sábado, 24 de mayo de 2008

El viejo y el mar (III)

-Santiago- dijo el muchacho.

-¿Qué- dijo el viejo. Con el vaso en la mano pensaba en las cosas de hacía muchos años.

-¿Puedo ir a buscarle sardinas para mañana?

-No. Ve a jugar al béisbol. Todavía puedo remar y Rogelio tirará la atarraya.

-Me gustaría ir. Si no puedo pescar con usted me gustaría serle útil de alguna manera.

-Me has invitado a una cerveza- dijo el viejo-. Ya eres un hombre.

-¿Qué edad tenía cuando me llevó por primera vez en un bote?

-5 años. Y por poco pierdes la vida cuando subí aquel pez demasiado vivo que estuvo a punto de destrozar el bote. ¿Te acuerdas?

-Recuerdo como brincaba y pegaba coletazos, y que el banco se rompía, y el ruido de los garrotazos. Recuerdo que usted me arrojó a la proa, donde estaban los sedales mojados y enrollados. Y que todo el bote temblaba, y el estrépito que usted armaba dándole garrotazos, como si talara un árbol, y el pegajoso olor a sangre que me envolvía.

-¿Lo recuerdas realmente o es que yo te lo he contado?

- Lo recuerdo todo, desde la primera vez que salimos juntos.

El viejo lo miró con sus afectuosos y confiados ojos quemados por el sol.

-Si fueras hijo mío, me arriesgaría a llevarte -dijo-. -Pero tú eres de tu padre y de tu madre, y estás en un bote que tiene suerte.

-¿Puedo ir a buscarle las sardinas? También sé donde conseguir cuatro carnadas.

-Tengo las mías, que me han sobrado de hoy. Las puse en sal en la caja.

-Déjeme traerle cuatro cebos frescos.

-Uno -dijo el viejo. Su fe y su esperanza no le habían fallado nunca. Pero ahora empezaban a revigorizarse como cuando se levanta la brisa.

-Dos- dijo el muchacho.

-Dos- aceptó el viejo-. ¿No los has robado?

-Lo hubiera hecho- dijo el muchacho-. Pero estos los compré.

-Gracias- dijo el viejo. Era demasiado simple para preguntarse cuándo había alcanzado la humildad. Pero sabía que la había alcanzado y sabía que no era vergonzoso y que no comportaba pérdida del orgullo verdadero,

-Con esa brisa ligera, mañana va a hacer buen día -dijo.

-¿A dónde piensa ir?- le preguntó el muchacho.

-Saldré lejos para regresar cuando cambie el viento. Quiero estar fuera antes que sea de día.

-Voy a hacer que mi patrón salga lejos a faenar -dijo el muchacho. Así si usted engancha algo realmente grande podremos ayudarle.

-A tu patrón no le gusta faenar demasiado lejos.

-No -dijo el muchacho-. Pero yo veré algo que él no podrá ver: un ave trabajando, por ejemplo. Así haré que salga siguiendo a los dorados.

-¿Tan mala tiene la vista?

-Está casi ciego.

-Es extraño -dijo el viejo-. Jamás ha ido a la pesca de tortugas. Eso es lo que mata los ojos.

-Pero usted ha ido a la pesca de tortugas durante varios años, por la costa de los Mosquitos, y tiene buena vista.

-Yo soy un viejo extraño.

-Pero ¿ahora se siente bastante fuerte como para un pez bastante grande?

-Creo que sí. Y hay muchos trucos.

-Vamos a llevar las cosas a casa -dijo el muchacho-. Luego cogeré el atarraya y me iré a buscar las sardinas.

Recogieron el aparejo del bote. El viejo se echó el mástil al hombro y el muchacho cargó la caja de madera de los rollos de sedal pardo de malla prieta, el bichero y el arpón con su mango. La caja de las carnadas estaba bajo la popa, junto a la porra que usaba para rematar a los peces grandes cuando los arrimaba al bote. Nadie sería capaz de robarle nada al viejo, pero era mejor llevar a casa la vela y los sedales gruesos puesto que el rocío los dañaba y aunque estaba seguro de que ninguno de la localidad le robaría nada, el viejo pensaba que el arpón y el bichero eran tentaciones y que no había por qué dejarlos en el barco... (Continúa)

Ernest Hemingway, El viejo y el mar







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