miércoles, 28 de octubre de 2009

Carta al Greco (II) - Por Niko Kazantzakis


¿A quién confiar mis alegrías y mis penas, las secretas pasiones quijotescas de mi juventud, más tarde el choque áspero con Dios y con los hombres, y por fin el salvaje orgullo de la vejez que arde, pero se niega, hasta la muerte, a convertirse en cenizas? ¿A quién contaré, cuántas veces, al escalar con pies y manos la pendiente de Dios, he resbalado y caído y cuántas veces me he erguido, cubierto de sangre, para volver a trepar? ¿Dónde encontrar un alma sacudida por mil golpes, pero indomable, como la mía para confesarme a ella?


Aprieto con calma, con compasión, un terrón de tierra cretense en mi mano. Siempre la tuve conmigo, a lo largo de todos mis caminos errantes y en las grandes angustias la apreté en mi mano y mi mano adquiría fuerza, gran fuerza, como si estrechara la mano de un amigo querido. Pero ahora que el sol se ha puesto y ha concluido la jornada de trabajo ¿qué puedo hacer con esa fuerza? No la necesito. Guardo esta tierra de Creta y la apreto con una dulzura, una ternura y un reconocimiento inexpresables. Es como si apretara entre mis manos, como para despedirme, la garganta de una mujer amada. Eso es lo que he sido eternamente, eso lo que eternamente seré. Ha pasado como un relámpago el instante en que tú, salvaje tierra de Creta, has estado de turno, y en que llegaste a ser un combatiente.


¡Qué lucha, qué angustia, qué persecución del feroz devorador de hombres, qué fuerzas peligrosas, celestiales o satánicas, detentan este puñado de tierra! Amasada con sangre, sudor y lágrimas, se ha convertido en barro, en hombre, ha seguido el camino ascendente para llegar -¿llegar adónde? Este hombre escalaba jadeante la mole tenebrosa de Dios, tendía las manos, buscaba, buscaba siempre y ansiaba hallar su rostro.


Y cuando, ya en los últimos años, desesperado, sintió que esta mole tenebrosa no tenía rostro ¡cuán grande fue su lucha, cargada de imprudencia y terror, para esculpir la cumbre tosca y darle un rostro -su rostro!


Pero ahora la jornada de trabajo ha terminado, recojo mis herramientas. Que vengan otros puñados de tierra a continuar la lucha. Nosotros los mortales formamos el ejército de los inmortales, nuestra sangre es roja como el coral y levantamos una isla del abismo.


Así se construyó Dios. Yo coloqué mi pequeño guijarro rojo, una gota de sangre para afirmarlo e impedir que perezca, para que él me afirmase y no me dejara morir. He cumplido mi deber.


¡Adiós!



Continuará...

Niko Kazantzakis, Carta al Greco

viernes, 23 de octubre de 2009

El rey Arturo y sus caballeros (XII)

-Es un día, un día como cualquier otro. Es tu alma la que está negra y turbulenta, mi señor.





Y mientras hablaban, llegaron los palafreneros con caballos de refresco, y el rey y Merlín montaron y se dirigieron a Carleon. Bajo el cielo tenebroso los hostigó una lluvia acerada y huraña. En cuanto pudo el atribulado monarca llamó a sir Ector y a sir Ulfius y los interrogó con respecto a su cuna y ascendencia. Le dijeron que el rey Uther Pendragon era su padre, e Igraine su madre.


-Eso es lo que me dijo Merlín -asintió Arturo-. Mandadme a Igraine. Debo hablar con ella. Y si tanto bien dice ella que es mi madre, no podré menos que creerle.



La reina fue llamada sin tardanza y acudió acompañada por su hija Morgan le Fay, una dama de extraordinaria hermosura. El rey Arturo las recibió y les dio la bienvenida.

Cuando estuvieron en el gran salón con toda la corte y todos los vasallos sentados en las largas mesas, sir Ulfius se incorporó e interpeló a la reina Igraine en alta voz, para que todos pudieran oirlo:


-Sois una dama indigna -exclamó-. Habéis traicionado al rey.


-Cuidado con lo que dices -dijo Arturo-. Haces una acusación seria, de la que no podrás retractarte.


-Mi señor, me doy perfecta cuenta de lo que digo -dijo Ulfius-, y aquí está mi guante para retar al varón que me contradiga. Acuso a la reina Igraine de ser la causa de tus tribulaciones, la causa del descontento y la rebelión que cunden en tu reino y la verdadera causa de la terrible guerra. Si mientras vivía el rey Uther, ella hubiese admitido que era tu madre, las tribulaciones y mortíferas guerras no habrían sobrevenido. Tus súbditos y tus barones nunca han estado seguros de tu parentesco ni han creído del todo en tu derecho al trono. Pero si tu madre se hubiese prestado a padecer un poco de vergüenza por tu causa y la causa del reino, no habríamos sufrido tantos desastres. Por lo tanto, la acuso de deslealtad hacia ti y hacia el reino, y estoy dispuesto a luchar contra cualquiera que opine lo contrario.


Todas las miradas se volvieron a Igraine, quien estaba sentada al lado del rey. La reina guardó silencio un instante sin alzar los ojos. Luego irguió el rostro y habló gentilmente:


-Soy una mujer solitaria y no puedo luchar por mi honra. ¿Hay acaso algún hombre capaz de defenderme? Esta es mi respuesta a esa acusación. Bien sabe Merlín, y también sir Ulfius como el rey Uther vino a mí, merced a los artificios mágicos de Merlín, bajo el aspecto de mi esposo, quien había muerto tres horas antes. Esa noche concebí un hijo del rey Uther y al decimotercer día me desposó y convirtió en su reina. Por mandato de Uther el niño me fue arrebatado al nacer y fue entregado en manos de Merlín. Nunca me dijeron qué se había hecho de él, y nunca supe su nombre, nunca vi su cara ni supe de su suerte. Juro que digo la verdad.


Entonces sir Ulfius se volvió hacia Merlín.


-Si la reina dice la verdad, eres más culpable que ella.


-Tuve un hijo de mi señor el rey Uther -dijo la reina-, pero nunca supe qué le había ocurrido... jamás.


Luego el rey Arturo se incorporó y se dirigió a Merlín. Tomándolo de la mano lo condujo frente a la reina Igraine y le preguntó con serenidad:


-¿Esta mujer es mi madre?


A lo cual Merlín respondió:


-En efecto, mi señor. Es tu madre.


Entonces el rey Arturo abrazó a su madre y la abrazó llorando, y ella lo consolaba. Al cabo de un rato el rey irguió la cabeza y sus ojos centellearon. Proclamó que se realizaría una fiesta para celebrarlo, una fiesta que duraría ocho días.

Continuará...

John Steinbeck, El rey Arturo y sus caballeros

miércoles, 21 de octubre de 2009

Mi testamento filosófico (VII)


De cómo Blaise Pascal vino a mi cabecera a interrogarme sobre mis razones para creer en Dios (V)













-Guitton, usted distingue lo Absoluto que es Dios y lo Absoluto que no sería Dios. Ése es su primer paso. ¿Cuál sería el segundo?

-Esto, Pascal: afirmo que todo el mundo admite lo Absoluto.

-¿Es verdaderamente cierto?

-Se demuestra por una inducción perfecta. Tome una después de la otra todas las escuelas de pensadores que podríamos creer ateos y observe que ellos admiten lo Absoluto. Los materialistas conciben la materia como un Absoluto inengendrado e imperecedero, o como un Devenir eterno, o como una muerte Inmortal, o también como una Vida universasl, o una naturaleza infinita, pero siempre como un principio primero, radical e irreductible a ninguna otra cosa: lo Absoluto. En cuanto a los idealistas, reducen la materia a no ser más que un correlato del espíritu, y entonces para ellos el Espíritu, o el Yo, o la Razón son como lo Absoluto.

-Y para terminar, Guitton, ¿qué opina usted de los escépticos?

-Vacilan entre varias ideas de lo Absoluto. Eso prueba que no vacilan sobre lo absoluto en sí mismo.

-¿Hay otras clases de candidatos al ateísmo?

-No, Pascal.

-Entonces, la inducción es perfecta. Pero me queda una duda referente al escéptico. ¿Y si él dudara verdaderamente de lo Absoluto, en vez de vacilar simplemente entre varias ideas de lo Absoluto?

-Si ése fuera el caso, Pascal, él admitiría además la hipoótesis de que pueden subsistir más que la ilusión del ser y de la nada. Eso sería el nihilismo.

-Pero, en este último caso, Guitton, ya no habría Absoluto.

-Al contrario. La nada tomaría de inmediato una mayúscula y estaríamos en presencia de una metafísica nihilista donde lo Absoluto sería concebido como Nada. Una Nada que no sería nada y que probablemente no sería lo que entendemos buenamente por esa palabra.

-Y, en consecuencia, todo el mundo admite lo Absoluto. Pero, perdóneme, mi querido Guitton, tengo otra duda. ¿Y los que rechazan lo Absoluto? ¿Qué piensa usted?

-Hay que distinguir. O bien se han rebelado contra lo Absoluto, y por lo tanto lo admiten como real, sin querer empero amarlo u obedecrlo (primer caso); o bien se imaginan que su rechazo podría impedir al Absoluto ser, y en tal caso imaginan su voluntad como un Absoluto que sería Voluntad con mayúscula. Por consiguiente, admiten también como real un Absoluto: la Voluntad (segundo caso); o bien (tercer caso) quieren simplemente que no haya Absoluto, pero entonces, o es un deseo ineficaz y volvemos al primer caso, o es más que eso y volvemos al segundo.


-Me gusta. Ahora estoy de acuerdo con usted: todo el mundo admite lo Absoluto. Éste era su segundo tiempo. ¿Pero tenemos razón en admitir ese Absoluto que todos admitimos? Éste debe ser su tercer tiempo.

-Lo será, Pascal, si Dios me da vida.

-Esperémoslo, tanto más porque después será necesario todavía que se pare sobre sus pies y nos muestre de qué manera todo esto nos conduce a creer en Dios. Pero dígame ya, ¿por qué tendríamos razón en admitir ese Absoluto, que todos admitimos?

-Con mucho gusto. Todos lo admitimos. Por consiguiente, si estuviésemos equivocados al admitirlo, todos estaríamos equivocados.

-Bien lo sé, Guitton, ¿pero acaso es imposible tener un consentimiento universal erróneo?

-Aguarde. Usted pregunta si todos tenemos razón en admitir lo Absoluto. Pero, para tener razón, hace falta todavía tener una razón en marcha. ¿Sería ese el caso si no lo admitiéramos? Pascal, sin la idea de la verdad, ¿qué es la razón?

-Un pescado en la arena, Guitton, un pescado en la arena. Y ya veo cómo usted va a agrandar su ventaja. Pues, sin la acción profunda y oculta de esa idea de lo Absoluto, ¿en qué se convertiría la idea de la verdad?

-En algo más blando, mi querido Pascal, que los relojes de bolsillo en las pinturas de Salvador Dalí, incapaz de servir de norma al avance del espíritu. Pero hay que reflexionar un poco para convencerse de ello.

-Por lo tanto, Guitton, si resumo bien su pensamiento: sin idea de Absoluto no hay idea-fuerza de verdad, y sin idea-fuerza de verdad no hay razón en marcha. Es decir, no hay razón que no albergue de algún modo una idea de Absoluto y que no funcione gracias a ella. Pero esa idea de Absoluto, ¿no podría ser más que una estructura de nuestra razón? En ese caso, ¿lo real y lo Absoluto no serían incognoscibles?

-Ilusión. Cuando pensamos así, Pascal, rechazamos cierta idea de Absoluto, que se vuelve en efecto incognoscible y hasta absurda, pero solo para plantear otra de inmediato.

-Exacto. En este caso, Guitton, lo que llamamos nuestra razón adquiriría en el acto una mayúscula y sería para nosotros lo Absoluto.

-Completamente. Basta reflexionar sobre el propio pensamiento para darse cuenta de ello. ¿Pero cómo hacérselo comprender a quien no reflexiona?

En suma, Guitton: o bien tenemos razón en admitir lo Absoluto, o bien nos equivocamos al admitirlo, pero aun en ese caso todavía tendríamos razón en admitirlo. Por consiguiente, en todos los casos tenemos razón en admitirlo.

-Es exactamente eso.

-¿Pero, si a pesar de todo, nos equivocáramos absolutamente al admitirlo?

-En ese caso volveríamos a la filosofía nihilista y por lo tanto seguiríamos teniendo razón al admitirlo.

-¡Guitton, usted es diabólico!


-¡Vaya! ¿usted también me lo dice?

-¿Le asombra?

-¡Oh, no!... Ya nada me asombra.

Y callamos.


Continuará...

Jean Guitton, Mi testamento filosófico

lunes, 19 de octubre de 2009

La taberna de la Historia (XVII)



El escogido de Dios




Como lo escribí, tengo que repetirlo ahora -dijo Colón-. A mí de nada me sirvieron los mapamundis: sencillamente se cumplieron en mí las profecías. Yo mismo me asombré siempre de que a un extranjero, hijo de un lanero de Génova, estuvieran conversándole y escribiéndole o que recibiera cartas del rey de Castilla o teniendo correspondencia con el Papa. ¿Por qué? Los caminos de Dios... No hay sino que leer las Escrituras y ver cómo el Señor escogía los reyes de entre los pastores. Al rey Fernando se lo escribí muchas veces, y si no, que se vea esta carta que le envié poco antes de mi muerte. "Dios Nuestro Señor milagrosamente me envió porque yo sirviese a Vuestra Alteza, dije milagrosamente, porque fui al rey de Portugal, que entendía en el descubrir más que otro. Él le atajó la vista, oídos y todos los sentidos... En catorce años no le pude hacer entender lo que yo dije...". Así era. Fue cosa del Señor que un rey que sabía menos que el de Portugal, y un forastero desgraciado, vinieran a ser, para el descubrimiento, los escogidos del Señor.

Yo sabía más que los grandes de Salamanca... Ellos tenían cientos de libros, toda la ciencia ordenada en una biblioteca como apenas la de Alejandría... ¡y yo supe lo que ellos ignoraban! Sin mapamundis, sin manuscritos, sin bibliotecas... Ellos habían aprendido en años y en mil tratados cómo era la Tierra en la mitad del universo. Yo lo supe en una hora en Imago mundi de Pedro Aliaco. ¿Quién me puso en las manos el libro? ¿Quién me señaló el párrafo? El Señor, con el dedo. Y se me grabó en la memoria. Puedo repetirlo hoy como hace quinientos años: "Los filósofos colocan la esfera del fuego debajo de la luna: es allí donde el fuego es más puro, invisble a causa de su sutileza. Así como el agua es más limpia que la tierra, y el aire más limpio que el agua, el fuego es más sutil y claro que el aire, y el cielo más sutil o más claro que el fuego, con excepción de las estrellas que son las partes más densas: por eso las estrellas son lúcidas y visibles...

"Luego tenemos la esfera del aire que rodea el agua y la tierra. Comprende tres zonas: la una -la suprema que confina con el fuego- donde no hay vientos, ni lluvias, ni rayos, ni fenómenos semejantes. Se piensa que ciertas montañas como el Olimpo llegan a esas zonas, y según Aristóteles es allí donde se forman los cometas. Además, la esfera del fuego, como la zona más alta del aire, y los cometas que en ella se forman, hacen su revolución en el mismo sentido que el cielo, es decir, de oriente a occidente."

Podría seguir repitiendo páginas enteras que el Señor no solo puso en mis manos sino dejó en mi mente como cincelada cada palabra en una piedra. Yo sabía de la formación de las nubes y de las zonas donde habitan las aves y del mundo maravilloso de los peces y de los eclipses y las tempestades... ¡Y de la distancia que de Cádiz a Japón! ¡Todo en Imago mundi de Pedro Aliaco! Si algo había que rectificar, el Señor me señalaba para que yo lo hiciera. Yo hablaba con Él y hasta en mi firma, pirámide de letras misteriosas, se ven las cábalas de que nos valíamos el Señor y yo para guardar el secreto de nuestro diálogo. Los reyes lo sabían. Yo se lo dije a ellos siempre. Pensarán muchos que fue soberbia mía decir que yo les regalé las Indias... Sí, se las regalé. Escribí en mi testamento: "El rey y la reina, nuestros Señores, cuando yo les serví con las Indias, digo serví, que parece que yo, por la voluntad de Dios Nuestro Señor se las di, como cosa que era mía. Puédolo decir, porque importuné a Sus Altezas por ellas, las cuales eran ignoradas... Sus Altezas no gastaron ni quisieron gastar por ello salvo cuento de maravedís, y a mí me fue necesario gastar el resto...".

He ahí la raíz de mis pleitos. Descubrí lo que no habían soñado los reyes, y ahora no me pagaban ni lo más corto de lo fijado en las capitulaciones. Una vez, en el desastre que hizo naufragar las naves del cuarto viaje, después de mucho llorar me quedé dormido. Entonces el Señor se me apareció y me dijo: "Oh estulto y tardo en creer y servir a tu Dios. Dios de todos ¿qué hizo Él más por Moisés o por David, su siervo? Desque naciste tuvo Él de ti muy grande cargo. Cuando te vio en edad de que Él fue contento, maravillosamente hizo sonar tu nombre en la tierra. Las Indias que son parte del mundo, tan ricas, te las dio por tuyas; tú las repartiste donde te plugo, y te dio poder para ello...".

Son palabras del Señor. Tal como me las dijo se las escribí a los reyes, para que se dieran cuenta de lo que yo había hecho por ellos... Que el Señor les haya perdonado su ingratitud...



Continuará...
Germán Arciniegas, La taberna de la Historia

viernes, 16 de octubre de 2009

De la magia erótica al amor romántico (VIII)

Mito y ritual del amor cortés (II)

Trobar clus y Gay saber


El secreto constituye una seña de identidad fundamental en este ritual amoroso. El trovador celebra a su dama en poemas siempre crípticos para el profano. Esto indica el término trobar clus (cantar cerrado) y también las expresiones Gay saber o Gaya ciencia, que designan el conocimiento de las leyes de este arte del secreto. Gay, en provenzal, significa gallo, según Gerard de Sede. Nos hallamos, por tanto, ante la 'ciencia del gallo', animal solar, emblema de Hermes, que también evoca la traición de Pedro al negar a Jesús, alusión que seguramente tenía una carga importante para los cristianos heréticos del Mediodía.

Las imágenes del gallo, que posteriormente fue sustituido por la del carnero en el primer blasón de Toulouse, también evoca a otras aves simbólicas, como el ganso (jars), guardián del Capitolio de la ciudad y emblema de aquel que entiende el jargon, el "gorjeo de los pájaros", que era concebido como el emblema del idioma trovadoresco. El simbolismo nos advierte que nos hallamos ante un arte difícil que configura una lengua secreta. En consecuencia, las palabras como tales siempre son imágenes que no deben entenderse de una forma literal, sino figurada.

Gerard de Sede nos recuerda que jar, en el argot francés, alude a aquel que entiende el jargon o "idioma de los pájaros", deliberadamente oscuro, como vemos en términos como jerga o jerigonza, derivados de dicho gorjeo. Y añade también que los trovadores atribuían un valor mágico a pájaros como el grajo, el estornino y el loro, que podían imitar el habla humana. En este contexto, descifrar el código de los trovadores sería asociar el simbolismo fonético verbal con la filosofía del amor cortés, estableciendo relaciones de analogía y armonía entre la música, la métrica y la imaginería plástica. Para los trovadores provenzales su arte consistía, precisamente, en embrollar el sentido de las palabras, creando nuevos significados con su combinatoria. El sentido del poema o trova nunca es evidente, siempre se oculta tras los tropos (figuras retóricas) y se propone como un reto o acetijo.

El lenguaje de la trova se transforma así en un hilo de Ariadna que permite al héroe - si éste es capaz de descifrarlo- orientarse en el Laberinto. De ahí que el trovador recorra sobre todo a los dobles sentidos, a las estructuras antitéticas en la que dos téminos que parecen excluirse por ser contradictorios cooperan secretamente para expresar un sentimiento nuevo; por ejemplo, con expresiones del tipo "póstumas lascivias", más allá de la vida física, y el sustantivo se refiere a una sensualidad bien carnal. ¿Cómo puede ser póstuma una lascivia? Pues bien, hallar la respuesta es comprender "el gorjeo" trovadoresco.

El trovador no lo pone nunca fácil. Ama el retruécano, el jeroglífico, las claves fonéticas y, sobre todo, el doble sentido que juega con la bisemia; así, por ejemplo, como veremos más adelante al interpretar una trova en castellano para ilustrar en qué consiste esta técnica, el término "potro" se utiliza de modo ambiguo, de tal forma que en principio no sabemos si se trata de un "caballo" o del "instrumento de tormento medieval". La intención del poeta puede ser cualquiera de las dos e incluso aludir a ambas a la vez. Básicamente, podríamos definir el trobar clus como el arte de comunicar un pensamiento o mensaje secreto por este sistema.
Con estos antecedentes, cabe preguntarse por qué entonces los trovadores cultivaron formas poéticas rígidas y convencionales. En el concepto moderno, una poesía oscura y rebuscada que se complace en "embrollar el sentido de las palabras", parece hallar su forma más adecuada en una gran libertad expresiva desquiciando también las normas de la métrica. Sin embargo, los trovadores hicieron todo lo contrario. Su poesía no innova, ni en materia de tema o argumento ni en lo que atañe a la forma exterior. En este aspecto, la trova aparece como radicalmente conservadora.
En realidad, esta sumisión extrema a la preceptiva literaria resulta vital para el secreto que comunican crípticamente los trovadores. Al repetir siempre el tema de un amor desdichado, al ceñirse a un fondo común de recursos poéticos, se hace posible constituir un auténtico idioma mistérico. Si no existiese un canon y unas convenciones, la interpretación de las expresiones utilizadas quedaría librada al arbitrio de la subjetividad de cada uno. Pero esto no era el propósito de los trovadores. Ellos deseaban comunicar un mensaje secreto y unívoco. A su vez, el rito del amor cortés, como cualquier otra liturgia, exigía asimismo una salmodia inalterable. Como sucede en el famoso Romancero español con "Misa de amor", en el cual los monaguillos recitan "amor", en lugar de "amén", la trova cumple la misma función litúrgica que una misa, un bautismo o una ordenación. Por tanto, es imprescindible que exista un código básico que no puede faltar en ningún caso, así como una reiteración fija que exprese los pasos simbólicos fundamentales del rito.


Continuará...

Luis G. La Cruz, El secreto de los trovadores

miércoles, 14 de octubre de 2009

El viejo y el mar (XVII)

Si hay ciclón, siempre puede uno ver las señales varios días antes en el mar. En tierra no las ven porque no saben reconocerlas, pensó. En tierra debe notarse también por la forma de las nubes. Pero ahora no hay ciclón a la vista.

Miró al cielo y vio la formación de los blancos cúmulos, como sabrosas pilas de mantecado, y más arriba se veían las tenues plumas de los cirros contra el alto de septiembre.

-Brisa ligera -dijo-. Mejor tiempo para mí que para ti, pez.

Su mano izquierda estaba todavía presa del calambre, pero se iba soltando poco a poco.

Detesto los calambres, pensó. Son una traición del propio cuerpo. Es humillante ante los demás tener diarrea producida por envenenamiento de tomaínas o vomitar por lo mismo. Pero el calambre lo humilla a uno, especialmente cuando está solo.

Si el muchacho estuviera aquí podría frotarme la mano y soltarla, desde el antebrazo, pensó. Pero ya se soltará.

Luego palpó con la mano derecha para conocer la diferencia de tensión en el sedal; después vio que el sesgo cambiaba en el agua. Seguidamente, al inclinarse contra el sedal y golpear fuerte con la mano izquierda contra el muslo, vio que cobraba un lento sesgo ascendente.

-Está subiendo -dijo-. Vamos, mano. Ven, te lo pido.
El sedal se alzaba lenta y continuamente. Luego, la superficie del mar se combó delante del bote y salió el pez. Surgió interminablemente y le manaba agua por los costados. Brillaba al sol y su cabeza y lomo eran de un púrpura oscuro, y al sol las franjas de sus costados hacían anchas y de un tenue color rojizo. Su espalda era tan larga como un bate de béisbol, yendo de mayor a menor un estoque. El pez apareció sobre el agua en toda su longitud y luego volvió a entrar en ella dulcemente, como un buzo, y el viejo vio la gran hoja de guadaña de su cola sumergirse y el sedal comenzó a correr velozmente.
-Es dos pies más largo que la barca -dijo el viejo.
El sedal seguía corriendo veloz pero gradualmente y el pez no tenía pánico. El viejo trataba de mantener con ambas manos el sedal a la mayor tensión posible sin que se rompiera. Sabía que no podía demorar al pez con una presión continuada, el pez podía llevarse todo el sedal y romperlo.
Es un pez y tengo que convencerlo, pensó. No debo permitirle jamás que se dé cuenta de su fuerza ni de lo que podría hacer si rompiera a correr. Si yo fuera él echaría ahora toda la fuerza y seguiría hasta que algo se rompiera. Pensó, a Dios gracias los peces no son tan inteligentes como quienes los matamos aunque son más nobles y más hábiles.
El viejo había visto muchos peces grandes. Había visto muchos que pesaban más de mil libras y había cogido dos de aquel tamaño en su vida, pero nunca solo. Ahora solo y sin tierra a la vista, estaba sujeto al pez más grande que había visto jamás, más grande que cuantos conocía de oídas, y su mano izquierda estaba todavía tan rígida como las garras convulsas de un águila.
Pero ya se soltará, pensó. Con seguridad que se le pasará el calambre para que pueda ayudar a la mano derecha. Tres cosas se pueden considerar hermanas: el pez y mis dos manos. Tiene que quitársele el calambre.
El pez había aminorado su velocidad y seguía a su ritmo habitual.
Me pregunto porqué habrá salido a la superficie, pensó el viejo. Brincó para mostrarme lo grande que era. Ahora ya lo sé, pensó. Pero entonces vería la mano acalambrada. Que piense que soy más hombre de lo que soy, y lo seré. Quisiera ser el pez, pensó, con todo lo que tiene frente a mi voluntad y mi inteligencia solamente.


Continuará...

Ernest Hemingway, El viejo y el mar

Sobre la Paz Perpetua, de Immanuel Kant

http://peondebrega.blogspot.com/2009/10/sobre-la-paz-perpetua-de-immanuel-kant.html






"Si existe un deber y al mismo tiempo una esperanza fundada de que hagamos realidad el estado de un derecho público, aunque sólo sea en una aproximación que pueda progresar hasta el infinito, la paz perpetua, que deriva de los hasta ahora mal llamados tratados de paz (en realidad, armisticios), no es una idea vacía sino una tarea que, resolviéndose poco a poco, se acerca permanentemente a su fin"
Immanuel Kant (1795)



Se puede, queridos lectores, considerar este pequeño opúsculo kantiano como la base filosófica de organizaciones internacionales tales como la Sociedad de Naciones, constituida tras la I Guerra Mundial, o la actual Organización de Naciones Unidas; asimismo, el proyecto de Alianza de Civilizaciones, propuesto por José Luis Rodríguez Zapatero, Presidente del Gobierno de España, encuentra raigambre entre sus páginas. Y es que la idea de un supra-estado cosmopolita, inherente a éstas instituciones, recorre las páginas de este escrito de carácter ético-jurídico-político, que se puede encuadrar en la órbita de la Crítica de la Razón Práctica.

Llama la atención en la lectura de Sobre la Paz Perpetua, salvando las distancias, la antigua asimilación platónica entre al psique humana y la organización del Estado, lo cual denota que para Kant el problema de la relación entre estados no dejaba de ser un problema ético al ser la voluntad, pública en este caso, la que marca su acción respectiva. Así, de la misma forma que un estado quedará formado por la unión de sus ciudadanos, el estado cosmopolita quedará compuesto por la federación de los distintos estados soberanos. El paralelismo entre el ciudadano, libre, sometido a derecho e igual a los demás, tiene su reflejo en la exigencia de la equivalente soberanía de los estados, la cual debe estar sometida a normas universales.

El imperativo ético kantiano es aplicable, mediante aquel paralelismo, al Estado en la persona del político, su dirigente. De esta forma distingue entre el político moral, quien circunscribe su acción a la forma de tal imperativo y, por ende, al interés general, y el moralista político, el que teniendo una moral fundamentada en razones materiales desconoce la existencia de normas universales.

Siguiendo a Hobbes, Kant también considera que al ser humano le es innato el estado de guerra por lo que el estado de paz perpetua es algo que progresivamente, y mediante determinados principios, deber ser instaurado. Tales principios de actuación son reales para el propio Kant, lo que contrasta con el carácter utópico de la Paz Perpetua, dando lugar así a la diferencia entre utopía vertical, la aplicación puntual de aquéllos en la realidad política, y utopía horizontal, la constituída por el horizonte inalcanzable que sirve de guía y norma a la actividad humana.

El filósofo alemán introduce, por último, una fuerza que, de forma inmanente a las acciones de los hombres, y aprovechando su actividad belicosa, irá generando las condiciones sociales idóneas para la instauración de la Paz Perpetua. La Naturaleza, su plan oculto, adquiere el rango de esa fuerza motriz histórica, que ya tuviera la Providencia en Vico y que tendrá la Razón en Hegel, actuando al margen de la voluntad del ser humano.

Con una lectura fácil y sugerente, Peón de Brega recomienda que os hagáis con un ejemplar de este pequeño opúsculo kantiano que podréis encontrar en varias editoriales.

Publicado por David Carrascosa en jueves, octubre 08, 2009