jueves, 31 de octubre de 2019

El viejo y el mar (XIX)


Me gustaría que se durmiera y poder dormir yo y soñar con los leones, pensó. ¿Por qué, de lo que queda, serán los leones lo principal? No pienses, viejo, se dijo. Reposa dulcemente contra la madera y no pienses en nada. El pez trabaja. Trabaja tú lo menos que puedas.

Estaba ya entrada la tarde y el bote todavía se movía lenta y seguidamente. Pero la brisa del este contribuía ahora a la resistencia del bote y el viejo navegaba suavemente con el leve oleaje y el escozor del sedal en la espalda le era leve y llevadero.

Una vez en la tarde, el sedal empezó a alzarse de nuevo. Pero el pez siguió nadando a un nivel ligeramente más alto. El sol le daba ahora en el brazo y el hombro izquierdo y en la espalda. Por eso sabía que el pez había virado al nordeste.

Ahora que lo había visto una vez, podía imaginárselo nadando en el agua con sus purpurinas aletas pectorales desplegadas como alas y la gran cola erecta tajando la tiniebla. Me pregunto cómo podrá ver a esa profundidad, pensó. Sus ojos son enormes, y un caballo con mucho menos ojo, puede ver en la oscuridad. En otro tiempo yo veía perfectamente en la oscuridad. No en la tiniebla completa. Pero casi como los gatos.

El sol y el continuo movimiento de sus dedos habían librado completamente del calambre la mano izquierda y empezó a pasar más presión a esta mano contrayendo los músculos de su espalda para repartir un poco el escozor del sedal.

-Si no estás cansado, pez -dijo en voz alta-, debes de ser muy extraño.

Se sentía ahora muy cansado y sabía que pronto vendría la noche y trató de pensar en otras cosas. Pensó en las Grandes Ligas. Sabía que los Yankees de Nueva York estaban jugando contra los Tigres de Detroit.

Van dos días que no me entero del resultado de los juegos, pensó. Pero debo tener confianza y debo ser digno del gran Di Maggio, que hace todas las cosas perfectamente, aun con el dolor de la espuela de hueso en el talón. ¿Qué cosa es una espuela de hueso?, se preguntó. Nosotros no las tenemos. ¿Será tan dolorosa como la espuela de un gallo de pelea en el talón de una persona? Creo que no podría soportar eso, ni la pérdida de uno de los ojos, o de los dedos, y seguir peleando como hacen los gallos de pelea. El hombre no es gran cosa al lado de las grandes aves y fieras. Con todo, preferiría ser esa bestia que está allá abajo en la tiniebla del mar.

- Salvo que vengan los tiburones -dijo en voz alta-. Si vienen los tiburones, Dios tenga piedad de él y de mí.

¿Crees tú que el gran Di Maggio seguiría con un pez tanto tiempo como estoy haciendo yo?, pensó. Estoy seguro que sí, y más, puesto que es joven y fuerte. También su padre fue pescador. Pero ¿le dolería demasiado la espuela de hueso?

- No sé -dijo en voz alta-. Nunca he tenido una espuela de hueso.

El sol se estaba poniendo. Para darse más confianza, el viejo recordó aquella vez cuando, en la taberna de Casablanca, había echado un pulso con aquel enorme negro de Cienfuegos que era el hombre más fuerte de los muelles. Habían estado un día y una noche con sus codos sobre una raya de tiza en la mesa, y los antebrazos verticales, y las manos agarradas. Cada uno trataba de abatir la mano del otro contra la mesa. Se hicieron muchas apuestas y la gente entraba y salía del local bajo las luces de queroseno, y él miraba el brazo y la mano del negro y la cara del negro. Cambiaban de árbitro cada cuatro horas, después de las primeras ocho, para que los árbitros pudieran dormir. Por debajo de las uñas de los dedos manaba sangre y se miraban a los ojos y a sus antebrazos y los apostadores entraban y salían del local y se sentaban en altas sillas contra la pared para mirar. Las paredes estaban pintadas de un azul brillante. Eran de madera y las lámparas arrojaban las sombras de los pulseadores contra ellas. La sombra del negro era enorme y se movía contra la pared según la brisa hacía oscilar las lámparas.


Continuará...

Ernest Hemingway, El viejo y el mar (1952)


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