jueves, 11 de diciembre de 2008

La taberna de la Historia (VII)


Por qué Castilla


Colón se explicó de esta manera:

Llegué a la convicción de que podría llegarse al Oriente saliendo hacia el Occidente. La tierra era esférica y lo había dicho el maestro Toscanelli. Tenía un dato cierto de quien había llegado al otro lado. Solo necesitaba encontrar la república o el rey que se prestara a correr el riesgo con las naves. No pasó por mi imaginación en un principio, Castilla. Lo natural sería cualquier nación marinera. Las repúblicas italianas habían sido las primeras en arruinarse cuando los turcos cerraron el camino de la canela, la pimienta y las perlas. Venecia lo había perdido todo. Florencia ya no pudo vestir de seda. Génova vio caer uno a uno sus mercados en Pera, Quíos, Caffa, Trípoli, Siria... Tenté interesar a los genoveses sin éxito. La fatalidad me había llevado a Portugal, náufrago. Entonces hube de refugiarme en Lisboa. Llegué así a la escuela de navegantes del mundo. Don Enrique había dado increíble impulso a las expediciones que buscaban el camino de las Indias doblando la punta del continente africano. Me nació una pasión aventurera. Leí los libros que orientaron mi vida: Marco Polo, Pedro Alliaco, Piccolomini. Conocí el almanaque de Zacuto. Y a Felipa de los Perestrello. Tenía éxito entre las mujeres. Era bien parado, pelirrojo y misterioso. Felipa vino a ser mi mujer. Vi con desdén a los mareantes que pensaban en el largo camino del cabo de la Buena Esperanza, cuando yo podría reducir la mitad del viaje yendo en derechura al Japón a través del Atlántico. Propuse esta manera de hacer las cosas al revés. Me traicionaba cierta altivez al presentar proyectos que los portugueses creían estaban mejor estudiados por sus pilotos. En Lisboa estaba Bartolomé, mi hermano, que comerciaba en libros y mapas, y hacía sus propias cartas geográficas... Con él pensamos convencer a otros soberanos. Al rey de Francia, con más costas sobre el Atlántico que Portugal, y ya el reino de mayor prestigio. O al rey de Inglaterra, destinada a ser la potencia de todos los mares. No se hizo nada. Un impulso misterioso me hizo volver los ojos a Castilla...

Un reino que llevaba siglos de luchar con los moros sin caudillaje en el mar ¿qué? Designios de Dios... La guerra de los siete siglos iba a terminar, y frente a Granada vencida habría de celebrarse la última entrevista de Isabel y Fernando, mis soberanos, con el rey moro vencido y la firma de las capitulaciones para mi viaje a las Indias. Isabel era entrada en los cuarenta y se desempeñaba en este final de la guerra como la Juana de Arco sensacional. Le caí bien. Tenía yo su misma edad y una arrogancia parecida. Le conté mi secreto sobre el náufrago que me había hecho el relato a la otra orilla y me di cuenta de que valía más una mujer que no haya leído a Ptolomeo que los sabios de Salamanca o los reyes de Francia o Inglaterra. Lo que pudo darle a Portugal el señorío de todos los mares sacó de la nada a Castilla la patrona del océano. Y pasó lo que luego se ha visto. Que durante un siglo no hubo colonias que decoraran un imperio en el Nuevo Mundo sino las de Castilla. Puede decirse que todo fue América española en los primeros cien años. Portugal mismo se quedó en los bordes de Sudamérica. Es lo que he venido a saber, regresando de ultratumba. Lo que yo puedo contar de mí mismo es que el origen de este vuelco de la Historia hay que buscarlo en los coloquios que tuvieron en Santa Fe cuando, a la sombra del rey moro caído nació la travesía del Atlántico.

Parece excesivo que hubiera exigido yo el título de Almirante del mar Océano y virrey de las Nuevas Tierras. Pero ¿no iba a dar a los reyes, mis amos y señores, más tierras y mares e islas y ríos y naciones que todo cuanto hasta entonces eran los dominios de Castilla? ¿No a llenar sus bolsas exhaustas de oro? ¿No traería perlas en zurrones y esclavos y cargamentos de palo brasil? ¿No a entregarles lo que nunca habían soñado cuando todo era cuitas en palacio? ¿No me lo dijo el mismo Dios de nostros, los cristianos, cuando me vio tan afligido y con más lágrimas que agua tiene un río saliendo de mis ojos sin consuelo?


Continúa...

Germán Arciniegas, La taberna de la Historia

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