miércoles, 5 de enero de 2011

La taberna de la Historia (XVIII)


El náufrago y el leño


Quien quiera saber de mis razones -dijo Colón- no se desvele buscando. Sepan que fui un predestinado, y eso es todo... Le había llegado cierto rumor de quienes se encontraban en la taberna, que debió fastidiarle, y relató lo del náufrago moribundo, así:


Sólo la Divina Providencia pudo enlazar las cosas de esta manera: Que yendo a misa en Lisboa, viera a Felipa, la cortejara y acabara casándome con ella. Que fuera Felipa hija de Perestrello, primer gobernador de la isla de Puerto Santo, donde dejó su casa. Que Felipa y yo, pasada la boda, ocupáramos esa casa con mi suegra. Y que en la playa, frente a la casa, se nos presentara el náufrago que me dejó su gran secreto. Lo que me confió este desgraciado, que a poco murió en nuestra casa, iba a ser lo único positivo que podía convencer sobre la posibilidad de cruzar el Atlántico y llegar al Japón. El hombre que había sido llevado por los vientos a las islas al otro lado del océano, y Dios quiso que al regresar, de milagro, hubiera alcanzado a contarme el cuento y regresar al seno de Dios...


Mi suegra, Felipa y yo, montamos como un negocio en que yo ponía mis sueños: llegar al oriente navegando hacia occidente; Felipa, el amor y mi suegra, los papeles y mapas del capitán de navío, el viejo Perestrello. Todo estaba previsto por la Divina Providencia. La gobernación de la isla fue ganada a la suerte por Perestrello, de regreso de una aventura con otros dos capitanes, que se habían embarcado a descubrir. Lo que acabaron por descubrir fueron las islas de Madera y Puerto Santo, y como el trato era, al término del viaje, repartirse a la suerte lo descubierto, los otros dos se quedaron con Madera, la isla grande, y a Perestrello tocó Puerto Santo. Todo lo pusieron en cabeza del rey de Portugal, y el rey confirmó al padre de Felipa con la gobernación...


Mi suegra había advertido, en los misterios de que me serví para enamorar a Felipa, mis aficiones, y por eso me entregó los papeles de Perestrello. Pero de nada hubieran servido, ni mis embelecos, si no inflamara mi imaginación el relato del náufrago, que fue mi gran secreto para llegar a Castilla, o para encontrar un amigo a quien pudiera decirle la historia completa.


Lo hallé en el convento de La Rábida. Era fraile y astrólogo. Se lo dije todo, en secreto de confesión, y que, por el mismo camino, llegara al oído de otra mujer; Isabel, mi reina soberana.


Una tarde, en la isla, caminábamos por la playa con Felipa cuando la marea dejó sobre la arena un leño. Lo encontramos extraño, y viéndolo con atención, dije a Felipa: "Viene de la isla que conoció el náufrago. Ya te lo había dicho, Felipa: Navegando hacia occidente se llega a oriente: ¡esta madera es de oriente!". Pudo el Señor detectar en mí una incredulidad que respondiera a la idea de que no podía ser cierta tanta fortuna, y que necestaba de algo más que libros para convencerne. Por esto, estando en la isla que entraba más hacia occidente en el mar , me colocó delante del náufrago que había entrevisto la otra orilla y del madero que la marea dejó sobre la playa...


Una noche, sumido en un sueño profundo, en días de abandono y traiciones que me amargaron el ocaso de la vida mortal, el Señor, como tantas veces, se me acercó y me dijo: "¿Olvidas, ingrato, cómo te di la vara mágica del náufrago y el leño para que ganaras el favor de la reina, tu señora? Alégrate de tu suerte no pierdas la confianza que me debes...".



Continuará...

Germán Arciniegas, La taberna de la Historia


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