martes, 19 de mayo de 2009

De la magia erótica al amor romántico (VII)



Mito y ritual del amor cortés (I)

Introducción


En nuestra investigación hemos conseguido una posición privilegiada. Con nuestras cámaras e ingenios de observación logramos penetrar en la recoleta intimidad de los salones y jardines hasta sorprender a algunos trovadores con sus damas. Las escenas que pudimos filmar y las conversaciones que hemos grabado nos permiten reconstruir cómo nace, crece y alcanza su plenitud esta extraña relación entre el caballero y la dama. Lo primero que comprobamos es la confirmación de un hecho insólito y ciertamente enigmático. Así como en las canciones de los trovadores no existe la innovación y el mismo esquema se reitera invariable, sucede otro tanto con la conducta de todos los amantes que observamos: todos se enamoran de igual manera y siguen paso a paso idéntico guión. No es fácil decidir si es el arte el que imita a la vida o es ésta la que, bajo el imperio de la voluntad, hace de dicho arte la partitura de la existencia.

Todo empieza con un intercambio de miradas entre la dama y el caballero. Si los ojos son la ventana del alma, esta mirada expresa la conversión del caballero a la religión del amor cortés. Cuando en dicho intercambio él reconoce a esa mujer concreta como "su dama", entonces se produce el flechazo que abre en el corazón viril la herida de amor. Aquí podremos ver con claridad los mitos formalizados de nuestro moderno concepto de enamoramiento. Cada vez que un adolescente graba en la corteza de un árbol un corazón atravesado por la dorada flecha de Cupido donde inscribe el nombre de su amada evoca esta liturgia que consagra la pasión en el altar de la dama.

La mirada es decisiva y al mismo tiempo, peligrosa. En la imaginería poética de los trovadores equivale a una revelación y, como siempre sucede con la visión de lo sobrenatural, la imagen de la mujer cae sobre el trovador como un diluvio de luz cegadora que aniquila o mata iniciáticamente. Uno de los lugares comunes de las trovas es precisamente, el terror agónico que produce el ver a la dama.

Entonces, el caballero "saluda" a la diosa recién descubierta y ya consagrada en el altar de su intimidad y ella responde con ambigua discreción: se da por enterada. Este "saludo" tiene un significado iniciático y también aparece como un tópico recurrente: señala el instante mágico en que se da comienzo a una liturgia amorosa en cuyo simbolismo han sido instruidos previamente los amantes.

Para ser trovador el caballero debe estar bien educado, haber recibido dicha instrucción preparatoria y llevar una señal que la dama identifique como marca especial que lo distingue del resto de los hombres. Como dice Isolda a Tristán a quien reconoce a pesar de su disfraz: "Me fío de quien lleva la señal". Este signo indica que él posee las virtudes imprescindibles para cultivar el amor cortés: mesura, disposición de servicio, capacidad de realizar proezas, templanza en la espera, secreto, castidad y gracia o merced. Así lo resume Gérard de Séde en su libro El tesoro cátaro (Editorial Plaza y Janés, 1968).

El segundo paso concede la iniciativa a la amada. La dama impone a su caballero una serie de pruebas y, desde ese momento, éste se halla obligado a obedecerle y serle siempre fiel. Cuando asume dichas pruebas ella le entrega su anillo. Así comienza un proceso en el que el enamorado va ascendiendo progresivamente a través de unos grados definidos como en cualquier iniciación. Primero será "el peticionario", más tarde "el suplicante", o "rogador", después "el que comprende" o "entendedor" y, finalmente, "el amante".

Al alcanzar este grado, cuando el caballero impone a su dama un nombre secreto, se produce un gesto de intimidad mayor: el amante se arrodilla y ella le recompensa acariciándole el rostro y besándole la frente. Podemos calificar estos gestos como "tocamientos sacramentales".

A esta altura ambos se hallan inmersos en el fuego de una pasión amorosa devoradora de cuya autenticidad no cabe dudar. La dama del trovador Ramón Jordán no pudo resistir la pérdida de su caballero y, al creerlo muerto decidió romper todos sus vínculos con el amado e ingresar en un convento cátaro de "Perfectas". Aquí, como es evidente, hay mucho más que "la expresión poética de la concupiscencia" conque autores como Etiénne Guilson definieron el amor cortés citando en favor de su tesis la crudeza sexual del lenguaje de trovadores como Marcabru o Rudel. Denis de Rougemont le replica acertadamente evocando las imágenes fuertemente eróticas de la poesía mística de un san Juan de la Cruz y santa Teresa de Ávila. Dichas imágenes expresan la violencia de la pasión extrema que agita al ser, pero su sensualidad no indica exclusión del amor espiritual. Basarse solo en el lenguaje induce al error. Sobre todo en el caso de los trovadores, que fueron muy explícitos al definir la naturaleza del arte que cultivaban y advirtieron contra las interpretaciones literales del significado de sus poemas.


Continúa...
Luis G. La Cruz, El secreto de los trovadores


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