martes, 31 de marzo de 2009

El viejo y el mar (XV)


El pájaro lo miró al oirlo hablar. Estaba demasiado cansado siquiera para examinar el sedal y se balanceó asiéndose fuertemente a él con sus delicadas patas.

-Estás firme -le dijo el viejo-. Demasiado firme. Después de una noche sin viento no debieras estar tan cansado. ¿A qué vienen los pájaros?

Los gavilanes, pensó, salen al mar a esperarlos. Pero no le dijo nada de esto al pajarito que de todos modos no podía entenderlo y que ya tendría tiempo de conocer a los gavilanes.

-Descansa, pajarito, descansa -dijo-. Luego ve a correr fortuna como cualquier hombre o pájaro, o pájaro o pez.

Lo estimulaba a hablar porque su espalda se había endurecido de noche y ahora realmente le dolía.

-Quédate en mi casa si quieres, pajarito -dijo-. Siento que no pueda izar la vela y llevarte a tierra, con la suave brisa que se está levantando. Pero estás con un amigo.

Justamente entonces el pez dio una súbita sacudida; el viejo fue a dar contra la proa y hubiera caído por la borda si no se hubiera aferrado y soltado un poco de sedal.

El pájaro había levantado el vuelo al sacudirse el sedal y el viejo ni siquiera lo había visto irse. Palpó cuidadosamente el sedal con la mano derecha y notó que su mano sangraba.

-Algo lo ha lastimado -dijo en voz alta y tiró del sedal para ver si podía hacer virar al pez. Pero cuando llegaba a su máxima tensión sujetó firme y se echó hacia atrás para tomar contrapeso.

-Ahora lo estás sintiendo, pez -dijo-. Y bien sabe Dios que yo también lo siento.

Miró en derredor a ver si veía el pajarito porque le hubiera gustado tenerlo de compañero. El pájaro se había ido.

No te has quedado mucho tiempo, pensó el viejo. Pero adonde vas te va a ser más difícil, hasta que llegues a la costa. ¿Cómo me habré dejado cortar por esa rápida sacudida del pez? Me debo de estar volviendo estúpido. O quizá sea que estaba mirando al pájaro y pensando en él. Ahora prestaré atención a mi trabajo y luego me comeré al bonito para que las fuerzas no me fallen.

-Ojalá estuviera aquí el muchacho y tuviese un poco de sal -dijo en voz alta.

Pasando la presión del sedal al hombro izquierdo y arrodillándose con cuidado se lavó la mano en el mar y la mantuvo allí sumergida, por más de un minuto viendo correr la sangre y deshacerse en estela y el continuo movimiento del agua contra su mano al moverse la barca.

-Ahora va mucho más lentamente -dijo.

Al viejo le hubiera gustado mantener la mano en el agua salada por más tiempo, pero temía otra súbita sacudida del pez y se levantó y se afianzó y levantó la mano contra el sol. Era solo un roce del sedal lo que había cortado su carne. Pero era en la parte conque más tenía que trabajar. El viejo sabía que antes de que esto terminara necesitaría sus manos y no le gustaba nada estar herido antes de empezar.

-Ahora -dijo cuando su mano se hubo secado- tengo que comerme ese pequeño bonito. Puedo alcanzarlo con el bichero y comérmelo aquí tranquilamente.

Se arrodilló y halló el bonito bajo la popa con el bichero y lo atrajo hacia sí evitando que se enredara en los rollos de sedal. Sujetando el sedal nuevamente con el hombro izquierdo y apoyándose en el brazo izquierdo sacó el bonito del garfio del bichero y puso de nuevo el bichero en su lugar. Plantó una rodilla sobre el pescado y arrancó tiras de carne oscura longitudinalmente desde la parte posterior de la cabeza hasta la cola. Eran tiras en forma de cuña y las arrancó desde la proximidad del espinazo hasta el borde del vientre. Cuando hubo arrancado seis tiras las tendió en la madera de la popa, limpió su cuchillo en el pantalón y levantó el resto del bonito por la cola y lo tiró por sobre la borda.

-No creo que pueda comerme uno entero -dijo, y cortó por la mitad una de las tiras. Sentía la firme tensión del sedal y su mano izquierda estaba acalambrada. La corrió hacia arriba sobre el duro sedal y la miró con disgusto.

-¿Qué clase de mano es ésta? -dijo. Puedes acalambrarte, si quieres. Puedes convertirte en una garra. De nada te va a servir.



Continúa...
Ernest Hemingway, El viejo y el mar

VARIUS MULTIPLEX MULTIFORMIS (VII)

Muchas veces, en primavera, cuando el deshielo me permitía aventurarme hasta las regiones interiores, me ocurrió dar la espalda al horizonte austral que encerraba los mares y las islas bien conocidas, y al occidental, donde en alguna parte el sol se ponía sobre Roma, y soñar con adentrarme en aquellas estepas, superando los contrafuertes del Cáucaso, hacia el norte o el Asia más lejana. ¿Qué climas, qué fauna, qué razas humanas habría descubierto, qué imperios ignorantes del nuestro como nosotros de los suyos, o conociéndolos a lo sumo por algunas mercancías transmitidas de mano en mano por los traficantes, tan raras para ellos como la pimienta de la India y el grano de ámbar de las regiones bálticas para nosostros. en Odessos, un negociante que volvía después de un viaje de muchos años me regaló una piedra verde semitransparente, al parecer una sustancia sagrada procedente de un inmenso reino cuyos bordes había costeado, y cuyas costumbres y dioses no habían despertado el interés de aquel hombre sumido en la estrechez de su ganancia. La extraña gema me produjo el mismo efecto que una piedra caída del cielo, meteoro de otro mundo. Conocemos aún muy mal la configuración de la tierra, pero no comprendo que uno pueda resignarse a esa ignorancia. Envidio a aquellos que lograrán dar la vuelta a los doscientos cincuenta mil estadios griegos tan bien calculados por Eratóstenes y cuyo recorrido nos traería otra vez al punto de partida. Me imaginaba a mí mismo tomando la simple decisión de seguir por el sendero que reemplazaba nuestras rutas. Jugaba con esta idea... estar solo sin bienes, sin prestigio, sin ninguno de los beneficios de una cultura, exponiéndose en medio de hombres nuevos, entre azares vírgenes... Ni qué decir que era un sueño, el más breve de todos. Aquella libertad que me inventaba solo existía a la distancia; muy pronto hubiera recreado todo lo que acababa de abandonar. Más aún: en todas partes solo hubiera sido un romano ausente. Una especie de cordón umbilical me ataba a la ciudad. Quizá en aquella época, en aquel puesto de tribuno, me sentía más estrechamente ligado al imperio de lo que me siento hoy como emperador, por la misma razón que el hueso del puño es menos libre que el cerebro. Y sin embargo, soñé ese sueño monstruoso que hubiera hecho estremecerse a nuestros antepasados, prudentemente confinados en su tierra del Lacio, y haberlo albergado en mí un instante me diferencia para siempre de ellos.

Trajano estaba a la cabeza de las tropas de Germania inferior; el ejército del Danubio me designó portador de sus felicitaciones al nuevo heredero del imperio. Me hallaba a tres días de marcha de Colonia, en plena Galia, cuando en un alto del camino me fue anunciada la muerte de Nerva. Sentí la tentación de adelantarme al correo imperial y de llevar personalmente a mi primo la noticia de su advenimiento. Partí al galope, sin detenerme en parte alguna salvo en Tréveris, donde mi cuñado Serviano residía en calidad de gobernador. Cenamos juntos. La alocada cabeza de Serviano estaba llena de vapores imperiales. Hombre tortuoso, empeñado en perjudicarme o por lo menos impedirme agradar, concibió el plan de adelantárseme enviando su propio correo a Trajano. Dos horas después fui atacado al vadear un río; los asaltantes hirieron a mi ordenanza y mataron a nuestro caballo. Pudimos sin embargo apoderarnos de uno de los agresores, antiguo esclavo de mi cuñado, quien confesó todo. Serviano hubiera debido darse cuenta de que no es tan fácil impedir que un hombre resuelto continúe su camino, a menos de matarlo, y era demasiado cobarde para llegar a este punto. Tuve que hacer doce millas a pie antes de dar con un campesino que me vendiera su caballo. Llegué esa misma noche a Colonia, aventajando apenas al correo de mi cuñado. Esta especie de aventura tuvo éxito, y el ejército me recibió con un entusiasmo acrecentado. El emperador me retuvo a su lado en calidad de tribuno de la Segunda Legión, la Fiel.

Había recibido la noticia de su advenimiento con admirable desenvoltura. Hacía mucho que la esperaba, y sus proyectos no cambiaban en absoluto. Seguía siendo el de siempre, el que sería hasta su muerte: un jefe. Pero había tenido la virtud de adquirir, gracias a una concepción totalmente militar de la disciplina, una idea de lo que es el orden en el Estado. Todo, por lo menos al principio, giraba en torno a esa idea, incluso sus planes de guerra y sus proyectos de conquista. Emperador-soldado, pero en modo alguno soldado-emperador. Nada cambió en su vida: su modestia prescindía tanto de la afectación como del empaque. Mientras el ejército se regocijaba, él asumía sus nuevas responsabilidades como parte del trabajo cotidiano, y mostraba a sus íntimos una sencilla satisfacción.



Continúa...
Marguerite Yourcenar, Memorias de Adriano

La flecha inmóvil

La flecha inmóvil
Por Eduardo Escobar
http://www.festivaldepoesiademedellin.org/pub.php/es/Revista/ultimas_ediciones/57_58/escobar.html



Desde estas alturas de la vida,
Rumbo a la sexta década,
con terror explicable
Cargado de sombras,
briznas de recuerdos queridos,
imágenes de amigosmuertos,
memorias de días de llanto
y de ruidos de gloria y de sables
y ecos de canciones
que poco a poco se me han ido olvidando
y conservan la memoria en harapos
A veces me parece escuchar detrás de mí
los ruidos del camino que debí seguir,
sus ocios y sus oficios y sus fiestas
Podría ver, delante de mí, si me volviera,
lejos y extraño aquel que rehusé ser hace tiempos
de quien me apartaron los azares
o la desconfianza si volviera el rostro de ahora
Tal vez si me volviera vería la otra senda
La vía de otros sueños y de otros propósitos
Pero no puedo demorarme
Ni siquiera para contemplar su luz
el fulgor apagado de aquellas cosas
a las que renuncié por necesidad
o por capricho
Por desdén o por imprevisión
Es demasiado tarde
Queda poco tiempo para la nostalgia
Para esos vanos ejercicios del corazón
En estos ventarrones de ahora
por donde me extravío hace tanto tiempo
que terminé por acostumbrarme
a andar a tientas
Bajo estos cielos volubles
relámpagos y silencios
de incógnitas y equis vacías
y burlas veleidosas
En estas cumbres pedregosas
Sin yerbas ni lagartos sedientos
en las grietas lilas de las piedras
Sin una estrella en el horizonte
como una flor en un cielo en descomposición
Podría ver, si me volviera, allá, donde nunca iré,
los interiores tranquilos, las penumbras amables,
los jardines llenos de perfumes rutinarios
y la monotonía tranquilizante de las fuentes.
Hogares más o menos felices
o en todo caso de felicidades digeribles
Y seguras
Ni demasiado atribulados
ni demasiado satisfechos
Oigo en mí el ladrido de sus perros guardianes
Los graznidos de sus loros en las estacas
Podría escuchar, si quisiera,
las risas felices de las campanas de sus adoratorios
Y el murmullo de sus tabernas
Y el trepidar de sus industrias
Los hijos robustos que no tuve
o me fueron dejando solo
o que abandoné por fastidio
Si no son los sobrinos de mi imaginación
Detrás de mí,
siento la presencia del camino que no tomé
su plenitud biológica
El ritmo tranquilizador de sus relojes
El susurro acuático de sus normas
Pero los arrepentimientos son pura pérdida de tiempo
En el desorden frenético de esta forma del mundo que elegí
No queda más remedio, querida sombra, que seguir andando
Por esta senda incierta
Por nuestros caminos de perdidos
Detrás de la verdad oscura e improbable del mundo
Regresar sería la muerte para ambos
Sin nada confiable más que las alegres tinieblas
y este palpable no saber
Insaboro y metálico
que se ha convertido
en nuestro único tesoro
Olvidemos lo otro
Los afectos renunciados
Y lo demás
Las certezas abolidas y las alegrías intocadas
que jamás tuvieron apariencia para nosotros
Y sigamos andando mientras anochece
A lo mejor, al fin del extravío, alguien aún espera.

*
En los pozos
–donde la rosa del crepúsculo se da vuelta en un lecho de piedras-
que deja la lluvia de la luna nueva en los cráteres del pavimento
he visto a mi gemelo animalmente bocarriba
beberse los reflejos del cielo:
los azules hondos del abismo en el lecho de piedras y musgos.
Mi sombra es un residuo
Un gemelo incoloro y superfluo
Que se encoge y alarga
La minucia vil del rescoldo que dejo
Es un secreto pálido que exhibo a la fuerza por donde voy
Y me rodea
Y baila delante de mí
Y trepa por los muros
Llamando mi atención con sus señas de mona.


Eduardo Escobar nació en Envigado, Colombia, en 1943. Ha publicado los libros de poemas Invención de la uva (1966), Monólogo de Noé (1967), Segunda Persona (1969), Del embrión a la embriaguez (1969), Cuac (1970), Buenos días, noche (1973), Confesión mínima -selección de sus poemas- (1975), Cantar sin motivo (1976), Antología poética (1978), y Escribano del agua (1986). Recopiló la correspondencia de los nadaístas.

sábado, 28 de marzo de 2009

La India es la pasión de Javier Moro, sobrino de Dominique Lapierre

28 de marzo de 2009
India es la pasión de Moro
Por Sergio Villamizar
Colprensa
El Colombiano, Medellín


Con su nueva novela, El Sari Rojo, este escritor plasma su particular visión sobre este complejo país. Su libro es la historia de la familia Gandhi - Nehru, que lleva 40 años en el poder.

El 24 de mayo de 1991 miles de personas salieron a las calles de Nueva Delhi para despedir a Rajiv Gandhi, Primer Ministro de la India asesinado en un atentado suicida.El escritor e investigador Javier Moro se encontraba allí en aquel entonces. Había decidido no salir de su habitación por la cantidad de personas que se veían en las calles y la tensión en el ambiente por posibles actos terroristas en medio de las honras fúnebres.Todo lo estaba siguiendo a través de la televisión. En medio de las escenas vio a la viuda, Sonia Gandhi, sola, desamparada pero valiente.

Allí empezó a gestarse la idea de hacer El Sari Rojo, su más reciente novela."Qué bueno sería contar la historia de la familia Gandhi-Nehru a través de los ojos de esta mujer, una italiana que conquistó la India", fue lo que pensó entonces.Buena parte de sus 53 años la ha pasado indagando sobre la vida de un país que cuenta con una población de 1.200 millones de habitantes, con más de 5.000 comunidades y un sin fin de religiones.

Desde pequeño, gracias a su tío, el escritor Dominique Lapierre, vivió en contacto con la cultura de dicho país, y junto con él, en 2001 publicó Era medianoche en Bhopal, un libro sobre el escape de gas tóxico de una fábrica estadounidense de pesticidas que mató a 30 mil personas.En 2005 Moro decidió narrar en Pasión india la historia de una bailarina española de 17 años, que en 1908 se convertía en princesa de la India al casarse con el riquísimo Maharajá de Kapurthala.El Sari Rojo empieza justo donde termina esta historia, luego de la independencia del país, en 1947.


Tras los pasos de una familia

En 1965 Sonia Maino, una estudiante italiana de 19 años, conoce en Cambridge a un joven llamado Rajiv Gandhi. Mientras que ella es hija de una familia humilde, él pertenece a la estirpe más poderosa de la India.

Ella abandona su mundo y su pasado para fundirse con la India prodigiosa que adora a veinte millones de divinidades, que habla ochocientos idiomas y que vota a más de quinientos partidos políticos.Moro decidió contar la historia de la familia Gandhi - Nehru, en el momento clave de la modernidad del país, y con una italiana en la cima.

Sin embargo, estuvo a punto de abandonar porque no tenía la colaboración de la familia, pues Sonia no estaba interesada en que se escribiera un libro sobre su vida.Fueron más de tres años de investigación. "Con tiempo y perseverancia encontré a la antigua secretaria, quien aceptó dar una entrevista".

Esta historia la quería hacer antes de Pasión India, pero sin final, poco tenía. Pero en el 2004, Sonia arrasó en las elecciones. Ahí estaba el final esperado.Cómo no contar la historia de una mujer que nunca ha querido hacer política, porque ésta le había quitado lo más querido, que además sufre una timidez enfermiza, y que siendo extranjera gana las elecciones con la votación más alta de la historia India, para luego ceder el poder. Todo esto sabiendo que de joven sólo quería ser ama de casa.

Moro sigue fascinado con la India, "son capaces de mandar un cohete al espacio mientras sustenta el mayor índice de desnutrición infantil del mundo", asegura él que ha visto los simpáticos contrastes como ver a un hombre esperando el cambio de luz del semáforo en su gran elefante mientras habla por su celular. "En la India los siglos XIX y XXI están en la misma esquina", finaliza Moro.

Moro presents his 'Red Sari'

Rajiv Gandhi, Premier of India, was assassinated in 1991 at the age of 46 and for Spaniard writer Javier Moro, 'The Red Sari' started to take shape from the moment he saw Gandhi's widow, Sonia, in the crowd. "How great would it be to tell the story of the Gandhi-Nehru family through the eyes of this woman, of Sonia, an Italian who conquered India", thought Moro. Sonia Nehru however, wasn't interested in a book about her life, so Moro had to wait and research and talk to as many people as possible. The result is "The Red Sari" in which Moro shows how this family brought India into modernity.

viernes, 27 de marzo de 2009

La identidad vacía - Por Santiago Kovadloff

Marzo 2009
La identidad vacía
Por Santiago Kovadloff
Para LA NACION, Argentina


(De la corresponsal del Arca del Poeta, en La Plata (Argentina), María Luz Rubbini)


Oscar Wilde visitó Nueva York a fines del siglo XIX. Un grupo de admiradores le hizo conocer, en esa ocasión, un flamante invento: el teléfono. Se le explicó que, si lo empleaba, podría hablar con Boston en un par de minutos. Wilde dejó correr su mirada por el extraño aparato. Luego, se volvió hacia sus anfitriones. "Y díganme -les preguntó-, ¿hablando de qué?"

Wilde había presentido una disparidad profunda que el siglo XX no haría más que acentuar: la disonancia entre la creciente posibilidad técnica de tomar contacto con los otros y la no menos creciente dificultad para poner en juego, en ese acercamiento, la propia subjetividad. Hoy, este contraste se ha agravado hasta convertirse en una contradicción. De ella proviene, en buena medida, la crisis de valores en la que hemos caído. Una crisis que, hace tres décadas, Edgar Morin supo reconocer: "Nos encontramos en un mundo que se nos presenta a la vez en evolución, en revolución, en progresión, en regresión y en peligro. Vivimos todo eso al unísono. Y nuestra incertidumbre consiste en no saber cuál de estos términos será, finalmente, el decisivo".

Entre esos bienes mermados por el descrédito, el de la identidad personal es uno de los más afectados. Nada parece más difícil que derrotar los enmascaramientos que operan como sucedáneos de identidad en el esfuerzo tantas veces patético por alcanzar alguna forma de protagonismo personal. Paradójicamente, el relieve público logrado por lo irrelevante no puede ser mayor. La pobreza expresiva y la experiencia insustancial han alcanzado su hora de gloria en los medios masivos de comunicación. Ya no se trata sólo de la menguada calidad subjetiva de lo que se dice, sino del nuevo estatuto público cobrado por lo intrascendente.

Pero no sólo la vulgaridad y la mediocridad contribuyen al auge de lo irrelevante. El sentimiento de inconsistencia subjetiva cuenta, además, con otras herramientas para transformar su miseria en presunta virtud. A lo soez, concebido como paradigma de autenticidad comunicativa, se acopla en nuestros días la arremetida aluvional de lo privado sobre lo público; un repertorio de costumbres agresivas cada vez más afianzado que violenta y echa por tierra la creencia de que los espacios compartidos con otros exigen cierto recato personal, alguna discreción. Hoy, los bares y restaurantes, por no referirme sino a lo más a mano, son auténticas zonas liberadas a la adicción telefónica. Llamadas realizadas o respondidas por celulares a viva voz, por no decir a los gritos, convierten esos lugares, otrora gratos, en auténticos vaciaderos informativos. Desde cada mesa se arroja hacia las demás un alud contaminante de noticias, opiniones, órdenes y contraórdenes, lamentos y fervores, que no revisten interés más que para aquel que lo recibe o emite.

Esta guerra de las voces, ejercida por todos contra todos mediante el malón telefónico que desató la época, presume que a nadie perturbamos evacuando en público lo que es absolutamente privado. Y así será mientras sigamos creyendo que nadie cuenta, salvo nosotros mismos, ocupantes exclusivos de un espacio que fue común y ya no vale como tal.

La irrelevancia del prójimo cunde por donde se mire. Y cuanto más y mejor se mire, se verá que se multiplican los escenarios donde ella irrumpe. La desconsideración de los demás y la propia y encubierta subestimación se complementan necesariamente. Enlazadas, ellas acentúan las sombras que oscurecen el panorama psicosocial de nuestro tiempo.

¿Servirá de algún consuelo recordar que este triste fenómeno de la búsqueda de protagonismo a cualquier precio no es nuevo, aun cuando haya modernizado sus recursos de supervivencia? Ya en 1908, Miguel de Unamuno estaba persuadido de que el hombre había "adquirido la costumbre de desdeñar a los desconocidos".

lunes, 23 de marzo de 2009

El viejo y la alondra

El viejo y la alondra


Tendrá el corazón abierto
y las ganas de ser
despiertas de alegría,

sus años se contarán de a uno
y tendrá besos de sol
en las mejillas,

será inocente de inocente claridad,
habrá vivido apenas
lo suficiente,

tendrá los sueños intactos
de tibieza recién amanecida.

Caminar con ella
será volver a deslizarse
en los cuentos de hadas
y de duendes

entre bosques
estrellas
y luces de color.

Será escribir en el aire
la página que falta
del libro sin final.

Tendrá cielos en la piel,
torrentes en la voz,

compañera sin ayeres
ni nostalgias,

infinita belleza de alondra
recién posada,

sobre el viejo camino
que llega hasta el mar.


Juan Rubbini, El viejo y la alondra.
La Sin Nombre, poesías, Medellín, 2003

Joseph Merrick, "El hombre elefante"

“EL HOMBRE ELEFANTE”


Joseph Merrick.

Joseph Carey Merrick nació en Leicester, Inglaterra el 5 de agosto de 1862 y falleció en Londres el 11 de abril de 1890. También conocido como "El Hombre Elefante", se hizo famoso debido a las terribles malformaciones que padeció desde los dieciocho meses de edad. Condenado a pasar la mayor parte de su vida enrolado en el mundo de la farándula, sólo encontró sosiego en sus últimos años de vida. A pesar de su desgraciada enfermedad sobresalió por su carácter dulce y educado, así como por una inteligencia superior a la media y que sólo pudo demostrar en sus postrimerías. Aunque todavía no se sabe con absoluta certeza, se cree que Joseph Merrick pudo padecer una grave variación del síndrome de Proteus, del cual representaría el caso más grave conocido hasta el momento.

Contenido

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1 Vida
2 La persona
3 La enfermedad
4 Curiosidades
5 El poema de Watts
6 Bibliografía
7 Enlaces externos

Vida

Joseph Carey Merrick empezó a presentar los primeros síntomas de su enfermedad a los 18 meses. A partir de los cuatro o cinco años, en su cuerpo empezaron a formarse bultos y los huesos de sus extremidades y su cráneo se desarrollaron de forma anormal. Según su propio testimonio, recordaba que de niño nunca pudo jugar con sus compañeros de colegio puesto que sus piernas y su cadera deformadas se lo impedían. A partir de entonces el coraje y la valentía para sobreponerse a su atroz enfermedad serían las constantes que definirían su vida. Su madre, Mary Jane, se empeñó en escolarizarlo. Ella, aunque procedía del campo y de familia muy humilde, sabía leer y escribir y estaba muy ligada a la iglesia bautista de Leicester. Colaboraba dando clases dominicales a los niños que no podían acudir a la escuela durante la semana porque tenían que trabajar. Como las deformaciones de Joseph empezaban a ser ya espectaculares, muchas personas le hacían corros en la calle para observarlo, hecho que hizo que Mary Jane lo llevara y trajera personalmente del colegio. También lo llevaba consigo cuando daba clases en la escuela dominical. Así Joseph pasó toda su infancia literalmente pegado a su madre, lo que le desarrolló una gran dependencia de ella. De mayor siempre la recordó como una madre muy cariñosa y entregada a sus hijos. Joseph tuvo dos hermanos más pequeños que él: William, nacido en 1866 y que falleció de escarlatina en 1870 y Marion Eliza, nacida en 1867, (fecha de defunción desconocida). Sus hermanos menores eran sanos y no presentaron ninguna deformación.

El padre de Joseph, que siempre se había ganado la vida como cochero, hacia 1870 abrió una pequeña mercería que regentó junto a su mujer hasta 1873, ese año la madre de Joseph falleció de una bronconeumonía. Según Joseph (que tenía por entonces 11 años) ése fue "el peor suceso de su vida", incluso peor que su enfermedad, ya que con su madre se iba la única persona que le había demostrado amor verdadero y lo había cuidado. Se quedó totalmente solo y en este punto es donde empezaron todos sus padecimientos. Poco tiempo después su padre volvería a casarse con una viuda con dos hijos y sus desgracias, con ello, se recrudecerían, entrando así en una de las etapas más infelices de su vida ya de por sí trágica. Su madrastra y hermanastros no lo aceptaron y, además de las vejaciones continuas que le propinaban, e ignorando todas las dificultades que le ocasionaban sus deformidades, le exigieron que trabajase y ganase dinero para contribuir al sustento de la familia. Le reprochaban continuamente que se escudara en sus malformaciones para no tener que emplearse y así poder hacer el haragán. Joseph recordaba que su madrastra solía quitarle el plato de comida cuando todavía estaba a medio terminar recriminándole que con lo poco que aportaba al hogar, lo que se había comido era mucho más de lo que merecía. Ante la insistencia de la madrastra, y gracias a la colaboración de su tío Charles Merrick, consiguió emplearse en una fábrica de puros. En ella estuvo trabajando durante dos años; justo hasta que su gigantesca y deformadísima mano derecha le impidiera seguir liando hojas y, consecuentemente, lo despidieran. Las continuas humillaciones de las que era víctima en su casa, y aunque ello le supusiese perder el almuerzo, lo llevaron a escaparse varias veces de casa. Su padre salía a buscarlo y Joseph sólo accedía a regresar si su padre le prometía que lo tratarían mejor. En estas huidas tampoco conseguiría escapar al dolor, pues sufría una gravísima deformación en la cadera que, unida a una pronunciada escoliosis, le requerían un esfuerzo adicional para mantenerse en pie. Su padre, al que posteriormente en su autobiografía le reprocharía que nunca lo quiso como a un hijo, le consiguió una licencia de vendedor ambulante.

Con un carrito, Joseph recorría las calles de Leicester vendiendo artículos de la mercería de su padre. En pleno desarrollo de la adolescencia, las dolencias de Joseph iban a más y su aspecto era ya impactante. Su imagen ya causaba sorpresa y, evidentemente, su labor como vendedor fue un fracaso total. La gente o no le abría la puerta porque ya sabían que era él el que llamaba o no le compraban nada arguyendo que no lo entendían.

Por esos días la mandíbula de Joseph ya estaba deformada y un gran tumor le iba creciendo justo encima de la boca haciendo que su manera de hablar fuera casi ininteligible. Al final de su vida Merrick describiría cómo en ese nuevo periplo por las calles de Leicester, niños y mayores se apiñaban a su alrededor gritándole e insultándolo. Al no vender nada, en su casa las cosas no mejoraron y a veces, Joseph hacía la triquiñuela de dar a su padre el dinero que le daban para el almuerzo haciéndolo pasar como si fuera dinero obtenido de las ventas. Prefería pasar el día sin comer que soportar las broncas de su madrastra. Finalmente, la insoportable presión familiar, los sucesivos ultimátum de su madrastra a su padre y una última paliza hicieron que Joseph se marchara de casa para siempre llevándose sus pocas pertenencias en su carrito de vendedor a la edad de 15 años.

Tras marcharse de casa continuó vendiendo durante el día las mercancías de la mercería que se había llevado consigo y por la noche dormía en la calle. Su tío Charles Merrick, hermano pequeño de su padre, regentaba una barbería y alertado por vecinos de la situación de su sobrino, salió a buscarlo y lo tuvo en su casa durante dos años. Joseph siempre recordó el buen trato que recibió de sus tíos. Su tío, que falleció en 1925, testimonió el mal trato que recibió Joseph por parte de su madrastra y el total abandono de su padre. Este hecho hizo que las relaciones entre Charles y su hermano fueran muy tensas. También mencionaba Charles Merrick la gran voluntad de su sobrino al que recordaba salir todos los días a vender con su carrito aún sabiendo que regresaría con las manos vacías. Debido a su mano derecha extremadamente deformada no lo podía ayudar en la barbería.

En 1879 la vida de Joseph volvió a complicarse. El gremio de vendedores ambulantes habían denunciado que Joseph daba mala imagen al sector y pidieron que no se le renovara la licencia para vender. Joseph ignoraba esa queja y cuando fue a renovar su licencia se encontró que le negaban la renovación. La casa de su tío era muy pequeña y Charles y su esposa esperaban un hijo. Joseph pensó que era una carga muy grande para ellos y que no debía abusar de su amabilidad. Aún en contra de la opinión de su tío, Joseph decidió ingresar en la Leicester Union WorkHouse a finales de 1879. Las condiciones de vida de las Work House eran durísimas y Joseph resistió durante 12 semanas. Salió, pero sólo por dos días. Cuando se dio cuenta de que jamás encontraría trabajo como una persona normal, tuvo que regresar y permaneció allí durante cuatro años.

Joseph siempre habló de la WorkHouse con miedo y horror. Al cuarto año de estar allí, la protuberancia que le crecía en la cara ya le impedía comer y los responsables de la Work House creyeron conveniente llevarlo a la Leicester Infirmary para que lo operaran y de paso, se lo quedaran ya que en la Work House no se daba asilo a aquellos que no podían ganarse la sopa y la cama que les ofrecía el estado a cambio de trabajo. En la Leicester Infirmary le operaron la protuberancia en forma de trompa de elefante que dio origen a su apodo. Joseph recordaba que la operación fue muy dolorosa pero que le consiguieron quitar medio kilo de tejido y que pudo volver a comer mejor y hablar con más claridad. Mientras se recuperaba se acrecentó su deseo de no regresar a la Work House (donde tampoco lo querían) y pensó cómo podía ganarse la vida.

Exhibirse en las ferias era la única salida para él. La idea no le gustaba nada pero sabía que no tenía otra opción. Supo por el periódico que un conocido promotor de ferias llamado Sam Torr estaba en Leicester y decidió escribirle contándole su situación y que estaba interesado en trabajar para él. El promotor en cuanto lo vio, supo que iba a hacer negocio. Inmediatamente lo incorporó en su feria y así Joseph empezó su andadura por Inglaterra exhibiéndose. Su número era una gran atracción.

De Sam Torr pasó a la feria de Tom Norman. De su etapa feriante no tenía un mal recuerdo e incluso llegó a hacer amistades con otros compañeros de trabajo. Con Tom Norman llegó a Londres a finales de 1884. Norman consiguió alquilar un local enfrente del London Hospital donde exhibió a Joseph durante unas semanas. Frederick Treves vio a Joseph por primera vez en las postrimerías de 1884. Fue a verlo por recomendación de unos estudiantes que conocían su interés por todo lo relacionado con enfermedades deformantes. Treves quedó fuertemente impactado con Joseph y solicitó a Tom Norman que le dejase hacerle un reconocimiento médico. Treves adivinó a primera vista que Joseph había sido operado en la cara puesto que le notó la cicatriz y el queloide consiguiente que se le había formado sobre el labio superior. Treves dio una tarjeta de visita a Norman que le permitiría poder entrar en el hospital sin cita previa y sin preguntas. La tarjeta de visita de Treves fue crucial para Joseph. Norman llevó a Joseph discretamente al hospital y allí Treves lo tuvo varios días haciéndole reconocimientos y lo mostró a la comunidad científica del hospital y de otros centros médicos. Quedando patente que la enfermedad era incurable y que no se podía quedar en el hospital, Joseph tuvo que abandonar el hospital. Durante ese tiempo, Joseph por timidez, miedo y porque no se expresaba bien debido a su boca deformada no mantuvo casi conversación con Treves. Tal fue su mutismo que Treves pensó que era retrasado mental. Y era todo lo contrario. Merrick poseía una gran inteligencia y sensibilidad.

La exhibición en Londres continuó hasta casi la primavera de 1885, cuando fue cerrada por las autoridades. No era la primera vez que la exhibición de Joseph era clausurada por encontrarla indecente debido al sorprendente aspecto que tenía. En casi todos los lugares donde trabajaba, su exhibición era cerrada. Así las cosas, Tom Norman conoció a un promotor italiano llamado Ferrari que le propuso llevarse a Joseph al continente. Debido a que Joseph ya no podía trabajar en Inglaterra, Norman decidió que Joseph se marchara con Ferrari, aunque al promotor nunca le dio buena impresión el italiano. Era costumbre que los promotores guardaran las ganancias de sus atracciones, así que Norman le dio las 50 libras que Joseph había ganado sin que éste protestara. Ferrari y Joseph se embarcaron rumbo a Bélgica en Junio de 1886. Lo que no esperaban es que en Europa las leyes acerca de la exhibición de personas con deformidades eran muy severas. Y las exhibiciones de Joseph eran cerradas a los pocos días de ser abiertas no teniendo casi ganancias ni para sustentarse. Yendo de ciudad en ciudad, perseguidos por las autoridades llegaron a la ciudad de Bruselas. Allí, Ferrari abandonó a su suerte a Joseph llevándose las 50 libras que Merrick había ganado tras dos años de trabajo.

Solo y sin conocer el idioma consiguió empeñar unas pocas pertenencias. Con gran dificultad llegó a Ostende, donde compró un pasaje para regresar a Inglaterra. Tuvo problemas para que le dejaran embarcar ya que un capitán no lo quiso en su barco. Logró al fin que le dejaran subir en un barco, pero bajo la condición de que no se mezclara con el pasaje. Como hacía mal tiempo tuvo que quedarse escondido en la cubierta a la intemperie durante las diez horas de viaje (la mayor parte de ellas de noche), lo que le provocó una bronquitis. Atracó en la ciudad de Dover donde tomó un tren hacia Londres. En el tren también procuró subir a un vagón vacío y se escondió en un rincón para evitar que le hiciesen corros y evitar un tumulto. Llegó a la estación de Liverpool Street en Londres hacia las siete de la mañana de un día de diciembre de 1886. Al bajar del tren la gente se dio cuenta de su presencia y le empezaron a increpar, a hacer corros e intentar quitarle la gorra con el velo que escondía su cara. Joseph intentó escapar inútilmente. Cuando llegó la policía, Merrick estaba al borde de un ataque de locura, hablaba atropelladamente y no se podía hacer entender. No conocía absolutamente a nadie en Londres y no conocía la ciudad ya que a pesar de haber recorrido toda Inglaterra jamás salía de su caravana o de su lugar de exhibición. A las preguntas de la policía sólo acertó en enseñar la tarjeta del doctor Treves que había conservado durante casi dos años. Treves fue llamado a la estación y se lo llevó consigo al London Hospital. Allí le hizo ingresar de modo fraudulento, lo que le trajo problemas con sus superiores.

El director del hospital entendió la situación de Joseph, pero el London Hospital no aceptaba enfermos crónicos. Se consideró la posibilidad de enviarlo a algún asilo, pero todos lo rechazaron. Joseph sugirió que lo mandasen a un faro o a un asilo para ciegos y pidió reiteradamente que no lo mandaran a una Work House. Según Treves, sentía pánico ante la idea de poder volver a una institución semejante. El solicitar ir a un faro era porque en ese momento Joseph tenía auténtico pánico a la gente, y el ir al asilo de ciegos era para poder relacionarse con gente sin la angustia de que lo vieran y así lo trataran con normalidad.

El director del hospital tuvo la idea de insertar un anuncio en la prensa solicitando ayuda económica para poder hacer un fondo para Joseph y así justificar el poder tenerlo alojado de por vida. La respuesta de la sociedad inglesa fue un éxito; se recibieron cuantiosas sumas de dinero.

Solucionado el tema económico, se habilitaron unas habitaciones para Joseph que se convertirían en su último hogar. Nuevamente logró cotas de repercusión impensables cuando la propia Alexandra, Princesa de Gales, y el Duque de Cambridge se interesaron personalmente por la suerte del infortunado Merrick. Sería ahí donde Merrick, una vez alcanzada la paz que tanto había ansiado, se dedicó a sus dos grandes pasiones: la lectura de novelas románticas y la escritura. También, pronto, y persuadido por Treves, Merrick comenzó a recibir visitas, a las cuales siempre sorprendió con su extraordinaria educación y sensibilidad. De entre las numerosas personalidades con las que se entrevistó destaca la de la Princesa de Gales, a quien recibió en varias ocasiones.

Una mañana de Abril de 1890, a los 27 años de edad, en la etapa más feliz de su vida, Joseph Carey Merrick fue encontrado muerto en su cama. Treves, tras un examen, concluyó que murió de asfixia al quedarse dormido. La cabeza de Merrick era enorme y sólo con esfuerzo conseguía mantenerla erguida. Su desmesurado peso y tamaño impedían que Merrick pudiese dormir tumbado, obligándolo siempre a que lo hiciese sentado y en una posición especial; de otra forma las deformidades le comprimían la tráquea y le dificultaban gravemente la respiración. Sin embargo, actualmente, tras análisis más detallados de su esqueleto, más que por asfixia, se estima como la causa más probable de su muerte que repentinamente su cabeza se inclinara debido a su desproporcionado peso y se desnucara.

La persona

En todos los homenajes a su persona siempre se cita como el rasgo más significativo de su carácter el coraje que supo imponer desde el primer momento a la inhumana crueldad de su enfermedad. Tampoco dejó de maravillar a sus interlocutores el trato dulce y educado que dispensaba, así como la sensibilidad especial con la que Merrick solía teñir sus impresiones. Llegó a trascender ampliamente el episodio en el que, ya al final de su vida, después de que una mujer le diera por primera vez la mano, Merrick se deshiciera y rompiera a llorar por la intensa emoción que le produjo no sentirse rechazado; sentimiento al que habría que unir la especial admiración que siempre sintió por el sexo femenino. Sin embargo, póstumamente el rasgo que mayor interés ha despertado de la personalidad de Joseph Merrick es cómo después de las humillaciones, las palizas y el ostracismo al que fue sometido, se mantuviera desprovisto de rencor, y siempre consiguiese sobreponer su carácter dulce e inocente. Tanto es así que Ashley Montagu, reconocido antropólogo de la Universidad de Princeton, escribió un estudio acerca de este increíble aspecto de su personalidad titulado "El Hombre-Elefante: Un Estudio acerca de la Dignidad Humana". Por otro lado, y aunque durante largo tiempo de su vida se ignoró esta otra destacable cualidad, a Joseph Merrick se le reconoció una inteligencia por encima de la media.

Tenía un vocabulario extenso y, a pesar de haberse pasado la mayor parte de su vida en el ambiente de la farándula, no sólo sabía leer y escribir correctamente, sino que aún lo hacía con estilo notable; hechos que, en el Londres victoriano de fines del siglo XIX, resultarían sobresalientes para cualquier persona de clase media o baja. Precisamente es de los estudios de sus escritos de donde se deduce una persona de carácter ingenuo e infantil, y de mirada maravillada y simplificadora. Por último, es imprescindible subrayar el profundo amor que nunca dejó de sentir por su madre, mujer hermosa cuya muerte, incluso por encima de su atroz enfermedad, y en un gesto de admirable humildad, siempre reconoció y padeció como la tragedia más grande de su vida. Quizá porque con su ausencia se le despojó de todo amor, y porque fue la única que vio tras él al hijo y a la persona.

La enfermedad

Merrick, siempre bajo una mirada simplificadora e inocente, creyó que la causa de sus deformaciones procedía del ataque, durante una feria, de un elefante a su madre cuando ésta se encontraba embarazada de él.

"Vi la luz por primera vez el 5 de Agosto de 1862. Nací en Lee Street, Leicester. La deformidad que exhibo ahora se debe a que un elefante asustó a mi madre; ella caminaba por la calle mientras desfilaba una procesión de animales. Se juntó una enorme multitud para verlos, y desafortunadamente empujaron a mi madre bajo las patas de un elefante. Ella se asustó mucho.
Estaba embarazada de mí, y este infortunio fue la causa de mi deformidad"

Desde un punto de vista científico, inicialmente se creyó que Merrick padecía filariasis, comúnmente denominada elefantiasis, y cuya causa es un gusano que actúa a modo de parásito. Sin embargo la filaríais es una enfermedad tropical que no tiene presencia en las islas británicas, y en ningún caso produce las graves deformaciones óseas que sufrió Merrick; por tanto se sabe que él no fue víctima de elefantiasis. Posteriormente se rediagnosticó el caso y se pasó a creer que padeció neurofibromatosis, también conocida como enfermedad del hombre elefante.

Tiempo después también se descartó esta posibilidad, pues algunos síntomas característicos de la neurofibromatosis entran en clara contradicción con evidencias encontradas en el caso de Merrick. Actualmente, y de forma mayoritaria, la comunidad médica cree que la enfermedad que padeció fue una severa variación del Síndrome de Proteus. Aún así no se descarta que realmente se tratase de una enfermedad nueva, y de la cual Merrick tuviera el infortunio de haber sido el único caso registrado hasta ahora.

En el historial clínico del Royal London Hospital se describían así las deformaciones de Joseph Merrick: "... una enorme y deformada cabeza, la extremidad superior derecha y ambas extremidades inferiores muy torcidas, acentuando alargamiento e hipertrofia de la mayor parte de los dedos de la mano derecha, escoliosis y una pronunciada cojera en la cadera izquierda.

Presentaba innumerables nódulos y masas papilares, a modo de coliflor, ampliamente
diseminadas en la piel y tejidos blandos del cuero cabelludo, parte derecha de la cara, espalda, posaderas y extremidades. Del maximilar superior sobresalía una masa de hueso, creando una apariencia peculiar a modo de probóscide; esta masa había recidivado después de su resección a la edad de 20 años".

Merrick llegó a describirse a sí mismo de la siguiente manera: "Mi cráneo tiene una circunferencia de 91,44 cm., con una gran protuberancia carnosa en la parte posterior del tamaño de una taza de desayuno. La otra parte es, por describirla de alguna manera, una colección de colinas y valles, como si la hubiesen amasado, mientras que mi rostro es una visión que ninguna persona podría imaginar. La mano derecha tiene casi el tamaño y la forma de la pata delantera de un elefante, midiendo más de 30 cm. de circunferencia en la muñeca y 12 en uno de los dedos. El otro brazo con su mano no son más grandes que los de una niña de diez años de edad, aunque bien proporcionados. Mis piernas y pies, al igual que mi cuerpo, están cubiertos por una piel gruesa y con aspecto de masilla, muy parecida a la de un elefante y casi del mismo color.
De hecho, nadie que no me haya visto creería que una cosa así pueda existir".

Curiosidades

Una de las personalidades que más ayudó a Merrick fue una actriz, Ms. Kendall. La señora Kendall se sensibilizó mucho por el caso de Joseph y se movilizó para ayudar a recaudar fondos para él. Aunque parezca insólito, Merrick y la señora Kendall nunca se conocieron en persona puesto que ella por aquellos días estaba de gira por Inglaterra y Estados Unidos. Se carteaban y una vez Joseph le comentó que siempre le hubiera gustado aprender el oficio de cestero. La señora Kendall contrató a un artesano cestero que le enseñó. Aún teniendo serias dificultades con su mano derecha, aprendió rápidamente el oficio. Pasaba mucho tiempo fabricando cestos y otros utensilios en mimbre que luego regalaba a todo aquel que tenía amistad con él o que le trataba con amabilidad y respeto. Era su manera de sentirse útil. A pesar de que su mano izquierda era pequeña y frágil como la de un niño de doce años y la derecha enorme, tenía una gran habilidad y paciencia para los trabajos manuales. También lo demuestran las construcciones de cartón que hizo y que regalaba a todo aquel que era amable con él. Ha sobrevivido una, que está expuesta en el London Hospital y representa a la iglesia que Merrick podía ver desde la ventana de su habitación en el hospital, y destaca por la minuciosidad de sus detalles. Fue un regalo para la propia señora Kendall.

En el museo del Royal London Hospital, actualmente no se exhibe el esqueleto de Joseph, pero si algunas pertenencias suyas: un sofá con ruedas que tuvo en sus dependencias en el hospital, cartas manuscritas suyas, el libro de admisiones del Hospital con su entrada, el gorro con el trapo cosido que le cubrían la cara y la cabeza (fabricado por Tom Norman) y vaciados de escayola que le realizaron una vez muerto.

El propio doctor Treves se encargó de su autopsia y de preparar su esqueleto para la exhibición. También guardó en formol unas muestras de tejido de Joseph pero desgraciadamente se perdieron durante un bombardeo en la Segunda Guerra Mundial. Treves lo hizo con la esperanza de que los avances de la medicina pudieran desentrañar qué enfermedad afectó a Merrick.

Gracias a la excelente conservación del esqueleto, se le han podido hacer pruebas radiológicas que señalan que el mal que sufría Joseph Merrick sería el Síndrome de Proteus.

Merrick era por naturaleza diestro. Pero la deformidad de la mano derecha le obligó a volver a aprender a escribir con la izquierda y logró hacerlo, con la gran voluntad que le caracterizaba, con una caligrafía elegante y perfectamente legible. Firmaba sin rúbrica, simplemente escribía Joseph Merrick.

Treves se sorprendió de que Merrick conociera la obra de Jane Austen a la que admiraba.

Durante parte de los siglos XIX y XX Austen no era una escritora tan conocida como hoy en día y sólo los muy iniciados en literatura inglesa la conocían, lo que demuestra el nivel de lectura de Merrick.

Le gustaba guardar recortes de periódicos de artículos o anuncios que le interesaban. Algunos los guardó desde los tiempos en que vivía en las ferias y conservó hasta su muerte.

El director estadounidense David Lynch llevó al cine la vida de Joseph Merrick en la película "El hombre elefante" el año 1980. En ella, John Hurt interpreta a Joseph y Anthony Hopkins al doctor Frederick Treves.

Merrick aparece en un capítulo de la novela gráfica From Hell, de Alan Moore y Eddie Campbell.

Merrick también aparece en la novela Anno Drácula de Kim Newman

Merrick también aparece en la novela "El mapa del tiempo" de Félix J. Palma.

La serie de TV americana Padre de Familia retrata a Joseph Merrick en algunos de sus capítulos.


El poema de Watts

Joseph Merrick siempre impresionó por su especial sensibilidad. Un reflejo de ello es un cuarteto que escribió y que unió a otros cuatro versos del poeta y pastor protestante Isaac Watts que escribió tres libros de poesía. Los baptistas suelen usarlos como himnos cantados en sus servicios religiosos. Éste en concreto, que parece el favorito de Joseph, se encuentra en el libro Horae Lyricae, tomo segundo. Es un fragmento de un poema titulado False Greatness (los primeros cuatro versos son de Joseph, los cuatro últimos de Watts):

Es cierto que mi forma es muy extraña,
pero culparme por ello es culpar a Dios;
si yo pudiese crearme a mí mismo de nuevo
procuraría no fallar en complacerte.
Si yo pudiese alcanzar de polo a polo
o abarcar el océano con mis brazos,
pediría que se me midiese por mi alma,
porque la verdadera medida del hombre es su mente.

Joseph Merrick.

sábado, 21 de marzo de 2009

Los crímenes de la rue Morgue (Final del cuento)

El francés lo siguió, desesperado: el mono, con la navaja aún en la mano se detenía ocasionalmente para mirar hacia atrás y hacer gestos a su perseguidor, hasta que este último estaba a punto de alcanzarle. Entonces se distanciaba de nuevo. De esta forma prosiguió la persecución durante largo rato. Las calles estaban profundamente tranquilas, pues eran casi las tres de la madrugada. Al pasar por una callejuela en la parte de atrás de la rue Morgue, la atención del fugitivo se vio atraída por una luz que brillaba en la ventana abierta de la habitación de madame L'Espanaye, en el cuarto piso de su casa. Corrió hacia el edificio, vio el cable del pararrayos, trepó por él con una inconcebible agilidad, aferró el postigo, que estaba completamente abierto contra la pared y por ese medio, saltó directamente sobre el armazón de la cama. Todo aquello ocupó menos de un minuto. El postigo osciló en un rebote y quedó de nuevo abierto una vez el orangután hubo entrado en la habitación.

Mientras tanto, el marinero se sintió a la vez regocijado y perplejo. Tenía ahora muchas esperanzas de volver a capturar al bruto, puesto que dificilmente podía escapar de la trampa en que se había metido, excepto por el cable donde podía ser interceptado cuando descendiera. Por otra parte había muchos motivos para preocuparse respecto a lo que podía hacer en la casa. Esta última reflexión animó al hombre a seguir al fugitivo. Es fácil subir por el cable de un pararrayos, especialmente para un marinero, pero cuando llegó a la altura de la ventana que se hallaba lejos a su izquierda, su carrera se vio detenida; lo máximo que podía lograr era tenderse para echar un vistazo al interior de la habitación. Y cuando hizo esto estuvo a punto de soltar el cable y caer a causa del exceso de horror. Fue entonces cuando brotaron en la noche aquellos horribles chillidos que despertaron de su sueño a todos los vecinos de la rue Morgue. Madame L'Espanaye y su hija, vestidas con sus camisones, habían estado al parecer ocupadas en arreglar algunos papeles en el cofre de hierro ya mencionado, que había sido arrastrado hasta el centro de la estancia. Estaba abierto, y su contenido se hallaba colocado a su lado en el suelo. Las víctimas debían de estar sentadas de espaldas a la ventana; y, en el tiempo transcurrido entre la entrada del animal y los gritos, parece probable que no se hubieran dado cuenta inmediatamente de lo que ocurría. El golpeteo del postigo debió de ser atribuido al viento.

Cuando el marinero miró al interior, el gigantesco animal había agarrado a madame L'Espanaye por el pelo (que lo llevaba suelto puesto que lo había estado peinando) y estaba esgrimiendo la navaja ante su rostro imitando los movimientos de un barbero. La hija yacía postrada e inmóvil; se había desvanecido. Los gritos y forcejeos de la vieja dama (durante los cuales le fue arrancado el pelo de su cabeza) tuvieron el efecto de transformar los probablemente pacíficos propósitos del orangután en pura cólera. Con un decidido barrido de su musculoso brazo, casi seccionó la cabeza de la mujer separándola de su cuerpo. La vista de la sangre convirtió su furia en frenesí. Rechinando los dientes, y llameando fuego por los ojos, saltó sobre el cuerpo de la muchacha y clavó sus terribles garras en su garganta, reteniendo a su presa hasta que expiró. Sus extraviadas y feroces miradas se posaron en aquel momento sobre la cabecera de la mesa donde el rostro de su amo rígido por horror era apenas discernible. La furia del animal, que sin duda tenía presente el temido látigo se convirtió al instante en miedo. Consciente de que merecía ser castigado, pareció deseoso de ocultar sus sangrientas acciones y fue de un lado para el otro de la habitación en una agonía de excitación nerviosa, derribando y rompiendo los muebles a su paso y arrastrando la cama fuera de su armazón. Finalmente, agarró primero el cadáver de la hija y lo metió chimenea arriba, como sería encontrado; luego tomó el de la vieja dama y la arrojó de inmediato a través de la ventana.

Mientras el mono se acercaba a la ventana con su mutilada carga, el marinero se aferró aterrado al cable y, más deslizándose que bajándose por él, se fue a toda prisa de vuelta a su casa, temeroso de las consecuencias de la carnicería y abandonado de buen grado, en su terror cualquier preocupación por el destino del orangután. Las palabras oídas por el grupo en la escalera fueron, pues, las exclamaciones de horror y espanto del francés mezcladas con el diabólico parloteo del bruto.

Apenas tengo nada más que añadir. El orangután debió escapar de la habitación por el cable justo antes de que el grupo violentara la puerta. Debió de cerrar la ventana tras cruzarla. Más tarde fue capturado por su propietario que obtuvo por él una espléndida suma del Jardín des Plantes. Le Bon fue soltado al instante tras nuestra narración de lo ocurrido (con algunos comentarios de Dupin) en el bureau del prefecto de policía. Este funcionario pese a su buena disposición hacia mi amigo, no pudo ocultar por completo su irritación ante el sesgo que habían tomado las cosas, y se permitió pronunciar uno o dos sarcasmos acerca de lo conveniente que sería que todo el mundo sólo en sus propios asuntos.

-Dejémosle hablar -dijo Dupin, que no había considerado necesario responderle-. Dejemos que diga lo que quiera; eso aliviará su conciencia. Me siento satisfecho de haberle derrotado en su propio castillo. Sin embargo, el hecho de que haya fracasado en la solución de este misterio no es tan extraño como él supone porque, en realidad, nuestro amigo el prefecto es un poco demasiado astuto como para ser profundo. En su sabiduría no hay base. Es todo cabeza y nada de cuerpo, como las imágenes de la diosa Laverna o, en el mejor de los casos, todo cabeza y hombros, como un bacalao. Pero, después de todo, es una buena persona. Me gusta especialmente por su rasgo maestro de 'caer parado', gracias al cual ha alcanzado su reputación de ingeniosidad. Me refiero a la forma que tiene "de nier ce qui est, et d'expliquer ce qui n'est pas".

Fin - The End - Fine

Edgar Allan Poe, Los crímenes de la rue Morgue

viernes, 20 de marzo de 2009

Los modos generales del pensamiento oriental (III)

Principios de unidad de las civilizaciones orientales (II)

...
Por otra parte, lo que hemos dicho de la unidad antigua de la "Cristiandad", unidad de naturaleza esencialmente tradicional, y concebida según un modo especial que es el modo religioso, puede aplicarse aproximadamente a la concepción de la unidad del mundo musulmán. La civilización islámica es en efecto, entre las civilizaciones orientales, la que está más cerca del Occidente, y hasta se podría decir que, por sus caracteres así como por su situación geográfica, es, desde diversos puntos de vista intermediaria entre el Oriente y el Occidente; así, pues, su tradición nos parece que puede ser considerada bajo dos modos profundamente distintos, de los cuales uno es puramente oriental, pero el otro, que es el modo propiamente religioso, es común con la civilización occidental. Por lo demás, judaísmo, cristianismo e islamismo, se presentan como los tres elementos de un mismo conjunto, fuera del cual, digámoslo desde ahora, es muy a menudo difícil aplicar propiamente el término de "religión", por poco que desee conservarle un sentido preciso y netamente definido; pero en el islamismo este aspecto estrictamente religioso no es en realidad más que el aspecto más exterior; éstos son puntos sobre los cuales insistiremos después. Si se considera nada más por el momento que el aspecto exterior, es sobre una tradición que se puede calificar de religiosa sobre la que descansa toda la organización del mundo musulmán; no es como en la Europa actual, la religión la que funciona como elemento del orden social; es, al contrario, todo el orden social el que se integra en la religión del cual es inseparable la legislación encontrando en ella su principio y su razón de ser. Esto es lo que nunca han comprendido bien, desgraciadamente para ellos, los europeos que han tenido que tratar con los pueblos musulmanes, y este desconocimiento ha arrastrado a errores políticos de los más groseros e inextricables; pero no queremos detenernos sobre estas consideraciones, y solo las indicamos de paso. Agregaremos nada más a este propósito dos observaciones que tienen su interés; la primera, es que la concepción del "califato", única base posible de todo "panislamismo" verdaderamente serio, no es asimilable en ningún grado a la de una forma cualquiera de gobierno nacional, y que tiene por otra parte todo lo que se necesita para desorientar a los europeos acostumbrados a considerar una separación absoluta y hasta una oposición entre "el poder espiritual" y el "poder temporal"; la segunda, es que para pretender instaurar en el Islam "nacionalismos" diversos, es necesaria toda la ignorante suficiencia de algunos "jóvenes" musulmanes, como se califican así ellos mismos para ostentar su "modernismo", y en los cuales la enseñanza de las Universidades occidentales ha obturado por completo el sentido tradicional.

Todavía nos falta, en lo que se refiere al Islam, insistir sobre otro punto que es el de la unidad de su lengua tradicional: hemos dicho que esta lengua es el árabe pero debemos precisar que es el árabe literal, distinto en cierto modo del árabe vulgar; éste es una alteración y, gramaticalmente, una simplificación de aquello. Hay aquí una diferencia algo semejante a la que señalamos para China, entre la lengua escrita y la lengua hablada: solo el árabe literal puede presentar toda la fijeza que se requiere para llenar el papel de lengua tradicional, en tanto que el árabe vulgar, como toda lengua que sirve para el uso corriente, sufre como es natural ciertas variaciones según las épocas y según las regiones. Sin embargo, estas variaciones están lejos de ser tan considerables como se cree ordinariamente en Europa: se refieren sobre todo a la pronunciación y al empleo de algunos términos más o menos especiales, y son insuficientes para constituir una pluralidad de dialectos, porque todos los hombres que hablan árabe son perfectamente capaces de comprenderse; no hay en suma, aun en lo que se refiere al árabe vulgar más que una lengua única que se habla desde Marruecos hasta el golfo Pérsico, y los llamados dialectos árabes más o menos variados son una pura invención de los orientalistas. En cuanto a la lengua persa, aunque no es fundamental desde el punto de vista de la tradición musulmana, su empleo en los numerosos escritos relativos al "sufismo" le da por lo menos, en la parte más oriental del Islam, una importancia intelectual incontestable.


Continúa...
Renè Guènon, Introducción general al estudio de las doctrinas hindúes

La prisionera (VII)


...

De Albertine, en cambio, ya no tenía yo nada que aprender. Todos los días me parecía menos hermosa. Solo el deseo que excitaba en los demás -cuando, al enterarme, empezaba a sufrir y quería disputársela- la ponía ante mí por las nubes. Era capaz de causarme sufrimiento, en modo alguno alegría. Solo por el sufrimiento subsistía mi aburrido apego. En cuanto desaparecía -y con ella el deseo de aplacarla, que requería todo mi esmero, como una distracción atroz- sentía yo la nada que era para mí, que debía yo ser para ella. Me sentía desdichado porque se prolongaba aquella situación y a veces deseaba enterarme de algo espantoso que hubiera hecho ella y que hubiese podido -hasta que me hubiera yo curado- malquistarnos, lo que nos permitiría reconciliarnos, rehacer -diferente y más flexible- la cadena que nos tenía atados. Entre tanto, yo encargaba a mil circunstancias, mil placeres, que le procuraran junto a mí la ilusión de esa felicidad que no me sentía capaz de darle. Me habría gustado, en cuanto me curara partir para Venecia, pero, ¿cómo iba a hacerlo, si me casaba con Albertine, yo, tan celoso de ella, que, incluso en París, en cuanto me decidía a moverme era para salir con ella? E incluso cuando me quedaba en casa toda la tarde, mi pensamiento la seguía en su paseo, describía un horizonte lejano, azulado, engendraba en torno al centro que era yo una zona móvil de incertidumbre y vaguedad.

"¡Cómo me evitaría Albertine", me decía yo "las angustias de la separación, si durante uno de aquellos paseos, al ver que yo había dejado de hablarle del matrimonio, se decidía a no volver y se marchaba a casa de su tía, sin que hubiera tenido que despedirme de ella!" Mi corazón, desde que su herida cicatrizaba, empezaba a dejar de adherirse al de mi amiga; mediante la imaginación podía desplazarla, alejarla de mí, sin sufrir. Seguramente, a falta de mí cualquier otro sería su esposo y ella, libre, tendría tal vez aquellas aventuras que me horrorizaban, pero hacía un tiempo tan hermoso, estaba tan seguro de que ella volvería por la noche, que, aun cuando me viniera a las mientes aquella idea de sus posibles faltas, no podía aprisionarla mediante un acto libre en una parte de mi cerebro, en la que no tenía más importancia que los vicios de una persona imaginaria en mi vida real; al poner en movimiento los goznes flexibilizados de mi pensamiento había superado -con una energía que sentía, en mi cabeza, a la vez física y mental: como un movimiento muscular y una iniciativa espiritual- el estado de preocupación habitual en el que me había visto confinado hasta entonces y empezaba a moverme al aire libre, desde donde sacrificarlo todo para impedir el matrimonio de Albertine con otro y poner obstáculos a su gusto por las mujeres parecía tan poco razonable para mí mismo como para alguien que no la hubiera conocido. Por lo demás, los celos son una de esas enfermedades intermitentes cuya causa es caprichosa, imperativa, siempre idéntica en el mismo enfermo, a veces enteramente distinta en otro. Hay asmáticos que solo calman su ataque abriendo las ventanas, respirando el viento fuerte, un aire preso en las alturas, otros refugiándose en el centro de la ciudad en una habitación ahumada. No hay celoso cuyos celos no admitan ciertas derogaciones. Uno consiente ser engañado con tal de que se lo digan, otro con tal de que se lo oculten, en lo que uno no es menos absurdo que el otro, pues, si bien el segundo es engañado más verdaderamente, en el sentido de que le ocultan la verdad, el primero reclama en esa verdad el alimento, la extensión, la renovación de sus sufrimientos.

Más aún: esas dos manías inversas de los celos superan con frecuencia las palabras ya imploren o nieguen las confidencias. Vemos a celosos que solo lo están de hombres con quienes su amante tiene relaciones lejos de ellos, pero permiten que se entregue a otro hombre si es con su autorización, cerca de ellos y, ya que no delante de su vista incluso, al menos bajo su techo. Ese caso es bastante frecuente entre los hombres de edad enamorados de una joven. Notan la dificultad para gustarle, a veces la impotencia para satisfacerla, y, antes que verse engañados, prefieren dejar que acuda a su casa, en un cuarto contiguo, alguien a quien consideran incapaz de darle malos consejos, pero no placer. En el caso de otros, sucede todo lo contrario: al no dejar a su amante salir sola ni un minuto por una ciudad que conocen, al mantenerla en una auténtica esclavitud, le conceden permiso para marcharse durante un mes a un país que no conocen donde no pueden imaginarse lo que hará. Yo tenía para Albertine esas dos clases de manía calmante. No me habría sentido celoso, si ella, hubiera disfrutado de placeres cerca de mí, alentados por mí, que habría mantenido enteramente bajo mi vigilancia, con lo que me habría evitado el miedo de la mentira; tampoco lo habría estado tal vez, si se hubiera marchado a un país bastante desconocido para mí y alejado para que no pudiese yo imaginar ni tener la posibilidad y la tentación de conocer su estilo de vida. En los dos casos la duda habría sido suprimida por un conocimiento o una ignorancia totalmente completas.


Continúa...
Marcel Proust, La prisionera

domingo, 15 de marzo de 2009

A María Melato de Rubbini, en el día de su cumpleaños


Allí donde estés, feliz cumpleaños mamá.

Tu hijo, Juancito


María Höenig nació en Gorizia, entonces Austria, hoy Italia, el 15 de marzo de 1912

Los crímenes de la rue Morgue (XIV)

Habíamos dejado abierta la puerta delantera de la casa y el visitante había entrado, sin llamar, y había empezado a subir la escalera. Ahora, sin embargo, pareció dudar. Luego lo oímos bajar. Dupin se dirigía ya rápidamente hacia la puerta cuando lo oímos subir de nuevo. Esta vez no dio media vuelta, sino que siguió subiendo con decisión y llamó a la puerta de nuestro piso.

-Adelante -dijo Dupin, con tono alegre y confiado.

Entró un hombre. Era un marinero, evidentemente una persona alta, recia y musculosa, con una cierta expresión arrogante no del todo desagradable. Su rostro, muy bronceado, quedaba oculto en más de su mitad por sus patillas y su mostachito. Llevaba consigo un recio bastón de roble, casi un garrote pero, aparte de esto, parecía ir desarmado. Hizo una torpe inclinación de cabeza y nos dio "las buenas tardes". Con acento francés que, con una ligera entonación de Neuchàtel, daba a entender, con bastante claridad un origen parisino.

-Siéntese, amigo mío -dijo Dupin-. Supongo que ha venido usted por lo del orangután. Créame, casi le envidio por su posesión; un animal notablemente espléndido, y sin duda muy valioso. ¿Qué edad supone que tiene?

El marinero inspiró profundamente con el aire de un hombre aliviado de algún peso intolerable y luego respondió con tono más seguro:

-No tengo forma de decirlo..., pero no puede tener más de cuatro o cinco años. ¿Lo tiene usted aquí?

-Oh, no; en este lugar no disponemos de los medios necesarios para tenerlo. Se halla en una cuadra de la rue Dubourg, cerca de aquí. Podrá recogerlo mañana por la mañana. Por supuesto, vendrá usted preparado para identificar su propiedad.

-No lo dude, señor.

-Lamentaré separarme de él -dijo Dupin.

-No creo que se haya tomado usted todas estas molestias por nada, señor -dijo el hombre. Ni lo espero. Estoy dispuesto a pagar una recompensa por el hallazgo del animal... quiero decir, algo razonable.

-Bueno -respondió mi amigo-, todo esto es muy justo, por supuesto. ¡Déjeme pensar! ¿Qué puedo pedirle? ¡Oh! Se lo diré. Mi recompensa será ésta. Me dará usted toda la información que posea acerca de esos crímenes de la rue Morgue.

Dupin dijo estas últimas palabras con un tono muy bajo y muy tranquilo. Con la misma tranquilidad se dirigió hacia la puerta, la cerró con llave y se la metió en el bolsillo. Luego sacó una pistola y la depositó, sin el menor apresuramiento, sobre la mesa.

El rostro del marinero enrojeció como si estuviera luchando con la asfixia. Saltó en pie y agarró su bastón; pero al momento siguiente se derrumbó de nuevo en su silla, temblando violentamente y tan pálido como un muerto. No pronunció una palabra. Lo compadecí desde el fondo de mi corazón.

-Amigo mío -dijo Dupin con tono bondadoso-, se alarma usted innecesariamente, se lo aseguro. No pretendemos causarle ningún daño. Le juro por el honor de un caballero y de un francés que nuestra intención no es perjudicarle. Sé perfectamente bien que es usted inocente de las atrocidades de la rue Morgue. No negaré, sin embargo, que en cierta medida se halla usted implicado en ellas. Por lo que ya le he dicho, sabrá que poseo medios de información, medios en los cuales usted nunca habría soñado. Ahora las cosas están claras. No ha hecho usted nada que pudiera haber evitado..., nada, ciertamente, que le convierta en culpable. Ni siquiera es culpable de robo, cuando hubiera podido robar con toda impunidad. No tiene nada que ocultar. No tiene razón alguna para ocultarlo. Por otra parte, cualquier principio honorable le obliga a confesar todo lo que sepa. Un hombre inocente se halla en estos momentos en prisión, acusado de ese crimen cuyo autor puede usted señalar.

El marinero había recobrado, en gran medida, su presencia de ánimo, cuando Dupin pronunció estas palabras, pero toda su arrogancia original había desaparecido.

-¡Dios me ayude! -exclamó, tras una breve pausa-. Le diré todo lo que sé sobre este asunto, pero no espero que crea usted ni la mitad de lo que diga..., yo mismo jamás lo haría. Sin embargo, soy inocente, y aunque muera por ellos se lo contaré todo.

Lo que declaró fue, en sustancia, esto: recientemente había efectuado un viaje al archipiélago indio. Un grupo del que formaba parte, desembarcó en Borneo y se dirigió a su interior en una excursión de placer. Él y un compañero capturaron el orangután. La muerte de su compañero hizo que pasara a ser el único y exclusivo propietario del animal. Tras grandes problemas, ocasionados por la intratable ferocidad de su cautivo durante el viaje a casa, finalmente consiguió ponerlo a buen recaudo en su propia residencia en París, donde, para no atrae la desagradable curiosidad de sus vecinos, lo mantuvo cuidadosamente encerrado hasta que el animal se recuperara de una herida en el pie, causada por una astilla en el barco. Su objetivo era venderlo.

Al regresar a casa de una juerga con algunos marineros amigos, por la noche o, mejor dicho, la madrugada del día de los crímenes, halló al animal ocupando su propio dormitorio, al que había irrumpido tras forzar el paso desde la habitación contigua donde, creía él permanecía encerrado con toda seguridad. Navaja en mano y completamente enjabonado, estaba sentado ante un espejo, enfrascado en la tarea de poder afeitarse, una operación que sin duda había observado hacer a su amo a través del ojo de la cerradura. Aterrado ante la visión de un arma tan peligrosa en posesión de un animal tan feroz y capaz de usarla, el hombre, durante unos momentos, no supo qué hacer. Sin embargo, se había acostumbrado a apaciguar a la bestia, incluso en sus momentos de mayor ferocidad, mediante el uso de un látigo, y a eso recurrió ahora- Al ver el látigo, el orangután saltó de inmediato fuera de la habitación, bajó las escaleras y, luego, a través de una ventana, desgraciadamente abierta, salió a la calle...


Finaliza este cuento en la próxima entrega, el día 22 de marzo...
Edgar Allan Poe, Los crímenes de la rue Morgue

sábado, 14 de marzo de 2009

El rey Arturo y sus caballeros (IX) - Merlín




Ban y Bors irrumpieron con tal fiereza al mando de sus diez mil hombres, que las reservas del norte debieron volver al combate pese a no haber descansado. Y el rey Lot sollozaba con motivo al ver muertos a tantos y tantos buenos caballeros.


Ahora el rey Arturo y sus aliados Ban y Bors luchaban hombro a hombro y mataban y herían a muchos guerreros, dominados por la fatiga y el pavor, dejaban el campo y huían para salvar la vida.


En el bando rebelde el rey Lot y Morganoure y el de los Cien Caballeros mantuvieron el orden en sus filas y lucharon con bravura y firmeza. El joven señor vió los estragos que causaba el rey Ban y se propuso dejarlo fuera de combate. Puso la lanza en ristre y acometió contra Ban, golpeándolo en el yelmo y dejándolo aturdido. Pero rey Ban meneó la cabeza, poseído por el furor de la lucha, y espoleó a su montura, en persecución de su oponente, quien, viéndolo venir embrazó el escudo y afrontó la carga.


La gran espada del rey Ban atravesó el escudo y la cota de malla y las guarniciones de acero del caballo. La hoja penetró en el espinazo de la bestia, que al caer arrancó el arma de la mano del rey Ban.


El joven señor se libró del caballo caído y hundió la espada en el vientre del caballo de Ban. Entonces Ban brincó en busca de su acero y le asestó al joven señor una estocada en el yelmo, tan vigorosa que lo derribó. Entre tanto, proseguía la matanza de los buenos caballeros y peones.

En medio de la confusión apareció el rey Arturo y halló al rey Ban de pie entre cadáveres de hombres y brutos, luchando como un león herido y trazando con su espada un círculo que ningún hombre podía penetrar con impunidad.

El rey Arturo ofrecía un espectáculo formidable. Su escudo estaba a tal punto cubierto de sangre que el emblema resultaba irreconocible; la sangre y los sesos se escurrían por la hoja embadurnada. Próximo a él, Arturo vio un caballero bien montado en un hermoso caballo, y atacándolo con su espada le hendió el yelmo, partiéndole los dientes y los sesos. Luego tornó el caballo y se lo dio al rey Ban, diciéndole:

-Hermano, aquí tienen un caballo. Lamento tus heridas.

-No tardarán en cerrar- dijo Ban-. Confío que Dios no permita que las que recibí sean tan grandes como algunas de las que abrí.

-Sin duda -dijo Arturo-. Vi desde lejos tus proezas aunque no pude acudir antes en tu auxilio.

La carnicería continuó y al fin el rey Arturo ordenó un alto, y no sin dificultad los tres reyes obligaron a sus hombres a dejar el combate y retirarse del bosque. Luego vadearon un riacho y los hombres se tendieron a dormir en la hierba, pues no habían reposado dos días y una noche.

Los once señores del norte se reunieron en el ensangrentado campo de batalla, abrumados por la tristeza y la pesadumbre. No habían perdido pero tampoco habían triunfado.

El rey Arturo se maravilló de la bravura de los caballeros del norte, y también él se enfureció por no haber perdido ni ganado.

Pero los reyes franceses le hablaron cortésmente diciéndole:

-No debes culparlos. No han hecho sino cuanto incumbe a un buen guerrero. -Y el rey Ban añadió-: A fe mía, son los caballeros más valerosos y los señores más dignos. - Y luego-: Si fueran tus hombres, ningún rey en el mundo podría alardear de contar con semejante ejército.

-Aun así -dijo Arturo-, no esperéis que los ame por ello, pues tienen el propósito de destruirme.

-Eso lo sabemos bien, pues lo hemos visto -dijeron los reyes-. Son tus enemigos mortales y así lo han demostrado. Pero son tan buenos caballeros que es una lástima que estén en tu contra.

Entre tanto, los once señores se congregaron en el campo de sangre y destrucción y el rey Lot los interpeló hablándoles de esta manera:

-Señores míos, debemos descubrir un nuevo modo de atacar o la guerra proseguirá como hasta ahora. Véis en derredor a nuestros hombres caídos. Creo que buena parte de nuestro fracaso se debe a nuestros peones. Se mueven con excesiva lentitud, de modo que los jinetes deben aguardarlos o bien ser muertos al procurar salvarlos. Soy de la opinión que durante la noche despidamos a los soldados de a pie. Los bosques los ocultarán y el noble rey Arturo no se molestará en perseguir peones. Bien pueden ponerse a salvo. Mientras tanto, apretemos filas e impongamos la norma de que quien trate de huir será ejecutado. Es mejor matar a un cobarde que ser muerto por su culpa. ¿Cuál es vuestro parecer? -concluyó Lot-. Respondédme... todos.

-Estás en lo cierto -dijo sir Nentres, y los otros señores fueron de la misma opinión. Luego juraron recíproca lealtad en la vida y en la muerte. Tras esta solemne decisión, repararon sus arneses y limpiaron y pusieron a punto sus armas. Luego montaron a caballo e irguieron sus nuevas lanzas apoyándolas contra los muslos, mientras mantenían sus monturas rígidas e inmóviles como piedras. Cuando Arturo, Ban y Bors los vieron en el campo no pudieron menos que admirarlos por su disciplina y denuedo caballeresco.

Entonces cuarenta de los mejores caballero del rey Arturo solicitaron la venia para arremeter contra el enemigo y quebrar su línea de batalla. Y estos cuarenta picaron espuelas y partieron a todo galope, mientras los señores bajaban las lanzas y los enfrentaban con gran ímpetu, con lo cual prosiguió la esforzada y mortífera contienda. Arturo, Ban y Bors volvieron a unirse a la lucha y mataron hombres a diestro y siniestro. En el campo se apiñaban los caídos, y los caballos resbalaban en la sangre y tenían las patas enrojecidas hasta las cernejas. Pero los hombres de Arturo fueron paulatinamente doblegados por la disciplina de hierro de la gente del norte y debieron vadear una vez más el riacho por el que habían cruzado.

En eso vino Merlín galopando sobre un gran caballo y le gritó al rey Arturo:

-¿Nunca te detendrás? ¿No has hecho bastante? De sesenta mil hombres que iniciaron la batalla, solo quince mil quedan con vida. Es hora de ponerle un alto a la matanza, o de lo contrario Dios se enfurecerá contigo...





Continúa...

John Steinbeck, El rey Arturo y sus caballeros

viernes, 13 de marzo de 2009

Mi testamento filosófico (IV)


De cómo Blaise Pascal vino a mi cabecera a interrogarme sobre mis razones para creer en Dios (II)


-Se ve que usted ha pasado por el purgatorio. No pensaba así cuando escribió Las cartas provinciales.

-Guitton, no imite las maldades de los hombres. Imite la bondad de Dios.

-Mi querido Pascal, en sus palabras reconozco toda la indulgencia de la Iglesia. Pero en fin, acepte que la religión no podría, sin degenerar, reducirse a un conjunto de pedidos materiales.

-Estoy de acuerdo.

-Para mí es lo que todavía se produce con frecuencia, y aun con más frecuencia se producía en la edad pretécnica. En la mente del hombre se formaba una idea de Dios como un gran distribuidor sobrenatural de ventajas materiales.

-Decididamente -dijo-, la idea lo obsesiona.

-Richelieu tenía jaquecas. Rogaba a Dios que lo librara de ellas. ¿Cree usted que oraba por otra cosa?

-Así lo espero por él...

-Yo también, Pascal. Pero supongamos por hipótesis que nunca haya orado más que por eso. ¿Qué idea podía formarse de Dios?

-La de una aspirina celestial, supongo. ¿Qué tiene que ver eso con la indiferencia religiosa?

-Si se hubiese inventado la aspirina, Richelieu habría dejado de orar.

-Ya veo. ¿Dejaría, en la misma medida, de ser un animal religioso?

-No. Pero su Dios estaría ocioso. Un Dios ocioso, Pascal, como los hay en tantas religiones, un Dios que se sabe que está allí, pero al que no se le da ningún lugar, ningún papel en nuestra vida. Un Dios al que ya no se le reza, o casi.

-Si lo comprendo bien, Guitton, el progreso técnico es causa de la indiferencia religiosa.

-Desde que acrecentó sus medios técnicos, el hombre pide a los técnicos muchas cosas que hasta entonces pedía a Dios. Y por eso ya no se ocupa de Dios. Le parece no necesitarlo para su vida cotidiana.

-La medicina aleja la muerte y hasta suprime su idea.

-La angustia de la muerte siempre está presente, pero el pensamiento de la muerte es menos consciente. Cuanto menos miedo tiene el hombre de morir mañana más se instala en la vida como si no debiera morir jamás. Piensa en sus pequeños asuntos y olvida el gran asunto de su destino. Se acuerda del más allá cuando tiene un pie en la tumba.

-Me ha respondido. Segunda pregunta, Guitton: ¿qué opina de la agresividad antitrreligiosa?

- Es menor que en mi juventud. Se explica de la misma manera que la indiferencia. El hombre reprocha a Dios no mostrar tan excelentes resultados como los técnicos. Se siente humillado de haberse visto obligado en el pasado a pedirle lo que ahora podemos procurarnos por nosotros mismos. Ya no soporta la idea de un ser superior, cuya utilidad material ya no ve.

-Pero en fin, Guitton, es Dios quien nos ha dado la inteligencia y las manos. Nuestras técnicas son también un don de Dios.

-No digo lo contrario. Digo como piensa la gente, usted me lo preguntó.

-¿Se dice que la filosofía interesa de nuevo a las personas?

-Es sin duda la señal de un renacer del interés por la religión. Todo eso marcha junto. La filosofía también se interesa en Dios.

-¿En su opinión, Guitton, en un pueblo religiosamente indiferente, la filosofía resultaría tan inútil como la religión.

-Sin duda. Las multitudes se satisfarían con el paraíso material, la salvación médica y la providencia estatal. A tales sentimientos, convertidos en fenómenos de masa, han correspondido en filosofía: materialismo, escepticismo, cientificismo, positivismo, pragmatismo, etc. Y sin embargo, el hombre sigue siendo religioso.

-Pero, según usted, Guitton, ¿la indiferencia religiosa es verdaderamente una novedad?

-En mi opinión, solo ha cambiado de forma. Antes, una religiosidad materialista y supersticiosa (discúlpeme) oraba a Dios por cualquier cosa, para obtener favores materiales, pero en el fondo a menudo era indiferente a la relación mística con Dios. Sin duda, se habría podido llamar, "indiferencia religiosa", en el amplio sentido a semejante vida religiosa.

-Pero, inversamente, Guitton, ¿los materialismos modernos no involucran una dimensión religiosa?

-Sí. El hombre sigue siendo un animal religioso. Hasta sus ateísmos tienen algo de religión. Los dos últimos siglos se han visto muy agitados por los grandes místicos de la Historia, de la libertad, del progreso, etc.

-Me han dicho que no recaudan tanto en estos días.

-Es verdad. La técnica tiene efectos perversos. Las ciencias plantean a su vez los problemas metafísicos. Los místicos políticos han fracasado. Hay de nuevo un lugar para la religión.

-Sí, pero ¿qué lugar? ¿el auténtico o el materialista?

- Los dos, Pascal, y también la mezcla de ambos.

-Dígame, Guitton, ¿qué puede ser hoy en día una religiosidad materialista?

-Un producto de lujo que aporta satisfacciones suplementarias a materialistas satisfechos. Emociones o percepciones extrañas, exquisitas y superfluas, en el orden de la sensibilidad o de la curiosidad. Resacralización de un erotismo desencantado. Gusto por lo fantástico y el horror, esoterismo y simbolismo, violencia y magia, necesidad de vida en común en ese ambiente: de allí las sectas y así sucesivamente.

-¿Eso no ha existido siempre?

-Sin duda, pero prolifera a causa del materialismo a la vez satisfecho e insatisfecho. No se lo diga a nadie, Pascal, pero cuando me dejo llevar soy cada vez más hostil a la religión.

-Bergson pensaba así.

-Es verdad. En Las dos fuentes de la moral y la religión, él escribía: "El espectáculo de lo que fueron las religiones y de lo que son algunas todavía es muy humillante para la inteligencia humana."

-La imaginación rebosa de curiosidad malsana. Se abandona a las sugerencias de pasiones viciosas y sacralizadas. Por eso prolifera la aberración, que termina por prescribir la inmoralidad.

-En su opinión, Pascal, ¿qué es lo que puede curar a la imaginación?

-La purificación del intelecto y la del corazón.

-Pascal, ¿qué es la purificación del intelecto?

-Tres cosas: la ciencia estricta, la sabiduría crítica y la fe pura, la que no busca sentir. Jamás hay que oponer esos valores espirituales pues ellos constituyen un sistema y cada uno se debilita sin el apoyo de los otros dos. Guitton -dijo sonriendo-, usted es hábil. Usted es quien debe responder, y yo interrogar. Volvamos, por favor, a la indiferencia religiosa. Y dígame si la situación está o no perdida para la religión.

-No lo creo. Por dos razones. La primera: todo ser humano es religioso en su fuero íntimo. El materialismo religioso no es más que una desviación. Siempre habrá cabida para una religiosidad más alta. Y, además, un ser verdaderamente religioso se preocupa menos por el tiempo que por la eternidad. Ve el tiempo a la luz de la eternidad.

-¿El tiempo no le interesa?

-¡Claro que sí! Le interesa tanto como la eternidad, pero de otra manera, y hasta puede decirse: mejor. Un vida religiosa auténtica no busca en la religión el interés material o el bienestar religioso. No es una forma de egoísmo. Es una vida para Dios. Rezar a Dios así es como decirle: "hágase tu voluntad".

-Los bienes supremos, Guitton, son de otro orden.

-Evidentemente.

-¿La religión, Guitton, es la mística?

-La mística es el centro de la religión. O lo que se llama religión no es más que una mezcla de magia y de espíritu gregario. Un ser místico no se siente amenazado por el progreso de las ciencias y las técnicas. Los espíritus místicos seguirán siéndolo. Siempre habrá santos.

-Guitton, ¿puede desaparecer la religión como fenómeno de masa?

-Sufrirá una regresión durante cierto tiempo todavía, no en las formas materialistas que, por el contrario, van a desarrollarse más y más en peligro de muerte. Solo el aumento de la santidad evitará el peligro.

-¿Pero eso no será un retorno a la religión materialista e interesada?

-Sí y no, Pascal, pues la paradoja será que cada vez tendremos más necesidad de una religión santa y verdadera, no de una religión materialista. Aunque exigida por la utilidad de la vida práctica, la religión no podrá servir, sin embargo, de nada, si no es auténtica, espiritual y desinteresada. Pues es así como, puede fomentar el compromiso, el amor, la amistad. El futuro petenece a la santidad.

-Es lo que me dice todo el tiempo Paulo VI. Él es un profeta. Lo ama mucho a usted. ¿Lo sabe?

-Lo sé.



Continúa...
Jean Guitton, Mi testamento filosófico

jueves, 12 de marzo de 2009

Invito a participar en FACEBOOK del Grupo: PAZ DE COLOMBIA


Invitación a participar en FACEBOOK del GRUPO: PAZ DE COLOMBIA
http://www.facebook.com/home.php?#/group.php?gid=60183905924&ref=nf

"La vida es el arte del encuentro", Vinicius de Moraes, brasileño, poeta, músico


A mis seres queridos, mis amigos de infancia y de toda la vida, mis familiares cercanos y lejanos, a todos quienes sueñan, dentro y fuera de este País, con una Colombia en Paz y la Tierra en Fraternal Armonía, desde la China hasta Tierra del Fuego, desde Mongolia hasta Sudáfrica, de Norte a Sur y de Oriente a Occidente, los invito a participar, por iniciativa de pura humanidad y mística íntima, fuego interno, y sin meterle política partidista a la cosa, con sus reflexiones, seriedad, historias, intuiciones, paradojas, analogías, análisis, buen humor, arte e irreverencia, en esta marcha variopinta, pintoresca y estrafalaria, popular de Pueblo sin adjetivos ni demagogias, compartida y solidaria de hombres y de mujeres, de familias enteras, y solitarios y solitarias, que hacen de la necesidad virtud, de la soledad compañía y del silencio su voz, sedientos de PAZ y hartos de tanta guerra que la invoca en vano, comprometidos en la construcción de PAZ, esa PAZ que nos debemos los seres humanos y nos sabremos merecer y ganar en Colombia para Colombia Toda y el Mundo Entero, sin distingos de raza, ni de dioses, a viejos templarios y agnósticos del siglo XXI, henchidos de cualquier ideología, o vacíos de toda cosmovisión, sin sectarismo alguno, ni de clase ni de falta de clase. No queremos ser la voz de los que combaten, ni de los que asisten al combate queriendo sacar tajada de la muerte ajena, sino la voz de quienes teniendo voz la quieren hacer oír en son de paz, cada quien con su melodía, cada cual con su huella y su sentido.


No damos vida al GRUPO PAZ DE COLOMBIA para ninguna otra acción que no sea la PAZ, somos amantes obsesivos y obsesionados por la PAZ misma, porque estamos enamorados de ella y como buenos enamorados y enamoradas de la PAZ no le preguntamos a nadie de dónde viene sino que a TODOS les abrimos las puertas y las ventanas de LA CASA DE TODOS para que nos despojemos entre todos y amorosamente, de todo aquello que nos impide disfrutar la PAZ en nuestros corazones. Solo los enamorados de la PAZ estamos destinados a honrarla, consentirla y difundirla para que el nuestro no sea un Amor estéril sino un Amor para la Vida, un Amor demasiado grande para que lo dejemos librado al cálculo de la política o la vanidad de pacifistas más enamorados de su propio ego que de la PAZ por la PAZ misma.



Si este AMOR por la PAZ echa raíces en guerrilleros, o autodefensas, en militares o policías, este GRUPO también les pertenece no por su condición de combatientes sino por su vocación y AMOR de PAZ. Este GRUPO tiene que ser también un OASIS DE PAZ en medio del conflicto y las hostilidades para que desde el monte, la selva, las prisiones, los destierros, los cuarteles, los desiertos y los campos y ciudades de la Patria y del Mundo los guerreros sepan que tienen un ‘cambuche’ donde su vida y su libertad no corren riesgos sino donde pueden sentarse, incluso con sus ocasionales enemigos, a conversar de PAZ con el confesable propósito de seducir la PAZ y dejarnos seducir por ELLA. Sólo es hablando día y noche de PAZ como unos y otros, unas y otras, nos sorprendemos de nuestra inclinación amorosa hacia la PAZ. Solo quienes amamos la PAZ y disfrutamos su caricia interior sabremos contagiar a los guerreros y combatientes de nuestro AMOR y COMPROMISO CON LA PAZ.


Los invito no a más restas y divisiones, sino a sumar y multiplicar, nuestro AMOR POR LA PAZ.



Consintamos y cortejemos la PAZ que la PAZ nos dará algo más valioso que cualquier riqueza o poder terrenal: nos dará FELICIDAD y siendo felices todo lo demás se consigue o deja de hacer falta.


Combinemos todas nuestras fuerzas y capacidad de lucha no para ganar la guerra sino para construir la PAZ.



Muchas gracias.



Los espero, los esperamos. Solo su compañía nos completa, nos une, nos permite crecer y crecer juntos.


Sin ustedes, somos apenas la mitad de nosotros mismos.


Juan Rubbini

juanrubbini@hotmail.com
Medellín, Colombia


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