jueves, 31 de octubre de 2019

El viejo y el mar (XIX)


Me gustaría que se durmiera y poder dormir yo y soñar con los leones, pensó. ¿Por qué, de lo que queda, serán los leones lo principal? No pienses, viejo, se dijo. Reposa dulcemente contra la madera y no pienses en nada. El pez trabaja. Trabaja tú lo menos que puedas.

Estaba ya entrada la tarde y el bote todavía se movía lenta y seguidamente. Pero la brisa del este contribuía ahora a la resistencia del bote y el viejo navegaba suavemente con el leve oleaje y el escozor del sedal en la espalda le era leve y llevadero.

Una vez en la tarde, el sedal empezó a alzarse de nuevo. Pero el pez siguió nadando a un nivel ligeramente más alto. El sol le daba ahora en el brazo y el hombro izquierdo y en la espalda. Por eso sabía que el pez había virado al nordeste.

Ahora que lo había visto una vez, podía imaginárselo nadando en el agua con sus purpurinas aletas pectorales desplegadas como alas y la gran cola erecta tajando la tiniebla. Me pregunto cómo podrá ver a esa profundidad, pensó. Sus ojos son enormes, y un caballo con mucho menos ojo, puede ver en la oscuridad. En otro tiempo yo veía perfectamente en la oscuridad. No en la tiniebla completa. Pero casi como los gatos.

El sol y el continuo movimiento de sus dedos habían librado completamente del calambre la mano izquierda y empezó a pasar más presión a esta mano contrayendo los músculos de su espalda para repartir un poco el escozor del sedal.

-Si no estás cansado, pez -dijo en voz alta-, debes de ser muy extraño.

Se sentía ahora muy cansado y sabía que pronto vendría la noche y trató de pensar en otras cosas. Pensó en las Grandes Ligas. Sabía que los Yankees de Nueva York estaban jugando contra los Tigres de Detroit.

Van dos días que no me entero del resultado de los juegos, pensó. Pero debo tener confianza y debo ser digno del gran Di Maggio, que hace todas las cosas perfectamente, aun con el dolor de la espuela de hueso en el talón. ¿Qué cosa es una espuela de hueso?, se preguntó. Nosotros no las tenemos. ¿Será tan dolorosa como la espuela de un gallo de pelea en el talón de una persona? Creo que no podría soportar eso, ni la pérdida de uno de los ojos, o de los dedos, y seguir peleando como hacen los gallos de pelea. El hombre no es gran cosa al lado de las grandes aves y fieras. Con todo, preferiría ser esa bestia que está allá abajo en la tiniebla del mar.

- Salvo que vengan los tiburones -dijo en voz alta-. Si vienen los tiburones, Dios tenga piedad de él y de mí.

¿Crees tú que el gran Di Maggio seguiría con un pez tanto tiempo como estoy haciendo yo?, pensó. Estoy seguro que sí, y más, puesto que es joven y fuerte. También su padre fue pescador. Pero ¿le dolería demasiado la espuela de hueso?

- No sé -dijo en voz alta-. Nunca he tenido una espuela de hueso.

El sol se estaba poniendo. Para darse más confianza, el viejo recordó aquella vez cuando, en la taberna de Casablanca, había echado un pulso con aquel enorme negro de Cienfuegos que era el hombre más fuerte de los muelles. Habían estado un día y una noche con sus codos sobre una raya de tiza en la mesa, y los antebrazos verticales, y las manos agarradas. Cada uno trataba de abatir la mano del otro contra la mesa. Se hicieron muchas apuestas y la gente entraba y salía del local bajo las luces de queroseno, y él miraba el brazo y la mano del negro y la cara del negro. Cambiaban de árbitro cada cuatro horas, después de las primeras ocho, para que los árbitros pudieran dormir. Por debajo de las uñas de los dedos manaba sangre y se miraban a los ojos y a sus antebrazos y los apostadores entraban y salían del local y se sentaban en altas sillas contra la pared para mirar. Las paredes estaban pintadas de un azul brillante. Eran de madera y las lámparas arrojaban las sombras de los pulseadores contra ellas. La sombra del negro era enorme y se movía contra la pared según la brisa hacía oscilar las lámparas.


Continuará...

Ernest Hemingway, El viejo y el mar (1952)


martes, 29 de octubre de 2019

Iguales, diversos


¿Qué otra cosa es la Paz?, sino la hermandad de los diversos, la diáfana ley de iguales derechos e iguales deberes para uno y para todos; libertad sin privilegios, armonía en el desorden, sin esclavitud; justicia de los justos, ni voces silenciadas ni almas oprimidas. ¿Qué otra cosa es la Paz?, sino respeto del uno por los otros y de todos por el uno; la misma ley, el mismo goce, en el sentir sin miedo, en el recto obrar de todos y de uno.

(JR, 2019)

lunes, 28 de octubre de 2019

VARIUS, MULTIPLEX, MULTIFORMIS (XI)

Se habla con frecuencia de los ensueños de la juventud. Pero se olvidan sus cálculos. También son ensueños, y no menos alocados que los otros. No era yo el único en soñarlos durante aquel período de fiestas romanas; el ejército entero se precipitaba a la carrera en los honores. Entré asaz alegremente en ese papel de ambicioso que jamás he podido representar mucho tiempo con convicción, o sin los constantes auxilios de un apuntador. Acepté desempeñar con la más prudente exactitud la aburrida función de curador de las actas del Senado, y cumplir mi tarea con provecho. El lacónico estilo del emperador, admirable en el ejército, resultaba insuficiente para Roma; la emperatriz, cuyos gustos literarios se parecían a los míos, lo persuadió de que me dejara preparar sus discursos. Aquél fue el primero de los buenos oficios de Plotina. Logré éxito, tanto más que estaba acostumbrado a ese tipo de complacencias. En la época de mis penosos comienzos, muchas veces había redactado arengas para senadores cortos de ideas o de estilo, y que acababan por creerse sus verdaderos autores. Trabajar para Trajano me produjo un placer semejante al que los ejercicios de retórica me habían proporcionado en la adolescencia; a solas en mi habitación, estudiando mis efectos ante un espejo, me sentía emperador. La verdad es que aprendía a serlo; las audacias de que no me hubiera creído capaz se volvían fáciles cuando era otro quien las endosaba. El pensamiento del emperador, simple pero inarticulado, y por tanto oscuro, se me hizo familiar; me jactaba de conocerlo un poco mejor que él mismo. Me encantaba mimar el estilo militar del jefe, escucharlo pronunciar en el Senado frases que parecían típicas y de las cuales yo era responsable. Otras veces, estando enfermo Trajano, fui encargado de leer personalmente aquellos discursos de los cuales él ya no se enteraba; mi elocución por fin irreprochable honraba las lecciones del actor trágico Olimpo.


Aquellas funciones casi secretas me valían la intimidad del emperador y hasta su confianza, pero la antigua antipatía continuaba. Por un momento había cedido al placer que un viejo príncipe siente al ver que un joven de su sangre inicia una carrera, pues con no poca ingenuidad imagina que habrá de continuar la suya. Pero quizá ese entusiasmo había brotado con tanta fuerza en el campo de batalla de Sarmizegetusa porque irrumpía a través de muchas capas superpuestas de desconfianza. Aún hoy creo que había allí algo más que la inextirpable animosidad basada en las querellas seguidas de difíciles reconciliaciones, en las diferencias de temperamento, o simplemente en los hábitos mentales de un hombre que envejece. El emperador detestaba instintivamente a los subalternos indispensables. Hubiera preferido en mí una mezcla de celo e irregularidad al cumplir mi cargo: le resultaba casi sospechoso a fuerza de técnicamente irreprochable. Bien se lo vio cuando la emperatriz creyó ayudar mi carrera arreglándome un casamiento con la sobrina nieta de Trajano. Este se opuso obstinadamente al proyecto, alegando mi falta de virtudes domésticas, la extremada juventud de la elegida y hasta mis antiguas historias de deudas. La emperatriz se empecinó, y yo mismo insistí; a su edad, Sabina no dejaba de tener encantos. Aquel matrimonio, aligerado por una ausencia casi continua, fue para mí una fuente tal de irritaciones y de inconvenientes, que me cuesta recordar que en su día representó un triunfo para un ambicioso de veintiocho años.


Ahora pertenecía más que nunca a la familia, y me vi forzado a vivir en su seno. Pero todo me desagradaba en ese medio, salvo el hermoso rostro de Plotina. Las comparsas españolas y los primos provincianos abundaban en la mesa imperial, así como más tarde habría de encontrarlos en las comidas de mi mujer, durante mis raras estadías en Roma; ni siquiera agregaré que volvía a encontrarlos envejecidos, pues ya en aquella época todos parecían centenarios. Una espesa cordura, algo como una rancia prudencia, emanaba de sus personas. Casi toda la vida del emperador había transcurrido en el ejército; conocía Roma muchísimo menos que yo. Ponía una buen voluntad incomparable en rodearse de todo lo que la ciudad le ofrecía de mejor, o de lo que le presentaban tal.Ahora pertenecía más que nunca a la familia, y me vi forzado a vivir en su seno. Pero todo me desagradaba en ese medio, salvo el hermoso rostro de Plotina. Las comparsas españolas y los primos provincianos abundaban en la mesa imperial, así como más tarde habría de encontrarlos en las comidas de mi mujer, durante mis raras estadías en Roma; ni siquiera agregaré que volvía a encontrarlos envejecidos, pues ya en aquella época todos parecían centenarios. Una espesa cordura, algo como una rancia prudencia, emanaba de sus personas. Casi toda la vida del emperador había transcurrido en el ejército; conocía Roma muchísimo menos que yo. Ponía una buen voluntad incomparable en rodearse de todo lo que la ciudad le ofrecía de mejor, o de lo que le presentaban como tal. El círculo oficial estaba compuesto por hombres de admirable integridad, pero cuya cultura era un tanto pesada, mientras su blanda filosofía no iba al fondo de las cosas. Nunca me ha placido mucho la afabilidad estirada de Plinio; la sublime tiesura de Ahora pertenecía más que nunca a la familia, y me vi forzado a vivir en su seno. Pero todo me desagradaba en ese medio, salvo el hermoso rostro de Plotina. Las comparsas españolas y los primos provincianos abundaban en la mesa imperial, así como más tarde habría de encontrarlos en las comidas de mi mujer, durante mis raras estadías en Roma; ni siquiera agregaré que volvía a encontrarlos envejecidos, pues ya en aquella época todos parecían centenarios. Una espesa cordura, algo como una rancia prudencia, emanaba de sus personas. Casi toda la vida del emperador había transcurrido en el ejército; conocía Roma muchísimo menos que yo. Ponía una buen voluntad incomparable en rodearse de todo lo que la ciudad le ofrecía de mejor, o de lo que le presentaban como tal. El círculo oficial estaba compuesto por hombres de admirable integridad, pero cuya cultura era un tanto pesada, mientras su blanda filosofía no iba al fondo de las cosas. Nunca me ha placido mucho la afabilidad estirada de Plinio; la sublime tiesura de Tácito se me antojó que encierra la concepción del mundo de un republicano reaccionario y que se detiene en el momento de la muerte de César. En cuanto al círculo extraoficial, era de una repelente grosería, lo que me evitó momentáneamente correr nuevos riesgos. Para todas gentes tan variadas, tenía yo la cortesía indispensable. Me mostraba deferente hacia unos, flexible entre otros, canallesco cuando hacía falta, hábil pero no demasiado hábil. Mi versatilidad me era necesaria; era múltiple por cálculo, ondulante por juego. Caminaba sobre la cuerda floja. No solo me hubieran hecho falta las lecciones de un actor, sino las de un acróbata.



Continuará...
Marguerite YourcenarMemorias de Adriano (1971)

jueves, 17 de octubre de 2019

Los modos generales del pensamiento oriental (V)

¿Qué hay que entender por tradición? (II)


En el Islam, lo hemos dicho, la tradición presenta dos aspectos distintos, de los cuales uno es religioso, y es al que se adhiere directamente el conjunto de las instituciones sociales, mientras que el otro, el que es puramente oriental, es verdaderamente metafísico. En cierta medida, hubo algo de este género en la Europa de la Edad Media con la doctrina escolástica, en la que por otra parte, se ejerció fuertemente la influencia árabe; pero es necesario agregar, para no llevar más lejos las analogías, que la metafísica jamás ha sido separada, tan netamente como debería serlo, de la teología, es decir, en suma, de su aplicación especial al pensamiento religioso, y que, por otra parte, lo que se encuentra en la teología de propiamente metafísico no es completo, permanece sometido a ciertas limitaciones que parecen inherentes a toda la intelectualidad occidental; sin duda hay que ver en estas dos imperfecciones una consecuencia de la doble herencia de la mentalidad judaica y de la mentalidad griega.


En la India, se está en presencia de una tradición puramente metafísica en su esencia, a la cual vienen a agregarse, como otras tantas dependencias y prolongamientos, aplicaciones diversas, ya sea en ciertas ramas secundarias de la doctrina misma, como la que se refiere a la cosmología por ejemplo, o bien en el orden social que está por lo demás determinado estrictamente por la correspondencia analógica que se establece entre las formas respectivas de la existencia cósmica y de la existencia humana. Lo que aparece aquí mucho más claramente que en la tradición islámica, sobre todo en razón de la ausencia del punto de vista religioso y de los elementos extra-intelectuales que él implica esencialmente, es la total subordinación de los diversos órdenes particulares con respecto a la metafísica, es decir al dominio de los principios universales.


En China, la separación muy neta de la que hemos hablado nos muestra, por una parte, una tradición metafísica, y, por otra, una tradición social, que pueden parecer a primera vista no sólo distintas, como lo son en efecto, sino aun relativamente independientes una de otra, tanto más cuanto la tradición metafísica ha sido siempre el patrimonio casi exclusivo de una "elite" intelectual, mientras que la tradición social, en razón de su naturaleza propia, se impone igualmente a todos y exige en el mismo grado su participación efectiva. Sólo que es necesario fijarse en que la tradición metafísica, tal como está constituida bajo la forma del "taoísmo", es el desarrollo de los principios de una tradición más primordial, contenida principalmente en el "Yi-king", y que es de esta misma tradición primordial de donde fluye enteramente, aunque de manera menos inmediata y sólo como aplicación a un orden contingente, todo el conjunto de instituciones sociales que es habitualmente conocido bajo el nombre de "confucianismo". Así se encuentra restablecida, con el orden de sus relaciones reales, la continuidad esencial de los dos aspectos principales de la civilización extremo-oriental, continuidad que estaría uno expuesto a desconocer casi inevitablemente, si no supiese remontar hasta su fuente común, es decir hasta esta tradición primordial cuya expresión ideográfica, fijada desde la época de Fo-hi, se ha mantenido intacta a través de casi cincuenta siglos.


Debemos ahora, después de esta visión de conjunto, señalar de manera más precisa lo que constituye propiamente esta forma tradicional especial que llamamos la forma religiosa, luego lo que distingue el pensamiento metafísico puro del pensamiento teológico, es decir de las concepciones en modo religioso, y también, por otra parte, lo que lo distingue del pensamiento filosófico en el sentido occidental de esta palabra. En estas distinciones profundas encontraremos verdaderamente, por oposición a los principales géneros de concepciones intelectuales, comunes al mundo occidental, los caracteres fundamentales de los modos generales y esenciales de la intelectualidad oriental.



Continuará...

René Guenon, Introducción general al estudio de las doctrinas hindúes (1920)

Golfo de Urabá

Dios lo quiera
que vos también
igual que yo,
y viceversa,
te sientas conmigo
y contigo
todo lo bien
que te hace bien;
y ya sabes,
cuando llegues
al cielo
pregunta
por mí,
aunque hayan pasado
tras la tregua
y el ardid
años,
amores,
y de estos días
de la causa
y del encuentro
inesperado
no queden,
de puro azar,
exiliados en un libro,
acurrucados,
más que
Benedetti,
Avellaneda,
sus cuentos
sus poesías
y aquel niño de ojos pequeños
gritando ¡rojo! ¡rojo!
¡no cuentes conmigo profesor
ni hasta dos ni hasta tres!
¡no te salves ahora!

Mi táctica,
mi estrategia
se quebraron
antes que tú
me enseñaras a volar,
pero al fin aprendí
alelado
como tú me sugeriste
tras los hilos
de aquella mariposa
a las dos de la tarde
en aquel cine vacío
donde sólo cabíamos
tú conmigo
yo contigo.

Nada me hará tan feliz
como volverte a ver
en el paraíso,
asomados al hueco
de una ventana
del más bello
jardín del edén,
desde donde mirar
absortos,
tomados de la mano,
el Golfo de Urabá,
el pueblo alegre
el continente en paz.

A pesar de nosotros
que no supimos,
a pesar de ellos
que no quisieron.

(JR, 2002)

La prisionera (11) - Marcel Proust

La Sra. de Guermantes sostuvo no recordar que en la velada en la que llevaba un vestido rojo había estado la Sra. de Chaussepierre, que yo me equivocaba sin lugar a dudas. Ahora bien, ¡Dios sabe, sin embargo, lo mucho que el duque e incluso la duquesa habían pensado después en los Chaussepierre! Vamos a ver la razón. El Sr. de Guermantes era el más antiguo vicepresidente del Jockey, cuando murió el presidente. Algunos miembros del club que carecen de relaciones y sólo disfrutan votando con bolas negras contra quienes no los invitan hicieron campaña contra el duque de Guermantes, quien -seguro como estaba de ser elegido y bastante dejado respecto de aquella presidencia, que era poca cosa en comparación con su situación mundana- no se ocupó de nada.


Adujeron que la duquesa era dreyfusista - y eso que el caso Dreyfus había acabado hacía mucho, pero veinte años después se seguía hablando de él y ella sólo lo era desde hacía dos años-  y recibía a los Rothschild y que desde hacía un tiempo se favorecía demasiado a grandes potentados internacionales, como el duque de Guermantes, a medias alemán. La campaña encontró un terreno muy favorable, los clubes siempre envidian mucho a las personas que están en primer plano y detestan las grandes fortunas. La de Chaussepierre no era pequeña, pero nadie podía ofenderse por ello: no gastaba ni un céntimo, el piso del matrimonio era modesto, la mujer iba vestida con lana negra. Loca por la música, daba muchas fiestecitas vespertinas a las que se invitaba a más cantantes que en casa de los Guermantes, pero nadie hablaba de ellas, se celebraban -sin refrescos e incluso con el marido ausente- en la oscuridad de la Rue de la Chaise. En la Ópera, la Sra. de Chausepierre pasaba inadvertida, siempre con personas cuyo nombre evocaba el medio más "ultra" de la intimidad de Carlos X, pero desdibujadas, poco mundanas.


El día de la elección, para sorpresa general, la oscuridad triunfó sobre el deslumbramiento: Chausepierre, segundo vicepresidente, fue nombrado presidente del Jockey y el duque de Guermantes se quedó en la estacada, es decir, como primer vicepresidente. Cierto es que ser presidente del Jockey no representa gran cosa para príncipes de primer rango como eran los Guermantes, pero no serlo cuando te toca, ver preferido a un Chaussepierre -a cuya esposa no sólo no devolvía Oriane el saludo dos años antes, sino que, además, llegaba hasta el extremo de mostrarse ofendida al ser saludada por aquel murciélago desconocido- era duro para el duque. Afirmaba estar por encima de aquel fracaso y aseguraba, por lo demás, que debía a su antigua amistad con Swann. En realidad, no cabía en sí de cólera. Cosa bastante particular: nunca se había oído al duque de Guermantes emplear la expresión bastante trivial: "lisa y llanamente", pero desde la elección del Jockey, en cuanto se hablaba del caso Dreyfus, surgía "lisa y llanamente": "Caso Dreyfus, caso Dreyfus, es fácil decirlo y es un término inapropiado; no es un asunto de religión, sino lisa y llanamente un asunto político". Podían pasar cinco años sin que se oyera "lisa y llanamente", si durante ese tiempo no se hablaba del caso Dreyfus, pero, si, pasados los cinco años, volvía el nombre de Dreyfus, al instante llegaba sin falta "lisa y llanamente". Por lo demás, el duque ya no podía soportar que se hablara de aquel asunto "que ha causado", decía, "tantos males", si bien él sólo era en verdad sensible a uno solo: su fracaso en la presidencia del Jockey.


Por eso, la tarde de la que hablo y en la que recordé a la Sra. de Guermantes el vestido rojo que llevaba a la velada de su prima, el Sr. de Breauté tuvo una acogida bastante mala, cuando, queriendo decir algo, por una asociación de ideas que permaneció oscura y no reveló, comenzó haciendo maniobrar la lengua en la punta de su boca de pitiminí así: "A propósito del caso Dreyfus...". (¿Por qué del caso Dreyfus? Se trataba simplemente de un vestido rojo y el pobre Breauté, que nunca pensaba en otra cosa que en agradar, no tenía -cierto es- la menor intención maliciosa), pero el simple nombre de Dreyfus hizo fruncir las jupiterinas cejas del duque de Guermantes. "Me han contado", dijo Breauté, "una ocurrencia bastante buena, muy fina, la verdad, de nuestro amigo Cartier" (¡avisemos al lector de que ese Cartier, hermano de la Sra. de Villefranche, no tenía la menor relación con el joyero del mismo nombre!), "cosa que por lo demás no me extraña, pues tiene ingenio para dar y tomar.""Pues a mí", interrumpió Oriane, "no me hace gracia precisamente. No puede imaginarse lo que su Cartier me ha fastidiado siempre y nunca he podido comprender el encanto infinito que Charles de La Tremoille y su mujer ven en ese pelmazo al que me encuentro en su casa siempre que voy." "Mi 'uerida du'uesa", respondió Breauté, quien tenía dificultad para pronunciar el sonido de q, c y k, "me parece usted muy severa con 'artier. Cierto es que tal vez se haya aposentado excesivamente en casa de los La Tremoille, pero, en fin, para Charles es -¿'ómo lo diría yo?- 'omo un fiel Acate, 'osa que ha llegado a ser muy po'o 'omún en los tiempos que 'orren. En todo 'aso, ésta es la o'urrencia 'ue me han 'ontado. Al parecer, 'artier dijo 'ue si el Sr. Zola había intentado ser procesado y 'ondenado, era para probar una sensación que no 'onocía aún, la de estar en la 'árcel. "Por eso se dio a la fuga antes de ser detenido", interrumpió Oriane. "Eso no se tiene en pie. Por lo demás, aun cuando fuera verosímil, me parece una ocurrencia totalmente idiota. ¡Si eso es lo que le parece ingenioso a usted!" "Dios mío, mi 'uerida Oriane", respondió Breauté, quien, al ver que le llevaban la contraria, empezaba a dar marcha atrás, "no es una o'urrencia mía, se la repito tal 'omo me la 'ontaron, tómela por lo 'ue vale. En todo 'aso, fue el motivo por el 'ue 'artier fue reprendido, 'on firmeza por ese excelente La Tremoille, 'uien con mucha razón no 'uiere 'ue se hable en su salón de lo 'ue podríamos llamar -¿'ómo diría yo?- los asuntos en 'urso y que se sentía tanto más 'ontrariado 'uanto 'ue estaba presente la Sra. de Alphonse Rothschild. 'artier tuvo 'ue soportar una auténtica reprimenda de La Tremoille". "Claro está", dijo el duque de muy mal humor, "los Alphonse Rothschild, aunque tienen tacto para nunca hablar de ese abominable caso, son dreyfusistas en el alma, como todos los judíos. Se trata incluso de un argumento ad hominem" (el duque empleaba un poco a tontas y a locas la expresión ad hominem) "que no se esgrime lo suficiente para mostrar la mala fe de los judíos. Si un francés roba, asesina, no porque sea francés como yo me siento obligado a considerarlo inocente, pero los judíos nunca admitirán que uno de sus conciudadanos sea un traidor, aunque lo sepan perfectamente, y les preocupan muy poco las espantosas repercusiones" (el duque pensaba, naturalmente, en la maldita elección de Chaussepierre) "que el crimen de uno de los suyos puede tener hasta... A ver, Oriane, no me negarás que resulta abrumador para los judíos que todos ellos apoyen a un traidor. No me negarás que es porque son judíos" "Huy, Dios mío, sí", respondió Oriane (quien sentía, junto con cierta irritación, cierto deseo de oponer resistencia al Júpiter tonante y también de dar a entender que "la inteligencia" estaba por encima del caso Dreyfus). "Pero tal vez sea precisamente porque, al ser judíos y conocerse a sí mismos, saben que se puede ser judío y no ser forzosamente traidor y antifrancés, como afirma, al parecer, el Sr. Drumont. Desde luego, si hubiera sido cristiano, los judíos no se habrían interesado por él, pero lo han hecho porque notan perfectamente que, si no fuese judío, no se lo habría considerado tan fácilmente traidor "a priori", como diría mi sobrino Robert." "Las mujeres no entienden nada de política", exclamó el duque, mientras miraba fijamente a los ojos de la duquesa. "Pues ese crimen atroz no es simplemente una causa judía, sino lisa y llanamente un inmenso asunto nacional que puede granjear las más espantosas consecuencias a Francia, de la que habría que expulsar a todos los judíos, si bien reconozco que las sanciones adoptadas hasta ahora no han ido (de una forma innoble y que se debería revisar) dirigidas contra ellos, sino contra sus adversarios más eminentes, contra hombres de primer orden, a quienes para desgracia de nuestro país, se ha dejado apartados."


Yo sentía que aquello iba a acabar mal y volví precipitadamente a hablar de vestidos.


Continuará...
La prisionera, Marcel Proust


Algo, alguien

Algo
despierta
entre sombras,
aletea
entre las dunas.
Algo fluye,
estructura
lo disperso,
lo evasivo
de la arena.
Algo, algo
se impregna
de lenguaje,
se mestiza,
funde
forma
y contenido,
deja pistas
insondables
en el sueño
que alguien,
algo,
vuelve hito,
vuelve carne
en el desierto.

(JR, 2019)