domingo, 19 de julio de 2009

La taberna de la Historia (XVI)



Lo que dura una rosa









Amerigo cuenta la muerte de Simonetta:

Vivió lo que dura una rosa. Era de ayer su aparición en el torneo. Giuliano le consagró la victoria, y la multitud, más que aclamar al vencedor, festejó a Simonetta. Yo había llegado a la piazza della Santa Croce con los de su cortejo, y estando muy cerca la vi seguir el curso de la pelea, radiante en la alegría cuando Giuliano acertaba, ansiosa en todo momento, feliz hasta las lágrimas con el triunfo. Giuliano paró en seco su caballo de plata y terciopelo frente a nuestra tribuna y la saludó. Ella, con un leve tinte de rubor, devolvió el homenaje. Irradiaba una gracia honesta y una leve sonrisa que convertía la proeza en desenlace natural. Me pasó un pensamiento que todavía me asalta: ¿Giuliano no envidiaría que su triunfo se trocara en gloria ajena: la de la dama por él mismo señalada? Todos gritábamos a una: "Palla! Palla!", divisa de los Médici... Pero el grito era para envolver en un remolino de ovaciones a la divina reina consagrada.

El día estaba de sol radiante y claro cielo azul. En muchedumbre, salimos de Santa Croce della Signoria, y se fue volcado por toda Florencia el vocerío. Se bebía y se cantaba. Laúdes, flautas, violines y timbales movían el baile y la canción. Nunca antes pensábamos, pudo tanto en la república la presencia de una mujer hecha toda de gracia. El poder de los Médici que pudo ser muchas veces tiránico, quedaba, por el gesto de Giuliano, transformado en un momento musical. Llegó Simonetta a casa, y los poetas y los músicos, y las amigas que fueron las mismas de la Danza de la Primavera en el cuadro de Sandro. Ella parecía apenas alterada por esa gigantesca serenata que venía de las calles, de las plazas, del valle y sus colinas, a saludar la gloria de su frente soñadora, de sus miradas con un remoto toque de tristeza.

¿Y ahora? Verla ahí metida en la caja de la muerte, dormida para siempre, cerradas las ventanas de sus ojos como si quisiera entrar serena al misterio tenebroso. Porque no parecía muerta sino la Bella Juventud Durmiente. Con nosotros estaba Sandro, Piero di Cósimo, Domenico Ghirlandaio, que habían de recordar con sus pinceles su imagen, con sus poemas su gracia, y Giuliano, cuya muerte no estaba lejana, y las compañeras suyas, las de las danza que fueron la maravilla de Florencia. Yo era un mozo sin destino, y me pregunto si, como he podido ser pintor, por qué no fui poeta o músico. Estas cosas no pueden proyectarse sino por los caminos del arte.

La calle estaba más apretada de gente que en el día de la locura del torneo. Florencia, toda ahí, para verla partir. La cruz de plata y los ciriales, de plata, y las luces de los cirios y el silencio. Un silencio que iba de la calle hasta el tope de las colinas. Se oía a distancia, solo, el ruido de las aguas del Arno. En torno al féretro, el estupor. La caja, destapada. La cabeza reposando sobre un cojincito recubierto de encajes, y una ancha cinta coronándole la frente, con el escudo de los Médici en el centro. Recuerdo de la fiesta del torneo... Leonardo, que asistía como todos a esta despedida, dibujó con minuciosidad esta última imagen suya, que quedó a modo de recuerdo fotográfico. Como ocurre cuando se apagan laúdes, flautas, violines y timbales..., el silencio mudo tenía dentro un rumor perdido de músicas lejanas. Sandro Botticelli, en protesta contra este triunfo de la muerte, le devolvió la vida mostrándola toda desnuda y toda gracia en el Nacimiento de Venus, la fabulosa cabellera en hilos de oro desatada, mecida por las aguas del mar.

Continúa...
Germán Arciniegas, La taberna de la Historia

No hay comentarios: