miércoles, 10 de diciembre de 2008

Animula, Vagula, Blandula (VII)

Por lo demás la enfermedad y la vejez tienen también sus prodigios, y reciben del sueño otras formas de bendición. Hace un año después de un día especialmente fatigoso en Roma conocí una de esas treguas en las que el agotamiento de las fuerzas provocaba los mismos milagros -u otros, mejor- que las inagotables reservas de antaño. Voy poco a la capital: una vez en ella trato de hacer lo más posible. Aquella jornada había sido desagradablemente abrumadora: a una sesión del senado siguió otra en el tribunal, y una interminable discusión con uno de los cuestores; vino luego una ceremonia religiosa que no se podía abreviar y sobre la cual caía la lluvia. Yo mismo no había reunido, ordenado esas diferentes actividades para dejar entre una y otra el menor tiempo posible a las importunidades y a las adulaciones inútiles. El retorno fue uno de mis últimos viajes a caballo. Llegué enfermo y hastiado a la villa, sintiendo el frío que solo se siente cuando la sangre se rehúsa y deja de actuar en nuestras arterias. Celer y Chabrías se afanaban, pero la solicitud puede llegar a fatigar aun cuando sea sincera. Ya en mis aposentos, tragué unas cucharadas de una tisana caliente que preparaba yo mismo no por sospecha, como algunos se figuran sino porque así me doy el lujo de estar solo. Me acosté: el sueño parecía tan alejado de mí como la salud, como la juventud y la fuerza. Me adormecí. El reloj de arena me probó que apenas había llegado a dormir una hora. A mi edad un breve sopor equivale a los sueños que en otros tiempos abarcaban una semirrevolución de los astros; mi tiempo está medido ahora por unidades mucho más pequeñas. Pero una hora había bastado para cumplir el humilde y sorprendente prodigio: el calor de mi sangre calentaba mis manos; mi corazón, mis pulmones, volvían a funcionar con una especie de buena voluntad; la vida fluía como un manantial poco abundante pero fiel. En tan poco tiempo, el sueño había reparado mis excesos de virtud con la misma imparcialidad que hubiera aplicado en reparar los de mis vicios. Pues la divinidad del gran restaurador lo lleva a ejercer sus beneficios en el durmiente sin tenerlo en cuenta, así como el agua cargada de poderes curativos no se inquieta para nada de quien bebe en la fuente.
Si pensamos tan poco en un fenómeno que absorbe por lo menos un tercio de toda la vida, se debe a que hace falta cierta modestia para apreciar sus bondades. Dormidos, Cayo Calígula y Arístices el Justo se equivalen; yo no me distingo del servidor negro que duerme atravesado en mi umbral. ¿Qué es el insomnio sino la obstinación maníaca de nuestra inteligencia en fabricar pensamientos, razonamientos, silogismos y definiciones que le pertenezcan plenamente, qué es sino su negativa de abdicar en favor de la divina estupidez de los ojos cerrados o de la sabia locura de los ensueños? El hombre que no duerme -y demasiadas ocasiones tengo de comprobarlo en mí desde hace meses- se rehúsa con mayor o menor conciencia a confiar en el flujo de las cosas. Hermano de la Muerte... Isócrates se engañaba y su frase no es más que una amplificación de retórico. Empiezo a conocer a la muerte; tiene otros secretos, aun más ajenos a nuestra actual condición de hombres. Y sin embargo, tan entretejidos y profundos son estos misterios de ausencia y de olvido parcial, que sentimos duramente confluir en alguna parte la fuente blanca y la fuente sombría. Nunca me gustó mirar dormir a los seres que amaba; descansaban de mí, lo sé; y también se me escapaban. Todo hombre se avergüenza de su rostro contaminado de sueño. Cuántas veces, al levantarme temprano para estudiar o leer, ordené con mis manos las almohadas revueltas, las mantas en desorden, evidencias casi obscenas de nuestros encuentros con la nada, pruebas de que cada noche dejamos de ser...
Comenzada para informarle de los progresos de mi mal esta carta se ha convertido poco a poco en el esparcimiento de un hombre que ya no tiene la energía necesaria para ocuparse en detalle de los negocios del estado, meditación escrita de un enfermo que da audiencia a sus recuerdos. Ahora me propongo más: tengo intención de contarle mi vida. Como correspondía, el año pasado preparé un informe especial sobre mis actos en cuyo encabezamiento estampó su nombre mi secretario Flegón. He mentido allí lo menos posible; de todas maneras, el interés público y la decencia me forzaron a reajustar ciertos hechos. La verdad que quiero exponer aquí no es particularmente escandalosa, o bien lo es en la medida en que toda verdad es escándalo. Lejos de mí esperar que tus 17 años comprendan algo de esto. Sin embargo, me propongo instruirte, y aun desagradarte. Tus preceptores elegidos por mí, te han impartido una educación severa, celosa, quizá demasiado aislada de la cual en suma espero un gran bien para ti y para el estado. Te ofrezco, como correctivo un relato libre de ideas preconcebidas y principios abstractos extraídos de la experiencia de un solo hombre: yo mismo. Cuento con este examen de hechos para definirme, quizá para juzgarme o por lo menos para conocerme mejor antes de morir.
Como todo al mundo, solo tengo a mi servicio tres medios para evaluar la existencia humana: el estudio de mí mismo, que es el más difícil y peligroso, pero también el más fecundo de los métodos; la observación de los hombres, que logran casi siempre ocultarnos sus secretos o hacernos creer que los tienen; y los libros, con los errores particulares de perspectivas que nacen entre sus líneas. He leído casi todo lo que han escrito nuestros historiadores, nuestros poetas y aun nuestros narradores, aunque se acuse a estos últimos de frivolidad; quizás les debo más informaciones de las que pude recoger en las muy variadas situaciones de mi propia vida. La palabra escrita me enseñó a escuchar la voz humana, un poco como las grandes actitudes inmóviles de las estatuas me enseñaron a apreciar los gestos. En cambio, y posteriormente, la vida me aclaró los libros.
Continúa...
Marguerite Yourcenar, Memorias de Adriano

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