domingo, 24 de noviembre de 2019

Mi testamento filosófico (IX)

De cómo Blaise Pascal vino a mi cabecera a interrogarme sobre mis razones para creer en Dios (VII)


Después de haber hablado así, una vez más cerré los ojos. Entre mis párpados entornados percibía a Pascal, meditando. Esperó a que yo abriera los ojos para declararme:

-Tengo la impresión de que todavía no me ha dado el meollo de su pensamiento. Entréguese un poco más.

Él exageraba. Me irrité. "Estoy fatigado", le dije entonces, tendiéndole la mano. Vaciló en tomarla, pero, sorprendido, se levantó maquinalmente y tomó su sombrero. Sin embargo, en el momento en que por fin iba a estrecharme la mano, retiré vivamente la mía, todavía tendida, lanzando un grito de dolor.

-¡Ay!

- ¿Qué pasa, maestro?

- ¡Me pegó en los dedos! ¡A mí! ¡Es increíble!

- ¿Pero quién?

- Mi ángel guardián. Perfectamente.

-¿Le pega en los dedos?

- Cada vez que voy a hacer una tontería.

- ¡Qué suerte tiene usted!

- ¡Llama a eso suerte! Es una alienación. Un atentado a mi libertad.

- Guitton, ¿no respeta a su ángel guardián?

- Y él me trata de cualquier modo. Fíjese, esto sólo tiene desventajas. Desde que me quejé a mis colegas librepensadores de la Academia, ellos, que veían en mí a un clerical consumado, me miran como a una víctima de la Intolerancia.

- ¿Y eso es verdad?

- Es política.

- ¿Lo informó allá arriba?

- Les pedí cien veces que me dieran otro, pero no quieren saber nada.

- Consuélese. Algún día se hablará del Ángel de Guitton como se habla del demonio de Sócrates.

- ¡Eso no! Sócrates obedecía a su demonio. Yo me niego a escuchar a mi ángel.

- ¿Se niega?

- Me niego.

- ¡Qué lástima!

- Mi dignidad. El demonio de Sócrates se contentaba con retenerlo por la manga. El mío osa golpearme los dedos. Es inadmisible que Dios tolere eso. Con ángeles como éste, Pascal, se fabrican los anticlericales.

- ¿Me puedo quedar, entonces?

- ¿Cómo quiere que haga otra cosa?

Pascal volvió a depositar su sombrero y a sentarse.

...

- ¿Qué opina de Santo Tomás de Aquino?

- Me siento muy tomista. Lamentablemente, los tomistas no me encuentran del todo tomista. ¿Cómo explica eso, mi querido amigo?

- Es como usted conmigo. Usted es muy pascaliano, pero los "pascalizantes" nunca lo encontrarán pascaliano.

- Es verdad. ¿Por qué será?

- Demasiado inventivo. Usted no logrará jamás atenerse a un pensamiento tal cual es. Tiene que repensarlo. Usted lo "guittoniza" todo.

- Pero yo no puedo hacer nada contra eso.

- Yo sería el último en reprochárselo, Guitton. Yo era peor que usted. Continúe hablándome de usted.

- Soy un viejo platónico cristiano, un agustiniano, como se dice. Comienzo por ser más o menos escéptico, como todo el mundo. Luego, comprendo que eso no se sostiene, y que hay verdades, especialmente el yo pienso, yo soy, yo vivo, y las matemáticas, y la biología, etc. Si hay verdades fundadas, hay un criterio absoluto, un fundamento radical de esas verdades. Hay pues una Verdad primera y absoluta. Ser un espíritu es vivir en el seno de esa Verdad, a la luz de esa Verdad, en una vida que es un movimiento perpetuo hacia esa Verdad. Pero lo que no es verdad no existe. La verdad es el ser verdadero. Por lo tanto, esa Verdad primera es el mismo Ser. Y ella es eterna. Todo esto es evidente. Lamentablemente, si basta un minuto para decirlo, hacen falta veinte años de meditación para comprenderlo.

- ¿Evolucionó usted a lo largo de su vida?

- Hasta podría decirse que he variado. En la primera mitad de mi vida, cuando todavía dependía mucho de Bergson, veía en la existencia de la duración la refutación experimental de la concepción panteísta de la eternidad. Pues, si admitimos el panteísmo, como lo hacen Zenón o Spinoza, ya no debe pasar nada. La duración se anula en la eternidad y la necesidad del sistema. Todo está escrito, todo se deduce. Nada podía ser de otro modo. Ahora bien, el tiempo existe y se despliega. Ocurre algo. Por lo tanto, la eternidad no es el sistema, y el panteísmo es falso, pues fracasa en justificar el tiempo. La verdadera eternidad es aquélla de la que habla San Agustín, que se adapta a la libertad humana, a la creación y al tiempo. Ese es el tema mayor de mis dos tesis, en 1935: la grande sobre El tiempo y la eternidad en Plotino y San Agustín, la pequeña sobre La idea de desarrollo en Newton. Es también el tema de mi pequeño libro Justificación del tiempo

- Todo eso está muy claro.

- Para usted, Pascal, para usted. Si yo publicara un día nuestras conversaciones habría que suprimir todo esto.

- ¡Jamás!

- ¡Oh, sí! Créame, Pascal. Yo sé cómo se hace un libro.

- ¿Por qué piensa siempre en el público?

- Es por él por quien vivo.

- Por el contrario, usted habla de una manera que hace pensar que sólo vive para su gloria.

- Si ha venido para ser tan desagradable conmigo como mi ángel guardián...

- Dígame, Guitton, ¿cómo cambió?

- Al principio me hice más tomista. Durante mi cautiverio y después de la guerra acaricié el sueño de renovar el aristotelismo. Eso fue en 1948, con mi libro La existencia temporal. Mi mejor libro. Allí puede decirse que tuve una pizca de genio. Las Éditions Universitaires lo reeditaron. Vea usted la injusticia del mundo. Gané millones y la gran celebridad con un opúsculo de segundo orden, Dios y la ciencia. En cambio, escribí un gran libro, La existencia temporal. Nadie lo leyó cuando salió y se acaba de destruir la reedición. ¡Es increíble!

- El porvenir le hará justicia, Guitton. Dicho esto, Dios y la ciencia no es tan tonto como dicen los celosos. Pero continúe con la historia de sus variaciones.

- Más tarde en mi vida, alrededor de los sesenta años, volví a ser platónico. Podría decirse que me hice más místico, pero no soy suficientemente piadoso para ser un verdadero místico. Pensé que Bergson había descuidado demasiado el tema de la eternidad. Comencé a sentirme más cerca de la eternidad. Tal vez por la proximidad de la muerte, las desilusiones... Mi libro Historia y destino marca, en 1960, un giro de mi pensamiento. Cada vez más, era como si la vida fuera el sueño y el tiempo una ilusión. Era como si toda la duración de un ser se resumiera en un punto indivisible, cuyo tiempo no sería más que su despliegue. Pero la creencia en la libertad me retiene en esa pendiente que me conduciría al panteísmo. No obstante, a veces dudo de la libertad.

- ¿Cómo sale usted de esa duda?

- Dudando. Si yo no fuese libre, no dudaría. En fin, hacia el final de mi vida, las razones físicas cosmológicas han adquirido  más importancia en mi pensamiento.

- ¿Cómo resumir ochenta años de esfuerzos?

- He intentado hacer la síntesis de Bergson, de Aristóteles y de San Agustín, y tengo la sensación de no haberlo logrado.

- Perdóneme por hacerle una pregunta más. ¿Nunca tiene dudas sobre Dios y el destino?

- No, porque las tengo siempre.

- Dubito, ergo Deus est.

- Eso es.

- Tuve razón en venir -dijo Pascal.

Y se levantó.

- ¿Se marcha?

- Ya es hora. Adiós, Guitton.

- Entonces, adiós, Pascal.

Pascal me estrechó la mano y salió, con la cabeza descubierta, olvidando su sombrero.

Se marchó, me dije. Yo estaba contento. Siempre estoy contento cuando la gente se va. Aun cuando la ame; es más fuerte que yo. Quiero la soledad para meditar. ¿Por qué terminó diciendo que había tenido razón en venir? Ese punto me ocupó unos instantes, Luego vi el sombrero sobre el sillón. Y olvidó su sombrero... Tal vez vuelva a buscarlo. No. Sin duda es para que yo no tenga la impresión de haber soñado. ¿Y si hubiera soñado? En todo caso, por una vez no habría tenido un sueño idiota.

Entonces, entró Marzena, más descompuesta todavía.

- ¡Maestro! ¡Maestro!

- ¿Qué pasa?

- ¡Maestro, esto continúa!

- ¿Qué es lo que continúa?

Estalló en sollozos.

- ¡Maestro, me vuelvo loca!

- No es grave. O más bien, sí, porque la necesito para saber si yo no me volví loco. Dígame, ¿qué hay sobre ese sillón?

- ¿Usted cree que estoy enferma, verdad?

- En nombre del Cielo, Marzena, respóndame. ¿Qué ve sobre ese sillón?

- ¡Un sombrero! ¡Horror! ¡Y seguramente no hay un sombrero! ¡Se lo dije, me vuelvo loca!

- ¡Pero sí, hay un sombrero! ¿De qué época es, en su opinión?

- De la de los mosqueteros. Es el de Monsieur Pascal. Lo olvidó.

- Entonces, si yo estoy loco, usted también lo está. Lo malo es que no es posible que usted lo esté también y que los dos lo estemos.

- ¿Yo. loca? ¡Mi Dios! ¡Sería espantoso!

- ¡Oh, no! Sería un hecho, eso es todo. Pero me asombraría. Alcánceme ese sombrero.

Palpé el sombrero.

- De todos modos es sorprendente.

- ¡Ah, sí! ¡Sobre todo que esto continúe!

- Es verdad. ¿Qué quería decirme cuando entró?

- Hay otro.

- ¿Otro qué?

- ¡Un muerto! ¡Un muerto que vive!

- ¿Y qué otra cosa quiere que haga?

- Que se quede muerto, como todo el mundo.

- Escuche, estas cosas la superan. ¿Y cómo es ese muerto?

- Con un sombrero hongo.

- ¿Un sombrero hongo? Aguarde. Traje gris de tres piezas, rayado, sobrio, gafas redondas con montura de acero, bastón.

- ¿Cómo lo sabe?

- ¡Él! ¡Hágalo pasar enseguida! No. Espere. Es curioso, en verdad. Me siento cada vez mejor. Ayúdeme a levantarme, por favor, y a sentarme en esa silla baja. Marzena, no se oponga o me muero ante sus ojos, sí, inmediatamente. Allí. No, eso no, pero no es nada. Y alcánceme mi bastón. Gracias. Hágalo entrar.

Yo vestía un pijama rojo. No era en absoluto un moribundo descarnado. Mis pies descalzos, regordetes, descansaban sobre la tibia alfombra. Me apoyé con ambas manos en el bastón. Jamás hubiere creído tener una muerte tan agradable. ¡Y decir que había tenido miedo de sufrir! Y sobre todo de aburrirme.




Continuará...

Jean GuittonMi testamento filosófico (1999)

jueves, 7 de noviembre de 2019

La taberna de la historia (XIX)

Valle de lágrimas



Mi valle es de lágrimas -dijo Colón- y tal vez no ha nacido otro que en la vida no haya tenido, como yo, una hora de risa y carcajada. Nací con un sentimiento trágico de la vida y ni en el libro de Jeremías se encontrarán tantas lágrimas como en mi carta, desde Jamaica, a los reyes, mis señores. Yo traía de los pasados siglos leyendas de martirios, y la redención la encontraba a través de penitencias y trabajos sin término. Les decía a los reyes: "¿Quién nació, sin quitar a Job, que no muriera desesperado que por mi salvación y de mi hijo, hermano y amigos me fuese en tal tiempo defendido la tierra y los puertos que yo, por voluntad de Dios, gané a España sudando sangre?".

Yo era consciente de los favores que había hecho a mis príncipes y a todos cuantos me acompañaron, por mandato de Dios. Pero lo que tenía delante de mis ojos, lo que vi en el mar bravo de Panamá, y estas naves reducidas a astillas por la broma, eran como el paso de las tempestades sobre Sodoma. Tan patente lo vio el Señor que vino a consolarme, y lo que me dijo es tan hermoso como duro para
quienes me abandonaban en ese rincón del mar embravecido.


Se excedía el Señor, para conmigo, a todo lo que hizo por los profetas en Egipto. Tengo grabadas, y se las hice oír a mis reyes, las palabras de su discurso: "De los atamientos del mar Océano que estaban cerrados con cadenas tan fuertes, te di las llaves y fuiste obedecido en tantas tierras y de los cristianos cobraste tanta honrada fama. ¿Qué hizo Él más al tu pueblo de Israel, cuando lo sacó de Egipto, ni por David, que de pastor hizo rey en Judea?..."

Mi comunicación había dejado de ser con los hombres, Era con el Señor, mi Dios. Cuando Él hubo dicho todo lo que tenía que decirme quedé bañado en lágrimas. Se lo decía a los reyes: "Yo, amortecido, oí todo, mas no tuve yo respuesta a palabras tan ciertas, salvo llorar por mis propios yerros." Lo que estaba entregándoles a los reyes apenas se puede comparar con los tesoros de Salomón, y de mí sólo quería enviar arroba de oro fino al papa para la conquista de la Santa Casa. Lo mismo le escribí al pontífice, y con autoridad, pues le había dicho, desde antes de pisar la tierra, que sostendría ejércitos de infantes y caballería para sacar la Santa Casa, el templo de nuestros antepasados, de manos infieles. Las informaciones que le di han debido moverlo y mover a todos los cristianos, que reconocerían en mí otro Moisés. Este párrafo de mi carta de Jamaica es como un llanto frente al muro: "Genoveses, venecianos y toda la gente que tenga perlas, piedras preciosas y otras cosas de valor, todos los que llevan hasta el cano del mundo para las trocar, convertir en oro. El oro es excelentísimo, del oro se hace tesoro, y con él, quien lo tiene, hace cuanto quiere en el mundo, y llega que echa las ánimas al Paraíso. Los señores de aquellas tierras de la comarca de Veraguas cuando mueren entierran el oro que tienen con el cuerpo, así lo dicen. A Salomón llevaron de un camino seiscientos y seis quintales de oro, allende lo que llevaron los mercaderes y marineros y allende lo que se pagó por Arabia. De ese oro hizo doscientas lanzas y trescientos escudos e hizo el tablado que había de estar arriba, pellas de oro y vasos muchos y muy grandes y ricos de piedras preciosas. Josefo en su Crónica de Antiquitalibus lo describe, En el Paralipómenos y en el libro de los Reyes se cuenta de eso. Josefo quiere que este oro lo hubiese en el Áurea. Si así fuese, digo que aquellas minas del Áurea son unas y se contienen con estas de Veragua, que como yo dije arriba se alargan al poniente veinte jornadas... David en su testamento dejó tres mil quintales de oro de las Indias a Salomón, para ayuda de edificar el Templo...".

Y ahí estaba todo. No era sino que los reyes dieran la orden para sacarlo. Yo por fuerza tenía que sentir que el Señor hacía en mí nuevo Moisés, pero para contener mi orgullo me enviaba lo que tenía por delante en Jamaica desolada, en las naves rotas, en la ausencia de una mano para salvar los náufragos. Y les dije a los reyes, mis señores: "Yo estoy tan perdido como dije. Yo he llorado hasta aquí a otros. Haya misericordia ahora el cielo y llore por mí la tierra... Llora por mí quien tiene caridad, verdad y justicia...". Llorar era mi destino, y el de todos. En este valle de lágrimas...  



Continuará...

Germán Arciniegas, La taberna de la Historia (2000)

viernes, 1 de noviembre de 2019

De la magia erótica al amor romántico (X)

La fuente sufi y la conexión cátara (I)



El primer trovador conocido cuyo nombre se ha conservado es Guillermo IX, conde de Poitiers y duque de Aquitania. Este cruzado luchó en Tierra Santa y también mostró su valor en los campos de batalla andaluces. Tanto en Oriente como en España mantuvo estrechos contactos con la cultura árabe y con diversas corrientes del Islam, entre las cuales destacaba el sufismo, escuela mística hererodoxa          centrada en el amor como medio para alcanzar la fusión con la divinidad. Este personaje fue quien puso la piedra angular del edificio trovadoresco con su talento.

En el visor de estribor de nuestra nave enfocamos a Guillermo de Aquitania durante su estancia en Tierra Santa y España. Nos llama la atención sorprenderlo concentrado en dos actividades nada frecuentes en un guerrero. Parte del día la pasa componiendo trovas, pero dedica también largas horas a conversar con hombres doctos del Islam. Especialmente lo vemos interesado en escuchar con atención y respeto a los místicos del sufismo. Durante su estancia en España también observamos que busca a miembros de estas corriente hererodoxa y copia sus poemas. Son versos que invocan la imagen de una dama y expresan sentimientos de deseo y regocijo amoroso. Están llenos de imágenes sensuales en las cuales se celebran los placeres de la vida. No sólo cantan los deleites del amor humano, sino también los que el vino brinda al hombre como don de la tierra.

Algo no encaja entre los místicos que escribieron estos versos y lo que sus poemas exaltan. Ni el vino ni el goce de los encantos femeninos deberían agradar tanto a unos buenos musulmanes que persiguen la fusión con Dios en la cumbre del éxtasis. Más aun si tenemos en cuenta que, en general, estos hombres llevan vidas ascéticas e irreprochables.

Al detenernos a examinar ese rasgo descubrimos que el afecto amoroso parece un medio de elevación espiritual. Pensamos entonces que acaso esa poesía sea una herramienta, como sucede con la danza de los derviches, que aceleran el ritmo hasta adquirir un frenesí tal que induce estados alterados de conciencia y los conduce al cenit de una experiencia mística. Al fin y al cabo, también estos son una escuela del sufismo.

En principio, podríamos pensar que en los poemas de los sufis se emplea un lenguaje figurado, como sucedió más tarde con los poetas místicos españoles, y que tras la imagen de la dama se oculta el alma, que en siglo XVI San Juan de la Cruz representará como la "amada", inspirado en la misma interpretación del Cantar de los Cantares que hicieron las monjas de Provenza y las beguinas, quienes también componían versos en idéntica línea. Algo de esto parece haber. El famoso Cantar de los Cantares de Salomón es una presencia recurrente que se reitera como una clave en la poesía que más suspicacias producía en la autoridad de Roma y, sobre todo, en la Inquisición. Aunque no fue la razón aducida para mantener en la cárcel a Fray Luis de León durante cinco años, seguramente su traducción del Cantar sirvió a sus enemigos como prueba indiciaria para proyectar sospechas sobre su ortodoxia. También conviene recordar que tanto San Juan de la Cruz como Santa Teresa, que inscribieron su obra lírica en esta misma línea de recurrir al amor humano para expresar sentimientos de amor divino, tuvieron dificultades con el mismo Santo Oficio. Las fuentes de esta estética del lirismo místico se hallan en el pensamiento sufi.

Entre los escritos que éstos consultaban y veneraban se encontraba Platón. También recogían las doctrinas avésticas y elementos de la mitología irania. Con estos antecedentes, resulta tentadora la idea de que tenemos la solución al enigma de los poemas sufis.

Platón aportaría el mito del andrógino primordial, presente como un fondo esencial en los polos femenino y masculino del alma, mientras el dualismo de la religión persa de Zoroastro contribuiría con su doctrina de una Creación que nace de la oposición entre la Luz y las Tinieblas, el Bien y el Mal, la carne y el espíritu.

Los poemas sufis aparecerían así como la transposición de conceptos y doctrinas místicas en términos de alegoría amorosa y como una forma eficaz de conservar y transmitir una enseñanza reservada que resultaba herética para el Islam más ortodoxo. El vino sería una imagen evocadora de la embriaguez y el éxtasis del amor más sublime, mientras que la unión del amado con su amada simbolizaría la fusión, en el interior del ser y al calor de la tempestad afectiva desatada, de los dos polos que configuran la naturaleza andrógina del hombre. Los versos aludirían a una alquimia interior transformadora y la fusión amorosa debería entenderse como imagen sensible de lo que ocurre en el alma. 


Continuará...

Luis G. La CruzEl secreto de los trovadores

jueves, 31 de octubre de 2019

El viejo y el mar (XIX)


Me gustaría que se durmiera y poder dormir yo y soñar con los leones, pensó. ¿Por qué, de lo que queda, serán los leones lo principal? No pienses, viejo, se dijo. Reposa dulcemente contra la madera y no pienses en nada. El pez trabaja. Trabaja tú lo menos que puedas.

Estaba ya entrada la tarde y el bote todavía se movía lenta y seguidamente. Pero la brisa del este contribuía ahora a la resistencia del bote y el viejo navegaba suavemente con el leve oleaje y el escozor del sedal en la espalda le era leve y llevadero.

Una vez en la tarde, el sedal empezó a alzarse de nuevo. Pero el pez siguió nadando a un nivel ligeramente más alto. El sol le daba ahora en el brazo y el hombro izquierdo y en la espalda. Por eso sabía que el pez había virado al nordeste.

Ahora que lo había visto una vez, podía imaginárselo nadando en el agua con sus purpurinas aletas pectorales desplegadas como alas y la gran cola erecta tajando la tiniebla. Me pregunto cómo podrá ver a esa profundidad, pensó. Sus ojos son enormes, y un caballo con mucho menos ojo, puede ver en la oscuridad. En otro tiempo yo veía perfectamente en la oscuridad. No en la tiniebla completa. Pero casi como los gatos.

El sol y el continuo movimiento de sus dedos habían librado completamente del calambre la mano izquierda y empezó a pasar más presión a esta mano contrayendo los músculos de su espalda para repartir un poco el escozor del sedal.

-Si no estás cansado, pez -dijo en voz alta-, debes de ser muy extraño.

Se sentía ahora muy cansado y sabía que pronto vendría la noche y trató de pensar en otras cosas. Pensó en las Grandes Ligas. Sabía que los Yankees de Nueva York estaban jugando contra los Tigres de Detroit.

Van dos días que no me entero del resultado de los juegos, pensó. Pero debo tener confianza y debo ser digno del gran Di Maggio, que hace todas las cosas perfectamente, aun con el dolor de la espuela de hueso en el talón. ¿Qué cosa es una espuela de hueso?, se preguntó. Nosotros no las tenemos. ¿Será tan dolorosa como la espuela de un gallo de pelea en el talón de una persona? Creo que no podría soportar eso, ni la pérdida de uno de los ojos, o de los dedos, y seguir peleando como hacen los gallos de pelea. El hombre no es gran cosa al lado de las grandes aves y fieras. Con todo, preferiría ser esa bestia que está allá abajo en la tiniebla del mar.

- Salvo que vengan los tiburones -dijo en voz alta-. Si vienen los tiburones, Dios tenga piedad de él y de mí.

¿Crees tú que el gran Di Maggio seguiría con un pez tanto tiempo como estoy haciendo yo?, pensó. Estoy seguro que sí, y más, puesto que es joven y fuerte. También su padre fue pescador. Pero ¿le dolería demasiado la espuela de hueso?

- No sé -dijo en voz alta-. Nunca he tenido una espuela de hueso.

El sol se estaba poniendo. Para darse más confianza, el viejo recordó aquella vez cuando, en la taberna de Casablanca, había echado un pulso con aquel enorme negro de Cienfuegos que era el hombre más fuerte de los muelles. Habían estado un día y una noche con sus codos sobre una raya de tiza en la mesa, y los antebrazos verticales, y las manos agarradas. Cada uno trataba de abatir la mano del otro contra la mesa. Se hicieron muchas apuestas y la gente entraba y salía del local bajo las luces de queroseno, y él miraba el brazo y la mano del negro y la cara del negro. Cambiaban de árbitro cada cuatro horas, después de las primeras ocho, para que los árbitros pudieran dormir. Por debajo de las uñas de los dedos manaba sangre y se miraban a los ojos y a sus antebrazos y los apostadores entraban y salían del local y se sentaban en altas sillas contra la pared para mirar. Las paredes estaban pintadas de un azul brillante. Eran de madera y las lámparas arrojaban las sombras de los pulseadores contra ellas. La sombra del negro era enorme y se movía contra la pared según la brisa hacía oscilar las lámparas.


Continuará...

Ernest Hemingway, El viejo y el mar (1952)


martes, 29 de octubre de 2019

Iguales, diversos


¿Qué otra cosa es la Paz?, sino la hermandad de los diversos, la diáfana ley de iguales derechos e iguales deberes para uno y para todos; libertad sin privilegios, armonía en el desorden, sin esclavitud; justicia de los justos, ni voces silenciadas ni almas oprimidas. ¿Qué otra cosa es la Paz?, sino respeto del uno por los otros y de todos por el uno; la misma ley, el mismo goce, en el sentir sin miedo, en el recto obrar de todos y de uno.

(JR, 2019)

lunes, 28 de octubre de 2019

VARIUS, MULTIPLEX, MULTIFORMIS (XI)

Se habla con frecuencia de los ensueños de la juventud. Pero se olvidan sus cálculos. También son ensueños, y no menos alocados que los otros. No era yo el único en soñarlos durante aquel período de fiestas romanas; el ejército entero se precipitaba a la carrera en los honores. Entré asaz alegremente en ese papel de ambicioso que jamás he podido representar mucho tiempo con convicción, o sin los constantes auxilios de un apuntador. Acepté desempeñar con la más prudente exactitud la aburrida función de curador de las actas del Senado, y cumplir mi tarea con provecho. El lacónico estilo del emperador, admirable en el ejército, resultaba insuficiente para Roma; la emperatriz, cuyos gustos literarios se parecían a los míos, lo persuadió de que me dejara preparar sus discursos. Aquél fue el primero de los buenos oficios de Plotina. Logré éxito, tanto más que estaba acostumbrado a ese tipo de complacencias. En la época de mis penosos comienzos, muchas veces había redactado arengas para senadores cortos de ideas o de estilo, y que acababan por creerse sus verdaderos autores. Trabajar para Trajano me produjo un placer semejante al que los ejercicios de retórica me habían proporcionado en la adolescencia; a solas en mi habitación, estudiando mis efectos ante un espejo, me sentía emperador. La verdad es que aprendía a serlo; las audacias de que no me hubiera creído capaz se volvían fáciles cuando era otro quien las endosaba. El pensamiento del emperador, simple pero inarticulado, y por tanto oscuro, se me hizo familiar; me jactaba de conocerlo un poco mejor que él mismo. Me encantaba mimar el estilo militar del jefe, escucharlo pronunciar en el Senado frases que parecían típicas y de las cuales yo era responsable. Otras veces, estando enfermo Trajano, fui encargado de leer personalmente aquellos discursos de los cuales él ya no se enteraba; mi elocución por fin irreprochable honraba las lecciones del actor trágico Olimpo.


Aquellas funciones casi secretas me valían la intimidad del emperador y hasta su confianza, pero la antigua antipatía continuaba. Por un momento había cedido al placer que un viejo príncipe siente al ver que un joven de su sangre inicia una carrera, pues con no poca ingenuidad imagina que habrá de continuar la suya. Pero quizá ese entusiasmo había brotado con tanta fuerza en el campo de batalla de Sarmizegetusa porque irrumpía a través de muchas capas superpuestas de desconfianza. Aún hoy creo que había allí algo más que la inextirpable animosidad basada en las querellas seguidas de difíciles reconciliaciones, en las diferencias de temperamento, o simplemente en los hábitos mentales de un hombre que envejece. El emperador detestaba instintivamente a los subalternos indispensables. Hubiera preferido en mí una mezcla de celo e irregularidad al cumplir mi cargo: le resultaba casi sospechoso a fuerza de técnicamente irreprochable. Bien se lo vio cuando la emperatriz creyó ayudar mi carrera arreglándome un casamiento con la sobrina nieta de Trajano. Este se opuso obstinadamente al proyecto, alegando mi falta de virtudes domésticas, la extremada juventud de la elegida y hasta mis antiguas historias de deudas. La emperatriz se empecinó, y yo mismo insistí; a su edad, Sabina no dejaba de tener encantos. Aquel matrimonio, aligerado por una ausencia casi continua, fue para mí una fuente tal de irritaciones y de inconvenientes, que me cuesta recordar que en su día representó un triunfo para un ambicioso de veintiocho años.


Ahora pertenecía más que nunca a la familia, y me vi forzado a vivir en su seno. Pero todo me desagradaba en ese medio, salvo el hermoso rostro de Plotina. Las comparsas españolas y los primos provincianos abundaban en la mesa imperial, así como más tarde habría de encontrarlos en las comidas de mi mujer, durante mis raras estadías en Roma; ni siquiera agregaré que volvía a encontrarlos envejecidos, pues ya en aquella época todos parecían centenarios. Una espesa cordura, algo como una rancia prudencia, emanaba de sus personas. Casi toda la vida del emperador había transcurrido en el ejército; conocía Roma muchísimo menos que yo. Ponía una buen voluntad incomparable en rodearse de todo lo que la ciudad le ofrecía de mejor, o de lo que le presentaban tal.Ahora pertenecía más que nunca a la familia, y me vi forzado a vivir en su seno. Pero todo me desagradaba en ese medio, salvo el hermoso rostro de Plotina. Las comparsas españolas y los primos provincianos abundaban en la mesa imperial, así como más tarde habría de encontrarlos en las comidas de mi mujer, durante mis raras estadías en Roma; ni siquiera agregaré que volvía a encontrarlos envejecidos, pues ya en aquella época todos parecían centenarios. Una espesa cordura, algo como una rancia prudencia, emanaba de sus personas. Casi toda la vida del emperador había transcurrido en el ejército; conocía Roma muchísimo menos que yo. Ponía una buen voluntad incomparable en rodearse de todo lo que la ciudad le ofrecía de mejor, o de lo que le presentaban como tal. El círculo oficial estaba compuesto por hombres de admirable integridad, pero cuya cultura era un tanto pesada, mientras su blanda filosofía no iba al fondo de las cosas. Nunca me ha placido mucho la afabilidad estirada de Plinio; la sublime tiesura de Ahora pertenecía más que nunca a la familia, y me vi forzado a vivir en su seno. Pero todo me desagradaba en ese medio, salvo el hermoso rostro de Plotina. Las comparsas españolas y los primos provincianos abundaban en la mesa imperial, así como más tarde habría de encontrarlos en las comidas de mi mujer, durante mis raras estadías en Roma; ni siquiera agregaré que volvía a encontrarlos envejecidos, pues ya en aquella época todos parecían centenarios. Una espesa cordura, algo como una rancia prudencia, emanaba de sus personas. Casi toda la vida del emperador había transcurrido en el ejército; conocía Roma muchísimo menos que yo. Ponía una buen voluntad incomparable en rodearse de todo lo que la ciudad le ofrecía de mejor, o de lo que le presentaban como tal. El círculo oficial estaba compuesto por hombres de admirable integridad, pero cuya cultura era un tanto pesada, mientras su blanda filosofía no iba al fondo de las cosas. Nunca me ha placido mucho la afabilidad estirada de Plinio; la sublime tiesura de Tácito se me antojó que encierra la concepción del mundo de un republicano reaccionario y que se detiene en el momento de la muerte de César. En cuanto al círculo extraoficial, era de una repelente grosería, lo que me evitó momentáneamente correr nuevos riesgos. Para todas gentes tan variadas, tenía yo la cortesía indispensable. Me mostraba deferente hacia unos, flexible entre otros, canallesco cuando hacía falta, hábil pero no demasiado hábil. Mi versatilidad me era necesaria; era múltiple por cálculo, ondulante por juego. Caminaba sobre la cuerda floja. No solo me hubieran hecho falta las lecciones de un actor, sino las de un acróbata.



Continuará...
Marguerite YourcenarMemorias de Adriano (1971)

jueves, 17 de octubre de 2019

Los modos generales del pensamiento oriental (V)

¿Qué hay que entender por tradición? (II)


En el Islam, lo hemos dicho, la tradición presenta dos aspectos distintos, de los cuales uno es religioso, y es al que se adhiere directamente el conjunto de las instituciones sociales, mientras que el otro, el que es puramente oriental, es verdaderamente metafísico. En cierta medida, hubo algo de este género en la Europa de la Edad Media con la doctrina escolástica, en la que por otra parte, se ejerció fuertemente la influencia árabe; pero es necesario agregar, para no llevar más lejos las analogías, que la metafísica jamás ha sido separada, tan netamente como debería serlo, de la teología, es decir, en suma, de su aplicación especial al pensamiento religioso, y que, por otra parte, lo que se encuentra en la teología de propiamente metafísico no es completo, permanece sometido a ciertas limitaciones que parecen inherentes a toda la intelectualidad occidental; sin duda hay que ver en estas dos imperfecciones una consecuencia de la doble herencia de la mentalidad judaica y de la mentalidad griega.


En la India, se está en presencia de una tradición puramente metafísica en su esencia, a la cual vienen a agregarse, como otras tantas dependencias y prolongamientos, aplicaciones diversas, ya sea en ciertas ramas secundarias de la doctrina misma, como la que se refiere a la cosmología por ejemplo, o bien en el orden social que está por lo demás determinado estrictamente por la correspondencia analógica que se establece entre las formas respectivas de la existencia cósmica y de la existencia humana. Lo que aparece aquí mucho más claramente que en la tradición islámica, sobre todo en razón de la ausencia del punto de vista religioso y de los elementos extra-intelectuales que él implica esencialmente, es la total subordinación de los diversos órdenes particulares con respecto a la metafísica, es decir al dominio de los principios universales.


En China, la separación muy neta de la que hemos hablado nos muestra, por una parte, una tradición metafísica, y, por otra, una tradición social, que pueden parecer a primera vista no sólo distintas, como lo son en efecto, sino aun relativamente independientes una de otra, tanto más cuanto la tradición metafísica ha sido siempre el patrimonio casi exclusivo de una "elite" intelectual, mientras que la tradición social, en razón de su naturaleza propia, se impone igualmente a todos y exige en el mismo grado su participación efectiva. Sólo que es necesario fijarse en que la tradición metafísica, tal como está constituida bajo la forma del "taoísmo", es el desarrollo de los principios de una tradición más primordial, contenida principalmente en el "Yi-king", y que es de esta misma tradición primordial de donde fluye enteramente, aunque de manera menos inmediata y sólo como aplicación a un orden contingente, todo el conjunto de instituciones sociales que es habitualmente conocido bajo el nombre de "confucianismo". Así se encuentra restablecida, con el orden de sus relaciones reales, la continuidad esencial de los dos aspectos principales de la civilización extremo-oriental, continuidad que estaría uno expuesto a desconocer casi inevitablemente, si no supiese remontar hasta su fuente común, es decir hasta esta tradición primordial cuya expresión ideográfica, fijada desde la época de Fo-hi, se ha mantenido intacta a través de casi cincuenta siglos.


Debemos ahora, después de esta visión de conjunto, señalar de manera más precisa lo que constituye propiamente esta forma tradicional especial que llamamos la forma religiosa, luego lo que distingue el pensamiento metafísico puro del pensamiento teológico, es decir de las concepciones en modo religioso, y también, por otra parte, lo que lo distingue del pensamiento filosófico en el sentido occidental de esta palabra. En estas distinciones profundas encontraremos verdaderamente, por oposición a los principales géneros de concepciones intelectuales, comunes al mundo occidental, los caracteres fundamentales de los modos generales y esenciales de la intelectualidad oriental.



Continuará...

René Guenon, Introducción general al estudio de las doctrinas hindúes (1920)

Golfo de Urabá

Dios lo quiera
que vos también
igual que yo,
y viceversa,
te sientas conmigo
y contigo
todo lo bien
que te hace bien;
y ya sabes,
cuando llegues
al cielo
pregunta
por mí,
aunque hayan pasado
tras la tregua
y el ardid
años,
amores,
y de estos días
de la causa
y del encuentro
inesperado
no queden,
de puro azar,
exiliados en un libro,
acurrucados,
más que
Benedetti,
Avellaneda,
sus cuentos
sus poesías
y aquel niño de ojos pequeños
gritando ¡rojo! ¡rojo!
¡no cuentes conmigo profesor
ni hasta dos ni hasta tres!
¡no te salves ahora!

Mi táctica,
mi estrategia
se quebraron
antes que tú
me enseñaras a volar,
pero al fin aprendí
alelado
como tú me sugeriste
tras los hilos
de aquella mariposa
a las dos de la tarde
en aquel cine vacío
donde sólo cabíamos
tú conmigo
yo contigo.

Nada me hará tan feliz
como volverte a ver
en el paraíso,
asomados al hueco
de una ventana
del más bello
jardín del edén,
desde donde mirar
absortos,
tomados de la mano,
el Golfo de Urabá,
el pueblo alegre
el continente en paz.

A pesar de nosotros
que no supimos,
a pesar de ellos
que no quisieron.

(JR, 2002)

La prisionera (11) - Marcel Proust

La Sra. de Guermantes sostuvo no recordar que en la velada en la que llevaba un vestido rojo había estado la Sra. de Chaussepierre, que yo me equivocaba sin lugar a dudas. Ahora bien, ¡Dios sabe, sin embargo, lo mucho que el duque e incluso la duquesa habían pensado después en los Chaussepierre! Vamos a ver la razón. El Sr. de Guermantes era el más antiguo vicepresidente del Jockey, cuando murió el presidente. Algunos miembros del club que carecen de relaciones y sólo disfrutan votando con bolas negras contra quienes no los invitan hicieron campaña contra el duque de Guermantes, quien -seguro como estaba de ser elegido y bastante dejado respecto de aquella presidencia, que era poca cosa en comparación con su situación mundana- no se ocupó de nada.


Adujeron que la duquesa era dreyfusista - y eso que el caso Dreyfus había acabado hacía mucho, pero veinte años después se seguía hablando de él y ella sólo lo era desde hacía dos años-  y recibía a los Rothschild y que desde hacía un tiempo se favorecía demasiado a grandes potentados internacionales, como el duque de Guermantes, a medias alemán. La campaña encontró un terreno muy favorable, los clubes siempre envidian mucho a las personas que están en primer plano y detestan las grandes fortunas. La de Chaussepierre no era pequeña, pero nadie podía ofenderse por ello: no gastaba ni un céntimo, el piso del matrimonio era modesto, la mujer iba vestida con lana negra. Loca por la música, daba muchas fiestecitas vespertinas a las que se invitaba a más cantantes que en casa de los Guermantes, pero nadie hablaba de ellas, se celebraban -sin refrescos e incluso con el marido ausente- en la oscuridad de la Rue de la Chaise. En la Ópera, la Sra. de Chausepierre pasaba inadvertida, siempre con personas cuyo nombre evocaba el medio más "ultra" de la intimidad de Carlos X, pero desdibujadas, poco mundanas.


El día de la elección, para sorpresa general, la oscuridad triunfó sobre el deslumbramiento: Chausepierre, segundo vicepresidente, fue nombrado presidente del Jockey y el duque de Guermantes se quedó en la estacada, es decir, como primer vicepresidente. Cierto es que ser presidente del Jockey no representa gran cosa para príncipes de primer rango como eran los Guermantes, pero no serlo cuando te toca, ver preferido a un Chaussepierre -a cuya esposa no sólo no devolvía Oriane el saludo dos años antes, sino que, además, llegaba hasta el extremo de mostrarse ofendida al ser saludada por aquel murciélago desconocido- era duro para el duque. Afirmaba estar por encima de aquel fracaso y aseguraba, por lo demás, que debía a su antigua amistad con Swann. En realidad, no cabía en sí de cólera. Cosa bastante particular: nunca se había oído al duque de Guermantes emplear la expresión bastante trivial: "lisa y llanamente", pero desde la elección del Jockey, en cuanto se hablaba del caso Dreyfus, surgía "lisa y llanamente": "Caso Dreyfus, caso Dreyfus, es fácil decirlo y es un término inapropiado; no es un asunto de religión, sino lisa y llanamente un asunto político". Podían pasar cinco años sin que se oyera "lisa y llanamente", si durante ese tiempo no se hablaba del caso Dreyfus, pero, si, pasados los cinco años, volvía el nombre de Dreyfus, al instante llegaba sin falta "lisa y llanamente". Por lo demás, el duque ya no podía soportar que se hablara de aquel asunto "que ha causado", decía, "tantos males", si bien él sólo era en verdad sensible a uno solo: su fracaso en la presidencia del Jockey.


Por eso, la tarde de la que hablo y en la que recordé a la Sra. de Guermantes el vestido rojo que llevaba a la velada de su prima, el Sr. de Breauté tuvo una acogida bastante mala, cuando, queriendo decir algo, por una asociación de ideas que permaneció oscura y no reveló, comenzó haciendo maniobrar la lengua en la punta de su boca de pitiminí así: "A propósito del caso Dreyfus...". (¿Por qué del caso Dreyfus? Se trataba simplemente de un vestido rojo y el pobre Breauté, que nunca pensaba en otra cosa que en agradar, no tenía -cierto es- la menor intención maliciosa), pero el simple nombre de Dreyfus hizo fruncir las jupiterinas cejas del duque de Guermantes. "Me han contado", dijo Breauté, "una ocurrencia bastante buena, muy fina, la verdad, de nuestro amigo Cartier" (¡avisemos al lector de que ese Cartier, hermano de la Sra. de Villefranche, no tenía la menor relación con el joyero del mismo nombre!), "cosa que por lo demás no me extraña, pues tiene ingenio para dar y tomar.""Pues a mí", interrumpió Oriane, "no me hace gracia precisamente. No puede imaginarse lo que su Cartier me ha fastidiado siempre y nunca he podido comprender el encanto infinito que Charles de La Tremoille y su mujer ven en ese pelmazo al que me encuentro en su casa siempre que voy." "Mi 'uerida du'uesa", respondió Breauté, quien tenía dificultad para pronunciar el sonido de q, c y k, "me parece usted muy severa con 'artier. Cierto es que tal vez se haya aposentado excesivamente en casa de los La Tremoille, pero, en fin, para Charles es -¿'ómo lo diría yo?- 'omo un fiel Acate, 'osa que ha llegado a ser muy po'o 'omún en los tiempos que 'orren. En todo 'aso, ésta es la o'urrencia 'ue me han 'ontado. Al parecer, 'artier dijo 'ue si el Sr. Zola había intentado ser procesado y 'ondenado, era para probar una sensación que no 'onocía aún, la de estar en la 'árcel. "Por eso se dio a la fuga antes de ser detenido", interrumpió Oriane. "Eso no se tiene en pie. Por lo demás, aun cuando fuera verosímil, me parece una ocurrencia totalmente idiota. ¡Si eso es lo que le parece ingenioso a usted!" "Dios mío, mi 'uerida Oriane", respondió Breauté, quien, al ver que le llevaban la contraria, empezaba a dar marcha atrás, "no es una o'urrencia mía, se la repito tal 'omo me la 'ontaron, tómela por lo 'ue vale. En todo 'aso, fue el motivo por el 'ue 'artier fue reprendido, 'on firmeza por ese excelente La Tremoille, 'uien con mucha razón no 'uiere 'ue se hable en su salón de lo 'ue podríamos llamar -¿'ómo diría yo?- los asuntos en 'urso y que se sentía tanto más 'ontrariado 'uanto 'ue estaba presente la Sra. de Alphonse Rothschild. 'artier tuvo 'ue soportar una auténtica reprimenda de La Tremoille". "Claro está", dijo el duque de muy mal humor, "los Alphonse Rothschild, aunque tienen tacto para nunca hablar de ese abominable caso, son dreyfusistas en el alma, como todos los judíos. Se trata incluso de un argumento ad hominem" (el duque empleaba un poco a tontas y a locas la expresión ad hominem) "que no se esgrime lo suficiente para mostrar la mala fe de los judíos. Si un francés roba, asesina, no porque sea francés como yo me siento obligado a considerarlo inocente, pero los judíos nunca admitirán que uno de sus conciudadanos sea un traidor, aunque lo sepan perfectamente, y les preocupan muy poco las espantosas repercusiones" (el duque pensaba, naturalmente, en la maldita elección de Chaussepierre) "que el crimen de uno de los suyos puede tener hasta... A ver, Oriane, no me negarás que resulta abrumador para los judíos que todos ellos apoyen a un traidor. No me negarás que es porque son judíos" "Huy, Dios mío, sí", respondió Oriane (quien sentía, junto con cierta irritación, cierto deseo de oponer resistencia al Júpiter tonante y también de dar a entender que "la inteligencia" estaba por encima del caso Dreyfus). "Pero tal vez sea precisamente porque, al ser judíos y conocerse a sí mismos, saben que se puede ser judío y no ser forzosamente traidor y antifrancés, como afirma, al parecer, el Sr. Drumont. Desde luego, si hubiera sido cristiano, los judíos no se habrían interesado por él, pero lo han hecho porque notan perfectamente que, si no fuese judío, no se lo habría considerado tan fácilmente traidor "a priori", como diría mi sobrino Robert." "Las mujeres no entienden nada de política", exclamó el duque, mientras miraba fijamente a los ojos de la duquesa. "Pues ese crimen atroz no es simplemente una causa judía, sino lisa y llanamente un inmenso asunto nacional que puede granjear las más espantosas consecuencias a Francia, de la que habría que expulsar a todos los judíos, si bien reconozco que las sanciones adoptadas hasta ahora no han ido (de una forma innoble y que se debería revisar) dirigidas contra ellos, sino contra sus adversarios más eminentes, contra hombres de primer orden, a quienes para desgracia de nuestro país, se ha dejado apartados."


Yo sentía que aquello iba a acabar mal y volví precipitadamente a hablar de vestidos.


Continuará...
La prisionera, Marcel Proust


Algo, alguien

Algo
despierta
entre sombras,
aletea
entre las dunas.
Algo fluye,
estructura
lo disperso,
lo evasivo
de la arena.
Algo, algo
se impregna
de lenguaje,
se mestiza,
funde
forma
y contenido,
deja pistas
insondables
en el sueño
que alguien,
algo,
vuelve hito,
vuelve carne
en el desierto.

(JR, 2019)