miércoles, 30 de abril de 2008

Caminito

Caminito que el tiempo ha borrado,
que juntos un día nos viste pasar,
he venido por última vez,
he venido a contarte mi mal.

Caminito que entonces estabas
bordado de trébol y juncos en flor,
una sombra ya pronto serás,
una sombra lo mismo que yo.

Desde que se fue
triste vivo yo,
caminito amigo,
yo también me voy.

Desde que se fue
nunca más volvió.
Seguiré sus pasos...
Caminito adiós...

Caminito que todas las tardes
feliz recorría cantando mi amor,
no le digas, si vuelve a pasar,
que mi llanto tu suelo regó.

Caminito cubierto de cardos,
la mano del tiempo tu huella borró...
Yo a tu lado quisiera caer.
Y que el tiempo nos mate a los dos.

Versos de Gabino Coria Peñaloza y música de Juan de Dios Filiberto - 1926, canción porteña

Canciones del alto Duero (LXIV)

¿Conoces los invisibles
hiladores de los sueños?
Son dos: la verde esperanza
y el torvo miedo.
Apuesta tienen de quién
hile más y más ligero,
ella, su copo dorado;
él, su copo negro.
Con el hilo que nos dan
tejemos, cuando tejemos.

Antonio Machado (Nuevas canciones, 1917-1930)

Nada más

De la verdad fui solidario:
de instaurar luz en la tierra.

Quise ser común como el pan:
la lucha no me encontró ausente.

Pero aquí estoy con lo que amé,
con la soledad que perdí:
junto a esta piedra no reposo.

Trabaja el mar en mi silencio.


Pablo Neruda (Las piedras de Chile)

Los crímenes de la rue Morgue (I)

Qué canción cantaban las sirenas, o qué nombre adoptó Aquiles cuando se ocultó entre las mujeres, aunque son preguntas desconcertantes, no se hallan más allá de toda conjetura. Sir Thomas Browne


Los rasgos mentales considerados como analíticos son, en sí mismos, poco susceptibles de análisis. Los apreciamos tan solo en sus efectos. Sabemos de ellos, entre otras cosas, que siempre son para su poseedor, cuando son poseídos en gran cantidad, fuente del más vivísimo goce. Del mismo modo que el hombre fuerte exulta en su habilidad física, deleitándose en los ejercicios que exigen que sus músculos se pongan en acción, igual se regocija el analista en esa actividad moral que desentraña. Deriva placer incluso de las ocupaciones más triviales que ponen en juego su talento. Le gustan los enigmas, los acertijos, los jeroglíficos; exhibe en sus soluciones a cada uno de ellos un grado de agudeza que a la gente le parece una penetración preternatural. Sus resultados, obtenidos por el alma y la esencia mismas del método, tienen en verdad el aire total de la intuición.
La facultad de resolución se ve posiblemente muy fortalecida por el estudio matemático, y en especial por esa muy alta rama de él llamada, injustamente y tan solo en razón de sus operaciones previas, par excellence, análisis. Sin embargo, calcular no es en sí mismo analizar. Un ajedrecista, por ejemplo, hace lo uno sin tener que esforzarse en lo otro. De ello se deduce que el juego del ajedrez, en sus efectos sobre el carácter mental, está enormemente mal comprendido. No estoy escribiendo aquí un tratado, sino simplemente introduciendo una narración un tanto peculiar mediante observaciones muy al azar; en consecuencia, aprovecharé la ocasión para afirmar que los más altos poderes del intelecto reflexivo son más decididamente y más útilmente empleados en el ostentoso juego de las damas que en la elaborada frivolidad del ajedrez. En este último, donde las piezas tienen distintos y extraños movimientos, con variados y variables valores, lo que sólo es complejo se toma equivocadamente (un error en absoluto raro) por profundo. La atención es puesta aquí poderosamente en juego. Si flaquea por un instante, se comete un descuido, cuyo resultado es la pérdida de piezas o la derrota. Puesto que los movimientos posibles son no solo muchos, sino complicados, las posibilidades de tales descuidos se multiplican; y en nueve de cada diez casos, es el jugador más concentrado antes que el más agudo el que gana. En las damas, por el contrario, donde los movimientos son únicos y tienen muy pocas variaciones, las probabilidades de inadvertencia se ven disminuidas, y puesto que la simple atención es comparativamente poco empleada, las ventajas obtenidas por cada parte lo son gracias a una perspicacia superior. Para ser menos abstractos, supongamos un juego de damas en el que las piezas están reducidas a cuatro reyes y donde, por supuesto, no se se espere ningún descuido. resulta obvio que aquí la victoria puede ser decidida (si los jugadores están al mismo nivel) solo gracias a algún movimiento recherché, resultado de algún intenso esfuerzo del intelecto. Desprovisto de los recursos ordinarios, el analista se introduce en el espíritu de su oponente, se identifica con él, y no raras veces descubre así, a la primera mirada, los únicos métodos (a veces absurdamente simples) por los cuales puede conducirle al error o llevarle a un cálculo equivocado... (Continúa)
Edgar Allan Poe (Narraciones extraordinarias)

lunes, 28 de abril de 2008

La taberna de la historia (I)

El bodegón de los descubridores

Después de mucho rodar por La Habana, San Juan y Panamá, los de la comisión del V Centenario, cavilosos como siempre, se decidieron por el Magallanes, un bodegón en el barrio chino de Cartagena, que colinda con la judería. Se trataba de reunir a los tres navegantes del descubrimiento -Cristóbal, Amerigo y Vasco- que debían llegar del otro mundo para un encuentro de mesa redonda y recuerdos. Estas juntas agradan a los periodistas de hoy, y reunir a quien abrió el camino del Atlántico, al que anunció el nuevo continente y al descubridor del Pacífico se tuvo por suceso sensacional en los centros académicos de los organizadores. Cartagena es magnífica, dijo uno de ellos: encantará a Mauricio Obregón...
El Magallanes tenía buen aspecto: fachada colonial con anchos balcones de madera, mugre de muchos años y las puntas de los tejados respingadas a la manera china. La antigua veleta de gallo y bandera de lata se habían quedado marcando, desde hace años, el viento sur. Serían las diez cuando llegó como un fantasma el dueño, anunciándose con un ruido de fierros: las llaves del negocio. El cielo estaba limpio y estrellado, con un perfil de luna en menguante. El chino parecía una sombra con quimono. Metió la llave, enorme, por el hueco de la cerradura y puso a girar los resortes antiguos entre chirridos de orín y cuento de espantos. Abrió la portezuela de una de las dos grandes alas del portón. El patio olía a humedad y flores. Caía una luz incierta, como de luna muerta, como de mechero de gas. O rojizo, como de querosén. Pero bastante para que pudiera subirse por una ancha escalera que no crujía, por ser de piedra. El salón grande daba al corredor alto. Ya estaban encendidas, sin que nadie hubiera entrado antes, las velas en cada una de las seis u ocho mesas, a donde fueron llegando los curiosos, que iban apareciendo como salidos del vientre de las carabelas. De los convocados, el primero en llegar fue el último del cuento.
Espigado y garboso, desvirolado -es decir, sin cabeza-, traía en una mano un saco de yute y en la otra la espada vieja que tomamos por un bastón de ciego. Arratró como una cuarta el pesado banco de madera para ocupar su puesto en la mesa del rincón. Casi en seguida entraron, sin que nadie oyera sus pasos de recias botas silenciosas, Cristóbal y Amerigo. El uno hosco y reservado, el otro curioso y ligero, e hicieron lo mismo que Vasco. La luz anaranjada de la vela de sebo proyectaba sus sombras contra las paredes. Por el hueco de la puerta se reflejaba sobre el caballete del tejado la silueta de un gato de terciopelo negro, ojos de fósforo verde. El que había entrado primero colocó con cuidado sobre la mesa el saco de yute, lo abrió y sacó algo que traía envuelto en papeles de gaceta de este siglo. Desenvolvió el atado, con lentitud, como si estuviera leyendo noticias de los guerrilleros del Caquetá o de Cuzco, y fue descubriendo su propia cabeza que, con cuidado, pero como quien practica una costumbre, colocó sobre el pescuezo del degollado -el suyo propio-siguiendo instrucciones que le dieron en el otro mundo, cuando llegó en dos piezas, después de la despedida que le dio Pedrarias Dávila al echarlo de este mundo... Un mundo al cual apenas volvía ahora por primera vez.
El chino había colgado en la pared un retrato de colores que todos miraron con notorio interés. La mujer que asistía al encuentro se adelantó a echar fuera las sombras de mariposa grande que velaban el cuadro, con una lámpara de petróleo. Era una negra del Congo. Trajo la linterna, sacándola de las tinieblas. Y así pudo verse en toda su grandeza la imagen del navegante cuyo nombre puso el chino como mascarón de su negocio: Magallanes. El chino, que había leído el cuento, dijo:
"El domingo 27 de abril de 1521, con una luna apenas menguante, los españoles se acercaron a Mactán... Sin dificultad incendiaron el pueblo... Mientras la mayoría regresaba a su nave, Magallanes, al mando de unos siete, trató de cubrir la retirada... Con el agua a la cintura y a los 41 años de edad, pagó el capitán general el error de haber dejado al enemigo fuera del alcance de su artillería..." (Continúa)
Germán Arciniegas

El viejo y el mar (I)

Era un viejo que pescaba solo en una barca en la corriente del Golfo y llevaba ochenta y cuatro días sin coger un pez. Durante los primeros cuarenta días había tenido consigo a un muchacho. Pero después de cuarenta días sin haber pescado, los padres del muchacho le habían dicho que el viejo estaba definitiva y rematadamente salao, que es la peor forma del infortunio, y por orden de sus padres el muchacho había salido en otro bote que en la primera semana cogió tres buenos peces. Entristecía al muchacho ver al viejo regresar todos los días con su barca vacía, y siempre se acercaba a ayudarle a cargar los rollos de sedal o el bichero y el arpón y la vela arrollada al mástil. La vela estaba remendada con sacos de harina y, arrollada, parecía la bandera de la derrota permanente.
El viejo era flaco y desgarbado, con arrugas profundas en la parte posterior del cuello. Sus mejillas mostraban las pardas manchas del benigno cáncer de piel que en el mar tropical produce el sol con sus reflejos. Estas manchas corrían por los lados de su cara hasta bastante abajo y sus manos tenían las profundas cicatrices que causa la manipulación de los cabos al faenar con peces grandes. Pero ninguna de estas cicatrices era reciente. Eran tan viejas como las erosiones de un árido desierto.
Todo en él era viejo, salvo sus ojos; y éstos tenían el color mismo del mar y eran alegres e invictos... (Continúa)
Ernest Hemingway (El viejo y el mar)

viernes, 25 de abril de 2008

Animula Vagula Blandula (I)

Querido Marco:
He ido esta mañana a ver a mi médico Hermógenes, que acaba de regresar a la Villa después de un largo viaje por Asia. El examen debía hacerse en ayunas; habíamos convenido encontrarnos en las primeras horas del día. Me tendí sobre un lecho luego de despojarme del manto y la túnica. Te evito detalles que te resultarían tan desagradables como a mí mismo, y la descripción del cuerpo de un hombre que envejece y se prepara a morir de una hidropesía del corazón. Digamos solamente que tosí, respiré y contuve el aliento conforme a las indicaciones de Hermógenes, alarmado a pesar suyo por el rápido progreso de la enfermedad, y pronto a descargar el peso de la culpa en el joven Iollas, que me atendió durante su ausencia. Es difícil seguir siendo emperador ante un médico, y también es difícil guardar la calidad de hombre. El ojo de Hermógenes sólo veía en mí un saco de humores, una triste amalgama de linfa y de sangre. Esta mañana pensé por primera vez que mi cuerpo, ese compañero fiel, ese amigo más seguro y mejor conocido que mi alma, no es más que un monstruo solapado que acabará por devorar a su amo. Haya paz... Amo mi cuerpo; me ha servido bien, y de todos modos no le escatimo los cuidados necesarios. Pero ya no cuento, como Hermógenes finge contar, con las virtudes maravillosas de las plantas y el dosaje exacto de las sales minerales que ha ido a buscar a Oriente. Este hombre, tan sutil sin embargo, abundó en vagas fórmulas de aliento, demasiado triviales para engañar a nadie. Sabe muy bien cuánto detesto esta clase de impostura, pero no en vano he ejercido la medicina durante más de treinta años. Perdono a este buen servidor su esfuerzo por disimularme la muerte. Hermógenes es sabio, y tiene también la sabiduría de la prudencia, su probidad excede con mucho a la de un vulgar médico de palacio. Tendré la suerte de ser el mejor atendido de los enfermos. Pero nada puede exceder de los límites presentes; mis piernas hinchadas ya no me sostienen durante las largas ceremonias romanas; me sofoco; y tengo sesenta años.
No te llames sin embargo a engaño: aún no estoy tan débil como para ceder a las imaginaciones del miedo, casi tan absurdas como las de la esperanza, y sin duda mucho más penosas. De engañarme, preferiría el camino de la confianza; no perdería más por ello, y sufriría menos. Este término tan próximo no es necesariamente inmediato; todavía me recojo cada noche con la esperanza de llegar a la mañana. Dentro de los límites infranqueables de que hablaba, puedo defender mi posición palmo a palmo, y aún recobrar algunas pulgadas del terreno perdido. Pero de todos modos he llegado a la edad en que la vida, para cualquier hombre, es una derrota aceptada. Decir que mis días están contados no tiene sentido; así fue siempre; así es para todos. Pero la incertidumbre del lugar, de la hora y del modo, que nos impide distinguir con claridad ese fin hacia el cual avanzamos sin tregua, disminuye para mí a medida que la enfermedad mortal progresa. Cualquiera puede morir súbitamente, pero el enfermo sabe que dentro de diez años ya no vivirá. Mi margen de duda no abarca los años sino los meses. Mis probabilidades de acabar por obra de una puñalada en el corazón o una caída de caballo van disminuyendo cada vez más; la peste parece improbable; se diría que la lepra o el cáncer han quedado definitivamente atrás. Ya no corro el riesgo de caer en las fronteras, golpeado por un hacha caledonia. O atravesado por una flecha parta; las tempestades no supieron aprovechar las ocasiones que se les ofrecían, y el hechicero que me predijo que no moriría ahogado parece haber tenido razón. Moriré en Tíbur, en Roma, o a lo sumo en Nápoles, y una crisis de asfixia se encargará de la tarea. ¿Cuál de ellas me arrastrará, la décima o la centésima? Todo está en eso. Como el viajero que navega entre las islas del Archipiélago ve alzarse al anocher la bruma luminosa y descubre poco a poco la línea de la costa, así empiezo a percibir el perfil de mi muerte... (Continúa)
Marguerite Yourcenar (Memorias de Adriano)

Advertencias de un escritor

1. Una cosa es una historia larga, y otra, una historia alargada.
2. El final de un reportaje hay que escribirlo cuando vas por la mitad.
3. El autor recuerda más como termina un artículo que cómo empieza.
4. Es más fácil atrapar un conejo que un lector.
5. Hay que empezar con la voluntad de que aquello que escribimos va a ser lo mejor que se ha escrito nunca, porque, luego, siempre queda algo de esa voluntad.
6. Cuando uno se aburre escribiendo, el lector se aburre leyendo.
7. No debemos obligar al lector a leer una frase de nuevo.
Gabriel García Márquez

El lenguaje

El lenguaje está abierto al universo y es uno de sus productos prodigiosos, pero, igualmente, por sí mismo es un universo. Si queremos pensar, vislumbrar siquiera el universo, tenemos que hacerlo a través del lenguaje, en nuestro caso, a través del español. La palabra es nuestra morada, en ella nacimos y en ella moriremos; ella nos reúne y nos da conciencia de lo que somos y de nuestra historia; acorta las distancias que nos separan y atenúa las diferencias que nos oponen. Nos junta , pero no nos aísla, sus muros son transparentes y a través de esas paredes diáfanas vemos el mundo y conocemos a los hombres que hablan en otras lenguas. A veces logramos entendernos con ellos y así nos enriquecemos espiritualmente. Nos reconocemos, incluso, en lo que nos separa del resto de los hombres. Estas diferencias nos muestran la increíble diversidad de la especie humana y simultáneamente su unidad esencial. Descubrimos así una verdad simple y doble: primero, somos una comunidad de pueblos que habla la misma lengua, y segundo, hablarla es una manera, entre otras, de ser hombre. La lengua es un signo, el signo mayor de nuestra condición humana.
Octavio Paz

Hasta la victoria siempre

A mis amigos,
mis amores
y mis hijos,
a mis calles,
a mi gente,
a este cielo,
convencido,
bien sentido,
yo les digo:
quedarme
hubiera sido
un modo
extenuante
e inútil
de partir,
en cambio,
hoy resulta
que partir
es un modo
inteligente
y afectuoso
de quedarme.
Juan Rubbini (La sin nombre)

jueves, 24 de abril de 2008

In memoriam

Carissimi Franco e Juan Antonio + Fabio, ho letto con emozione il ricordo fatto in ricorrenza del 99 anniversario dalla nascita del vostro Papà Gianni e del mio amatissimo zio Giannino, al quale unisco la cara zia Mariuccia. Appena potrò, mi collegherò al 'blog' e, se riuscirò, proverò anche a scrivere qualche nota. Chiaramente in italiano! Per ora abbraccio tutti anche a nome di Giuliana, Danilo con Elisa, sicuro che nel Paradiso in cui si trovano, avranno brindato tutti insieme, in particolare con il nonno Checco e con Fabrizio, che per l'occasione, avrà cantato una canzone. Rimaniamo sempre uniti, come loro seguitano ad esserlo con noi.
Piero

Decir

Contra el callar no hay castigo ni respuesta.
Miguel de Cervantes Saavedra

martes, 22 de abril de 2008

Poesía

Poesía es lo absoluta y auténticamente real. Este es el meollo de mi filosofía. Cuanto más poética, más verdadera.
Novalis (en 'Schriften')

lunes, 21 de abril de 2008

No te salves

No te quedes inmóvil
al borde del camino
no congeles el júbilo
no quieras con desgana
no te salves ahora
ni nunca
no te salves
no te llenes de calma
no reserves del mundo
sólo un rincón tranquilo
no dejes caer los párpados
pesados como juicios
no te quedes sin labios
no te duermas sin sueño
no te pienses sin sangre
no te juzgues sin tiempo

pero si
pese a todo
no puedes evitarlo
y congelas el júbilo
y quieres con desgana
y te salvas ahora
y te llenas de calma
y reservas del mundo
sólo un rincón tranquilo
y dejas caer los párpados
pesados como juicios
y te secas sin labios
y te duermes sin sueño
y te piensas sin sangre
y te juzgas sin tiempo
y te quedas inmóvil
al borde del camino
y te salvas
entonces
no te quedes conmigo.

Mario Benedetti (Poemas de otros)
19 de abril de 2008 - 1355
En Revista Semana, de Bogotá

Por Héctor Abad Faciolince

"No volveré a ser joven", es el título del poema, y tal vez yo sabía que, en efecto, no volvería a ser joven nunca más.

Durante muchos años, por ese error de cálculo tan común en la juventud que consiste en creer que la vida es eterna, me permití cambiar de país y de ciudades (e incluso de mujeres y de amigos) casi con la misma despreocupación con que cambiaba de camisa. En cada mudanza perdía libros, almohadas, cubiertos, abrigos, y al llegar a otro sitio intentaba retomar el hilo de la vida en otro idioma, otro clima, otros paisajes. Así viví en México, en Italia, en Alemania, en España y en Estados Unidos. En España aprendí que a estos seres errantes, vulgarmente, se nos acusa de ser "culo de mal asiento". No hay sofá ni silla ni sillón que nos parezca lo bastante cómodo para quedarnos quietos. Y en esa fuga sin fin se nos escapa la vida. Acabo de volver a Boston, una ciudad en la que viví hace casi 10 años. Cogí el metro -que allí le dicen T- y fui al cruce de Beacon con St. Paul, donde vivía. El edificio no era blanco, como yo lo recordaba, sino color ladrillo. Entré al zaguán y aproveché el descuido de un vecino para colarme adentro. En el oscuro corredor del tercer piso la nariz me sorprendió con un olor remoto y fui hasta la última puerta, la nuestra, y la toqué tres veces, pero el pasado no me abrió. Caminé por la acera y los católicos que rezaban el rosario y mostraban fotos de fetos sanguinolentos frente a la clínica de abortos, ya no estaban allí. Fui al supermercado, Trader Joe's, y no pude encontrar mi torta de pacanas preferida, pero sí la miel de mapple auténtica, que encima de una tostada me devolverá a un remoto desayuno mágico, o trágico, no sé cuál de los dos. El año pasado volví también a Turín, mi ciudad italiana, donde nació mi hija mayor, y donde creo que alguna vez fui feliz sin atenuantes. Me metí a una cantina, solo, y aunque nadie lo crea, al rato me arrebató por los parlantes un tango incongruente con el sitio: Volver. Fue una vergüenza que la frente marchita y la nieve del tiempo me produjeran el efecto del humo en los ojos. Así fue, por suerte sin testigos. Sin saberlo, tal vez, me he dedicado a deshacer los pasos, lo que dicen que hacen (no sé bien) los moribundos o los que ya están muertos. Creo que sigo vivo y no muy enfermo, pero ya sé que el tiempo dura poco, que "la vida iba en serio", como dice un poema de Jaime Gil de Biedma, y que morir y envejecer son "el único argumento de la obra".Ese poema lo leí en Madrid en el año 90. Me lo regaló una muchacha de la que yo estaba, o creía estar, enamorado. "No volveré a ser joven", es el título del poema, y tal vez yo sabía cuando lo leí que, en efecto, no volvería a ser joven nunca más. Pero fui joven, sí, en ese instante, y mi cuerpo recuerda, como recuerda el cuerpo en un poema de Kavafis, que otros cuerpos -entonces- todavía temblaban por él. Ahora que sé que ya nunca en la vida volveré a Madrid, ese recuerdo se vuelve más valioso para mí. Empiezo a escribir esta divagación sobre los viajes en una ciudad que se llama Ítaca, o mejor, Ithaca; la sigo en el tren que me lleva a otra ciudad donde viví pocos meses hace 30 años, Nueva York, y la termino en el avión que me devuelve a Medellín. Esta Ítaca a la que he viajado no es exactamente la isla de Grecia, esa a la que Odiseo regresó después de 20 años de errancia por el mundo. No es la isla griega sino una ciudad del norte de Estados Unidos, que tiene este nombre clásico y alberga una de las mejores universidades del mundo: Cornell. Allí un grupo de colombianos (y una uruguaya y una china) debíamos hablar sobre las migraciones. Me impresionó la forma cálida y profesional en que varias estudiosas colombianas nos acogieron en Ithaca: Claudia Pineda, Ana María Bidegain, Mary Roldán, Elvira Sánchez-Blake, María Antonia Garcés… No habrán sido Circe, ni Nausicaa, ni Sirenas, ni Calipso, ni Penélope, pero todas ellas tenían algo de los tipos de mujeres que hay en la Odisea. En Ithaca, oyendo a estas profesoras hablar de la dura vida de los emigrantes colombianos, me acordé de otros versos de Kavafis, donde el gran poeta de Alejandría nos dice cómo debería ser el viaje de nuestra vida. El poema se llama, precisamente, Ítaca, y creo que los cuatro millones de colombianos de la diáspora lo deberían leer: "Si vas a emprender tu viaje hacia Ítaca / pide que tu camino sea largo, / rico en aventuras, lleno de experiencias. / A Lestrigones y a Cíclopes / o al colérico Poseidón, no les temas, / no hallarás tales seres en tu ruta / si no los llevas dentro de tu alma. / Pide que tu camino sea largo. / Que numerosas sean las mañanas de verano / en que con placer y alegría / arribes a bahías antes nunca vistas. / (…) Lleva siempre a Ítaca en tu pensamiento. / Llegar allí es tu destino. / Mas no apresures el viaje. / Mejor que se extienda muchos años / y en tu vejez atraques en la isla / enriquecido con lo ganado en el camino / sin esperar que Ítaca te enriquezca. / Ítaca te ha regalado un hermoso viaje. / Sin ella no habrías emprendido el camino. /Pero no tiene ya nada que darte. / Aunque pobre la encuentres, Ítaca no te ha engañado. / Así, rico en saber y en vida, como te has vuelto, / entenderás al fin qué significan las Ítacas".

Vida solitaria

¡Qué descansada vida
la del que huye del mundanal ruido
y sigue la escondida senda
por donde han ido
los pocos sabios
que en el mundo han sido!

Fray Luis de León

Para una versión del 'I Ching'

El porvenir es tan irrevocable
Como el rígido ayer. No hay una cosa
Que no sea una letra silenciosa
De la eterna escritura indescifrable
Cuyo libro es el tiempo. Quien se aleja
De su casa ya ha vuelto. Nuestra vida
Es la senda futura y recorrida.
El rigor ha tejido la madeja.
No te arredres. La ergástula es oscura,
La firme trama es de incesante hierro,
Pero en algún recodo de tu encierro
Puede haber una luz, una hendidura.
El camino es fatal como la flecha.
Pero en las grietas está Dios, que acecha.
Jorge Luis Borges

jueves, 17 de abril de 2008

Entre Locos y Cuerdos

Los locos dan festines
y los cuerdos son los invitados
Los locos viven inventando mundos
y los cuerdos viven en mundos inventados
Los locos crean castillos
y los cuerdos los habitan
Los locos son mitad cielo y mitad tierra
los cuerdos son solo tierra
Los locos crean la musica
y los cuerdos solo la escuchan
Los locos son personajes
y los cuerdos son actores
Los locos son poesía
y los cuerdos quienes redactan
Los locos son la pintura
y los cuerdos solo pintan
Los locos viven en muchos mundos
y los cuerdos solo viven en la tierra
Los locos se sienten libres
y los cuerdos... los encierran.

Autor Desconocido