lunes, 28 de septiembre de 2009

La prisionera (IX)

De todos los vestidos o batas que llevaba la Sra. de Guermantes, los que parecían deberse más a una intención determinada, estar provistos de un significado especial, eran los que Fortuny había hecho a partir de antiguos dibujos de Venecia. ¿Será su carácter histórico o más bien el hecho de que cada uno de ellos es único lo que le infunde un carácter tan particular, que la postura de la mujer que los lleva mientras nos espera, mientras charla con nosotros, adquiere una importancia excepcional, como si ese traje hubiese sido el fruto de una larga deliberación y como si esa conversación estuviera separada de la vida corriente cual escena de novela? En las de Balzac se ve a heroínas que se ponen a propósito tal o cual atuendo, el día que van a recibir a determinado visitante. Los atuendos de hoy no tienen tanto carácter, a excepción de los vestidos de Fortuny. En la descripción del novelista no puede subsistir ninguna vaguedad, puesto que ese vestido existe realmente y hasta los menores dibujos están tan naturalmente determinados como los de una obra de arte. Antes de ponerse éste o aquél, la mujer ha tenido que entre dos vestidos no casi iguales, sino profundamente individuales cada uno de ellos y que podrían recibir un nombre.
Pero el vestido no me impedía pensar en la mujer. La Sra. de Guermantes me pareció en aquella época más agradable incluso que en la época en que aún la amaba. Al esperar menos de ella - a quien ya no iba a ver por ella misma- , la escuchaba casi con la tranquilidad descarada que tenemos cuando estamos solos, con los pies sobre los morillos de la chimenea, así como habría leído un libro escrito en el lenguaje de antaño. Tenía la suficiente libertad mental para saborear en lo que ella decía esa gracia francesa tan pura, que no encontramos ni en el habla ni en los escritos de la época actual. Escuchaba yo su conversación como una canción popular deliciosamente francesa, comprendía haberla oído burlarse de Maeterlinck -al que, por lo demás, admiraba ella ahora por debilidad espiritual de mujer sensible a esas modas literarias cuyos rayos llegan con retraso-, así como comprendía que Merimée se burlara de Baudelaire, Stendhal de Balzac, Paul-Louis Courier de Víctor Hugo y Meilhac de Mallarmé. Comprendía yo perfectamente qu el burlón tenía un pensamiento más limitado en comparación con aquel de quien se burlaba, pero también un vocabulario más puro. El de la Sra. de Guermantes, casi tanto como el de la madre de Saint-Loup, lo era en un grado hechizador. No es precisamente en los escritores de hoy, que dicen de hecho (por en realidad), singularmente(por en particular), asombrado (por presa del estupor), etc., etc., en los que encontramos el antiguo lenguaje y la verdadera pronunciación de las palabras, sino hablando con una Sra. de Guermantes o una Françoise. Ya a la edad de cinco años, había aprendido yo, gracias a esta última, que no se dice Tarn, sino Tar, no Béarn, sino Béar, por lo que a los veinte años, cuando entré en la alta sociedad, no tuve que aprender a no decir, como la Sra. Bontemps, las Sra. de Béarn.

Mentiría, si dijera que la duquesa no tenía conciencia de aquella faceta rural y casi campesina que conservaba y no la mostraba con cierta afectación, pero, por su parte, se trataba menos de falsa sencillez de gran señora que se las da de campesina y orgullo de duquesa que se burla de las señoras ricas desdeñosas de los campesinos, a los que no conocen, que de gusto casi artístico de una mujer que conoce el encanto de lo que posee y no va a estropearlo con un enlucido moderno. Del mismo modo, todo el mundo ha conocido en Dives al propietario normando de Guillermo el Conquistador, que se había abstenido -cosa muy poco común- de dotar a su hostal de lujo moderno de un hotel y que, aun siendo millonario, a su vez, conservaba el habla, la blusa de un campesino normando y te dejaba verlo hacer en persona en la cocina, como en el campo, una cena que no por ello dejaba de ser infinitamente mejor y aun más cara que en los mayores palacios.


Toda la savia local que hay en las antiguas familias aristocráticas no basta: es necesario que nazca en ellas un ser lo bastante inteligente para no desdeñarla, para no borrarla bajo el barniz mundano. La Sra. de Guermantes, pese a ser, por desgracia, ingeniosa y parisina y a no conservar, cuando la conocí, de su terruño otra cosa que el acento, había logrado al menos, cuando quería, describir su vida de niña, para su lenguaje uno de esos términos medios -entre lo que habría parecido demasiado involuntariamente provinciano o, artificialmente letrado- a los que deben su atractivo La pequeña Fadette de George Sand o ciertas leyendas transmitidas por Chateaubriand en las Memorias de ultratumba. Lo que a mí me daba placer sobre todo era oírla contar alguna historia en la que aparecían campesinos con ella. Los nombres antiguos, las antiguas costumbres, hacían que esos paralelismo entre el castillo y la aldea resultaran bastante sabrosos. Cierta aristocracia, al permanecer en contacto con las tierras en las que era soberana, sigue siendo regional, de modo que las palabras más sencillas hacen desplegarse ante nosotros todo un mapa histórico y geográfico de la historia de Francia.


Si no había la menor afectación, la menor voluntad de fabricar un lenguaje propio, esa forma de hablar era un auténtico museo de historia de Francia mediante la conversación. "Mi tío abuelo Fitt-jam" no resultaba extraño pues sabido es que los Fitz-James proclamaban que son grandes señores franceses y no quieren que se pronuncie su nombre a la inglesa. Por lo demás, resultaba admirable la conmovedora docilidad conque personas que habían creído hasta entonces deber aplicarse para pronunciar gramaticalmente ciertos nombres, se atenían de pronto -tras haber oído a la duquesa de Guermantes decirlos de otro modo- a la pronunciación que no habían podido sospechar. Así, la duquesa como un bisabuelo suyo había estado junto a Chambord, gustaba -para pinchar a su marido por haberse vuelto orleanista- de proclamar: "Nosotros, los viejos de Frochedorf". El visitante que había creído acertar al decir hasta entonces "Frohsdorf" cambiaba de casaca a toda prisa y no cesaba de decir "Frochedorf".


Una vez en que pregunté a la Sra. de Guermantes quién era un joven exquisito que me había presentado como su sobrino y cuyo nombre había oído yo mal, no lo distinguí mejor cuando, desde el fondo de su garganta la duquesa emitió muy fuerte, pero sin articular, estas palabras: "Es el... ño León, hermano de Robert. Afirma tener la forma del cráneo de los antiguos galos". Entonces comprendió lo que había dicho: es el pequeño Léon (el príncipe de León, cuñado, en efecto de Robert de Saint-Loup). "En todo caso, no sé si tiene el cráneo", añadió, "pero su forma de vestirse -muy elegante, por lo demás- no es de allí. Un día en que -de Josselin, donde me encontraba en casa de los Rohan- habíamos ido a un peregrinaje, habían acudido campesinos de casi todas las partes de Bretaña. Un aldeano larguirucho de Léon miraba con asombro los pantalones cortos y de color beis del cuñado de Robert. "¿Por qué me miras así? Me apuesto algo a que no sabes quien soy", le dijo Léon y, como el campesino decía que no, añadió: "Pues, mira, soy tu príncipe". "!Ah" respondió el campesino, al tiempo que se descubría y se disculpaba, "lo había tomado por un "inglis". Y si, aprovechando ese punto de partida, incitaba yo a la Sra. de Guermantes a extenderse sobre los Rohan -con quienes su familia se había unido a menudo por casamiento-, su conversación se impregnaba un poco del encanto melancólico de los perdones y, como diría ese auténtico poeta que es Pampille, "del áspero sabor de las hojuelas de trigo negro, tostadas sobre un fuego de aulagas".


Del marques de Lau -cuyo triste fin es sabido cuando, estando ya sordo se hacía llevar a la casa de la Sra. H***, ciega- contaba los años menos trágicos, cuando en Guermantes, después de la caza, se ponía en zNegritaapatillas para tomar el té con el rey de Inglaterra, del que no se consideraba inferior y con el cual, como se ve, no se andaba con miramientos. La duquesa lo comentaba con tanto pintoresquismo, que le añadía el penacho a la mosquetera de los gentilhombres un poco gloriosos de Périgord.


Por lo demás, incluso en la simple calificación de las personas, procurar diferenciar las provincias era para la Sra. de Guermantes, fiel a sí misma, un gran encanto que nunca habría podido tener una parisina de origen y aquellos simples nombres de Anjou, Poitou, Périgord, reconstruían paisajes en su conversación.



Continuará...

Marcel Proust, La prisionera

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