jueves, 7 de noviembre de 2019

La taberna de la historia (XIX)

Valle de lágrimas



Mi valle es de lágrimas -dijo Colón- y tal vez no ha nacido otro que en la vida no haya tenido, como yo, una hora de risa y carcajada. Nací con un sentimiento trágico de la vida y ni en el libro de Jeremías se encontrarán tantas lágrimas como en mi carta, desde Jamaica, a los reyes, mis señores. Yo traía de los pasados siglos leyendas de martirios, y la redención la encontraba a través de penitencias y trabajos sin término. Les decía a los reyes: "¿Quién nació, sin quitar a Job, que no muriera desesperado que por mi salvación y de mi hijo, hermano y amigos me fuese en tal tiempo defendido la tierra y los puertos que yo, por voluntad de Dios, gané a España sudando sangre?".

Yo era consciente de los favores que había hecho a mis príncipes y a todos cuantos me acompañaron, por mandato de Dios. Pero lo que tenía delante de mis ojos, lo que vi en el mar bravo de Panamá, y estas naves reducidas a astillas por la broma, eran como el paso de las tempestades sobre Sodoma. Tan patente lo vio el Señor que vino a consolarme, y lo que me dijo es tan hermoso como duro para
quienes me abandonaban en ese rincón del mar embravecido.


Se excedía el Señor, para conmigo, a todo lo que hizo por los profetas en Egipto. Tengo grabadas, y se las hice oír a mis reyes, las palabras de su discurso: "De los atamientos del mar Océano que estaban cerrados con cadenas tan fuertes, te di las llaves y fuiste obedecido en tantas tierras y de los cristianos cobraste tanta honrada fama. ¿Qué hizo Él más al tu pueblo de Israel, cuando lo sacó de Egipto, ni por David, que de pastor hizo rey en Judea?..."

Mi comunicación había dejado de ser con los hombres, Era con el Señor, mi Dios. Cuando Él hubo dicho todo lo que tenía que decirme quedé bañado en lágrimas. Se lo decía a los reyes: "Yo, amortecido, oí todo, mas no tuve yo respuesta a palabras tan ciertas, salvo llorar por mis propios yerros." Lo que estaba entregándoles a los reyes apenas se puede comparar con los tesoros de Salomón, y de mí sólo quería enviar arroba de oro fino al papa para la conquista de la Santa Casa. Lo mismo le escribí al pontífice, y con autoridad, pues le había dicho, desde antes de pisar la tierra, que sostendría ejércitos de infantes y caballería para sacar la Santa Casa, el templo de nuestros antepasados, de manos infieles. Las informaciones que le di han debido moverlo y mover a todos los cristianos, que reconocerían en mí otro Moisés. Este párrafo de mi carta de Jamaica es como un llanto frente al muro: "Genoveses, venecianos y toda la gente que tenga perlas, piedras preciosas y otras cosas de valor, todos los que llevan hasta el cano del mundo para las trocar, convertir en oro. El oro es excelentísimo, del oro se hace tesoro, y con él, quien lo tiene, hace cuanto quiere en el mundo, y llega que echa las ánimas al Paraíso. Los señores de aquellas tierras de la comarca de Veraguas cuando mueren entierran el oro que tienen con el cuerpo, así lo dicen. A Salomón llevaron de un camino seiscientos y seis quintales de oro, allende lo que llevaron los mercaderes y marineros y allende lo que se pagó por Arabia. De ese oro hizo doscientas lanzas y trescientos escudos e hizo el tablado que había de estar arriba, pellas de oro y vasos muchos y muy grandes y ricos de piedras preciosas. Josefo en su Crónica de Antiquitalibus lo describe, En el Paralipómenos y en el libro de los Reyes se cuenta de eso. Josefo quiere que este oro lo hubiese en el Áurea. Si así fuese, digo que aquellas minas del Áurea son unas y se contienen con estas de Veragua, que como yo dije arriba se alargan al poniente veinte jornadas... David en su testamento dejó tres mil quintales de oro de las Indias a Salomón, para ayuda de edificar el Templo...".

Y ahí estaba todo. No era sino que los reyes dieran la orden para sacarlo. Yo por fuerza tenía que sentir que el Señor hacía en mí nuevo Moisés, pero para contener mi orgullo me enviaba lo que tenía por delante en Jamaica desolada, en las naves rotas, en la ausencia de una mano para salvar los náufragos. Y les dije a los reyes, mis señores: "Yo estoy tan perdido como dije. Yo he llorado hasta aquí a otros. Haya misericordia ahora el cielo y llore por mí la tierra... Llora por mí quien tiene caridad, verdad y justicia...". Llorar era mi destino, y el de todos. En este valle de lágrimas...  



Continuará...

Germán Arciniegas, La taberna de la Historia (2000)

No hay comentarios: