viernes, 19 de diciembre de 2008

Los crímenes de la rue Morgue (VII)

(Ver capítulos anteriores en el interior del blog)
"William Bird, sastre, declara que fue uno de los miembros del grupo que entró en la casa. Es inglés. Lleva dos años viviendo en París. Fue uno de los primeros que subió las escaleras. Oyó las voces que discutían. La voz más grave era la de un francés. Pudo distinguir varias palabras, pero no puede recordarlas todas. Oyó claramente sacre y mon Dieu. En un momento determinado hubo un sonido como de varias personas forcejeando, un sonido raspante y como de arrastrar los pies. La voz aguda era muy fuerte, más fuerte que la grave. Seguro que era la voz de un inglés. Parecía la de un alemán. Puede que fuera una voz de mujer. No entiende el alemán.
Cuatro de los testigos arriba mencionados, tras ser llamados de nuevo declararon que la puerta de la habitación donde fue hallado el cuerpo de mademoiselle L... estaba cerrada por el interior cuando el grupo llegó allí. Todo estaba completamente en silencio, ningún gemido o ruido de ningún tipo. Tras forzar la puerta no se vio a nadie. Las ventanas, tanto en la habitación de atrás como en la delantera estaban firmemente cerradas desde dentro. Una puerta entre las dos habitaciones estaba cerrada, pero no con llave. La puerta que conducía de la habitación delantera al pasillo estaba cerrada, con la llave en su parte interior. Una pequeña habitación en la parte delantera de la casa, en el cuarto piso, al principio del pasillo estaba abierta, con la puerta de par en par. Esta habitación estaba llena de camas viejas, cajas y cosas parecidas. Fue cuidadosamente registrada. No hubo ningún rincón ni ningún centímetro de la casa que no fuera cuidadosamente registrado. Se pasaron escobas arriba y abajo de la chimenea. La casa era un edificio de cuarto piso, con buhardillas (mansardes). Una trampilla en el techo estaba claveteada muy firmemente, y no parecía haber sido abierta desde hacía años. El tiempo transcurrido entre oír las voces discutiendo y forzar la puerta de la habitación variaba según los testigos. Algunos lo hacían tan corto como tres minutos, algunos tan largos como cinco. La puerta fue abierta sin dificultad.
"Alfonso García, empresario de pompas fúnebres, declara que reside en la rue Morgue. Es natural de España. Fue uno de los miembros del grupo que entró en la casa. No fue escaleras arriba. Es muy nervioso y tenía aprensión ante las consecuencias de toda aquella agitación. Oyó las voces discutiendo. La voz más baja era la de un francés. No pudo distinguir lo que decía. La voz más aguda era la de un inglés, está seguro de ello. No comprende el inglés pero puede deducirlo por la entonación.
"Alberto Montani, pastelero, declara que estaba entre los primeros que subieron la escalera. Oyó las voces en cuestión. La más baja era la de un francés. Distinguió varias palabras, el que hablaba parecía estar reprendiendo. No pudo distinguir ninguna palabra de la voz más aguda. Hablaba de una forma rápida y desigual. Cree que era la de un ruso. Corrobora el testimonio general. Es italiano. Nunca ha conversado con un ruso.
"Varios testigos, llamados de nuevo, han ratificado que las chimeneas de todas las habitaciones del cuarto piso eran demasiado estrechas como para permitir el paso de un ser humano. Por "escobas" con las que fueron investigadas las chimeneas se refieren a esos cepillos cilíndricos con mango como los utilizados por los deshollinadores. Esos cepillos fueron pasados arriba y abajo por todos los humeros de la casa. No hay ningún pasillo posterior por el cual alguien hubiera podido descender mientras el grupo subía por las escaleras. El cuerpo de mademoiselle L'Espanaye estaba tan firmemente encajado en la chimenea que no pudo ser bajado hasta que cuatro o cinco miembros del grupo unieron sus fuerzas.
"Paul Dumas, médico, declara que hacia el amanecer fue llamado para examinar los cadáveres. Por aquel entonces ambos estaban tendidos en el entramado del cuero del armazón de la cama en la habitación donde fue hallada mademoiselle L. El cadáver de la joven dama estaba muy arañado y lleno de contusiones. El hecho de que hubiera sido encajado chimenea arriba era suficiente para explicar este aspecto. La garganta estaba enormemente escoriada. Había varios profundos arañazos justo debajo de la barbilla, junto con una serie de puntos lívidos que evidentemente eran la impresión de unos dedos. El rostro estaba terriblemente descolorido y los ojos desorbitados. Se había mordido parcialmente la lengua. Se descubrió una gran contusión sobre la boca del estómago, producida al parecer por la presión de una rodilla. En opinión de monsieur Dumas, a mademoiselle L'Espanaye la había estrangulado hasta morir alguna persona o personas desconocidas. El cadáver de la madre estaba horriblemente mutilado. Todos los huesos de la pierna y el brazo derecho estaban más o menos rotos. La tibia izquierda estaba astillada, así como todas las costillas del lado izquierdo. Todo el cuerpo estaba terriblemente descolorido y lleno de contusiones. No era posible decir cómo habían sido infligidas las heridas. Un pesado garrote de madera o una ancha barra de hierro, una silla, cualquier arma grande, pesada y robusta podría haber producido estos resultados, manejada por las manos de un hombre muy poderoso. Ninguna mujer hubiera podido infligir los golpes con ninguna de estas armas. La cabeza de la fallecida, cuando fue vista por los testigos estaba enormemente separada del cuerpo y también enormemente destrozada. Evidentemente la garganta había sido cortada con un instrumento muy afilado. probablemente con una navaja.
"Alexandre Étienne, cirujano, fue llamado junto con monsieur Dumas para examinar los cadáveres. Corrobora el testimonio y las opiniones de monsieur Dumas.
"No pudo averiguarse nada más de importancia, aunque fueron interrogadas varias personas más. Nunca se había cometido en París un asesinato tan misterioso y tan desconcertante en todos sus particulares, si de hecho se trataba de un asesinato. La policía se halla totalmente desconcertada, algo realmente raro en asuntos de esta naturaleza. No existe ni la más remota sombra de una pista."
Continúa...
Edgar Allan Poe - Narraciones extraordinarias

viernes, 12 de diciembre de 2008

El rey Arturo y sus caballeros - Merlín (II)

Se prepararon, montaron a caballo y partieron. Pero el duque, desde las murallas del castillo de Terrabil, vio que el rey Uther se alejaba de las filas de los sitiadores y, enterado de que las fuerzas del rey no tenían quien las capitaneara aguardó la caída de la noche para atacar con todas sus mesnadas desde las puertas del castillo. El duque murió en el combate, unas tres horas antes de la llegada del rey a Tintagel.
Mientras Uther, Merlín y sir Ulfius cabalgaban hacia el mar a través de las tinieblas rasgadas por la luna, la niebla flotaba imprecisa sobre las ciénagas como una turba de tenues fantasmas envueltos en ropas vaporosas. Esa amorfa multitud los escoltaba y las formas de los jinetes eran tan cambiantes como las imágenes dibujadas por las nubes. Cuando llegaron a las puertas de Tintagel erguido sobre un peñasco abrupto y filoso asomando al rumoroso mar los centinelas saludaron a las conocidas figuras del duque sir Brastias y sir Jordanus, dos de sus hombres de confianza. Y en los penumbrosos pasadizos del castillo, lady Igraine acogió a su esposo y puntualmente lo condujo a su cámara. Entonces el rey Uther yació con Igraine y esa noche ella concibió un niño. Cuando llegó el día Merlín se presentó tal como lo había prometido y bajo la brumosa luz Uther besó a Igraine y se apresuró a partir. Los centinelas somnolientos abrieron las puertas a su presunto señor y sus acompañantes y los tres se perdieron en las nieblas del amanecer.
Y más tarde, cuando Igraine tuvo noticia de que su esposo había muerto, y de que ya estaba muerto cuando su imagen vino a yacer con ella, le invadió la consternación y quedó tristemente perpleja. Pero ahora estaba sola y atemorizada, y lloró a su señor en privado y no hizo comentario alguno.
Muerto el duque, no se justificaba la guerra y los barones del rey le suplicaron que hiciera las paces con lady Igraine. El rey sonrió para sus adentros y se dejó persuadir. Solicitó a sir Ulfius que gestionara un encuentro, y la dama y el rey no tardaron en reunirse. Entonces sir Ulfius habló a los barones en presencia del rey y de Igraine.
- ¿Qué motivo de disputa hay aquí? -declaró-.
Nuestro rey es un caballero fuerte y fogoso y no tiene mujer: mi señora Igraine es discreta y hermosa... -Hizo una pausa y luego prosiguió-, y libre de contraer matrimonio. Sería una alegría para todos nosotros que el rey consintiera en convertir a Igraine en su reina.
Entonces los barones vocearon su consentimiento y urgieron al rey a realizar este acto. Y Uther siendo un fogoso caballero consintió que lo persuadieran. Y con apresuramiento y alegría y júbilo se casaron por la mañana.
Igraine tenía tres hijas del duque y, por voluntad y sugerencia de Uther, cundió la fiebre nupcial. El rey Lot de Lothian y Orkney desposó a la hija mayor, Margawse, y el rey Nentres de Garlot casó con la segunda hija, Elaine. La tercera hija de Igraine, Morgan le Fay, era demasiado joven para el matrimonio. La internaron en un convento para que la educasen, y allí aprendió tanto de magia y nigromancia que se convirtió en una experta en dichos arcanos.
Luego, al cabo de medio año, la reina Igraine engrosó del niño que estaba por nacer. Y esa noche, cuando Uther yacía junto a ella, puso a prueba su lealtad y su inocencia. Le preguntó por la fe que le debía, quién era el padre de su hijo. La reina, profundamente consternada vaciló en responder: - No desfallezcas- dijo Uther-. Dime solo la verdad, sea cual fuere, y te amaré más que antes por ello.
- Señor -dijo Igraine-. Por cierto te diré la verdad, bien que yo no la comprendo. Durante la noche en que murió mi esposo, y después que él fue muerto en batalla, si no mienten los informes de sus caballeros, se introdujo en mi castillo de Tintagel un hombre exactamente igual a mi esposo en su habla y figura, así como en otras cualidades. Y con él venían dos de sus caballeros, de mí conocidos: sir Brastias y sir Jordanus. De modo que me acosté con él según cumplía hacerlo con mi señor y esa noche, lo juro por Dios, concebí este niño. Estoy perpleja, mi señor, pues no puede haber sido el duque y no comprendo otra cosa que esto.
Uther quedó satisfecho al comprobar la sinceridad de la reina.
- Ésa es la verdad -exclamó-. Es tal como dices. Pues fui yo mismo quien llegó a ti con la figura de tu esposo por obra de los secretos artificios de Merlín. Por lo tanto, renuncia a tu perplejidad y tus temores pues yo soy el padre de tu hijo.
Y la reina se sosegó pues ese enigma la había perturbado profundamente.
Al poco tiempo Merlín se presentó ante el rey diciéndole: -Señor, el momento se acerca. Debemos planear la entrega de tu hijo cuando nazca.
- Recuerdo mi promesa -dijo Uther-. Todo se hará según tus consejos.
- Propongo pues a uno de tus señores -dijo entonces Merlín-, un hombre fiel y honorable. Se llama sir Ector y posee tierras y castillos en muchas partes de Inglaterra y Gales. Haz que este hombre se presente ante ti. Y si te satisface, requiérele que ponga a su hijo al cuidado de otra mujer para que su esposa pueda amamantar al tuyo. Y cuando nazca tu hijo debe serme entregado según me prometiste, sin bautizar y sin nombrar. Y yo lo llevaré secretamente a sir Ector.
Cuando sir Ector se presentó ante Uther le prometió hacerse cargo del niño, y a causa de esto el rey le dio por recompensa vastas heredades.
Y cuando la reina Igraine dio a luz, el rey ordenó a los caballeros y a dos damas que envolvieran al niño en tela de oro y lo sacaran por una poterna para entregárselo a un pobre hombre que aguardaba a las puertas.
Así el niño le fue entregado a Merlín, quien se lo llevó a sir Ector, cuya esposa le dio de mamar de su propio pecho. Luego Merlín trajo un sacerdote para bautizar al niño a quien llamaron Arturo.
A los dos años del nacimiento de Arturo un mal implacable se abatió sobre Uther Pendragon. Entonces, viendo la impotencia del rey, sus enemigos saquearon el reino y derribaron a sus caballeros y mataron a muchos de sus hombres. Y Merlín despachó un mensaje al rey, urgiéndolo con aspereza: "No tienes derecho a yacer en tu cama, sea cual fuere tu enfermedad. Debes salir a batallar al frente de tus hombres, aunque debas hacerlo tendido sobre una litera, pues tus enemigos nunca serán derrotados hasta que tú mismo le hagas frente. Sólo entonces obtendrás la victoria."
Continúa...
John Steinbeck, El rey Arturo y sus caballeros

jueves, 11 de diciembre de 2008

La taberna de la Historia (VII)


Por qué Castilla


Colón se explicó de esta manera:

Llegué a la convicción de que podría llegarse al Oriente saliendo hacia el Occidente. La tierra era esférica y lo había dicho el maestro Toscanelli. Tenía un dato cierto de quien había llegado al otro lado. Solo necesitaba encontrar la república o el rey que se prestara a correr el riesgo con las naves. No pasó por mi imaginación en un principio, Castilla. Lo natural sería cualquier nación marinera. Las repúblicas italianas habían sido las primeras en arruinarse cuando los turcos cerraron el camino de la canela, la pimienta y las perlas. Venecia lo había perdido todo. Florencia ya no pudo vestir de seda. Génova vio caer uno a uno sus mercados en Pera, Quíos, Caffa, Trípoli, Siria... Tenté interesar a los genoveses sin éxito. La fatalidad me había llevado a Portugal, náufrago. Entonces hube de refugiarme en Lisboa. Llegué así a la escuela de navegantes del mundo. Don Enrique había dado increíble impulso a las expediciones que buscaban el camino de las Indias doblando la punta del continente africano. Me nació una pasión aventurera. Leí los libros que orientaron mi vida: Marco Polo, Pedro Alliaco, Piccolomini. Conocí el almanaque de Zacuto. Y a Felipa de los Perestrello. Tenía éxito entre las mujeres. Era bien parado, pelirrojo y misterioso. Felipa vino a ser mi mujer. Vi con desdén a los mareantes que pensaban en el largo camino del cabo de la Buena Esperanza, cuando yo podría reducir la mitad del viaje yendo en derechura al Japón a través del Atlántico. Propuse esta manera de hacer las cosas al revés. Me traicionaba cierta altivez al presentar proyectos que los portugueses creían estaban mejor estudiados por sus pilotos. En Lisboa estaba Bartolomé, mi hermano, que comerciaba en libros y mapas, y hacía sus propias cartas geográficas... Con él pensamos convencer a otros soberanos. Al rey de Francia, con más costas sobre el Atlántico que Portugal, y ya el reino de mayor prestigio. O al rey de Inglaterra, destinada a ser la potencia de todos los mares. No se hizo nada. Un impulso misterioso me hizo volver los ojos a Castilla...

Un reino que llevaba siglos de luchar con los moros sin caudillaje en el mar ¿qué? Designios de Dios... La guerra de los siete siglos iba a terminar, y frente a Granada vencida habría de celebrarse la última entrevista de Isabel y Fernando, mis soberanos, con el rey moro vencido y la firma de las capitulaciones para mi viaje a las Indias. Isabel era entrada en los cuarenta y se desempeñaba en este final de la guerra como la Juana de Arco sensacional. Le caí bien. Tenía yo su misma edad y una arrogancia parecida. Le conté mi secreto sobre el náufrago que me había hecho el relato a la otra orilla y me di cuenta de que valía más una mujer que no haya leído a Ptolomeo que los sabios de Salamanca o los reyes de Francia o Inglaterra. Lo que pudo darle a Portugal el señorío de todos los mares sacó de la nada a Castilla la patrona del océano. Y pasó lo que luego se ha visto. Que durante un siglo no hubo colonias que decoraran un imperio en el Nuevo Mundo sino las de Castilla. Puede decirse que todo fue América española en los primeros cien años. Portugal mismo se quedó en los bordes de Sudamérica. Es lo que he venido a saber, regresando de ultratumba. Lo que yo puedo contar de mí mismo es que el origen de este vuelco de la Historia hay que buscarlo en los coloquios que tuvieron en Santa Fe cuando, a la sombra del rey moro caído nació la travesía del Atlántico.

Parece excesivo que hubiera exigido yo el título de Almirante del mar Océano y virrey de las Nuevas Tierras. Pero ¿no iba a dar a los reyes, mis amos y señores, más tierras y mares e islas y ríos y naciones que todo cuanto hasta entonces eran los dominios de Castilla? ¿No a llenar sus bolsas exhaustas de oro? ¿No traería perlas en zurrones y esclavos y cargamentos de palo brasil? ¿No a entregarles lo que nunca habían soñado cuando todo era cuitas en palacio? ¿No me lo dijo el mismo Dios de nostros, los cristianos, cuando me vio tan afligido y con más lágrimas que agua tiene un río saliendo de mis ojos sin consuelo?


Continúa...

Germán Arciniegas, La taberna de la Historia

El viejo y el mar (VII)


El muchacho salió. Habían comido sin luz en la mesa y el viejo se quitó los pantalones y se fue a la cama a oscuras. Enrolló los pantalones para hacer una almohada poniendo el periódico dentro de ellos. Se envolvió en la frazada y durmió sobre los otros periódicos viejos que cubrían los muelles de la cama. Se quedó dormido enseguida y soñó con África en la época en que era un muchacho y con las largas playas doradas y las playas blancas, tan blancas que lastimaban los ojos y los altos promontorios y las grandes montañas paradas. Vivía entonces todas las noches a lo largo de aquella costa y en sus sueños sentía el rugido de las olas contra la rompiente y veía venir a través de ellas los botes de los nativos. Sentía el olor a brea y estopa de la cubierta mientras dormía y sentía el olor de África que la brisa de la tierra traía por la mañana.

Generalmente, cuando olía la brisa de tierra despertaba y se vestía y se iba a despertar al muchacho. Pero esta noche el olor de la brisa de tierra vino muy temprano y él sabía que era demasiado temprano en su sueño y siguió soñando para ver los blancos picos de las islas que se levantaban del mar y luego soñó con los diferentes puertos de las islas Canarias.

No soñaba ya con tormentas ni con mujeres ni con grandes acontecimientos ni con grandes peces ni con peleas ni con competencias de fuerza ni con su esposa. Solo soñaba ya con los lugares y con los leones en la playa. Jugaban como gatitos a la luz del crepúsculo y él les tenía cariño lo mismo que al muchacho. No soñaba jamás con el muchacho. Simplemente despertaba, miraba por la puerta abierta a la luna y desenrollaba sus pantalones y se los ponía. Orinaba junto a la choza y luego subía por el camino a despertar al muchacho. Temblaba con el frío de la mañana pero sabía que temblando se calentaría y que pronto estaría remando.

La puerta de la casa donde vivía el muchacho no estaba cerrada con llave; la abrió con sigilo y entró descalzo. El muchacho estaba dormido en un catre en el primer cuarto y el viejo podía verlo claramente a la luz de la luna moribunda. Le cogió nuevamente un pie y lo apretó hasta que el muchacho despertó y se volvió y lo miró. El viejo le hizo una seña con la cabeza y el muchacho cogió sus pantalones de la silla junto a la cama y sentándose en ella se los puso.

El viejo salió afuera y el muchacho vino tras él. Estaba soñoliento y el viejo le echó el brazo sobre los hombros y dijo:

- Lo siento.

- Qué va- dijo el muchacho-. Es lo que debe hacer un hombre.

Marcharon camino abajo hasta la cabaña del viejo; y a lo largo de todo el camino en la oscuridad se veían hombres descalzos portando los mástiles de sus botes.

Cuando llegaron a la choza del viejo el muchacho cogió los rollos de sedal de la cesta, el arpón y el bichero, y el viejo llevó el mástil con la vela arrollada al hombro.

- ¿Quiere usted café?- preguntó el muchacho.

- Pondremos el aparejo en el bote y luego tomaremos un poco.

Tomaron café en latas de leche condensada en un puesto que abría temprano y servía a los pescadores.

- ¿Qué tal ha dormido viejo?- preguntó el muchacho.

Ahora estaba despertando aunque todavía le era difícil dejar un sueño.

- Muy bien, Mamolín -dijo el viejo-. Hoy me siento confiado.

- Lo mismo yo -dijo el muchacho-. Ahora voy a buscar sus sardinas y las mías, y sus carnadas frescas. El dueño trae él mismo nuestro aparejo. No quiere nunca que nadie lleve nada.

- Somos diferentes -dijo el viejo-. Yo te dejaba llevar las cosas cuando tenía cinco años.

- Lo sé -dijo el muchacho-. Vuelvo enseguida. Tome otro café. Aquí tenemos crédito.

Salió, descalzo, por las rocas de coral hasta la nevera donde se guardaban las carnadas.

El viejo tomó lentamente su café. Era lo único que tomaría en todo el día y sabía que debía tomarlo. Hacía mucho tiempo que le mortificaba comer y jamás se llevaba almuerzo.

Tenía una botella de agua en la proa de la barca y esto era lo único que necesitaba para todo el día.

El muchacho estaba de vuelta con las sardinas y las dos carnadas envueltas en un periódico y bajaron por la vereda hasta la barca sintiendo la arena con piedrecitas bajo los pies, y levantaron la barca y la empujaron al agua.


- Buena suerte, viejo.


- Buenas suerte- dijo el viejo.


Ajustó las amarras de los remos a los toletes y echándose adelante con los remos empezó a remar, saliendo del puerto en la oscuridad. Había otros botes de otras playas que salían a la mar y el viejo sentía sumergirse las palas de los remos y empujar aunque no podía verlos ahora que la luna se había ocultado detrás de las lomas.


A veces alguien hablaba en un bote. Pero en su mayoría los botes iban en silencio, salvo por el rumor de los remos. Se desplegaron después de haber salido de la barca del puerto y cada uno se dirigió hacia aquella parte del océano donde esperaba encontrar peces. El viejo sabía que se alejaría mucho de la costa y dejó atrás el olor a tierra y entró remando en el limpio olor matinal del océano. Vio la fosforescencia de los sargazos en el agua mientras remaba sobre aquella parte del océano que los pescadores llamaban el gran hoyo porque se producía una súbita ondonada de 700 brazas donde se congregaba toda suerte de peces debido al remolino que hacía la corriente contra las escabrosas paredes del lecho del océano. Había aquí concentraciones de camarones y peces de carnada y a veces bandadas de calamares en los hoyos más profundos y de noche se levantaban a la superficie donde todos los peces merodeadores se cebaban en ellos.


En la oscuridad el viejo podía sentir como venía la mañana y mientras remaba oía el tembloroso rumor de los peces voladores que salían del agua y el siseo que sus rígidas alas hacían surcando el aire en la oscuridad. Sentía una gran atracción por los peces voladores que eran sus principales amigos en el océano. Sentía compasión por la aves especialmente las pequeñas, delicadas y oscuras golondrinas de mar que andaban siempre volando y buscando y casi nunca encontraban, y pensó: las aves llevan una vida más dura que nosotros salvo las de rapiña y las grandes y fuertes. ¿Por qué habrán hecho pájaros tan delicados y tan finos como esas golondrinas de mar cuando el océano es capaz de tanta crueldad? La mar es dulce y hermosa. Pero puede ser cruel y se encoleriza tan súbitamente y esos pájaros que vuelan picando y cazando, con sus tristes vocecillas, son demasiado delicados para la mar.


Decía siempre la mar. Así es como le dicen en español cuando la quieren. A veces los que la quieren hablan mal de ella, pero lo hacen siempre como si fuera una mujer. Algunos de los pescadores más jóvenes, los que usaban boyas y flotadores para sus sedales y tenían botes de motor comprados cuando los hígados de tiburón se cotizaban alto empleaban el artículo masculino, lo llamaban el mar. Hablaban del mar como de un contendiente o un lugar, o incluso un enemigo. Pero el viejo lo concebía siempre como perteneciente al género femenino y como algo que concedía o negaba grandes favores, y si hacía cosas perversas y terribles era porque no podía evitarlo. La luna, pensaba, le afectaba lo mismo que a una mujer.


Remaba firme y seguidamente no le costaba un esfuerzo excesivo porque se mantenía en su límite de velocidad y la superficie del océano era plana, salvo por los ocasionales remolinos de la corriente. Dejaba que la corriente hiciera un tercio de su trabajo y cuando comenzó a clarear vio que se hallaba ya lejos de lo que había esperado estar a esa hora.



(Continúa...)


Ernest Hemingway, El viejo y el mar

miércoles, 10 de diciembre de 2008

Animula, Vagula, Blandula (VII)

Por lo demás la enfermedad y la vejez tienen también sus prodigios, y reciben del sueño otras formas de bendición. Hace un año después de un día especialmente fatigoso en Roma conocí una de esas treguas en las que el agotamiento de las fuerzas provocaba los mismos milagros -u otros, mejor- que las inagotables reservas de antaño. Voy poco a la capital: una vez en ella trato de hacer lo más posible. Aquella jornada había sido desagradablemente abrumadora: a una sesión del senado siguió otra en el tribunal, y una interminable discusión con uno de los cuestores; vino luego una ceremonia religiosa que no se podía abreviar y sobre la cual caía la lluvia. Yo mismo no había reunido, ordenado esas diferentes actividades para dejar entre una y otra el menor tiempo posible a las importunidades y a las adulaciones inútiles. El retorno fue uno de mis últimos viajes a caballo. Llegué enfermo y hastiado a la villa, sintiendo el frío que solo se siente cuando la sangre se rehúsa y deja de actuar en nuestras arterias. Celer y Chabrías se afanaban, pero la solicitud puede llegar a fatigar aun cuando sea sincera. Ya en mis aposentos, tragué unas cucharadas de una tisana caliente que preparaba yo mismo no por sospecha, como algunos se figuran sino porque así me doy el lujo de estar solo. Me acosté: el sueño parecía tan alejado de mí como la salud, como la juventud y la fuerza. Me adormecí. El reloj de arena me probó que apenas había llegado a dormir una hora. A mi edad un breve sopor equivale a los sueños que en otros tiempos abarcaban una semirrevolución de los astros; mi tiempo está medido ahora por unidades mucho más pequeñas. Pero una hora había bastado para cumplir el humilde y sorprendente prodigio: el calor de mi sangre calentaba mis manos; mi corazón, mis pulmones, volvían a funcionar con una especie de buena voluntad; la vida fluía como un manantial poco abundante pero fiel. En tan poco tiempo, el sueño había reparado mis excesos de virtud con la misma imparcialidad que hubiera aplicado en reparar los de mis vicios. Pues la divinidad del gran restaurador lo lleva a ejercer sus beneficios en el durmiente sin tenerlo en cuenta, así como el agua cargada de poderes curativos no se inquieta para nada de quien bebe en la fuente.
Si pensamos tan poco en un fenómeno que absorbe por lo menos un tercio de toda la vida, se debe a que hace falta cierta modestia para apreciar sus bondades. Dormidos, Cayo Calígula y Arístices el Justo se equivalen; yo no me distingo del servidor negro que duerme atravesado en mi umbral. ¿Qué es el insomnio sino la obstinación maníaca de nuestra inteligencia en fabricar pensamientos, razonamientos, silogismos y definiciones que le pertenezcan plenamente, qué es sino su negativa de abdicar en favor de la divina estupidez de los ojos cerrados o de la sabia locura de los ensueños? El hombre que no duerme -y demasiadas ocasiones tengo de comprobarlo en mí desde hace meses- se rehúsa con mayor o menor conciencia a confiar en el flujo de las cosas. Hermano de la Muerte... Isócrates se engañaba y su frase no es más que una amplificación de retórico. Empiezo a conocer a la muerte; tiene otros secretos, aun más ajenos a nuestra actual condición de hombres. Y sin embargo, tan entretejidos y profundos son estos misterios de ausencia y de olvido parcial, que sentimos duramente confluir en alguna parte la fuente blanca y la fuente sombría. Nunca me gustó mirar dormir a los seres que amaba; descansaban de mí, lo sé; y también se me escapaban. Todo hombre se avergüenza de su rostro contaminado de sueño. Cuántas veces, al levantarme temprano para estudiar o leer, ordené con mis manos las almohadas revueltas, las mantas en desorden, evidencias casi obscenas de nuestros encuentros con la nada, pruebas de que cada noche dejamos de ser...
Comenzada para informarle de los progresos de mi mal esta carta se ha convertido poco a poco en el esparcimiento de un hombre que ya no tiene la energía necesaria para ocuparse en detalle de los negocios del estado, meditación escrita de un enfermo que da audiencia a sus recuerdos. Ahora me propongo más: tengo intención de contarle mi vida. Como correspondía, el año pasado preparé un informe especial sobre mis actos en cuyo encabezamiento estampó su nombre mi secretario Flegón. He mentido allí lo menos posible; de todas maneras, el interés público y la decencia me forzaron a reajustar ciertos hechos. La verdad que quiero exponer aquí no es particularmente escandalosa, o bien lo es en la medida en que toda verdad es escándalo. Lejos de mí esperar que tus 17 años comprendan algo de esto. Sin embargo, me propongo instruirte, y aun desagradarte. Tus preceptores elegidos por mí, te han impartido una educación severa, celosa, quizá demasiado aislada de la cual en suma espero un gran bien para ti y para el estado. Te ofrezco, como correctivo un relato libre de ideas preconcebidas y principios abstractos extraídos de la experiencia de un solo hombre: yo mismo. Cuento con este examen de hechos para definirme, quizá para juzgarme o por lo menos para conocerme mejor antes de morir.
Como todo al mundo, solo tengo a mi servicio tres medios para evaluar la existencia humana: el estudio de mí mismo, que es el más difícil y peligroso, pero también el más fecundo de los métodos; la observación de los hombres, que logran casi siempre ocultarnos sus secretos o hacernos creer que los tienen; y los libros, con los errores particulares de perspectivas que nacen entre sus líneas. He leído casi todo lo que han escrito nuestros historiadores, nuestros poetas y aun nuestros narradores, aunque se acuse a estos últimos de frivolidad; quizás les debo más informaciones de las que pude recoger en las muy variadas situaciones de mi propia vida. La palabra escrita me enseñó a escuchar la voz humana, un poco como las grandes actitudes inmóviles de las estatuas me enseñaron a apreciar los gestos. En cambio, y posteriormente, la vida me aclaró los libros.
Continúa...
Marguerite Yourcenar, Memorias de Adriano

martes, 9 de diciembre de 2008

Introducción general al estudio de las doctrinas hindúes (VI)

El prejuicio clásico
Hemos indicado ya lo que entendemos por el "prejuicio clásico": es propiamente el prejuicio de atribuir a los griegos y a los romanos el origen de toda civilización. No se puede en el fondo encontrar en él más razón que esta: los occidentales, porque su propia civilización no remonta en efecto más allá de la época greco-romana y se deriva de ella casi por completo, se imaginan que así ha debido ser por doquiera, y les cuesta trabajo concebir la existencia de civilizaciones muy diferentes y de origen mucho más antiguo; se podría decir que son, intelectualmente, incapaces de franquear el Mediterráneo. Por lo demás, el hábito de hablar de la "civilización" de una manera absoluta, contribuye también en una amplia medida para mantener este prejuicio: la "civilización", entendida así y suponiéndosela única, es algo que no ha existido nunca; en realidad, ha habido siempre y hay todavía "civilizaciones". La civilización occidental con sus caracteres especiales, es simplemente una civilización entre otras, y lo que se llama pomposamente "la evolución de la civilización" no es más que el desarrollo de esta civilización particualar desde sus orígenes relativamente recientes, desarrollo que por otra parte está muy lejos de haber sido siempre "progresivo" de manera regular y sobre todos los puntos: lo que antes dijimos del pretendido Renacimiento y de sus consecuencias podría servir aquí como ejemplo muy claro de una regresión intelectual que no ha hecho más que agravarse hasta nosotros.
Para el que quiera examinar las cosas con imparcialidad, es manifiesto que los griegos tomaron realmente casi todo a los orientales, por lo menos desde el punto de vista intelectual, como ellos mismos lo confesaron a menudo; por mentirosos que hayan podido ser siquiera no mintieron en este punto, y por otra parte no tenían ningún interés en ello, todo lo contrario. Su única originalidad, dijimos antes, reside en la manera como expusieron las cosas, según la facultad de adaptación que no se les puede negar, pero que necesariamente se encuentra limitada a la medida de su comprensión; es pues, en suma, una originalidad de orden puramente dialéctico. En efecto, los modos de razonamiento, que se derivan de los modos generales del pensamiento y sirven para formularlos son distintos entre los griegos los orientales; hay que tener siempre cuidado cuando se señalan ciertas analogías, por lo demás reales, como la del silogismo griego, por ejemplo, con lo que se ha llamado con más o menos exactitud el silogismo hindú. Ni siquiera se puede decir que el razonamiento griego se distingue por un rigor particular; no parece más riguroso que los demás excepto a quienes lo frecuentan de modo exclusivo, y esta apariencia solo proviene de que se encierra siempre en un dominio más restringido, más limitado, y por lo tanto mejor definido. Lo que verdaderamente es propio de los griegos, en cambio, pero no muy en su favor, es cierta sutileza dialéctica de la que los Diálogos de Platón ofrecen numerosos ejemplos, y donde se ve la necesidad de examinar indefinidamente una misma cuestión bajo todas sus fases, tomándola por los aspectos más pequeños, y para terminar en una conclusión más o menos insignificante; hay que creer que los modernos, en Occidente, no son los primeros en estar afectados de "miopía intelectual".
No hay motivo quizá, después de todo, para reprochar más de lo debido a los griegos el que hayan disminuido el campo del pensamiento humano como lo hicieron, por una parte, esta fue una consecuencia inevitable de su constitución mental, de la que no se les puede considerar responsables, y por otra, de esta manera pusieron por lo menos al alcance de una parte de la Humanidad algunos conocimientos que, de otro modo, corrían peligro de serle completamente extraños. Es fácil darse cuenta de esto al ver de lo que son capaces, en nuestros días, los occidentales que se encuentran en presencia de ciertas concepciones orientales, y que tratan de interpretarlas conforme a su propia mentalidad: todo lo que no pueden reducir a formas "clásicas" se les escapa totalmente y todo lo que reducen a ellas más o menos bien está por lo mismo, desfigurado a un grado tal que lo hacen inconocible.
El pretendido "milagro griego", como lo llaman sus admiradores entusiastas, se reduce en suma a muy poca cosa, o por lo menos, en lo que implica un cambio profundo, este cambio es una decadencia: en la individualización de las concepciones, la sustitución de lo racional a lo intelectual puro, del punto de vista científico y filosófico al punto de vista metafísico. Poco importa por lo demás, que los griegos hayan sabido mejor que otros dar a ciertos conocimientos un carácter práctico, o que hayan sacado de ellos consecuencias con este carácter, cuando no lo habían hecho los que los precedieron; hasta es permitido pensar que así dieron al conocimiento un fin menos puro y menos desinteresado porque el sesgo de su espíritu no les permitió mantenerse sino con dificultad y como por excepción en el dominio de los principios. Esta tendencia "práctica", en el sentido más común de la palabra, es una de las que se debía ir acentuando en el desarrollo de la civilización occidental y predomina ostensiblemente en la época moderna; no se puede hacer una excepción a este respecto sino en favor de la Edad Media mucho más orientada hacia la especulación pura.
De una manera general, los occidentales son, por naturaleza muy poco metafísicos: la comparación de sus lenguas con las de los orientales suministraría por sí sola una prueba suficiente, si los filólogos fueran capaces de discernir realmente el espíritu de las lenguas que estudian. En cambio, los orientales tienen una tendencia muy marcada a desinteresarse de las aplicaciones, y esto se comprende sin dificultad, porque cualquiera que se interese esencialmente en el conocimiento de los principios universales, sólo sentirá un interés muy mediocre por las ciencias especiales, y cuando más puede concederles una curiosidad pasajera, insuficiente en toda caso para provocar numerosos descubrimientos en este orden de ideas. Cuando se sabe, por una certidumbre matemática en cierto modo, y hasta más que matemática, que las cosas no pueden ser distintas de lo que son, se vuelve uno por fuerza desdeñoso de la experiencia, porque la comprobación de un hecho particular, cualquiera que sea, no prueba nunca otra cosa más que la existencia pura y simple de este mismo hecho; cuando mucho tal comprobación puede servir a veces para ilustrar una teoría, a título de ejemplo, pero de ningún modo para probarla y creer lo contrario es una grave ilusión. En estas condiciones, no hay evidentemente lugar para estudiar las ciencias experimentales por ellas mismas, y, desde el punto de vista metafísico no tienen, como el objeto al cual se aplican más que un valor puramente accidental y contingente, muy a menudo no se experimenta pues, ni siquiera la necesidad de extraer las leyes particulares que se podría sin embargo de los principios a título de aplicación especial en tal o cual dominio determinado, si se encontrara que la cosa valía la pena. Se puede comprender ya todo lo que separa el "saber" oriental de la "investigación" occidental pero todavía se asombra uno de que la investigación haya llegado para los occidentales modernos a constituir un fin en sí misma, independientemente de sus resultados posibles.
Otro punto que importa esencialmente notar aquí y que por lo demás se presenta como un corolario de lo que precede, es que nadie ha estado más lejos de los orientales, sin excepción, de tener, como la antigüedad greco-romana, el culto de la naturaleza, ya que la naturaleza nunca ha sido para ellos más que el mundo de las apariencias; sin duda que estas apariencias, tienen también una realidad, pero solo es una realidad transitoria y no permanente, contingente y no universal. Así pues, el "naturalismo" bajo todas las formas de las que es susceptible no puede constituir, a los ojos de los hombres que se podría llamar metafísicos por temperamento, más que una desviación y hasta una verdadera monstruosidad intelectual.
Hay que decir no obstante que los griegos, a pesar de su tendencia al "naturalismo", no llegaron nunca a conceder a la experimentación la importancia excesiva que le atribuyen los modernos; se encuentra en toda la antigüedad, aun occidental, cierto desdén por la experiencia que acaso sería difícil explicar de otra manera, si no es viendo en ella un vestigio de la influencia oriental, porque perdió en parte su razón de ser en los griegos cuyas preocupaciones no eran metafísicas y para los cuales las consideraciones de orden estético ocupaban muy a menudo el lugar de razones más profundas que se les escapaban. Es pues a estas últimas consideraciones a las que se hace intervenir más a menudo en la explicación del hecho de que se trata; pero pensamos que hay allí, por lo menos en el origen algo más. De todos modos, esto no impide que se encuentre ya en los griegos, en cierto sentido, el punto de partida de las ciencias experimentales como las comprenden los modernos, ciencias en las cuales la tendencia "práctica" se une a la tendencia "naturalista", no pudiendo una y otra alcanzar su pleno desarrollo sino en detrimento del pensamiento puro y del conocimiento desinteresado. De manera que, el hecho de que los orientales no se hayan apegado nunca a ciertas ciencias especiales de ningún modo es signo de inferioridad de su parte, hasta es intelectualmente todo lo contrario; esto es, en suma, una consecuencia normal de que su actividad se haya dirigido siempre en otro sentido y hacia un fin por completo diferente. Son precisamente los diversos sentidos en que se puede ejercer la actividad mental del hombre los que imprimen a cada civilización su caracter propio, determinando la dirección fundamental de su desarrollo; y esto es al mismo tiempo lo que da la ilusión del progreso a los que, no conociendo más que una civilización, ven exclusivamente la dirección en la cual se ha desarrollado y creen que es la única posible, sin darse cuenta de que este desarrollo sobre un punto puede ser ampliamente compensado por una regresión sobre otros puntos.
Si se considera el orden intelectual, único esencial en las civilizaciones orientales, hay dos razones por lo menos para que los griegos, bajo este concepto, hayan tomado todo a éstas, esto es, todo lo que vale en sus concepciones: una de estas razones, acerca de la cual hemos insistido más hasta aquí, está tomada de la ineptitud relativa de la mentalidad griega a este respecto; la otra es que la civilización helénica es de fecha mucho más reciente que las principales civilizaciones orientales. Esto es verdad en particular para la India, aunque allí, donde hay ciertas relaciones entre las dos civilizaciones algunos llevan el "prejuicio clásico" hasta afirmar "a priori" que es la prueba de una influencia griega. Sin embargo, si tal influencia intervino realmente en la civilización hindú, no pudo ser sino muy tardía y debió necesariamente ser por completo superficial. Podemos admitir que haya habido, por ejemplo, una influencia de orden artístico, por más que, aun en este punto de vista especial, las concepciones de los hindúes hayan permanecido siempre, en todas las épocas, por completo diferentes de las de los griegos; por otra parte, no se encuentran rastros seguros de una influencia de este género más que en una cierta porción, muy restringida a la vez en el espacio y el tiempo, de la civilización búdica, que no puede ser confundida con la civilización hindú propiamente dicha. Pero esto nos obliga a decir por lo menos algunas palabras sobre lo que pudieron ser, en la antiguüedad, las relaciones entre los pueblos diferentes y más o menos alejados, luego sobre las dificultades que provocan, de manera general, las cuestiones de cronología, tan importantes a los ojos de los partidarios más o menos exclusivos del demasiado famoso "método histórico". (Continúa)
René Guenon, Introducción general al estudio de las doctrinas hindúes

lunes, 1 de diciembre de 2008

Los crímenes de la rue Morgue (VI)

(Ver capítulos anteriores en el interior del blog)


El periódico del día siguiente añadía estos detalles adicionales:

"LA TRAGEDIA DE LA RUE MORGUE.- Se ha investigado a muchas personas con relación a este extraordinario y terrible affaire (la palabra "affaire" todavía no tiene en Francia, esa poca importancia que tiene entre nosotros), pero todavía no ha aparecido nada que arroje alguna luz. A continuación facilitamos los testimonios que se han obtenido hasta el momento.

"Pauline Duvourg, lavandera, declara que conocía a las dos fallecidas desde hacía tres años, durante los que había lavado su ropa. La vieja dama y su hija parecían en buenas relaciones, y sentían un gran afecto la una hacia la otra. Eran excelentes pagadoras. No puede decir nada respecto a su modo o medios de vida. Cree que madame L. decía la buenaventura para ganarse la vida. Tenía fama de poseer algún dinero ahorrado. Nunca encontró a ninguna persona en la casa cuando acudía a buscar la ropa o la devolvía una vez limpia. Está segura de que no tenía ninguna servidumbre empleada. Parecía no haber muebles en ninguna parte del edificio excepto en el cuarto piso."

"Pierre Moreau, estanquero, declara que acostumbraba pequeñas cantidades de tabaco y rapé a madame L' Espanaye desde hacía unos cuatro años. Nació en el vecindario y siempre ha vivido en él. La fallecida y su hija llevaban ocupando la casa en la que fueron hallados los cadáveres desde hacía más de seis años. Anteriormente estaba ocupada por un joyero, que arrendó las habitaciones superiores a varias personas. La casa era propiedad de madame L. Se sentía poco satisfecha con los abusos cometidos por su inquilino así que se trasladó a vivir ella, negándose a alquilar ninguna parte. La vieja dama era un tanto senil. Algunos testigos habían visto la hija unas cinco o seis veces durante los seis años. Ambas vivían una vida completamente retirada; se decía que tenían dinero. Ha oído decir entre los vecinos que madame L. decía la buenaventura... él no lo cree. Nunca ha visto a ninguna persona entrar por su puerta excepto a la vieja dama y su hija, un recadero una o dos veces, y un médico unas ocho o diez veces."Muchas otras personas, vecinos, afirmaban lo mismo. No se sabe de nadie que frecuentara la casa. No se sabe tampoco si madame L. y su hija tenían algún pariente vivo. Los postigos de las ventanas delanteras raras veces estaban abiertos. Los de la parte trasera estaban siempre cerrados. Excepto los de la gran habitación trasera del cuarto piso. Era una buena casa no demasiado vieja.

"Isidore Musét, gendarme, declara que fue llamado a la casa hacia las tres de la madrugada, y halló unas veinte o treinta personas en la puerta, intentando entrar. Finalmente se forzó la puerta con una bayoneta, no con una palanca. Tuvieron pocas dificultades en abrirla, porque era de doble hoja y no estaba anclada ni por arriba ni por abajo. Los chillidos continuaron hasta que fue forzada la puerta..., y entonces cesaron bruscamente. Parecían ser los gritos de alguna persona, o personas, en una gran agonía, eran fuertes y prolongados, no cortos y rápidos. El testigo abrió rápidamente camino escaleras arriba. Al alcanzar el primer piso, oyó dos voces en fuerte y furiosa discusión: una de ellas una voz grave, la otra mucho más aguda, una voz muy extraña. Pudo distinguir algunas palabras de la primera, que era la de un francés. Está seguro de que no se trataba de una voz femenina. Pudo distinguir las palabras "sacré" y "diable". La voz más aguda era de un extranjero. No puede asegurar si era la voz de un hombre o de una mujer. No pudo distinguir lo que decía. Pero cree que el idioma tenía que ser español. El estado de la habitación y de los cuerpos ha sido descrito por este testigo como indicamos ayer.

"Henri Duval, un vecino, de oficio platero, decía que formó parte del grupo que entró primero en la casa. Corrobora en general, el testimonio de Musét. Tan pronto como forzaron la entrada, volvieron a cerrar la puerta para mantener fuera a la gente que se estaba acumulando muy aprisa, pese a lo tarde de la hora. La voz más aguda, cree este testigo, era la de un italiano. Está seguro de que no era francés. No está seguro de que fuera una voz de hombre. Podía ser la de una mujer. No conoce bien el italiano. No pudo distinguir las palabras, pero está convencido por las entonaciones de que quien hablaba lo hacía en italiano. Conocía a madame L. y a su hija. Había conversado con frecuencia con ambas. Está seguro de que la voz aguda no era de ninguna de las dos fallecidas."Odenheimer, restaurador, presentó voluntariamente su testimonio. Puesto que no habla francés fue interrogado mediante un intérprete. Es natural de Amsterdam. Pasaba junto a la casa en el momento de oirse los chillidos. Duraron varios minutos, probablemente diez. Eran largos y fuertes, muy horribles y angustiosos. Fue uno de los que entraron en el edificio. Corrobora las evidencias anteriores en todos los aspectos menos en uno. Está seguro de que la voz aguda era la de un hombre... un francés. No pudo distinguir las palabras pronunciadas. Eran fuertes y rápidas, desiguales, al parecer pronunciadas con miedo además de con furia. La voz era áspera, no tan aguda como áspera. No pueda llamarla una voz aguda. La voz más grave dijo repetidamente "sacré" y "diable" y una vez "mon Dieu".

"Jules Mignaud, banquero, de la firma Mignaud et fils, rue de Lorraine. Es el mayor de los Mignaud. Madame L'Espanaye tenía algunos intereses en su firma. Había abierto una cuenta en su entidad bancaria en la primavera del año... (ocho años antes) Hacía frecuentes depósitos de pequeñas sumas. Nunca había sacado nada hasta tres días antes de su muerte, cuando retiró en persona la suma de cuatro mil francos. Esta suma fue pagada en oro, y un empleado fue enviado a su casa con el dinero."Adolphe Le Bon, empleado de Mignaud et fils, declara que el día en cuestión, hacia mediodía, acompañó a madame L'Espanaye a su residencia con los cuatro mil francos guardados en dos pequeñas bolsas. Una vez abierta la puerta, apareció mademoiselle L. y tomó de sus manos una de las bolsas, mientras que la vieja dama se hacía cargo de la otra. Entonces él saludó con una inclinación de cabeza y se marchó. No vio a ninguna persona en la calle durante todo aquel tiempo. Se trata de una calle apartada, muy solitaria.

Continúa...

Edgar Allan Poe - Narraciones extraordinarias