lunes, 28 de abril de 2008

La taberna de la historia (I)

El bodegón de los descubridores

Después de mucho rodar por La Habana, San Juan y Panamá, los de la comisión del V Centenario, cavilosos como siempre, se decidieron por el Magallanes, un bodegón en el barrio chino de Cartagena, que colinda con la judería. Se trataba de reunir a los tres navegantes del descubrimiento -Cristóbal, Amerigo y Vasco- que debían llegar del otro mundo para un encuentro de mesa redonda y recuerdos. Estas juntas agradan a los periodistas de hoy, y reunir a quien abrió el camino del Atlántico, al que anunció el nuevo continente y al descubridor del Pacífico se tuvo por suceso sensacional en los centros académicos de los organizadores. Cartagena es magnífica, dijo uno de ellos: encantará a Mauricio Obregón...
El Magallanes tenía buen aspecto: fachada colonial con anchos balcones de madera, mugre de muchos años y las puntas de los tejados respingadas a la manera china. La antigua veleta de gallo y bandera de lata se habían quedado marcando, desde hace años, el viento sur. Serían las diez cuando llegó como un fantasma el dueño, anunciándose con un ruido de fierros: las llaves del negocio. El cielo estaba limpio y estrellado, con un perfil de luna en menguante. El chino parecía una sombra con quimono. Metió la llave, enorme, por el hueco de la cerradura y puso a girar los resortes antiguos entre chirridos de orín y cuento de espantos. Abrió la portezuela de una de las dos grandes alas del portón. El patio olía a humedad y flores. Caía una luz incierta, como de luna muerta, como de mechero de gas. O rojizo, como de querosén. Pero bastante para que pudiera subirse por una ancha escalera que no crujía, por ser de piedra. El salón grande daba al corredor alto. Ya estaban encendidas, sin que nadie hubiera entrado antes, las velas en cada una de las seis u ocho mesas, a donde fueron llegando los curiosos, que iban apareciendo como salidos del vientre de las carabelas. De los convocados, el primero en llegar fue el último del cuento.
Espigado y garboso, desvirolado -es decir, sin cabeza-, traía en una mano un saco de yute y en la otra la espada vieja que tomamos por un bastón de ciego. Arratró como una cuarta el pesado banco de madera para ocupar su puesto en la mesa del rincón. Casi en seguida entraron, sin que nadie oyera sus pasos de recias botas silenciosas, Cristóbal y Amerigo. El uno hosco y reservado, el otro curioso y ligero, e hicieron lo mismo que Vasco. La luz anaranjada de la vela de sebo proyectaba sus sombras contra las paredes. Por el hueco de la puerta se reflejaba sobre el caballete del tejado la silueta de un gato de terciopelo negro, ojos de fósforo verde. El que había entrado primero colocó con cuidado sobre la mesa el saco de yute, lo abrió y sacó algo que traía envuelto en papeles de gaceta de este siglo. Desenvolvió el atado, con lentitud, como si estuviera leyendo noticias de los guerrilleros del Caquetá o de Cuzco, y fue descubriendo su propia cabeza que, con cuidado, pero como quien practica una costumbre, colocó sobre el pescuezo del degollado -el suyo propio-siguiendo instrucciones que le dieron en el otro mundo, cuando llegó en dos piezas, después de la despedida que le dio Pedrarias Dávila al echarlo de este mundo... Un mundo al cual apenas volvía ahora por primera vez.
El chino había colgado en la pared un retrato de colores que todos miraron con notorio interés. La mujer que asistía al encuentro se adelantó a echar fuera las sombras de mariposa grande que velaban el cuadro, con una lámpara de petróleo. Era una negra del Congo. Trajo la linterna, sacándola de las tinieblas. Y así pudo verse en toda su grandeza la imagen del navegante cuyo nombre puso el chino como mascarón de su negocio: Magallanes. El chino, que había leído el cuento, dijo:
"El domingo 27 de abril de 1521, con una luna apenas menguante, los españoles se acercaron a Mactán... Sin dificultad incendiaron el pueblo... Mientras la mayoría regresaba a su nave, Magallanes, al mando de unos siete, trató de cubrir la retirada... Con el agua a la cintura y a los 41 años de edad, pagó el capitán general el error de haber dejado al enemigo fuera del alcance de su artillería..." (Continúa)
Germán Arciniegas

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