martes, 15 de julio de 2008

Animula, Vagula, Blandula (VI)

Estos criterios sobre el amor podrían inducir a una carrera de seductor. Si no la seguí, se debe sin duda a que preferí hacer, si no algo mejor, por lo menos otra cosa. A falta de genio, esa carrera exige atenciones y aun estratagemas para las cuales no me sentía destinado. Me fatigaban esas trampas armadas, siempre las mismas, esa rutina reducida a perpetuos acercamientos y limitada por la conquista misma. La técnica del gran seductor exige, en el paso de un objeto amado a otro, cierta facilidad y cierta indiferencia que no poseo, de todas maneras, ellos me abandonaron más de lo que yo los abandoné; jamás he podido comprender que pueda uno saciarse de un ser. El deseo de detallar exactamente las riquezas que nos aporta cada nuevo amor, de verlo cambiar, envejecer quizá, no se concilia con la multiplicidad de conquistas. Creí antaño que cierto gusto por la belleza me servía de virtud, inmunizándome contra las solicitaciones demasiado groseras. Pero me engañaba. El catador de belleza termina por encontrarle en todas partes, filón de oro en las venas más innobles, y goza, al tener en sus manos esas obras maestras fragmentarias manchadas o rotas, un placer de entendido que colecciona a solas una alfarería que otros creen vulgar. Para un hombre refinado, la eminencia en los negocios humanos significa un obstáculo más grave, pues el poder casi absoluto entraña riesgos de adulación o de mentira. La idea de que un ser se altera y cambia en mi presencia, por poco que sea puede llevarme a compadecerlo, despreciarle u odiarlo. He sufrido estos inconvenientes de mi fortuna tal como un pobre sufre los de su miseria. Un paso más y hubiera aceptado la ficción consistente en pretender que se seduce, cuando en realidad se domeña. Pero allí empieza el riesgo del asco o quizá la tontería.

Acabaríamos prefiriendo las simples verdades del libertinaje a las tan sabidas estratagemas de la seducción, si en aquellas no reinara también la mentira. Estoy pronto a admitir en principio que la prostitución puede ser un arte como el masaje o el peinado, pero me cuesta ya sentirme a gusto en manos del barbero o los masajistas. Nada puede ser más groseros que nuestros cómplices. En mi juventud me bastaba la mirada de reojo del tabernero que me reservaba el mejor vino, privando por lo tanto a algún otro de beberlo, para asquearme de las diversiones romanas. Me desagrada que una criatura se crea capaz de calcular y prever mi deseo, adaptándose mecánicamente a lo que presume ser mi elección. Este reflejo imbécil y deformado de mí mismo, que me ofrece en estos momentos un cerebro humano, me induciría a preferir los tristes efectos del ascetismo. Si la leyenda no exagera las extravagancias de Nerón y las sabias búsquedas de Tiberio, esos sabios consumadores de delicias, debieron de tener harto apagados los sentidos para procurarse un aparato tan complicado y un singular desprecio de los hombres para tolerar que se burlaran o aprovecharan así de ellos. Y sin embargo, si he renunciado casi a esas formas demasiado maquinales del placer, o me he negado a seguir adelante, lo debo a mi suerte más que a mi virtud incapaz de resistir a cosa alguna. Podría recaer con la vejez, como se recae en cualquier forma de confusión o de fatiga. La enfermedad y la muerte relativamente próximas me salvarán de la repetición monótona de los mismos gestos semejante al deletreo de una lección ya sabida de memoria.

De todas las felicidades que lentamente me abandonan, el sueño es una de las más preciosas y también de las más comunes. Un hombre que duerme poco y mal, apoyado en una pila de almohadones, tiene tiempo para meditar sobre esta voluptuosidad particular. Concedo que el sueño más perfecto sigue siendo casi por necesidad un anexo del amor: reposo reflejo reflejado en dos cuerpos. Pero lo que aquí me interesa es el misterio específico del sueño por el sueño mismo, la inevitable sumersión que noche a noche cumple osadamente el hombre desnudo, solo y desarmado, en un océano donde todo cambia, los colores y las densidades, y hasta el ritmo del aliento, y donde nos encontramos con los muertos. Lo que nos tranquiliza en el sueño es que volvemos a salir de él, y que salimos inmutables, pues una interdicción extraña nos impide traer con nosotros el residuo exacto de nuestros ensueños. También nos tranquiliza el que nos cure de la fatiga, pero esa cura temporaria se cumple por el más radical de los procedimientos, el de dejar de ser. Allí, como en otras cosas, el placer y el arte consiste en abandonarse conscientemente a esa bienhechora inconciencia, en aceptar ser sutilmente, más débil, más pesado, más liviano y más confuso que uno mismo. Volveré a referirme a la asombrosa población de los ensueños. Ahora prefiero hablar de ciertas experiencias de sueño puro, de puro despertar que rozan la muerte y la resurrección. Me esfuerzo para aprehender otra vez la exacta sensación de aquellos sueños fulminantes de la adolescencia, cuando uno se dormía vestido sobre los libros, arrancado de golpe de las matemáticas y el derecho, y sumido en lo hondo de un sueño sólido y pleno, tan henchido de energía sin empleo, que en él se saboreaba, por así decirlo, el puro sentido del ser a través de los párpados cerrados. Evoco los bruscos sueños sobre la tierra desnuda, en la floresta, al término de fatigosas cacerías el ladrido de los perros me despertaba o sus patas plantadas en mi pecho. Tan total era el eclipse que cada vez hubiera podido encontrarme siendo otro, y me asombraba -a veces me entristecía- el estricto ajuste que de tan lejos volvía a traerme a ese estrecho reducto de humanidad que era yo mismo. ¿Qué valían esas particularidades que tanto cuentan para nosotros si tan poco contaban para el libre durmiente, y si durante un segundo antes de retornar descontento a la piel de Adriano alcanzaba a saborear casi conscientemente a ese hombre vacío, a esa existencia sin pasado?

Marguerite Yourcenar, Memorias de Adriano

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