sábado, 24 de mayo de 2008

El viejo y el mar (III)

-Santiago- dijo el muchacho.

-¿Qué- dijo el viejo. Con el vaso en la mano pensaba en las cosas de hacía muchos años.

-¿Puedo ir a buscarle sardinas para mañana?

-No. Ve a jugar al béisbol. Todavía puedo remar y Rogelio tirará la atarraya.

-Me gustaría ir. Si no puedo pescar con usted me gustaría serle útil de alguna manera.

-Me has invitado a una cerveza- dijo el viejo-. Ya eres un hombre.

-¿Qué edad tenía cuando me llevó por primera vez en un bote?

-5 años. Y por poco pierdes la vida cuando subí aquel pez demasiado vivo que estuvo a punto de destrozar el bote. ¿Te acuerdas?

-Recuerdo como brincaba y pegaba coletazos, y que el banco se rompía, y el ruido de los garrotazos. Recuerdo que usted me arrojó a la proa, donde estaban los sedales mojados y enrollados. Y que todo el bote temblaba, y el estrépito que usted armaba dándole garrotazos, como si talara un árbol, y el pegajoso olor a sangre que me envolvía.

-¿Lo recuerdas realmente o es que yo te lo he contado?

- Lo recuerdo todo, desde la primera vez que salimos juntos.

El viejo lo miró con sus afectuosos y confiados ojos quemados por el sol.

-Si fueras hijo mío, me arriesgaría a llevarte -dijo-. -Pero tú eres de tu padre y de tu madre, y estás en un bote que tiene suerte.

-¿Puedo ir a buscarle las sardinas? También sé donde conseguir cuatro carnadas.

-Tengo las mías, que me han sobrado de hoy. Las puse en sal en la caja.

-Déjeme traerle cuatro cebos frescos.

-Uno -dijo el viejo. Su fe y su esperanza no le habían fallado nunca. Pero ahora empezaban a revigorizarse como cuando se levanta la brisa.

-Dos- dijo el muchacho.

-Dos- aceptó el viejo-. ¿No los has robado?

-Lo hubiera hecho- dijo el muchacho-. Pero estos los compré.

-Gracias- dijo el viejo. Era demasiado simple para preguntarse cuándo había alcanzado la humildad. Pero sabía que la había alcanzado y sabía que no era vergonzoso y que no comportaba pérdida del orgullo verdadero,

-Con esa brisa ligera, mañana va a hacer buen día -dijo.

-¿A dónde piensa ir?- le preguntó el muchacho.

-Saldré lejos para regresar cuando cambie el viento. Quiero estar fuera antes que sea de día.

-Voy a hacer que mi patrón salga lejos a faenar -dijo el muchacho. Así si usted engancha algo realmente grande podremos ayudarle.

-A tu patrón no le gusta faenar demasiado lejos.

-No -dijo el muchacho-. Pero yo veré algo que él no podrá ver: un ave trabajando, por ejemplo. Así haré que salga siguiendo a los dorados.

-¿Tan mala tiene la vista?

-Está casi ciego.

-Es extraño -dijo el viejo-. Jamás ha ido a la pesca de tortugas. Eso es lo que mata los ojos.

-Pero usted ha ido a la pesca de tortugas durante varios años, por la costa de los Mosquitos, y tiene buena vista.

-Yo soy un viejo extraño.

-Pero ¿ahora se siente bastante fuerte como para un pez bastante grande?

-Creo que sí. Y hay muchos trucos.

-Vamos a llevar las cosas a casa -dijo el muchacho-. Luego cogeré el atarraya y me iré a buscar las sardinas.

Recogieron el aparejo del bote. El viejo se echó el mástil al hombro y el muchacho cargó la caja de madera de los rollos de sedal pardo de malla prieta, el bichero y el arpón con su mango. La caja de las carnadas estaba bajo la popa, junto a la porra que usaba para rematar a los peces grandes cuando los arrimaba al bote. Nadie sería capaz de robarle nada al viejo, pero era mejor llevar a casa la vela y los sedales gruesos puesto que el rocío los dañaba y aunque estaba seguro de que ninguno de la localidad le robaría nada, el viejo pensaba que el arpón y el bichero eran tentaciones y que no había por qué dejarlos en el barco... (Continúa)

Ernest Hemingway, El viejo y el mar







domingo, 18 de mayo de 2008

Animula vagula blandula (III)

Comer demasiado es un vicio romano, pero yo fui sobrio con voluptuosidad. Hermógenes no se ha visto precisado a alterar mi régimen, salvo quizá esa impaciencia que me llevaba a devorar lo primero que me ofrecían, en cualquier parte y a cualquier hora como para satisfacer de golpe las exigencias del hambre. Demás está decir que un hombre rico, que solo ha conocido las privaciones voluntarias o las ha experimentado a título provisional, como un incidente más o menos excitante de la guerra o del viaje, sería harto torpe si se jactara de no haberse saciado. Atracarse los días de fiesta han sido siempre la ambición, la alegría y el orgullo naturales de los pobres. Amaba yo el aroma de las carnes asadas y el ruido de las marmitas en las festividades del ejército, y que los banquetes del campamento (o lo que en el campamento valia por un banquete) fuesen lo que deberían ser siempre: un alegre y grosero contrapeso a las privaciones de los días hábiles. En la época de las saturnales toleraba el olor a fritura de las plazas públicas. Pero los festines de Roma me llenaban de tal repugnancia y hastío que alguna vez, cuando me creí próximo a la muerte, durante un reconocimiento o una expedición militar, me dije para reconfortarme que por lo menos no tendría que volver a participar de una comida. No me infieras la ofensa de tomarme por un vulgar renunciador; una operación que tiene lugar dos o tres veces por día, y cuya finalidad es alimentar la vida, merece seguramente todos nuestros cuidados. Comer un fruto significa hacer entrar en nuestro Ser un hermoso objeto viviente, extraño, nutrido y favorecido como nosotros por la tierra; significa consumar un sacrificio en el cual optamos por nosotros frente a las cosas. Jamás mordí la miga de pan de los cuarteles sin maravillarme de que ese amasijo pesado y grosero pudiera transformarse en sangre, en calor, acaso en valentía. ¡Ah! ¿Por qué mi espíritu, aun en sus mejores días solo posee una parte de los poderes asimiladores de un cuerpo?

En Roma, durante las interminables comidas oficiales, se me ocurrió pensar en los orígenes relativamente recientes de nuestro lujo, en este pueblo de granjeros parsimoniosos y soldados frugales, alimentados a ajo y a cebada, repentinamente precipitados por la conquista en las cocinas asiáticas y hartándose de alimentos complicados con torpeza de campesinos hambrientos. Nuestros romanos se atiborran de hortelanos, se inundan de salsas y se envenenan con especias. Un Apicio está orgulloso de la sucesión de las entradas, de la serie de platos agrios o dulces, pesados o ligeros, que componen la bella ordenación de sus banquetes; vaya y pase, todavía, si cada uno fuese servido aparte asimilado en ayunas, doctamente saboreado por un gastrónomo de papilas intactas. Presentados al mismo tiempo, en una mezcla trivial y cotidiana, crean en el paladar y el estómago del hombre que los come una detestable confusión en donde los colores, los sabores y la sustancia pierden su valor propio, y su deliciosa identidad. El pobre Lucio se divertía antaño en confeccionarme platos raros; sus patés de faisán, con sabia dosis de jamón y especias, daban pruebas de un arte tan exacto como el del músico o el del pintor; yo añoraba sin embargo la carne pura de la hermosa ave. Grecia sabía más de estas cosas; su vino resinoso, su paz salpicado de sésamo, sus pescados cocidos en las parrillas al borde del mar, ennnegrecidos aquí y allá por el fuego y sazonados por el crujir de un grano de arena, contentaban el apetito sin rodear con demasiadas complicaciones el más simples de nuestros goces. En algún tabuco de Egina o de Falera he saboreado alimentos tan frescos que seguían siendo divinamente limpios a pesar de los sucios dedos del mozo de taberna, tan módicos pero tan suficientes que parecían contener, en la forma más resumida posible, una esencia de inmortalidad. También la carne asada por la noche, después de la caza, tenía esa calidad casi sacramental que nos devolvía más allá a los salvajes orígenes de las razas. El vino nos inicia en los misterios volcánicos del suelo, en las ocultas riquezas minerales; una copa de Samos bebida a mediodía a pleno sol, o bien absorbida una noche de invierno, en un estado de fatiga que permite sentir en lo hondo del diafragma su cálido vertimiento, su segura y ardiente dispersión en nuestras arterias, es una sensación casi sagrada, a veces demasiado intensa para una cabeza humana; no he vuelto a encontrarla al salir de las bodegas numeradas de Roma y la pedantería de los grandes catadores de vinos me impacienta. Más piadosamente aún, el agua bebida en el hueco de la mano, o de la misma fuente, hace fluir en nosotros la sal secreta de la tierra y la lluvia del cielo. Pero aun el agua es una delicia que un enfermo como yo solo debe gustar con sobriedad. No importa; en la agonía, mezclada con la amargura de las últimas pociones, me esforzaré por saborear su fresca insipidez sobre mis labios... (Continúa)
Marguerite Yourcenar, Memorias de Adriano

Introducción al estudio de las doctrinas hindúes (II)

Prólogo (II)

Para limitarnos aquí a lo que se refiere a los orientalistas que se pueden llamar "oficiales", señalaremos además, a título de observación preliminar, uno de los abusos a que da lugar lo más a menudo el empleo de éste "método histórico" al cual hicimos ya alusión: es el error que consiste en estudiar las civilizaciones orientales como se haría con las civilizaciones desaparecidas desde hace ya largo tiempo. En este último caso, es evidente que está uno forzado a la falta de algo mejor, a contentarse con reconstrucciones aproximativas, sin estar seguro nunca de una perfecta concordancia con lo que realmente existió antes, puesto que no hay ningún medio de proceder a comprobaciones directas. Pero se olvida que las civilizaciones orientales por lo menos las que al presente nos interesan, se han continuado hasta nosotros sin interrupción, y que todavía tienen representantes autorizados, cuya opinión vale incomparablemente más, para su comprensión, que toda la erudición del mundo; solo que, si se piensa en consultarlos, no hay que partir del singular principio de que sabemos más que ellos sobre el verdadero sentido de sus propias concepciones.

Por otra parte, hay que decir también que los orientales, que tienen, con razón, una idea más bien triste de la intelectualidad europea, se preocupan muy poco de lo que los occidentales, de una manera general, puedan o no puedan pensar acerca de ellos; por lo mismo no tratan en manera alguna de sacarlos de su error, y, por el contrario, en razón de una cortesía algo desdeñosa se encierran en un silencio que la vanidad occidental interpreta sin esfuerzo como una aprobación. Es que el "proselitismo" se desconoce por completo en Oriente, donde por otra parte carecería de objeto y no podría ser considerado sino como una prueba de ignorancia y de incomprensión pura y simple; lo que después diremos mostrará las razones. Para este silencio que algunos reprochan a los orientales, y que sin embargo es tan legítimo, no puede haber sino raras excepciones, en favor de alguna individualidad aislada que presenta las condiciones requeridas y las aptitudes intelectuales necesarias. En cuanto a los que salen de su reserva fuera de este caso determinado, no se puede decir más que una cosa: que representan en general a elementos muy poco interesantes, y que, por una u otra razón, no exponen más que doctrinas deformadas bajo el pretexto de adaptarlas al Occidente; tendremos ocasión de decir algunas palabras acerca de ellos. Lo que deseamos hacer comprender por el momento, y lo que desde el principio indicamos, es que la mentalidad occidental es la única responsable de esta situación, que hace muy difícil el papel aun del que, habiendo encontrado en condiciones excepcionales y habiendo llegado a asimilarse ciertas ideas, quiere expresarlas de la manera más inteligible, sin desnaturalizarlas; sin embargo debe limitarse a exponer lo que ha comprendido, en la medida en que esto puede hacerse, absteniéndose cuidadosamente de todo deseo de "vulgarización", y sin tener siquiera la menor preocupación de convencer a nadie.

Hemos dicho bastante para definir de manera precisa nuestras intenciones; no queremos hacer aquí obra de erudición y el punto de vista en que queremos colocarnos es mucho más profundo. Como la verdad no es para nosotros un hecho histórico, nos importa muy poco en el fondo determinar con exactitud el origen de tal o cual idea que no nos interesa, en suma sino porque, habiéndola comprendido sabemos que es verdadera; pero algunas indicaciones sobre el pensamiento oriental pueden ser motivo de reflexión para algunos, y este simple resultado tendría, por sí solo, una importancia insospechada. Por otra parte, si ni siquiera puede alcanzarse este fin, tendríamos todavía una razón para emprender una exposición de este género: la de reconocer en cierto modo todo lo que debemos intelectualmente a los orientales, y acerca de lo cual los occidentales no nos han ofrecido nunca, ni siquiera parcial e incompleto, el menor equivalente.

Mostraremos, pues, para comenzar, tan claramente como podamos y después de algunas consideraciones preliminares indispensables, las diferencias esenciales y fundamentales que existen entre los modos generales del pensamiento oriental y los del pensamiento occidental. Insistiremos enseguida, más especialmente, en lo que se refiere a las doctrinas hindúes, en lo que estas presentan de rasgos particulares que las distinguen de las otras doctrinas orientales, aunque todas tengan bastantes caracteres comunes para justificar, en el conjunto, la oposición general del Oriente y del Occidente. Con respecto a estas doctrinas hindúes, señalaremos la insuficiencia de las interpretaciones que circulan en Occidente; hasta deberíamos, para algunas de ellas, indicar su absurdo. Como conclusión de este estudio indicaremos, con todas las precauciones necesarias, las condiciones de un acercamiento intelectual entre el Oriente y el Occidente, condiciones que, como es fácil preverlo está lejos de haberse llenado actualmente del lado occidental; de manera que solo queremos indicar una posibilidad, sin creer de ninguna manera que sea susceptible de una inmediata o simplemente próxima realización.

(París, 1920)
(Continúa)
René Guenon (Introducción general al estudio de las doctrinas hindúes)

domingo, 11 de mayo de 2008

La desprestigiada herencia de Cervantes (II)

3.


Cuando Dios abandonaba lentamente el lugar donde había dirigido el universo y su orden de valores, separado el bien del mal y dado un sentido a cada cosa, don Quijote salió de su casa y ya no estuvo en condiciones de reconocer el mundo. Éste, en ausencia del juez supremo apareció de pronto en una dudosa ambigüedad: la única Verdad divina se descompuso en cientos de verdades relativas que los hombres se repartieron. De este modo nació el mundo de la Edad Moderna y con él la novela, su imagen y modelo.
Comprender con Descartes el ego pensante como el fundamento de todo, estar de este modo solo frente al universo, es una actitud que Hegel, con razón, consideró heroica.
Comprender con Cervantes el mundo como ambigüedad, tener que afrontar, no una única verdad absoluta, sino un montón de verdades relativas que se contradicen (verdades incorporadas a los egos imaginarios llamados personajes), poseer como única certeza la sabiduría de lo incierto, exige una fuerza igualmente notable.
¿Qué quiere decir la gran novela de Cervantes? Hay un abundante literatura a este respecto. Algunos pretenden ver en esta novela la crítica nacionalista del idealismo confuso de don Quijote. Otros ven la exaltación de este mismo idealismo. Ambas interpretaciones son erróneas porque quieren encontrar en el fondo de la novela, no un interrogante, sino una posición moral.
El hombre desea un mundo en el que sea posible distinguir con claridad el bien del mal porque en él existe el deseo innato e indomable de juzgar antes que de comprender. En este deseo se han fundado religiones e ideologías. No pueden conciliarse con la novela sino traduciendo su lenguaje de relatividad y ambigüedad a un discurso apodíctico y dogmático. Exigen que alguien tenga la razón; o bien Ana Karenina es víctima de un déspota de cortos alcances, o bien Karenin es víctima de una mujer inmoral; o bien K., inocente, es aplastado por un tribunal injusto, o bien tras el tribunal se oculta la justicia divina y K. es culpable.
En este "o bien-o bien" reside la incapacidad de soportar la relatividad esencial de las cosas humanas, la incapacidad de hacer frente a la ausencia del juez supremo. Debido a esta incapacidad, la sabiduría de la novela (la sabiduría de la incertidumbre) es difícil de aceptar y comprender.

4.


Don Quijote partió hacia un mundo que se abría ampliamente ante él. Podía entrar libremente en él y regresar a casa cuando fuera su deseo. Las primeras novelas europeas son viajes por el mundo que parece ilimitado. El comienzo de Jacques el fatalista de Diderot, sorprende a los dos protagonistas en medio del camino; se desconoce de dónde vienen ni adónde van. Se encuentran en un tiempo en que no hay principio ni fin, en un espacio que no conoce fronteras, en una Europa en la cual el porvenir nunca puede acabar.
Siglo y medio después de Diderot, con Balzac, el horizonte lejano ha desaparecido como un paisaje detrás de esas construcciones modernas que son las instituciones sociales: la policía, la justicia, el mundo de las finanzas y del crimen, el ejército, el Estado. El tiempo de Balzac ya no conocía la feliz ociosidad de Cervantes o Diderot, se había embarcado ya en el tren que llamamos Historia. Es fácil subirse a él, pero es difícil apearse. Sin embargo, este tren aún no tiene nada de espantoso, hasta tiene encanto. Promete aventuras a todos los pasajeros y con ellas el bastón de mariscal.
Más tarde aún, para Emma Bovary, el horizonte se estrecha hasta tal punto que parece un cerco. Las aventuras se encuentran al otro lado y la nostalgia es inosportable. En el aburrimiento de la cotidianeidad, sueños y ensoñaciones, adquieren importancia. El infinito perdido del mundo exterior es reemplazado por lo infinito del alma. La gran ilusión de la unicidad irreemplazable del individuo, una de las más bellas ilusiones europeas, se desvanece.
Pero el sueño sobre lo infinito del alma pierde su magia en el momento en que la Historia, o lo que ha quedado de ella, fuerza sobrehumana de una sociedad omnipotente se apodera del hombre. Ya no le promete el bastón de mariscal, apenas le promete un puesto de agrimensor. K. frente al tribunal, K. frente al castillo, ¿qué puede hacer? No mucho. ¿Puede al menos soñar como en otro tiempo Emma Bovary? No, la trampa de la situación es demasiado terrible y absorbe como un aspirador todos sus pensamientos y todos sus sentimientos: sólo puede pensar en su proceso, en su puesto de agrimensor. Lo infinito del alma, si lo tiene, pasó a ser un apéndice casi inútil del hombre.
Milan Kundera (El arte de la novela)

Los crímenes de la rue Morgue (II)

Desde hace tiempo se conoce el whist por su influencia sobre lo que se denomina el poder de cálculo; y se sabe de hombres del mayor intelecto que obtienen un deleite aparentemente inexplicable en este juego, mientras deshechan el ajedrez como una frivolidad. Sin duda no hay otro juego de naturaleza similar que despierte tanto la facultad de análisis como éste. El mejor ajedrecista de la cristiandad puede ser poco más que el mejor ajedrecista; pero la pericia en el whist implica la capacidad para el éxito en todas esas empresas más importantes en que la mente lucha contra la mente. Cuando digo pericia, me refiero a esa perfección en el juego que incluye una comprensión de todas las fuentes de las que puede derivarse una legítima ventaja. Éstas no solo son muchas, sino multiformes y residen frecuentemente en rincones de pensamiento por lo demás inaccesibles a la comprensión ordinaria. Observar atentamente es recordar con claridad; y hasta este punto el ajedrecista concentrado se desenvolverá muy bien con el whist, puesto que las reglas del Hoyle (basadas en el mero mecanismo del juego)son en general suficientemente comprensibles. Así, tener una buena memoria retentiva y proceder según "el libro" son puntos generalmente considerados como la suma total del buen juego. Pero es en asuntos más allá de los límites de las meras reglas donde la habilidad del analista es puesta en evidencia. En silencio, hace todo un cúmulo de observaciones y deducciones. Lo mismo hacen quizá sus compañeros; y la diferencia en la extensión de la información obtenida reside no tanto en la validez de la deducción como en la calidad de la observación. El conocimiento necesario se refiere a quéobservar. Nuestro jugador no se limita en absoluto; como tampoco, debido a que el objetivo es el juego, rechaza deducciones de cosas externas a él. Examina el semblante de su pareja, comparándolo cuidadosamente con el de cada uno de sus oponentes. Toma en consideración la forma de distribuir las cartas en cada mano; contando a menudo triunfo por triunfo, y tanto por tanto, a través de las miradas dirigidas por cada uno a su juego, recogiendo gran cantidad de datos de las diferencias en la expresión de seguridad, sorpresa, triunfo o pesar. Por el modo de recoger una baza juzga si la persona que la recoge podrá hacer la siguiente. Reconoce la importancia de la carta que se juega por la forma en que es arrojada sobre la mesa. Una palabra casual o inadvertida; una carta que se cae o se da la vuelta accidentalmente, y la ansiedad o descuido conque se intenta evitar que sea vista; la cuenta de las bazas, junto con el orden de su colocación, azaramiento, vacilación, ansiedad o temor, todo ello son indicaciones para su, aparentemente, intuitiva percepción del auténtico estado de las cosas. Una vez jugadas las primeras dos o tres vueltas, se halla en plena posesión del contenido de cada mano, y a partir de entonces deposita sus cartas con una precisión tan absoluta como si el resto de los jugadores tuvieran las suyas vueltas boca arriba.
El poder analítico no debe confundirse con la simple ingeniosidad, porque mientras que el analista es necesariamente ingenioso, el ingenioso es, a menudo, notablemente incapaz de análisis. El poder de construir o combinar, por el que normalmente se manifiesta la ingeniosidad, y al cual los frenólogos (creo que erróneamente) han asignado un órgano separado, considerándolo una facultad primitiva ha sido visto con frecuencia en aquellos cuyo intelecto bordeaba por lo demás la idiotez, hasta el punto de atraer la observación general entre los escritores dedicados a temas morales. Entre la ingeniosidad y la habilidad analítica existe una diferencia, de hecho mucho más grande que entre la fantasía y la imaginación, pero con un carácter muy estrictamente análogo. De hecho, se descubrirá que los ingeniosos son siempre fantasiosos; y que el auténtico imaginativo nunca es otra cosa que analítico.
La narración que sigue se le aparecerá al lector como un comentario que ilumina las proposiciones que acabo de adelantar... (Continúa)
Edgar Allan Poe (Narraciones extraordinarias)

La taberna de la historia (II)

El chino del Magallanes
La única manera de que un chino no nos parezca enigma es mirándolo con ojos oblicuos. Pero este dueño del Magallanes pasó la raya. Los del V Centenario nunca imaginaron que pudiera meterse en un coloquio que no era suyo... No bien puso la carta de los platos en manos de don Cristóbal, de Amerigo y de Vasco, se inclinó ante el Almirante, y en vez de pedirle la orden, le sonrió diciendo: -Cuando usted, señor Almirante, enrumbó la carabela camino a la India, pensaba en el Japón de Marco Polo. Conocemos a este veneciano muy bien porque pasó años en la corte del Gran Kan, y recorrió Asia desde Constantinopla hasta el mar de la China. Pero en Cipango no estuvo jamás...
La enorme barriga del importuno estaba a la altura de los ojos cansados de Colón, que despertaron altivos para clavarse en el ombligo invisible del hijo de Buda. La indicación era correcta, y bien sabido lo tenía quien había visto con sus ojos mortales que Guanahaní no mostraba señales de ser la isla de los puentes de mármol, los mandarines de seda, los caminos del té. Las que hoy llamamos las Bahamas eran para él fragmentos de un archipiélago con solo unos papagayos orientales, indios desnudos pintados, mujeres nadadoras en pelota y solo algunas narigueras de oro pendientes de unos antropófagos que tenían cierta habilidad para comer carne de enemigo ahumada sin que la joya les estorbara. Apenas le hizo entender al chino que su primer mérito como descubridor estaba en haber escrito los capítulos que no pudo componer Marco Polo. Ahora sabría el mundo que las islas en torno a Cipango eran crudas y salvajes.
El chino, impertinente, se defendió. Don Cristóbal, a la vista de Cuba, creyó que era Cipango o Japón, pero cuando logró desembarcar en cualquier playa y recorrer unas cuantas leguas de la costa, tuvo una revelación: esto no es Cipango; ¡es Catay! E hizo que los tripulantes juraran estar en Tierra Firme: en China. Al amarillo esto le cayó peor. Don Cristóbal quemaba con una palabra de conjuro la existencia de un reino, el de la isla grande, y reducía la nación del Gran Kan a las dimensiones de la Gran Antilla. Sin decir una palabra -cortesía enteramente china- volvió trizas el discurso del Almirante.
No era Colón para rebajarse a la altura del amarillo, y se limitó a explicar a Amerigo y a Vasco el tiempo de su hazaña:
Lo que llevé en mi equipaje fue la ciencia acumulada hasta el final del cuatrocientos. Crucé el Atlántico por la cintura, siguiendo los consejos del maestro Toscanelli. Él había dicho: si sale de Cádiz navegando hacia occidente, llegará a oriente. Al oriente de Marco Polo. A Japón y China. Nadie entre los europeos había conocido esos mares y todo lo que se había escrito podía tomarse por una fantasía. Se sabía de un Egipto, una Persia, una India, una Indochina, un Catay, un Cipango mal ubicados. Yo los iba a colocar en el mapa. Hoy es fácil decir que me equivoqué. En ese momento, con los 90 de la tripulación por testigos, y con los que luego me acompañaron, iba a tientas haciendo un nuevo mapa del mundo. ¿Por qué situé dentro del pequeño anillo del Caribe todos los reinos que van desde Egipto hasta Japón? Vi que la Tierra se encogía ante mis ojos y dije: es más pequeña de lo que se imagina. Cuando borré del mapa al Japón lo hice porque no me quedó donde ponerlo. Cuba era China. Cuando realicé que Cuba no era Tierra Firme, me rectifiqué, la cosa era para volverse loco. Todos habían escrito a lo fantástico, y el único que tenía la realidad a la vista era yo. Dije que en Margarita estaba el paraíso terrenal, porque no podía ser de otra manera, con una montaña esculpida como el pecho de una mujer. Y si eso estaba ante los ojos de todos, allí tenían que nacer el Ganges y el Éufrates, el Tigris y el Nilo. Ustedes, andando más, más vieron, y la Tierra chiquita que yo dejé la agrandaron hasta ser como la navegó Magallanes, el de esta taberna del chino. Ahora es muy sencillo tener espacio para colocarlo todo. Yo no lo tuve, pero si no desvirgo el Atlántico, ustedes no serían héroes ni en proyecto. No serían nada.
Siguió el chino estos razonamientos y rascándose la barriga pensó. Como las gentes que para provocar las ideas se rascan la cabeza... (Continúa)
Germán Arciniegas

viernes, 9 de mayo de 2008

Ocio

Lo verdaderamente importante es la vida auténticamente humana de vuestras horas de ocio. Lo demás no es sino un sucio menester que es preciso hacer.
Aldous Huxley

Yira... Yira

Cuando la suerte, que es grela,
fayando y fayando
te largue parao;
cuando estés bien en la vía.
sin rumbo, desesperao;
cuando no tengas ni fe
ni yerba de ayer
secándose al sol;
cuando rajés los tamangos
buscando ese mango
que te haga morfar,
la indiferencia del mundo
que es sordo y es mudo
recién sentirás...
Verás que todo es mentira,
verás que nada es amor,
que al mundo nada le importa...
¡Yira!... ¡Yira!...
Aunque te quiebre la vida,
aunque te muerda el dolor,
no esperes nunca una ayuda,
ni una mano, ni un favor.
Cuando estén secas las pilas
de todos los timbres
que vos apretás,
buscando un pecho fraterno
para morir abrazao;
cuando te dejen tirao
después de cinchar
lo mismo que a mí,
cuando manyés que a tu lado
se prueban la ropa
que vas a dejar,
te acordarás de este otario
que un día, cansado,
se puso a ladrar...
Letra y música de Enrique Santos Discépolo (tango)

La voz

Se encontraba mi cuna junto a la biblioteca,
Babel sombría, donde novela, ciencia, fábula,
Todo, ya polvo griego, ya ceniza latina
Se confundía. Yo era alto como un infolio.
Y dos voces me hablaban, Una insidiosa y firme;
"La Tierra es un pastel colmado de dulzura;
Yo puedo (¡y tu placer jamás tendrá ya término!)
Forjarte un apetito de una grandeza igual".
Y la otra: "¡Ven! ¡Oh ven! a viajar por los sueños,
Lejos de lo posible y de lo conocido".
Y ésta cantaba como el viento en las arenas,
Fantasma no se sabe de qué parte surgido
Que acaricia el oído a la vez que lo espanta.
Yo te respondí: "¡Sí! ¡Dulce voz!". Desde entonces
Data lo que se puede denominar mi llaga
Y mi fatalidad. Detrás de los paneles
De la existencia inmensa, en el más negro abismo,
Veo, distintamente, los más extraños mundos
Y, víctima extasiada de mi clarividencia,
Arrastro en pos serpientes que mis talones muerden.
Y tras ese momento, igual que los profetas,
Con inmensa ternura amo el mar y el desierto;
Y sonrío en los duelos y en las fiestas sollozo
Y encuentro un gusto grato al más ácido vino;
Y los hechos, a veces, se me antojan patrañas
Y por mirar al cielo caigo en pozos profundos.
Mas la voz me consuela, diciendo: "Son más bellos
Los sueños de los locos que los del hombre sabio".
Charles Baudelaire (42 flores del mal)

Arte poética

... En algún lugar de su obra El Origen de la Locura en Asia, Frazer cuenta como una tribu que invadía a los Malayos entró en contacto con una desconocida flor roja. Se reunieron, dice Frazer, en círculo alrededor de ella y extendieron sus brazos para calentarse.
Tal vez el misterio de la poesía consista en convertir flores en fuego, fundar el mito, atrapar el imposible.
Juan Manuel Roca (Prosa reunida)

miércoles, 7 de mayo de 2008

El viejo y el mar (II)

-Santiago- le dijo el muchacho mientras trepaban por la orilla desde donde quedaba varada la barca-. Yo podría volver a salir con usted. Hemos hecho algún dinero. El viejo había enseñado al muchacho a pescar y el muchacho le tenía cariño.
-No- dijo el viejo-. Estás en un bote que tiene buena suerte. Sigue con ellos.
-Pero recuerde que una vez llevaba 87 días sin pescar nada y luego cogimos peces grandes todos los días durante tres semanas.
-Lo recuerdo- dijo el viejo-. Y sé que no me dejaste porque hubieses perdido la esperanza.
-Fue papá quien me obligó. Soy un chiquillo y tengo que obedecerle.
-Lo sé- dijo el viejo-. Es lo normal.
-Papá no tiene mucha fe.
-No. Pero nosotros sí, ¿verdad?
-Sí- dijo el muchacho-. ¿Me permite invitarle a una cerveza en la Terraza? Luego llevaremos las cosas a casa.
-¿Por qué no?- dijo el viejo-. Entre pescadores.
Se sentaron en la Terraza. Muchos de los pescadores se burlaban del viejo, pero él no se molestaba. Otros, entre los más viejos lo miraban y se ponían tristes. Pero no lo mostraban y se referían cortésmente a la corriente y a las hondonadas donde habían tendido sus sedales, al contínuo buen tiempo y a lo que habían visto. Los pescadores que aquel día habían tenido éxito habían llegado y habían limpiado sus agujas y las llevaban tendidas sobre dos tablas, con dos hombres tambaleándose al extremo de cada tabla, a la pescadería, donde esperaban a que el camión del hielo las llevara al mercado de La Habana. Los que habían pescado tiburones los habían llevado a la factoría de tiburones al otro lado de la ensenada donde los izaban en aparejos de polea, le sacaban los hígados, les cortaban las aletas y los desollaban y cortaban su carne en trozo para salarla.
Cuando el viento soplaba del este el hedor procedente de la fábrica de tiburones se extendía por todo el puerto pero hoy no se notaba más que un débil tufo porque el viento había vuelto hacia el norte y luego había dejado de soplar y se estaba bien allí, al sol en la Terraza... (Continúa)
Ernest Hemingway (El viejo y el mar)

martes, 6 de mayo de 2008

River no te me borrés

Excepto el cabezazo de Abreu, que era gol, no generamos una situación de riesgo. No es admisible como representación de River. Para jugar así, la próxima vez no vayan. ¿Para esto se guardaron jugadores contra San Lorenzo? ¡No jugamos a nada! ¡Ni juego ni huevos! ¡Jugaron a las escondidas! Cuidado, que entramos en terreno fangoso, se puede derrumbar todo lo construido. ¿Por qué este vacío? ¿Por qué esta ausencia? Hace una rueda, casi los mismos jugadores le dieron un paseo inolvidable a Boca, con una demostración de carácter que consumió al rival hasta convertirlo en un fantasma sin sábana. Passarella no perdió el clásico pero no ganó un campeonato... El contraste con el último 2-0 es tan grande que llama la atención: Boca no se floreó por su actualidad endeble. Es preocupante esta borratina, porque venimos de flaquear también con San Lorenzo, jugando a la retranca, como equipo chico. Ahora estamos en la cornisa de la Copa y con la imagen de que River arruga en los partidos importantes. Un clásico espantoso, que ninguno merecía ganar y River mereció perder... ¡Ay, River! Ya perdimos dos de los tres partidos más importantes del año, feo, sin atacar, nos queda una chance para cambiar esta triste imagen de espíritu y fútbol leves.
Leo Farinella (www.weblogs.clarin.com)

lunes, 5 de mayo de 2008

Animula vagula blandula (II)

Ciertas porciones de mi vida se asemejan ya a las salas desmanteladas de un palacio demasiado vasto, que un propietario venido a menos no alcanza a ocupar por entero. He renunciado a la caza; si solo estuviera yo para turbar su rumia y sus juegos, los cervatillos del monte de Etruria vivirían tranquilos. Siempre tuve con la Diana de los bosques las relaciones mudables y apasionadas de un hombre con el ser amado; adolescente, la caza del jabalí me ofreció las primeras posibilidades de encuentro con el mando y el peligro; me entregaba a ella con furor, y mis excesos me valieron las reprimendas de Trajano. La encarna, en un claro de bosque en España, fue mi primera experiencia de la muerte, del coraje, de la piedad por las criaturas y del trágico placer de verlas sufrir. Ya hombre, la caza me sosegaba de tantas luchas secretas con adversarios demasiado sutiles o torpes, demasiado débiles o fuertes para mí. El justo combate entre la inteligencia humana y la sagacidad de las fieras parecía extrañamente leal comparada con las emboscadas de los hombres. Siendo emperador, mis cacerías en Toscana me sirvieron para juzgar el valor o las aptitudes de los altos funcionarios; allí eliminé o elegí a más de un estadista. Después, en Bitinia y en Capadocia, convertí las grandes batidas en pretexto para fiestas -triunfo otoñal en los bosques del Asia. Pero el compañero de mis últimas cacerías murió joven, y mi gusto por esos violentos placeres disminuyó mucho después de su partida. Pero aun aquí, en Tibur, el súbito resoplar de un ciervo entre el follaje basta para que se agite en mí un instinto más antiguo que todos los demás, gracias al cual me siento tanto onza como emperador. ¿Quién sabe? si he ahorrado mucha sangre humana, quizá sea porque derramé la de tantas fieras, que a veces, secretamente, prefería a los hombres. Sea como fuere, la imagen de las fieras me persigue más y más, y tengo que hacer un esfuerzo para no abandonarme a interminables relatos de montería que pondrían a prueba la paciencia de mis invitados durante la velada. En verdad el recuerdo del día de mi adopción tiene su encanto, pero el de los leones cazados en Mauretania no está mal tampoco.
La renuncia a montar a caballo es un sacrificio aun más penoso: una fiera no pasa de ser un adversario pero el caballo era un amigo. Si hubiera podido elegir mi condición, habría elegido la de centauro. Las relaciones entre Borístenes y yo eran de una precisión matemática: me obedecía como a su cerebro, no como a su amo. Habré logrado jamás que un hombre hiciera lo mismo. Una autoridad tan absoluta comporta, como cualquier otra los riesgos del error para aquel que la ejerce, pero el placer de intentar lo imposible en el salto de obstáculos era demasiado grande para lamentar una clavícula fracturada o una costilla rota. Mi caballo reemplazaba las mil nociones vinculadas al título, la función y el nombre, que complican la amistad humana, por el único conocimiento de mi peso exacto de hombre. Participaba de mis impulsos, sabía exactamente, y quizá mejor que yo, el punto donde mi voluntad se divorciaba de mi fuerza. Pero ya no inflijo al sucesor de Borístenes la carga de un enfermo de músculos laxos, demasiado débil para montar por sus propios medios. Celer, mi ayuda de campo, lo adiestra en este momento en el camino de Preneste; todas mis antiguas experiencias con la velocidad me permiten compartir el placer del jinete y el de la cabalgadura, valorar las sensaciones del hombre a galope tendido en un día de sol y de viento. Cuando Celer desmonta siento que vuelvo a tomar contacto con el suelo. Lo mismo ocurre con la natación; he renunciado a ella pero participo todavía de la delicia del nadador acariciado por el agua. La carrera, aun la más breve, me sería hoy tan imposible como a una estatua, a un César de piedra, pero recuerdo mis carreras de niño en las resecas colinas españolas, el juego que se juega con uno mismo y en el cual se llega al límite del agotamiento, seguro de que el perfecto corazón y los intactos pulmones restablecerán el equilibrio; de cualquier atleta que se adiestra para la carrera del estadio alcanzo una comprensión que la inteligencia sola no me daría. Así, de cada arte practicado en su tiempo, extraigo un conocimiento que me resarce en parte los placeres perdidos. Creí, y en mis buenos momentos, lo creo todavía, que es posible compartir de esta suerte la existencia de todos, y que esta simpatía es una de las formas menos revocables de la inmortalidad. Hubo momentos en que esta comprensión trató de trascender lo humano, y fue del nadador a la ola. Pero en este punto me faltan ya seguridades y entro en el dominio de las metamorfosis del sueño... (Continúa)

Marguerite Yourcenar (Memorias de Adriano)

Introducción al estudio de las doctrinas hindúes (I)

Prólogo (I)

Muchas dificultades se oponen, en Occidente, para un estudio serio y profundo de las doctrinas orientales en general, y de las doctrinas hindúes en particular; y los mayores obstáculos a este respecto, no son quizá los que pudieran provenir de los orientales. En efecto, la primera condición que se requiere para este estudio, la más esencial de todas, es evidentemente la de tener la mentalidad requerida para comprender las doctrinas de que se trata, queremos decir para comprenderlas verdadera y profundamente; ahora bien, esta es una aptitud que, salvo muy raras excepciones, les falta por completo a los occidentales. Por otra parte, esta condición necesaria podría ser considerada al mismo tiempo como suficiente, porque, cuando se la llena los orientales no sienten la menor repugnancia para comunicar su pensamiento tan completamente como es posible hacerlo.
Si no hay otro obstáculo real más que el que acabamos de indicar, ¿por qué es que los 'orientalistas', es decir los occidentales que se ocupan de las cosas del Oriente, no lo han superado nunca? Y no podría tachársenos de exageración al afirmar que, en efecto, nunca lo han superado, cuando se comprueba que solo han podido producir simples trabajos de erudición, estimables quizá desde un punto de vista especial, pero sin ningún interés para la comprensión de la menor idea verdadera. Es que no basta conocer gramaticalmente una lengua, ni ser capaz de traducirla palabra por palabra de la manera correcta, para penetrar su espíritu y asimilarse el pensamiento de los que la hablan y la escriben. Hasta se podría ir más lejos y decir que mientras más escrupulosamente literal es una traducción, corre más peligro de ser inexacta en realidad y de desnaturalizar el pensamiento, porque no hay verdadera equivalencia entre los términos de dos lenguas diferentes, sobre todo cuando estas lenguas están muy alejadas una de la otra, y alejadas no tanto filológicamente como en razón de la diversidad de las concepciones de los pueblos que las emplean; y es este último elemento el que no podrá penetrar jamás ninguna erudición. Se necesita para esto algo más que una vana 'crítica de textos' que se extiende hasta perderse de vista en cuestiones de detalle, algo más que los métodos de gramáticos y de 'literatos' y mucho más que un llamado ´método histórico' aplicado a todo indistintamente. Sin duda que los diccionarios y las recopilaciones tienen su utilidad relativa, que no tratamos de discutir, y no se puede decir que todo este trabajo sea inútil, sobre todo si se reflexiona en que los que lo suministran muy a menudo serían incapaces de producir otra cosa; pero desgraciadamente, en cuanto la erudición se vuelve una 'especialidad', tiende a ser tomada como un fin en sí misma en lugar de ser un simple instrumento como debe serlo normalmente. Esta invasión de la erudición y de sus métodos particulares es lo que constituye un verdadero peligro, porque puede absorber a los que serían capaces tal vez de entregarse a otro género de trabajos, y porque el hábito de estos métodos estrecha el horizonte intelectual de los que se someten a ellos y les impone una deformación irremediable.
Aún no hemos dicho todo, y ni siquiera hemos tocado el aspecto más grave de la cuestión: los trabajos de pura erudición son, en la producción de los orientalistas, la parte más engorrosa, es verdad pero no la más nefasta; y al decir que no había nada más quisimos decir nada que tuviese algún valor, aun de alcance restringido. Es verdad que en Alemania principalmente, se ha querido ir más lejos y, siempre con los mismos métodos, que ya no pueden dar nada aquí, hacer obra de interpretación aportando a ella por añadidura todo el conjunto de ideas preconcebidas que constituye su mentalidad propia, y con el prejuicio manifiesto de hacer entrar las concepciones de que se ocupan en los cuadros acostumbrados del pensamiento europeo. En resumen, el error capital de estos orientalistas, dejando a un lado la cuestión del método, es el de ver todo desde el punto de vista occidental y a través de la mentalidad de ellos, mientras que la primera condición para poder interpretar correctamente una doctrina cualquiera es naturalmente hacer un esfuerzo por asimilársela y para colocarse, tanto como sea posible, en el punto de vista de los que la concibieron. Decimos tanto como sea posible, porque no todos pueden lograrlo igualmente, pero por lo menos todos pueden intentarlo; si evitan que su espíritu sistemático los lleve, por una aberración increible, hasta el punto de creerse capaces de comprender las doctrinas orientales mejor que los mismos orientales: pretensión que solo sería risible si no estuviese unida a una voluntad bien determinada de 'monopolizar' en cierto modo los estudios en cuestión. Y en efecto, para ocuparse de ellos, no hay en Europa, fuera de estos especialistas entre comillas, más que una categoría de soñadores extravagantes y de audaces charlatanes a los que se podría considerar como cantidad despreciable, si no ejercieran, ellos también, una influencia deplorable desde diversos puntos de vista, como lo expondremos en su lugar de manera manera más precisa... (Continúa)
René Guenon (Introducción general al estudio de las doctrinas hindúes)

viernes, 2 de mayo de 2008

La desprestigiada herencia de Cervantes (I)

1.

En 1935, tres años antes de su muerte, Edmund Husserl pronunció, en Viena y Praga, las célebres conferencias sobre la crisis de la humanidad europea. El adjetivo 'europea' señalaba para él una identidad espiritual que va más allá de la Europa geográfica (hasta América, por ejemplo) y que nació con la antigua filosofía griega. Según él, esta filosofía, por primera vez en la Historia, comprendió el mundo (el mundo en su conjunto) como un interrogante que debía ser resuelto. Y se enfrentó con ese interrogante, no para satisfacer tal o cual necesidad práctica, sino porque la "pasión por el conocimiento se había adueñado del hombre".
La crisis de la que Husserl hablaba le parecía tan profunda que se preguntaba si Europa se encontraba aún en condiciones de sobrevivir a la misma. Creía ver las raíces de la crisis en el comienzo de la Edad Moderna, en Galileo y en Descartes, en el carácter unilateral de las ciencias europeas que habían reducido el mundo a un simple objeto de exploración técnica y matemática y habían excluido de su horizonte el mundo concreto de la vida, die Lebenswelt, como decía él.
El desarrollo de las ciencias llevó al hombre hacia los túneles de las disciplinas especializadas. Cuanto más avanzaba éste en su conocimiento, más perdía de vista el conjunto del mundo y a sí mismo, hundiéndose así en lo que Heidegger, discípulo de Husserl, llamaba, con una expresión hermosa y casi mágica "el olvido del ser".
Ensalzado antaño por Descartes como "dueño y señor de la naturaleza" el hombre se convirtió en una simple cosa en manos de fuerzas (las de la técnica, de la política, de la Historia) que le exceden, le sobrepasan, le poseen. Para esas fuerzas su ser concreto, su "mundo de la vida" (die Lewenswelt) no tiene ya valor ni interés algunos: es eclipsado, olvidado de antemano.


2.

Creo sin embargo que sería ingenuo considerar la severidad de esa visión de la Edad Moderna como una simple condena. Yo diría más bien que los dos grandes filósofos han desvelado la ambigüedad de esta época que es degradación y progreso a la vez y, como todo lo humano, contiene el germen de su fin en su nacimiento. Esta ambigüedad no resta importancia, a mi criterio, a los cuatro últimos siglos europeos, a los que me siento tanto más ligado puesto que no soy filósofo sino novelista. En efecto, para mí el creador de la Edad Moderna no es solamente Descartes sino también Cervantes.
Es posible que sea esto lo que los dos fenomenólogos han dejado de tomar en consideración en su juicio sobre la Edad Moderna. Al respecto deseo decir: si es cierto que la filosofía y las ciencias han olvidado el ser del hombre, aún más evidente resulta que con Cervantes se ha creado un gran arte europeo que no es otra cosa que la exploración de este ser olvidado.
En efecto, todos los grandes temas existenciales que Heidegger analiza en Ser y Tiempo, y que a su juicio han sido dejados de lado por toda la filosofía europea anterior, fueron revelados, expuestos, iluminados por cuatro siglos de novela (cuatro siglos de reencarnación europea de la novela). Uno tras otro, la novela ha descubierto por sus propios medios, por su propia lógica, los diferentes aspectos de la existencia: con los contemporáneos de Cervantes se pregunta qué es la aventura; con Samuel Richardson comienza a examinar "lo que sucede en el interior", a desvelar la vida secreta de los sentimientos; con Balzac descubre el arraigo del hombre en la Historia; con Flaubert explora la terra hasta entonces incógnita de lo cotidiano; con Toltstoi se acerca a la intervención de lo irracional en las decisiones y comportamientos humanos. La novela sondea el tiempo: el inalcanzable momento pasado con Marcel Proust; el inalcanzable momento presente con James Joyce. Se interroga con Thomas Mann sobre el papel de los mitos que, llegados del fondo de los tiempos teledirigen nuestros pasos. Et caetera, et caetera.
La novela acompaña constante y fielmente al hombre desde el comienzo de la Edad Moderna. La "pasión de conocer" (que Husserl considera como la esencia de la espiritualidad europea) se ha adueñado de ella para que escudriñe la vida concreta del hombre y la proteja contra "el olvido del ser"; para que mantenga "el mundo de la vida" bajo una iluminación perpetua. En este sentido comprendo y comparto la obstinación conque Hermann Broch repetía: descubrir lo que sólo una novela puede descubrir es la única razón de ser de una novela. La novela que no descubre una parte hasta entonces desconocida de la existencia es inmoral. El conocimiento es la única moral de la novela.
Y añado además lo siguiente: la novela es obra de Europa; sus hallazgos, aunque efectuados en distintos idiomas, pertenecen a toda Europa en su conjunto. La sucesión de los descubrimientos (y no la suma de lo que ha sido escrito) hace la historia de la novela europea. Solo en este contexto supranacional puede el valor de una obra (es decir, el alcance de sus hallazgos) ser plenamente visto y comprendido... (Continúa)

Milan Kundera (El arte de la novela)