisa había sido remendada tantas veces que era como la vela, y los remiendos descoloridos por el sol eran de varios tonos. La cabeza del viejo era sin embargo muy vieja, y con los ojos cerrados no había vida en su rostro. El periódico yacía sobre sus rodillas y el peso de sus brazos lo sujetaba allí contra la brisa del atardecer. Estaba descalzo.

El muchacho lo dejo allí y, cuando volvió, el viejo estaba todavía dormido.

-Despierte viejo- dijo el muchacho, y le puso la mano en una de sus rodillas.

El viejo abrió los ojos y por un momento fue como si regresara de muy lejos. Entonces sonrió.

-¿Qué traes?- preguntó.

-La comida -dijo el muchacho-. Vamos a comer.

-No tengo mucha hambre.

-Vamos, venga a comer. No puede pescar sin comer.

-Habrá que hacerlo -dijo el viejo, levantándose y cogiendo el periódico y doblándolo. Luego empezó a doblar la frazada.

-No se quite la frazada -dijo el muchacho-. Mientras yo viva no saldrá a pescar sin comer.

-Entonces vive mucho tiempo y cuídate -dijo el viejo-. ¿Qué vamos a comer?

-Frijoles negros con arroz, plátanos fritos y un poco de asado.

El muchacho lo había traído de la Terraza en una cantina metálica. Traía en el bolsillo dos juegos de cubiertos, cada uno envuelto en una servilleta de papel.

-¿Quién te ha dado esto?

-Martín. El dueño.

-Tengo que darle las gracias.

-Ya se las he dado yo -dijo el muchacho-. No tiene que dárselas usted.

-Le daré la ventrecha de un gran pescado -dijo el viejo. ¿Ha hecho esto por nosotros más de una vez?

-Creo que sí.

-Entonces tendré que darle más que la ventrecha. Es muy considerado con nosotros.

-Mandó dos cervezas.

-Me gusta más la cerveza en lata.

-Lo sé. Pero esta está en botella. Cerveza Hatuey. Y yo devuelvo las botellas.

-Muy amable de tu parte -dijo el viejo-. ¿Comemos?

-Es lo que yo proponía -le dijo el muchacho-. No he querido abrir la cantina hasta que estuviera usted listo.

-Ya estoy listo -dijo el viejo-. Solo necesitaba tiempo para levantarme.

¿Dónde se lavaba? pensó el muchacho. El pozo del pueblo estaba a dos manzanas de distancia, camino abajo. Debía haberle traído agua, pensó el muchacho, y jabón y una buena toalla. ¿Por qué seré tan desconsiderado? Tengo que conseguirle otra camisa y una chaqueta para el invierno y alguna clase de zapatos y otra frazada.

-Tu asado es excelente -dijo el viejo.

-Hábleme de beisbol -le pidió el muchacho.

-En la liga americana, como te dije, los Yankees -dijo el viejo muy contento.

-Hoy perdieron -le dijo el muchacho.

-Eso no significa nada. El gran Di Maggio vuelve a ser lo que era.

-Tienen otros hombres en el equipo.

-Naturalmente. Pero él marca la diferencia. En la otra liga, entre el Broooklin y el Filadelfiam, tengo que quedarme con el Brooklin. Pero luego pienso en Dick Sisler y en aquellos lineazos suyos en el viejo parque.

-Nunca hubo nada con ellos. Nunca he visto a nadie mandar la pelota tan lejos.

-¿Recuerdas cuando venía a la Terraza? Yo quería llevarlo a pescar, pero era demasiado tímido para proponérselo. Luego te pedí a ti que se lo propusieras y tú eras también demasiado tímido.

-Lo sé. Fue un gran error. Podría haber ido con nosotros. Luego eso nos quedaría para toda la vida.

Continúa.

Ernest Hemingway, El viejo y el mar

Animula Vagula Blandula (V)

Reconozco que la razón se confunde frente al prodigio del amor, frente a esa extraña obsesión por la cual la carne, que tan poco nos preocupa cuando compone nuestro propio cuerpo, y que solo nos mueve a alabarla, alimentarla y, llegado el caso, a evitar que sufra, puede llegar a inspirarnos un deseo tan apasionado de caricias, simplemente porque está animada por una individualidad diferente de la nuestra y porque presenta ciertos lineamiento de belleza sobre los cuales, por lo demás, los mejores jueces no se han puesto de acuerdo. Aquí la lógica humana se queda corta, como en las revelaciones de los Misterios. Y no se ha engañado la tradición popular que siempre vio en el amor una forma de iniciación, uno de los puntos de contacto de lo secreto y lo sagrado. La experiencia sensual se asemeja a los Misterios en que la primera aproximación produce en el no iniciado el efecto de un rito más o menos aterrador, escandalosamente alejado de las funciones familiares del sueño, del deber y del comer, objeto de bromas, de venganza o de terror. Al igual que la panza de las ménades o el delirio de los coribantes, nuestro amor nos arrastra a un universo diferente, donde en otros momentos nos está vedado penetrar, y donde cesamos de orientarnos tan pronto el ardor se apaga o el goce se disuelve. Clavado en el cuerpo querido como un crucificado a su cruz, he aprendido algunos secretos de la vida que se embotan ya en mi recuerdo, sometidos a la misma ley que quiere que el convaleciente, una vez curado, cese de reconocerse en las misteriosas verdades de su mal, que el prisionero librado olvide la tortura, o el vencedor ya sobrio la gloria.

He soñado a veces con elaborar un sistema de conocimiento humano basado en lo erótico, una teoría del contacto en la cual el misterio y la dignidad del prójimo consistirían precisamente en ofrecer al Yo el punto de apoyo de ese otro mundo. En una filosofía semejante, la voluptuosidad sería una forma más compleja pero también más especializada de este acercamiento al Otro, una técnica al servicio del conocimiento de aquello que no es uno mismo. Aun en los encuentros menos sensuales, la emoción nace o se alcanza por el contacto: la mano un tanto repugnante de esa vieja que me presenta un petitorio, la frente húmeda de mi padre agonizante, la llaga de un herido que curamos. Las relaciones más intelectuales o más neutras se operan a sí mismo a través de este sistema de señales del cuerpo: la mirada súbitamente comprensiva del tribuno al cual explicamos una maniobra antes de la batalla, el saludo impersonal de un subalterno a quien nuestro paso fija en una actitud de obediencia, la ojeada amistosa del esclavo cuando le doy las gracias por traerme una bandeja, o el mohín apreciativo de un viejo amigo frente al camafeo griego que le ofrecemos.

En el caso de la mayoría de los seres, los contactos más ligeros y superficiales bastan para contentar nuestro deseo, y aun para hartarlo. Si insisten, multiplicándose en torno de una criatura única hasta envolverla por entero, si cada parcela de un cuerpo se llena para nosotros de tantas significaciones trastornadoras como los rasgos de un rostro; si un solo ser, en vez de inspirarnos irritación, placer o hastío, nos hostiga como una música y nos atormenta como un problema; si pasa de la periferia de nuestro universo a su centro, llegando a sernos más indispensable que nuestro propio ser, entonces tiene lugar el asombroso prodigio en el que veo, más que un simple juego de la carne, una invasión de la carne por el espíritu.
Continúa.

Marguerite Yourcenar, Memorias de Adriano

domingo, 22 de junio de 2008

Introducción general al estudio de las doctrinas hindúes (IV)

La divergencia (I)

Si se considera lo que se ha convenido en llamar la antigüedad clásica, y se la compara a las civilizaciones orientales, se comprueba fácilmente que está menos alejada de ellas, desde ciertos puntos de vista al menos, que la Europa Moderna. la diferencia entre el Oriente y el Occidente parece que ha ido aumentando siempre, pero esta divergencia es en cierto modo unilateral, en el sentido de que solo el Occidente es lo que ha cambiado, mientras que el Oriente, de manera general, permanece sensiblemente como era en esa época que se tiene la costumbre de considerar como antigua, y que sin embargo, todavía, es relativamente reciente. La estabilidad, se podría decir hasta la inmutabilidad, es un carácter que se le reconoce de buen grado a las civilizaciones orientales, principalmente a la de China, pero es acaso menos fácil extenderse sobre su interpretación: los europeos, desde que creyeron en el "progreso" y en la "evolución", es decir, desde hace más de un siglo, quieren ver en esto un signo de inferioridad, mientras que por el contrario, nosotros vemos un estado de equilibrio que la civilización occidental se ha mostrado incapaz de alcanzar. Esta estabilidad se afirma por una parte en las cosas pequeñas lo mismo que en las grandes, y se puede encontrar un ejemplo notable en el hecho de que la "moda", con sus variaciones contínuas solo existe en los países occidentales. En suma, el occidental, y sobre todo el occidental moderno, aparece como esencialmente veleidoso e inconstante, aspirando solo al movimiento y a la agitación, en tanto que el oriental presenta exactamente el carácter opuesto.

Si se quiere representar esquemáticamente la divergencia de la que hablamos, no habría pues que trazar dos líneas que de una y otra parte se fuesen separando de un eje, sino que el Oriente debería estar representado por el eje mismo y el Occidente por una línea que partiera de este eje a la manera de una rama que se separa del tronco, como antes lo dijimos. Este símbolo sería tanto más justo cuanto que, en el fondo, por lo menos desde los tiempos llamados históricos, el Occidente nunca ha vivido intelectualmente en la medida en que ha tenido una intelectualidad sino de préstamos hechos del Oriente, ya sea de una manera directa o indirecta. La misma civilización griega está muy lejos de haber tenido esa originalidad que se complacen en proclamar los que son incapaces de ver nada más allá, y que llegarían de buen grado hasta pretender que los griegos se calumniaron cuando reconocieron lo que debían al Egipto, a Fenicia, a Caldea, a Persia y hasta a la India. Por más que estas civilizaciones son incomparablemente más antiguas que la de los griegos, algunos, cegados por lo que podemos llamar "el prejuicio clásico", están dispuestos a sostener, contra toda evidencia, que son ellas las que recibido préstamos de la helénica y que sufrieron su influencia, y es muy difícil distutir con ellos, precisamente porque su opinión solo descansa en prejuicios; pero ya insistiremos con más amplitud sobre esta cuestión. Es verdad que los griegos tuvieron sin embargo cierta originalidad, pero que de ningún modo es la que se cree por lo común y que no consiste sino en la forma en la cual presentaron y expusieron lo que habían adoptado, modificándolo de manera más o menos afortunada, para adaptarlo a su propia mentalidad, originalidad muy distinta de la de los orientales, y aun opuesta a esta en más de un aspecto.

Antes de ir más lejos, precisaremos que no pretendemos negar la originalidad de la civilización heléncia desde este o aquel punto de vista más o menos secundario a nuestro juicio, desde el punto de vista del arte por ejemplo, sino solo desde el punto de vista propiamente intelectual, que por otra parte se encuentra mucho más reducido que en los orientales. Esta disminución de la intelectualidad, este empequeñecimiento, por decirlo así, podemos afirmarlo netamente con relación a las civilizaciones orientales que subsisten y que conocemos directamente; y es verosímil con relación a las que desaparecieron, según todo lo que podemos saber de ellas, y sobre todo según las analogías que han existido de modo manifiesto entre éstas y aquéllas. En efecto, el estudio del Oriente tal como se hace hoy todavía, si se quisiera comprender de manera verdaderamente directa, sería capaz de ayudar en una amplia medida para comprender la Antigüedad en razón de este carácter de fijeza y de estabilidad que hemos indicado; ayudaría a comprender también la antigüedad griega, para la cual no tenemos el recurso de un testimonio inmediato, porque se trata aquí también de una civilización que realmente se extinguió, y los griegos actuales no tendrían ningún título para que se les considere como los legítimos continuadores de los antiguos, de los que sin duda no son ni siquiera los descendientes auténticos. (Continúa...)

René Guenon, Introducción general al estudio de las doctrinas hindúes

Los crímenes de la rue Morgue (IV)

Una noche paseábamos por una larga y sucia calle, en las inmediaciones del Palais Royal. Puesto que ambos estábamos, al parecer, enfrascados en nuestros pensamientos, ninguno de los dos había pronunciado una sílaba desde hacía al menos quince minutos. De pronto Dupin rompió el silencio con estas palabras:
-Ciertamente, es un tipo demasiado bajo, y estaría mejor en el Théatre des Varietés.
-No hay la menor duda- respondí maquinalmente, sin observar al principio (tan absorto estaba en mis reflexiones) la forma extraordinaria en que mi interlocutor se había hecho eco de mis reflexiones.
Un instante más tarde me recobré y mi asombro fue profundo.
-Dupin- dije con gravedad-, esto está más allá de mi comprensión. No dudo en afirmar que estoy asombrado y que apenas puedo dar crédito a mis sentidos. ¿Cómo es posible que supiera usted que yo estaba pensando en...?
Aquí hice una pausa, para asegurarme más allá de toda duda si él sabía realmente en qué estaba pensando.
-...en Chantilly -dijo-. ¿Por qué se detiene? Se estaba diciendo a sí mismo que este bajo individuo no era apropiado para la tragedia.
Aquel había sido precisamente el tema de mis reflexiones. Chantilly era un antiguo zapatero remendón de la rue Saint Denis que, loco por el teatro, había querido representar el role de Jerjes en la tragedia de Crebillon de este mismo nombre y había sido notoriamente satirizado por sus esfuerzos.
-Dígame, por el amor de Dios -exclamé-, el método, si es que hay alguno por el cual ha conseguido sondear mi alma sobre este asunto. De hecho, me sentía mucho más sorprendido de lo que estaba dispuesto a admitir.
-Fue el frutero- respondió mi amigo- quien lo llevó a usted que el remendón de suelas no tenía la altura suficiente para Jerjes et id genus omne.
-¡El frutero! Me asombra... no conozco a ningún frutero.
-Sí, ese hombre con el que tropezó cuando entramos en la calle..., puede que haga unos quince minutos.
Entonces recordé, que, en efecto, un frutero, llevando sobre su cabeza un gran cesto de manzanas había estado de derribarme, por accidente, cuando pasábamos de la rue C... a la callejuela donde estábamos ahora; pero lo que no podía entender era qué tenía que ver aquello con Chantilly.
No había ni una partícula de charlatanerie en Dupin.
-Se lo explicaré -dijo-, y para que pueda comprenderlo claramente primero seguiremos hacia atrás el rumbo de sus meditaciones desde el momento en que yo le hablé hasta el de la rencontre con el frutero en cuestión. Los principales eslabones de la cadena son: Chantilly, Orión, doctor Nichols, Epicuro, estereotomía, los adoquines de la calle, el frutero.
Hay pocas personas, que no se hayan entretenido en algún período de sus vidas, en recorrer a la inversa los pasos a través de los cuales su mente ha llegado a alguna conclusiones en particular. A menudo la ocupación está llena de interés; y quien la intenta por primera vez se muestra asombrado por la, aparentemente, ilimitada distancia e incoherencia entre el punto de partida y la meta. Cuál, pues, debió de ser mi asombro cuando oí al francés decir aquello, y cuando no pude evitar el reconocer que había dicho la verdad. Prosiguió:
-Habíamos estado hablando de caballos, si recuerdo bien justo antes de abandonar la rue C... Éste fue el último tema que discutimos. Cuando cruzamos a esta calle un frutero con un gran cesto sobre la cabeza, al pasar rápidamente junto a nosotros lo empujó a usted contra un montón de adoquines apilados en un punto donde están reparando la calzada. Pisó usted un fragmento suelto de uno de ellos, resbaló, se torció ligeramente el tobillo, pareció irritado, murmuró algunas palabras, se volvió para mirar el montón y luego siguió andando en silencio. No estuve particularmente atento a lo que hizo usted; pero la observación se ha convertido últimamente para mí en una especie de necesidad... (Continúa...)

Edgar Allan Poe, Narraciones extraordinarias

La desprestigiada herencia de Cervantes (IV)

7. Se habla mucho y desde hace tiempo del fin de la novela; fundamentalmente los futuristas, los surrealistas, casi todas las vanguardias. Veían desaparecer la novela en el camino del progreso, en beneficio de un porvenir radicalmente nuevo, en beneficio de un arte que no se asemejaría a nada de lo que ya existía. La novela sería enterrada en nombre de la justicia histórica, al igual que la miseria, las clases dominantes, los viejos modelos de coches y los sombreros de copa.

Así pues, si Cervantes es el fundador de la Edad Moderna, el fin de su herencia debería significar algo más que un simple relevo en la historia de las formas literarias; anunciaría el fin de la Edad Moderna. Es por lo que la sonrisa beatífica con la que se pronuncian necrologías de la novela me parece frívola. Frívola, porque ya he visto y vivido la muerte de la novela, su muerte violenta (mediante prohibiciones, la censura, la presión ideológica), en el mundo en que he pasado gran parte de mi vida y al que acostumbramos llamar totalitario. Entonces, quedó de manifiesto con toda claridad que la novedad era perecedera; tan perecedera como el Occidente de la Edad Moderna. La novela, en tanto que modelo de este mundo fundamentado en la relatividad y ambigüedad de las cosas humanas, es incompatible con el universo totalitario. Esta incompatibilidad es aún más profunda que la que separa a un disidente de un apparatchik, a un combatiente pro derechos humanos de un torturador, porque no es solamente política o moral, sino también ontológica. Esto quiere decir: el mundo basado sobre una única Verdad y el mundo ambiguo y relativo de la novela están modelados con una materia totalmente distinta. La verdad totalitaria excluye la relatividad, la duda, la interrogación y nunca puede conciliarse con lo que yo llamaría el espíritu de la novela.

Pero ¿acaso en la Rusia comunista no se publican centenares y millares de novelas con enormes tiradas y gran éxito? Sí, pero estas novelas ya no prolongan la conquista del ser. No ponen al descubierto ninguna nueva parcela de la existencia; únicamente confirman lo que ya se ha dicho; más aún: en la confirmación de lo ya dicho (de lo que hay que decir) consiste su razón de ser, su gloria, su utilidad en la sociedad a la que pertenecen. Al no descubrir nada no participan ya en la sucesión de descubrimientos a los que llamo la historia de la novela; se sitúan fuera de esa historia, o bien: son novelas de después de la historia de la novela.

Hace aproximadamente medio siglo que la historia de la novela se detuvo en el imperio del comunismo ruso. Es un acontecimiento de enorme importancia, dada la grandeza de la novela rusa de Gogol a Biely. La muerte de la novela no es pues una idea fantasiosa. Ya se ha producido. Y ahora ya sabemos cómo se muere la novela: no desaparece, sale fuera de su historia. Su muerte se produce pues en forma suave, desapercibida, y no escandaliza a nadie.

8. Pero ¿no llega la novela al fin de su camino por su propia lógica interna? ¿No ha explotado ya todas sus posibilidades, todos sus conocimientos y todas sus formas? He oído comparar su historia con las minas de carbón desde hace ya largo tiempo agotadas. Pero ¿no se parece quizá más al cementerio de las ocasiones perdidas de las llamadas no escuchadas? Hay cuatro llamadas a las que soy especialmente sensibles.

La llamada del juego - Tristram Shandy de Laurence Sterne y Jacques el fatalista de Denis Diderot se me antojan hoy como las dos más importantes obras novelescas del siglo 18, dos novelas concebidas como un juego grandioso. Son las dos cimas de la levedad nunca alcanzadas antes ni después. La novela posterior se dejó aprisionar por el imperativo de la verosimilitud, por el decorado realista, por el rigor de la cronología. Abandonó las posibilidades que encierran esas dos obras maestras y que hubieran podido dar lugar a una evolución de la novela diferente de la que conocemos (sí, se puede imaginar también otra historia de la novela europea...).

La llamada del sueño - Fue Franz Kafka quien despertó repentinamente la imaginación dormida del siglo 19 y quien consiguió lo que postularon los surrealistas después de él sin lograrlo del todo; la fusión del sueño y la realidad. Esta es, de hecho, una antigua ambición estética de la novela, presentida ya por Novalis, pero que exige el arte de una alquimia que solo Kafka ha descubierto unos cien años después. Este enorme descubrimiento es menos el término de una evolución que una apertura inesperada que demuestra que la novela es el lugar en el cual la imaginación puede explotar como en un sueño y que la novela puede liberarse del imperativo aparentemente ineluctable de la verosimilitud.



La llamada del pensamiento - Musil y Broch dieron entrada en el escenario de la novela a una inteligencia soberana y radiante. No para transformar la novela en filosofía, sino para movilizar sobre la base del relato todos los medios, racionales e irracionales narrativos, y meditativos, que pudieran iluminar el ser del hombre; hacer de la novela la suprema síntesis intelectual. ¿Es su proeza el fin de la historia de la novela, o más bien la invitación a un largo viaje?

La llamada del tiempo - El período de las paradojas terminales incita al novelista a no limitar la cuestión del tiempo al problema proustiano de la memoria personal, sino a ampliarla al enigma del tiempo colectivo, del tiempo de Europa, la Europa que se gira para mirar el pasado, para hacer su propio balance, para captar su propia historia, al igual que un anciano capta con una sola mirada su vida pasada. De ahí el deseo de franquear los límites temporales de una vida individual en los que la novela había estado hasta entonces encerrada, incorporando a su ámbito varias épocas históricas. (Aragon y Fuentes ya lo han intentado.)

Pero no quiero profetizar sobre los futuros derroteros de la novela de los que nada sé; quiero decir únicamente: si la novela debe realmente desaparecer, no es porque esté totalmente agotada, sino porque se encuentra en un mundo que ya no es el suyo. Continúa.

Milan Kundera, El arte de la novela

jueves, 19 de junio de 2008

La taberna de la Historia (IV)

Relato de Colón el Primitivo

Cuando vi que todos andaban en pelota, me sentí el hombre más feliz del mundo y pensé para mis adentros: Así se cumple la voluntad de Dios. Él quería que yo los viera como los había vivido en todas mis lecturas, desde el Pentateuco de Moisés hasta San Isidro y San Ambrosio. Hubo momentos en que pensé: No he tendido el puente para unir a España con Japón sino para juntar los días del paraíso del Génesis con los de mi reina Isabel. Era más importante el tiempo que el espacio. Era de maravilla ver a toda la gente sin al menos una hoja de parra. Así se lo escribí a los reyes y al papa, no para vanagloriarme sino para informarlos. San Isidro y Beda y Strabo y el Maestro de la Historia Scolástica y San Ambrosio y Scoto y todos los sacros teólogos conciertan en que el paraíso terrenal es en el Oriente, y yo, por voluntad de Dios, hallaba que no era como ellos lo decían. Yo lo hallé en un sitio conforme a la opinión de los santos y los sacros teólogos y vi que era de otra manera. No la montaña áspera que ellos decían suave y dulce como el pezón de una pera. Han pasado quinientos años y recuerdo estas cosas como si fueran de ayer por la emoción que sentí al juntar mis lecturas, que parecían ser ficción, con imágenes verdaderas. Llegando a la isla Margarita, frente a las bocas del Ganges -que ustedes ahora llaman Orinoco- me encontré delante de tanta cantidad de agua dulce adentro y vecina con el agua salada como jamás leí antes. Tenía al fondo el cerro del Paraíso... escribí: "Es como quien tiene una pelota muy redonda y en un lugar de ella fuese como una teta de mujer allí puesta y que esta parte del pezón sea la más alta y propincua al cielo...". No lo tuvo delante de sus ojos San Ambrosio y yo lo estaba viendo. "Y Ptolomeo y los otros sabios que escribieron deste mundo creyeron que era esférico creyendo que este hemisferio fuese redondo como aquel de allá donde ellos estaban...".

Cada paso que adelanté en mis viajes fue una invitación para ver hacia atrás. Hubo momentos en que me vi forzado a escribir versos. No me daba la prosa vulgar para cantar mi dicha:

Et tu debes resurtir
tu pensamiento en el cielo,
y de las cosas del suelo
con grande prudencia huir...

Vi las sirenas en que ya nadie creía. Tomando mis apuntes, escritos el propio día de haberlas encontrado, escribió Las Casas: "El día pasado, cuando el Almirante iba al Río de Oro dijo que vido tres sirenas, que salieron bien alto de la mar, pero no eran tan hermosas como las pintan... Cuatro días más tarde me contó un indio que la isla de Martinino -Martinica- era toda poblada de mujeres sin hombres, y que en ellas hay mucho "tuob", que es oro en alambres... Me informaban que los hombres, aun siendo antropófagos, eran en demasiado grado cobardes, y así me parecieron. Ellas, en cambio, en su cuartel de Martinino se ejercitaban con arcos y flechas",

Me decían que había hombres de un ojo y otros con hocicos de perro que comían hombres, y que en tomando a uno lo degollaban y le bebían la sangre y le cortaban su natura.

Todo anunciaba perlas, oro, brasil, pimienta, clavo, áloe, canela y piedras preciosas, sirenas, antropófagos, amazonas, cíclopes. Las indias desnudas con brazaletes de oro, los indios con ranas de oro colgándoles de las narices, y por el suelo iguanas, alacranes, armadillos, lagartos, arañas, como en los cuadros antiguos. Me perdía en la historia de los siglos. Solo que a veces bramaba el cielo como en la noche de Sodoma, porque sodomitas eran los indios. La última vez, en el mar de Veraguas, vi, como escribí a los reyes, aquella mar hecha sangre, hirviendo como caldera por el gran fuego. El cielo jamás fue visto tan espantoso. Una noche ardió el cielo como horno y echaba la llama con los rayos...

Yo sentía que daba un paso y retrocedía diez siglos. Era feliz llegando al Antiguo Testamento donde juntaba lo cristiano con lo hebreo de mis antepasados. A nada me ayudaba la ciencia; mi aliento era mágico, y veía la esfera como Pedro Aliaco en Imago Mundi, con la Tierra en el centro, girando en torno al Sol y las estrellas, y el aire, el agua, el fuego moviéndose sobre esferas de vidrio, y una humanidad desnuda y sirenas en el agua, y amazonas en las islas y ríos como los de la historia sagrada, y diluvios, y rayos y el mar bramando como el viento. Continúa...

Germán Arciniegas, La taberna de la Historia

El viejo y el mar (IV)

Marcharon juntos camino arriba hasta la cabaña del viejo y entraron; la puerta estaba abierta. El viejo inclinó el mástil con su vela arrollada contra la pared y el muchacho puso la caja y el resto del aparejo junto a él. El mástil era casi tan largo como el cuarto único que formaba la choza. Esta estaba hecha de recias pencas de la palma real que llaman guano, y había una cama, una mesa, una silla y un lugar en el piso de tierra para cocinar con carbón. En las paredes, de aplastadas y superpuestas hojas pardas de guano de resistente fibra había una imagen en colores del Sagrado Corazón de Jesús y otra de la Virgen del Cobre. Eran reliquias de su esposa. En otro tiempo había habido una desvaída foto de su esposa en la pared, pero la había quitado porque verla le hacía sentirse demasiado solo, y ahora estaba en el estante del rincón bajo su camisa limpia.

-¿Qué tiene para comer?- preguntó el muchacho.

-Una cazuela de arroz amarillo con pescado. ¿Quieres un poco?

-No. Comeré en casa. ¿Quiere que le encienda la lumbre?

-No. Yo la encenderé luego. O quizá me coma el arroz frío.

-¿Puedo llevarme la atarraya?

-Desde luego.

No había ninguna atarraya. El muchacho recordaba que la habían vendido. Pero todos los días pasaban por esa ficción. No había ninguna cazuela de arroz amarillo con pescado, y el muchacho lo sabía igualmente.

-El ochenta y cinco es un número de suerte- dijo el viejo-. ¿Qué te parece si me vieras volver con un pez que, destripado, pesara más de mil libras?

-Voy a coger la atarraya y salir por las sardinas. ¿Se quedará sentado al sol, a la puerta?

-Sí. Tengo ahí el periódico de ayer y voy a leer los partidos del beisbol.

El muchacho se preguntó si el periódico de ayer no sería también una ficción. Pero el viejo lo sacó de debajo de la cama.

-Perico me lo dio en la bodega- explicó.

-Volveré cuando tenga las sardinas. Guardaré las suyas junto con las mías en hielo y por la mañana nos las repartiremos. Cuando vuelva me contará lo del beisbol.

-Los Yankees no pueden perder.

-Pero yo les tengo miedo a los Indios de Cleveland.

-Ten fe en los Yankees, hijo. Piensa en el gran Di Maggio.

-Les tengo miedo a los Tigres de Detroit y a los Indios de Clevelanda.

-Ten cuidado, no vayas a tenerles miedo también a los Rojos de Cincinnati y a los White Socks de Chicago.

-Usted estudia eso y me lo cuenta cuando vuelva.

-¿Crees que debiéramos comprar unos billetes de la lotería que terminen en un ochenta y cinco? Mañana hace el ochenta y cinco.

-Podemos hacerlo- dijo el muchacho-. Pero ¿qué me dice de su gran record, el ochenta y siete?

-No podría suceder dos veces. ¿Crees que puedas encontrar un ochenta y cinco?

-Puedo pedirlo.

-Un billete entero. Eso hace dos dólares y medio. ¿Quién podría prestármelos?

-Eso es fácil. Yo siempre encuentro quien me preste dos dólares y medio.

-Creo que yo también. Pero trato de no pedir prestado. Primero pides prestado; luego pides limosna.

-Abríguese, viejo- dijo el muchacho-. Recuerde que estamos en septiembre.

-El mes en que vienen los grandes peces- dijo el viejo. En mayo cualquiera es pescador.

-Ahora voy por las sardinas- dijo el muchacho. (Continúa)

Ernest Hemingway (El viejo y el mar)

Animula Vagula Blandula (IV)

Durante algún tiempo me abstuve de comer carne en las escuelas de filosofía, donde es de uso ensayar de una vez por todas cada método de conducta; más tarde, en Asia, vi a los gimnosofistas indios apartar la mirada de los corderos humeantes y de los cuartos de gacela servidos en la tienda de Osroes. Pero esta costumbre, que complace tu joven austeridad, exige atenciones más complicadas que las de la misma gula; nos aparta demasiado del común de los hombres en una función casi siempre pública, presidida las más de las veces por el aparato o la amistad. Prefiero pasarme la vida comiendo gansos cebados y printadas, y no que mis convidados me acusen de una ostentación de ascetismo. Bastante me ha costado -con ayuda de frutos secos o del contenido de un vaso saboreado lentamente- disimular ante los comensales que los aderezados manjares de mis cocineros estaban destinados a ellos más que a mí, o que mi curiosidad por probarlos se agotaba antes que la suya. Un príncipe carece en esto de la laxitud que se ofrece al filósofo, no puede permitirse diferir en demasiadas cosas a la vez, y bien saben los dioses que mis diferencias eran ya demasiadas, aunque me jactase de que muchas permanecían invisibles. En cuanto a los escrúpulos religiosos del gimnosofista, a su repugnancia frente a las carnes sangrientas, me afectarían más si no se me ocurriera preguntarme en qué difiere esencialmente el sufrimiento de la hierba sagrada del de los carneros degollados, y si nuestro horror ante las bestias asesinadas no se debe sobre todo a que nuestra sensibilidad pertenece al mismo reino. Pero en ciertos momentos de la vida como por ejemplo en los períodos de ayuno ritual, o en las iniciaciones religiosas, he apreciado las ventajas espirituales -y también los peligros- de las diferentes formas de abstinencia, y aun de la inanición voluntaria, de esos estados próximos al vértigo en que el cuerpo, privado de lastre, entra en un mundo para el cual no ha sido hecho y que prefigura las frías levedades de la muertes. En otros momentos esas experiencias me permitieron jugar con la idea del suicidio progresivo, de la muerte por inanición que escogieron ciertos filósofos, especie de incontinencia a la inversa por la cual se llega al agotamiento de la sustancia humana. Pero me hubiera disgustado adherirme por completo a un sistema; no quería que un escrúpulo me privara del derecho de hartarme de embutidos, si por casualidad me venían las ganas o si este alimento era el único accesible. Los cínicos y los moralistas están de acuerdo en incluir las voluptuosidades del amor entre los goces llamados groseros, entre el placer de beber y el de comer, y a la vez, puesto que están seguros de que podemos pasarnos sin ellas, las declaran menos indispensables que aquellos goces. De un moralista espero cualquier cosa, pero me asombra que un cínico pueda engañarse así. Pongamos que unos y otros temen a sus demonios, ya sea porque luchan contra ellos o se abandonan, y que tratan de rebajar su placer buscando privarlo de su fuerza casi terrible ante la cual sucumben, y de su extraño misterio en el que se pierden. Creeré en esa asimilación del amor a los goces puramente físicos (suponiendo que existan como tales) el día en que haya visto a un gastrónomo llorar ante su plato favorito, como un amante sobre un hombro juvenil. De todos nuestros juegos, es el único que amenaza trastornar el alma y el único donde el jugador se abandona por fuerza al delirio del cuerpo. No es indispensable que el bebedor abdique de su razón pero el amante que conserva la suya no obedece del todo a su dios. La abstinencia o el exceso comprometen al hombre solo; pero salvo en el caso de Diógenes, cuyas limitaciones y cuya razonable aceptación de lo peor se advierten por sí mismas, todo movimiento sensual nos pone en presencia del otro, nos implica en las exigencias y las servidumbres de la elección. No sé de nada donde el hombre se resuelve por razones más simples y más ineluctables, donde el objeto elegido sea pesado con más exactitud en su peso bruto de delicias, donde el buscador de verdades tenga mayor probabilidad de juzgar la criatura desnuda. Partiendo de un despojamiento que iguala el de la muerte, de una humildad que excede la de la derrota y la plegaria, me maravillo de ver restablecerse la complejidad de las negativas, las responsabilidades, los dones, las tristes confesiones, las ágiles mentiras, los apasionados compromisos entre mis placeres y los del Otro, tantos vínculos irrompibles y que sin embargo se deshacen tan pronto. El juego misterioso que va del amor a un cuerpo al amor de una persona me ha parecido lo bastante bello como para consagrarle parte de mi vida. Las palabras engañan, puesto que la palabra placer abarca realidades contradictorias, comporta a la vez las nociones de tibieza, dulzura, intimidad de los cuerpos, y las de violencia, agonía y grito. La obscena frasecita de Posidonio sobre el frote de dos parcelas de carne -que te he visto copiar en tu cuaderno escolar como un niño aplicado- no define el fenómeno del amor, así como la cuerda rozada por el dedo no explica el milagro infinito de los sonidos. Esa frase no insulta a la voluptuosidad sino a la carne misma, ese instrumento de músculos, sangre y epidermis, esa nube roja cuyo relámpago es el alma. (Continúa)
Marguerite Yourcenar (Memorias de Adriano)

domingo, 15 de junio de 2008

Introducción general al estudio de las doctrinas hindúes (III)

Oriente y Occidente

Lo primero que tenemos que hacer en el estudio que emprenderemos, es determinar la naturaleza exacta de la oposición que existe entre el Oriente y el Occidente, y desde luego, para esto, precisar el sentido que queremos dar a los dos términos de esta oposición. Podríamos decir, por una primera aproximación, quizá un poco somera, que el Oriente para nosotros, es esencialmente Asia, y que el Occidente es esencialmente Europa; pero esto mismo requiere algunas explicaciones.

Cuando hablamos, por ejemplo, de la mentalidad occidental o europea, empleando indiferentemente una u otra de estas dos palabras, queremos referirnos a la mentalidad propia de la raza europea tomada en su conjunto. Llamaremos pues europeo a todo lo que se relaciona a esta raza, y aplicaremos esta denominación común a todos los individuos que han salido de ella, en cualquier parte del mundo en que se encuentren: así pues los americanos y los australianos, para no citar más que a éstos, son para nosotros europeos, exactamente con el mismo título que los hombres de la misma raza que continúan viviendo en Europa. Es evidente, en efecto, que el hecho de haberse trasladado a otra región o hasta de haber nacido en ella, no podría modificar la raza, ni, por consecuencia, la mentalidad que es inherente a esta; y, aun si el cambio de medio es susceptible de determinar tarde o temprano ciertas modificaciones, estas serán modificaciones muy secundarias que no afectan los caracteres verdaderamente esenciales de la raza, sino que por lo contrario hacen resalta a veces de manera más precisa algunos de ellos. Así es como se puede comprobar sin esfuerzo, en los americanos, el desarrollo llevado al extremo de algunas de las tendencias que constituyen la mentalidad europea moderna.

Se plantea así una pregunta aquí, sin embargo que no podemos excusarnos de indicar brevemente: hemos hablado de la raza europea y de la mentalidad que le es propia; ¿pero hay verdaderamente una raza europea? Si nos referimos a una raza primitiva, con una unidad original y una perfecta homogeneidad, hay que responder negativamente, porque nadie puede negar que la población actual de Europa se formó con una mezcla de elementos que pertenecen a razas muy diversas, y que hay en ella diferencias étnicas bastante acentuadas, no solo de un país a otro sino aun en el interior de cada agrupamiento nacional. Sin embargo, no es menos cierto que los pueblos europeos presentan bastantes características comunes que hacen que los distingamos netamente de todos los otros; su unidad, aunque esta sea más bien adquirida que primitiva, basta para que se pueda hablar, como hacemos de raza europea. Solo que esta raza es naturalmente menos fija y menos estable que una raza pura; los elementos europeos, al mezclarse a otras razas, serán absorbidos más fácilmente y sus caracteres étnicos desaparecerían con rapidez; pero esto no se aplica sino al caso en que haya mezcla, y cuando solo hay yuxtaposición, acontece por el contrario que los caracteres mentales, que son los que más nos interesan, aparecen en cierto modo con más relieve. Estos caracteres mentales son los que, por otra parte, hacen más neta la unidad europea; cualesquiera que hayan sido las diferencias originales a este respecto o desde otros puntos de vista, se ha formado poco a poco, durante el curso de la historia, una mentalidad común a todos los pueblos de Europa. Esto no quiere decir que no haya mentalidad especial para cada uno de estos pueblos; pero las particularidades que los distinguen son secundarias con relación a un fondo común al cual parecen sobreponerse: son, en suma, como especies de un mismo género. Nadie, aun entre los que dudan que se pueda hablar de una raza europea, vacilará en admitir la existencia de una civilización europea; y una civilización no es otra cosa que el producto y la expresión de cierta mentalidad.

No trataremos de precisar, desde luego, los rasgos distintivos de la mentalidad europea, porque ellos surgirán suficientemente en la continuación de este estudio; indicaremos simplemente que muchas influencias contribuyeron a su formación: la que se ha desempeñado el papel preponderantes es sin discusión la influencia griega o, si se quiere, grecorromana. La influencia griega es casi exclusiva en lo que se refiere a los puntos de vista filosófico y científico, a pesar de la aparición de ciertas tendencias especiales, y propiamente modernas, de las que hablaremos más adelante. En cuanto a la influencia romana, es más social que intelectual, y se afirma sobre todo en las concepciones del Estado, del derecho y de las instituciones; por lo demás, intelectualmente, los romanos habían tomado casi todo a los griegos, de manera que, a través de ellos, no es más que la influencia de estos últimos la que pudo ejercerse aun indirectamente. Hay que señalar también la importancia, desde el punto de vista religioso especialmente, de la influencia judaica que, por otra parte volveremos a encontrar igualmente en cierta parte del Oriente; hay allí un elemento extra-europeo en su origen, pero no deja de ser en parte constitutivo de la mentalidad occidental de nuestros días.

Si consideramos ahora el Oriente, no es posible hablar de una raza oriental, o de una raza asiática, aun con todas las restricciones que hemos empleado en la consideración de una raza europea. Se trata aquí de un conjunto mucho más extenso, que comprende poblaciones mucho más numerosas, y con diferencias étnicas mucho más grandes; podemos distinguir en este conjunto varias razas más o menos puras, pero que ofrecen características muy precisas y de las cuales cada una tiene una civilización propia, muy distinta de las otras: no hay una civilización oriental como hay una civilización occidental, en realidad hay civilizaciones orientales. Tendremos oportunidad pues, cosas especiales para cada una de estas civilizaciones, e indicaremos adelante cuáles son las grandes divisiones generales que pueden establecerse a este respecto, pero, a pesar de todo, encontraremos, si nos fijamos más en el fondo que en la forma, muchos elementos o más bien principios comunes que hacen que sea posible hablar de una mentalidad oriental, por oposición a la mentalidad occidental.

Cuando decimos que cada una de las razas del Oriente tiene una civilización que le es propia, esto no es absolutamente exacto; solo es verdadero en rigor para la raza china, cuyas civilización tiene precisamente su base esencial en la unidad étnica. Para las otras civilizaciones asiáticas, los principios de unidad sobre los cuales descansan son de naturaleza muy diferente, como lo explicaremos más tarde, y esto es lo que les permite comprender en esta unidad elementos que pertenecen a razas extraordinariamente diversas. Decimos civilizaciones asiáticas, porque las que consideramos lo son todas por su origen, aun cuando se hayan extendido en otras regiones, como lo ha hecho sobre todo la civilización musulmana. Por otra parte, eso cae de su peso fuera de los elementos musulmanes, no consideramos como orientales a los pueblos que habitan el este de Europa: no hay que confundir a un oriental con un levantino, que es más bien todo lo contrario, y que, al menos por la mentalidad, tiene los caracteres esenciales de un verdadero occidental.

Llama la atención a primera vista la desproporción de los conjuntos que constituyen respectivamente lo que llamamos el Oriente y el Occidente; y si hay oposición entre ellos, no puede realmente haber equivalencia, ni siquiera simetría, entre los dos términos de esta oposición. Hay a este respecto una diferencia comparable a la que existe geográficamente entre Asia y Europa, y en la que la segunda aparece como una simple prolongación de la primera; así también, la verdadera situación del Occidente con relación al Oriente, no es en el fondo más que una rama desprendida del tronco, y esto es lo que necesitamos explicar ahora de manera más completa. (Continúa)
Rene Guenon (Introducción general al estudio de las doctrinas hindúes)

Los crímenes de la rue Morgue (III)

Durante la primavera y parte del verano de 18.., residiendo en París, conocí a un tal monsieur C. Auguste Dupin. Este joven caballero pertenecía a una excelente, de hecho ilustre, familia, pero por una variedad de acontecimientos adversos se había visto reducido a una tal pobreza que la energía de su carácter sucumbió bajo ellos, y dejó de luchar contra el mundo y de preocuparse en recuperar su fortuna. Por cortesía de sus acreedores, todavía estaba en posesión de un pequeño resto de su patrimonio; y, con los ingresos proporcionados por él, conseguía mediante una rigurosa economía, atender a las necesidades de la vida, sin preocuparse por lo superfluo. De hecho, los libros eran su único lujo, y en París era fácil obtenerlos.

Nuestro primer encuentro tuvo lugar en una oscura biblioteca de la rue Montmartre, donde la coincidencia de que ambos fuéramos en busca del mismo volumen, muy raro y muy notable, nos puso en estrecha intimidad. Nos vimos luego con frecuencia. Yo me mostré profundamente interesado en la pequeña historia de su familia, que me detalló con toda la sinceridad con la que un francés habla de sí mismo. Me sorprendió también su enorme cantidad de lecturas y, sobre todo, me llegó al alma su ardiente fervor y la vívida frescura de su imaginación. Dado los fines que me habían llevado por aquel entonces a París, comprendí que mi asociación con un hombre así podía ser un tesoro inapreciable, y le confié con franqueza esa sensación. Finalmente, dispusimos vivir juntos durante mi estancia en la ciudad y, puesto que mis circunstancias mundanas eran algo menos embarazosas que las suyas, me permitió cubrir los gastos de alquiler y amueblar, en un estilo adaptado a nuestro más bien fantasioso y melancólico temperamento una grotesca y destartalada mansión abandonada desde hacía tiempo a causa de unas supersticiones que no quisimos averiguar, y que parecía como si estuviera a punto de demoronarse, en una parte retirada y desolada del faubourg Saint-Germain.

Si la rutina de nuestra vida en aquel lugar hubiera sido conocida por el mundo, hubiéramos sido considerados locos, aunque quizá locos de naturaleza inofensiva. Nuestra reclusión era absoluta. No admitíamos visitas. De hecho, la situación de nuestro retiro había sido cuidadosamente mantenida en secreto de mis antiguas relaciones; y habían pasado muchos años desde que Dupin había dejado de conocer o ser conocido en París. Existíamos solo para nosotros mismos.

Una de las rarezas o fantasías de mi amigo (porque ¿de qué otro modo puedo calificarlo?) era estar enamorados de la noche, y a esa bizarrerie, como a todas las demás, transigía yo tranquilamente cediendo a sus caprichos y con un perfecto abandon. La oscura divinidad no siempre podía estar con nosotros; pero podíamos falsificar su presencia. A primera hora de la mañana cerrábamos todos los recios postigos de nuestro viejo edificio; encendíamos un par de velas que, fuertemente perfumadada arrojaban tan solo los más débiles y fantasmagóricos rayos. Con su ayuda ocupábamos nuestras almas en sueños: leyendo, escribiendo, o conversando, hasta que el reloj nos advertía la llegada de la auténtica oscuridad. Entonces salíamos a la calle cogidos del brazo y seguíamos con los temas del día, o vagabundeábamos hasta lejos y en todas direcciones hasta última hora buscando entre las desordenadas luces y sombras de la populosa ciudad, aquella infinitud de excitación mental que la tranquila observación puede proporcionar. En tales ocasiones no podía evitar el observar y admirar (aunque a causa de su intensa idealidad estaba preparado para esperarlo) una peculiar habilidad analítica en Dupin. También parecía deleitarse intensamente en este ejercicio -si no exactamente en su exhibición- y no dudaba en confesar el placer que de ello derivaba. Alardeaba ante mí, con una leve risita, que la mayoría de los hombres, respecto a él,llevaban ventanas en el pecho, y seguía estas afirmaciones con directas y muy sorprendentes pruebas de ese íntimo conocimiento acerca de mí. Su actitud en estos instantes era fría y abstracta; sus ojos mostraban una expresión vacua; mientras que su voz, normalmente con un intenso tono de tenor, ascendía hasta un tiple que hubieras sonado petulante de no ser por la forma deliberada y muy clara de su pronunciación. Observándolo en estas ocasiones, meditaba yo en la antigua filosofía del alma bipartida, y me divertía imaginando a un doble Dupin, el creativo y el analítico.

No hay que suponer, por lo que acabo de decir, que estoy detallando ningún misterio o escribiendo una novela. Lo que he descrito respecto al francés era simplemente el resultado de una excitada o quizá enferma inteligencia. Pero un ejemplo transmitirá mejor la idea del carácter de estas obsvervaciones sobre el período en cuestión. (Continúa)
Edgar Allan Poe (Narraciones extraordinarias)

jueves, 5 de junio de 2008

Jugó para campeón

Parece increíble, pero puede ser verdad que River sea campeón. No será un River que se recuerde por la belleza de su juego, pero partidos como el de ayer te amigan, a la distancia, con el orgullo que históricamente implica la banda roja. Digo a la distancia porque estoy en Suecia, un viaje por motivos profesionales que no alcanza para olvidar las cosas importantes, como River. Entonces, los amigos cuentan que está chivo, que echaron a Ponzio, que otra vez los árbitros necesitan verlo diez veces por tele para darle un penal a River, que se viene Colón se viene y gana Estudiantes, le empató Huracán, vamos River que lo ganamos, grande Ortega, golazo Villagra, mirá Simeone lo pone al pibe Ríos, qué jugada hizo, metela Alexis por Dios, Colón nos emboca, Ahumada se agranda y la bancamos como corresponde a un equipo que quiere ser campeón. Tan lejos, todo cobra un carácter épico. Entonces, cuando River juega para campeón, inflemos el pecho y sintamos orgullo. Ya habrá tiempo de reflexionar sobre los errores del pasado y sobre el futuro. Ahora quedan sólo dos partidos y esta vez sí que depende de nosotros. Olimpo, peligroso, agrandado, bajó a San Lorenzo y quiere escapar de las tinieblas. Y Banfield siempre es difícil en el Sur. Pero si queremos ser campeones, sin faltarle el respeto a nadie, son dos partidos que tenemos que ganar.

Leo Farinella, www.weblogs.clarin.com/river/

lunes, 2 de junio de 2008

La desprestigiada herencia de Cervantes (III)

5.

El camino de la novela se dibuja como una historia paralela de la Edad Moderna. Si me giro para abarcarlo con la mirada se me antoja extrañamente corto y cerrado. ¿No es el propio don Quijote quien, después de tres siglos de viaje, vuelve a su aldea transformado en agrimensor? Se había ido, antaño, a elegir sus aventuras, y ahora, en una aldea bajo el castillo, ya no tiene elección, la aventura le es ordenada: un desdichado contencioso con la administración derivado de un error en su expediente. Después de tres siglos ¿qué ha ocurrido pues con la aventura ese primer gran tema de la novela? ¿Que el camino de la novela se cierra con una paradoja?

Sí, podría pensarse. Y no sólo hay una, esas paradojas son abundantes. El bravo soldado Svejk es probablemente la última gran novela popular.

¿No es asombroso que esa novela cómica sea al mismo tiempo una novela de guerra cuya acción se desarrolla en el ejército y en el frente? ¿Qué ha ocurrido con la guerra y sus horrores para que se hayan convertido en motivo de risa?

Con Homero y Tolstoi, la guerra tenía un sentido totalmente inteligible: se luchaba por la bella Helena o por Rusia. Svejk y sus compañeros iban al frente sin saber por qué y, lo que es aún más curioso, sin interesarse por ello.

¿Cuál es entonces el motor de una guerra si no lo es Helena o la patria? ¿Únicamente la fuerza que desea afirmarse como tal fuerza? ¿Es acaso esa "voluntad de voluntad" de la que nos hablará más adelante Heidegger? Pero ¿no ha estado ésta siempre detrás de todas las guerras? Así es, en efecto. Pero, en esta ocasión, con Hasek, está desprovista de toda argumentación lógica. Nadie cree en la charlatanería de la propaganda, ni siquiera quienes la fabrican. La fuerza está desnuda, tan desnuda como en las novelas de Kafka. En efecto, el tribunal no obtendrá provecho alguno de la ejecución de K., al igual que el castillo no sacará provecho molestando al agrimensor. ¿Por qué ayer Alemania y hoy Rusia quieren dominar el mundo? ¿Para ser más ricas? ¿Más felices? No. La agresividad de la fuerza es perfectamente desinteresada; inmotivada; sólo quiere su querer; es absolutamente irracional.

Kafka y Hasek nos enfrentan con esta inmensa paradoja; en la Edad Moderna la razón cartesiana corroía uno tras otro todos los valores heredados de la Edad Media. Pero en el momento de la victoria total de la razón, es lo irracional en estado puro (la fuerza que no quiere sino su querer) lo que se apropiará de la escena del mundo porque ya no habrá un sistema de valores comúnmente admitidos que pueda impedírselo.

Esta paradoja, magistralmente resaltada en Los sonámbulos de Hermann Broch, es una de las que me gustaría llamar terminales. Hay otras. Por ejemplo: la Edad Moderna cultivaba el sueño de una humanidad que, dividida en distintas civilizaciones separadas, encontraría un día la unidad y, con ella, la paz eterna. Hoy, la historia del planeta es, un todo indivisible, pero es la guerra, ambulante y perpetua, la que realiza y garantiza esa unidad de la humanidad largamente soñada. La unidad de la humanidad significa: nadie puede escapar a ninguna parte.

6.

Las conferencias en que Husserl trató la crisis de Europa y la posibilidad de la desaparición de la humanidad europea fueron su testamento filosófico. Las pronunció en dos capitales de Europa central. Esta coincidencia tiene un profundo significado: evidentemente, es en esta misma Europa central, por primera vez en su historia moderna, Occidente pudo presenciar la muerte de Occidente o, para ser más precisos, la amputación de un trozo de sí mismo cuando Varsovia, Budapest y Praga fueron deglutidas por el imperio ruso. Esta desgracia la generó la primera guerra mundial desencadenada por el imperio de los Habsburgo, que condujo a ese mismo imperio a su destrucción y desequilibró para siempre la ya debilitada Europa.

Aquellos últimos tiempos apacibles en los que el hombre sólo tenía que combatir a los monstruos de su alma, los tiempos de Joyce y de Proust, quedaron atrás. En las novelas de Kafka, Hasek, Musil y Broch, el monstruo llega del exterior y se llama Historia; ya no se parece al tren de los aventureros; es impersonal, ingobernable, incalculable, ininteligible -y nadie se le escapa. Es el momento (al terminar la guerra del 14) en que la pléyade de los grandes novelistas centro-europeos vio, tocó, captó, las paradojas terminales de la Edad Moderna.

¡Pero no deben leerse sus novelas como una profecía social y política, como un Orwell anticipado! Lo que nos dice Orwell pudo decirse igualmente (o quizá mucho mejor) en un ensayo o en un panfleto. Por el contrario, esos novelistas descubren "lo que solamente una novela puede descubrir": demuestran cómo, en las condiciones de las "paradojas terminales", todas las categorías existenciales cambian de pronto de sentido: ¿qué es la aventura si la libertad de acción de un K. es absolutamente ilusoria? ¿Qué es el porvenir si los intelectuales de El hombre sin atributos no tiene la más insignificante sospecha de la guerra que mañana va a barrer sus vidas? ¿Qué es el crimen si el Huguenau de Broch no solamente no lamenta, sino que olvida el asesinato que ha cometido? Y si la única gran novela cómica de esta época, la de Hasek, tiene por escenario la guerra, ¿qué ha pasado con lo cómico? ¿Dónde está la diferencia entre lo privado y lo público si K., incluso en su lecho de amor, no puede eludir la presencia de dos enviados del castillo? ¿Qué es, en este caso la soledad? ¿Una carga, una angustia, una maldición, como han querido hacernos creer, o, por el contrario el más preciado valor, a punto de ser destruido por la colectividad omnipresente?

Los períodos de la historia de la novela son muy largos (no tienen nada que ver con los cambios hécticos de las modas) y se caracterizan por tal o cual aspecto del ser que la novela examina prioritariamente. Así las posibilidades contenidas en el hallazgo flaubertiano de la cotidianeidad no se desarrollaron plenamente hasta setenta años más tarde, en la gigantesca obra de James Joyce. El período inaugurado hace cincuenta años por la pléyade de novelistas centroeuropeos (período de las paradojas terminales) me parece lejos de estar cerrado... (Continúa)

Milan Kundera, El arte de la novela

La taberna de la Historia (III)

Las Indias descubiertas

Cuando menos durante diez años el Caribe fue el mar asiático anunciado por Colón. Los españoles que iban de Santo Domingo a Cuba, a Puerto Rico, a Jamaica, a Tierra Firme pensaban que estaban moviéndose entre Cipango, Catay y la India... Desde antes de salir para el primer viaje, el Almirante había capitulado con los reyes sobre la base de ir a las Indias, y en el diario de a bordo empezó a hablar de los "indios" desde las primeras páginas. Las Casas dice en la reseña del día 12 de octubre: "Los indios estaban atónitos mirando a los cristianos, espantados de sus barbas..."

Ahora que están reunidos en junta del otro mundo don Cristóbal, Amerigo y Vasco, esos primeros diez años se recuerdan como lo más extraño del descubrimiento. Para 1502 varios miles de europeos habían llegado, todos vestidos desde el cuello hasta los pies, y a recibirlos habían acudido a las playas mayor número de indios y de indias en pelota. Colón hubiera podido anotar: tenemos por delante las indias descubiertas. A su turno, los caribes lo primero que encontraron extraño fue a Europa tapada. La curiosidad por el descubrimiento fue mucho más viva en los caribes que en los cristianos. Lo único que tenían a la vista de los recién llegados era la cara peluda. Se preguntaban las mujeres cómo tendrían el cuerpo y por qué lo tapaban. ¿Sería también peludo? En los viajes siguientes empezaron a llegar españolas ¡siempre tapadas! La curiosidad de las indias pasó a los indios.

Como las lenguas tardan mucho en traducirse, se hablaban por señas y tocamientos. Las indias eran felices descubriendo a los hombres en la sombra de la noche con numerosas consecuencias que empezaban a brotar a los nueve meses. En 1494 ya había mestizos nacidos por el descubrimiento hecho por las indias. Pero desde la aurora del 12 famoso lo que primero dice en el diario del Almirante es verdad: las indias están descubiertas. Y precisa: "Ellos andan desnudos como su madre los parió, y también las mujeres... todos muy bien hechos, de muy hermosos cuerpos y muy buenas caras... "

El clima del Caribe es delicioso. Por el calor, a los cuerpos europeos empezaron a pesarles las ropas. Los del Caribe tenían algodón, lo hilaban y tejían más por el gusto que proporcionaban estas tareas que por el consumo. Escribía el Almirante: "Vide paños de algodón hechos con mantillos... las mujeres traen por delante de su cuerpo una cosita de algodón que escasamente les cobija la natura...". Amerigo escribió cosas más completas, y lo que los dos escribieron fue poco, porque jamás antes los moralistas cubridores habían vivido en colonias nudistas. Amerigo: "Son personas muy ligeras al andar y al correr, así los hombres como las mujeres. Una mujer no tiene reparo en correr una legua o dos y en esto nos llevan grandísima ventaja a los cristianos. Nadan de una increíble manera, y mejor las mujeres que los hombres. Son mujeres carnosas..., no tienen vergüenza de sus vergüenzas, así como nosotros no la tenemos de enseñar la nariz o la boca. Por excepción veréis los pechos caídos de una mujer, así como tampoco el vientre caído o con arrugas. Todas parece que no pariesen nunca. Se mostraban muy deseosas de ajuntarse con nosotros los cristianos...". Vespucci registra estas novedades que le trasladaban a la Roma y la Grecia paganas.

La conversación sobre estos temas se hizo general en la reunión del Magallanes. Se rapaban la palabra Amerigo y don Cristóbal, confrontando unos recuerdos que al uno y al otro condujero a pensar que en esos lugares estaba el paraíso. Ninguno de los dos vaciló en anunciarlo así a sus señores. El Almirante lo escribió al papa mismo. Tenía, para probarlo, buena copia de textos de las Sagradas Escrituras y de los Santos Padres. El 16 de octubre escribió en su diario: "Bestias de tierra non vide ninguna salvo papagayos y lagartos. Un mozo me dijo que vide una culebra grande..."

Siguiendo su costumbre de cinco siglos antes, don Cristóbal leyó en la junta del Magallanes algunos aportes del Génesis que se sabía de memoria: "...Se repartía en cuatro brazos. El uno se llamaba Pisón... donde hay oro. El oro de aquel país es fino... El segundo río se llama Guijón... El tercer río se llama Tigris... El cuarto es Éufrates... Dijo luego Jehová: No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada... y formó una mujer. Estaban ambos desnudos, el hombre y la mujer, pero no se avergonzaban el uno del otro...".

Lo que sigue le venía al Almirante punto por punto, y a lo vivo, en el Caribe. Ahora lo recordaba y decía: "Apareció la culebra... ¡Era lo que faltaba!". La que vio el mozo de sus recuerdos... (Continúa)

Germán Arciniegas, La taberna de la Historia