domingo, 11 de mayo de 2008

La taberna de la historia (II)

El chino del Magallanes
La única manera de que un chino no nos parezca enigma es mirándolo con ojos oblicuos. Pero este dueño del Magallanes pasó la raya. Los del V Centenario nunca imaginaron que pudiera meterse en un coloquio que no era suyo... No bien puso la carta de los platos en manos de don Cristóbal, de Amerigo y de Vasco, se inclinó ante el Almirante, y en vez de pedirle la orden, le sonrió diciendo: -Cuando usted, señor Almirante, enrumbó la carabela camino a la India, pensaba en el Japón de Marco Polo. Conocemos a este veneciano muy bien porque pasó años en la corte del Gran Kan, y recorrió Asia desde Constantinopla hasta el mar de la China. Pero en Cipango no estuvo jamás...
La enorme barriga del importuno estaba a la altura de los ojos cansados de Colón, que despertaron altivos para clavarse en el ombligo invisible del hijo de Buda. La indicación era correcta, y bien sabido lo tenía quien había visto con sus ojos mortales que Guanahaní no mostraba señales de ser la isla de los puentes de mármol, los mandarines de seda, los caminos del té. Las que hoy llamamos las Bahamas eran para él fragmentos de un archipiélago con solo unos papagayos orientales, indios desnudos pintados, mujeres nadadoras en pelota y solo algunas narigueras de oro pendientes de unos antropófagos que tenían cierta habilidad para comer carne de enemigo ahumada sin que la joya les estorbara. Apenas le hizo entender al chino que su primer mérito como descubridor estaba en haber escrito los capítulos que no pudo componer Marco Polo. Ahora sabría el mundo que las islas en torno a Cipango eran crudas y salvajes.
El chino, impertinente, se defendió. Don Cristóbal, a la vista de Cuba, creyó que era Cipango o Japón, pero cuando logró desembarcar en cualquier playa y recorrer unas cuantas leguas de la costa, tuvo una revelación: esto no es Cipango; ¡es Catay! E hizo que los tripulantes juraran estar en Tierra Firme: en China. Al amarillo esto le cayó peor. Don Cristóbal quemaba con una palabra de conjuro la existencia de un reino, el de la isla grande, y reducía la nación del Gran Kan a las dimensiones de la Gran Antilla. Sin decir una palabra -cortesía enteramente china- volvió trizas el discurso del Almirante.
No era Colón para rebajarse a la altura del amarillo, y se limitó a explicar a Amerigo y a Vasco el tiempo de su hazaña:
Lo que llevé en mi equipaje fue la ciencia acumulada hasta el final del cuatrocientos. Crucé el Atlántico por la cintura, siguiendo los consejos del maestro Toscanelli. Él había dicho: si sale de Cádiz navegando hacia occidente, llegará a oriente. Al oriente de Marco Polo. A Japón y China. Nadie entre los europeos había conocido esos mares y todo lo que se había escrito podía tomarse por una fantasía. Se sabía de un Egipto, una Persia, una India, una Indochina, un Catay, un Cipango mal ubicados. Yo los iba a colocar en el mapa. Hoy es fácil decir que me equivoqué. En ese momento, con los 90 de la tripulación por testigos, y con los que luego me acompañaron, iba a tientas haciendo un nuevo mapa del mundo. ¿Por qué situé dentro del pequeño anillo del Caribe todos los reinos que van desde Egipto hasta Japón? Vi que la Tierra se encogía ante mis ojos y dije: es más pequeña de lo que se imagina. Cuando borré del mapa al Japón lo hice porque no me quedó donde ponerlo. Cuba era China. Cuando realicé que Cuba no era Tierra Firme, me rectifiqué, la cosa era para volverse loco. Todos habían escrito a lo fantástico, y el único que tenía la realidad a la vista era yo. Dije que en Margarita estaba el paraíso terrenal, porque no podía ser de otra manera, con una montaña esculpida como el pecho de una mujer. Y si eso estaba ante los ojos de todos, allí tenían que nacer el Ganges y el Éufrates, el Tigris y el Nilo. Ustedes, andando más, más vieron, y la Tierra chiquita que yo dejé la agrandaron hasta ser como la navegó Magallanes, el de esta taberna del chino. Ahora es muy sencillo tener espacio para colocarlo todo. Yo no lo tuve, pero si no desvirgo el Atlántico, ustedes no serían héroes ni en proyecto. No serían nada.
Siguió el chino estos razonamientos y rascándose la barriga pensó. Como las gentes que para provocar las ideas se rascan la cabeza... (Continúa)
Germán Arciniegas

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