jueves, 11 de diciembre de 2008

El viejo y el mar (VII)


El muchacho salió. Habían comido sin luz en la mesa y el viejo se quitó los pantalones y se fue a la cama a oscuras. Enrolló los pantalones para hacer una almohada poniendo el periódico dentro de ellos. Se envolvió en la frazada y durmió sobre los otros periódicos viejos que cubrían los muelles de la cama. Se quedó dormido enseguida y soñó con África en la época en que era un muchacho y con las largas playas doradas y las playas blancas, tan blancas que lastimaban los ojos y los altos promontorios y las grandes montañas paradas. Vivía entonces todas las noches a lo largo de aquella costa y en sus sueños sentía el rugido de las olas contra la rompiente y veía venir a través de ellas los botes de los nativos. Sentía el olor a brea y estopa de la cubierta mientras dormía y sentía el olor de África que la brisa de la tierra traía por la mañana.

Generalmente, cuando olía la brisa de tierra despertaba y se vestía y se iba a despertar al muchacho. Pero esta noche el olor de la brisa de tierra vino muy temprano y él sabía que era demasiado temprano en su sueño y siguió soñando para ver los blancos picos de las islas que se levantaban del mar y luego soñó con los diferentes puertos de las islas Canarias.

No soñaba ya con tormentas ni con mujeres ni con grandes acontecimientos ni con grandes peces ni con peleas ni con competencias de fuerza ni con su esposa. Solo soñaba ya con los lugares y con los leones en la playa. Jugaban como gatitos a la luz del crepúsculo y él les tenía cariño lo mismo que al muchacho. No soñaba jamás con el muchacho. Simplemente despertaba, miraba por la puerta abierta a la luna y desenrollaba sus pantalones y se los ponía. Orinaba junto a la choza y luego subía por el camino a despertar al muchacho. Temblaba con el frío de la mañana pero sabía que temblando se calentaría y que pronto estaría remando.

La puerta de la casa donde vivía el muchacho no estaba cerrada con llave; la abrió con sigilo y entró descalzo. El muchacho estaba dormido en un catre en el primer cuarto y el viejo podía verlo claramente a la luz de la luna moribunda. Le cogió nuevamente un pie y lo apretó hasta que el muchacho despertó y se volvió y lo miró. El viejo le hizo una seña con la cabeza y el muchacho cogió sus pantalones de la silla junto a la cama y sentándose en ella se los puso.

El viejo salió afuera y el muchacho vino tras él. Estaba soñoliento y el viejo le echó el brazo sobre los hombros y dijo:

- Lo siento.

- Qué va- dijo el muchacho-. Es lo que debe hacer un hombre.

Marcharon camino abajo hasta la cabaña del viejo; y a lo largo de todo el camino en la oscuridad se veían hombres descalzos portando los mástiles de sus botes.

Cuando llegaron a la choza del viejo el muchacho cogió los rollos de sedal de la cesta, el arpón y el bichero, y el viejo llevó el mástil con la vela arrollada al hombro.

- ¿Quiere usted café?- preguntó el muchacho.

- Pondremos el aparejo en el bote y luego tomaremos un poco.

Tomaron café en latas de leche condensada en un puesto que abría temprano y servía a los pescadores.

- ¿Qué tal ha dormido viejo?- preguntó el muchacho.

Ahora estaba despertando aunque todavía le era difícil dejar un sueño.

- Muy bien, Mamolín -dijo el viejo-. Hoy me siento confiado.

- Lo mismo yo -dijo el muchacho-. Ahora voy a buscar sus sardinas y las mías, y sus carnadas frescas. El dueño trae él mismo nuestro aparejo. No quiere nunca que nadie lleve nada.

- Somos diferentes -dijo el viejo-. Yo te dejaba llevar las cosas cuando tenía cinco años.

- Lo sé -dijo el muchacho-. Vuelvo enseguida. Tome otro café. Aquí tenemos crédito.

Salió, descalzo, por las rocas de coral hasta la nevera donde se guardaban las carnadas.

El viejo tomó lentamente su café. Era lo único que tomaría en todo el día y sabía que debía tomarlo. Hacía mucho tiempo que le mortificaba comer y jamás se llevaba almuerzo.

Tenía una botella de agua en la proa de la barca y esto era lo único que necesitaba para todo el día.

El muchacho estaba de vuelta con las sardinas y las dos carnadas envueltas en un periódico y bajaron por la vereda hasta la barca sintiendo la arena con piedrecitas bajo los pies, y levantaron la barca y la empujaron al agua.


- Buena suerte, viejo.


- Buenas suerte- dijo el viejo.


Ajustó las amarras de los remos a los toletes y echándose adelante con los remos empezó a remar, saliendo del puerto en la oscuridad. Había otros botes de otras playas que salían a la mar y el viejo sentía sumergirse las palas de los remos y empujar aunque no podía verlos ahora que la luna se había ocultado detrás de las lomas.


A veces alguien hablaba en un bote. Pero en su mayoría los botes iban en silencio, salvo por el rumor de los remos. Se desplegaron después de haber salido de la barca del puerto y cada uno se dirigió hacia aquella parte del océano donde esperaba encontrar peces. El viejo sabía que se alejaría mucho de la costa y dejó atrás el olor a tierra y entró remando en el limpio olor matinal del océano. Vio la fosforescencia de los sargazos en el agua mientras remaba sobre aquella parte del océano que los pescadores llamaban el gran hoyo porque se producía una súbita ondonada de 700 brazas donde se congregaba toda suerte de peces debido al remolino que hacía la corriente contra las escabrosas paredes del lecho del océano. Había aquí concentraciones de camarones y peces de carnada y a veces bandadas de calamares en los hoyos más profundos y de noche se levantaban a la superficie donde todos los peces merodeadores se cebaban en ellos.


En la oscuridad el viejo podía sentir como venía la mañana y mientras remaba oía el tembloroso rumor de los peces voladores que salían del agua y el siseo que sus rígidas alas hacían surcando el aire en la oscuridad. Sentía una gran atracción por los peces voladores que eran sus principales amigos en el océano. Sentía compasión por la aves especialmente las pequeñas, delicadas y oscuras golondrinas de mar que andaban siempre volando y buscando y casi nunca encontraban, y pensó: las aves llevan una vida más dura que nosotros salvo las de rapiña y las grandes y fuertes. ¿Por qué habrán hecho pájaros tan delicados y tan finos como esas golondrinas de mar cuando el océano es capaz de tanta crueldad? La mar es dulce y hermosa. Pero puede ser cruel y se encoleriza tan súbitamente y esos pájaros que vuelan picando y cazando, con sus tristes vocecillas, son demasiado delicados para la mar.


Decía siempre la mar. Así es como le dicen en español cuando la quieren. A veces los que la quieren hablan mal de ella, pero lo hacen siempre como si fuera una mujer. Algunos de los pescadores más jóvenes, los que usaban boyas y flotadores para sus sedales y tenían botes de motor comprados cuando los hígados de tiburón se cotizaban alto empleaban el artículo masculino, lo llamaban el mar. Hablaban del mar como de un contendiente o un lugar, o incluso un enemigo. Pero el viejo lo concebía siempre como perteneciente al género femenino y como algo que concedía o negaba grandes favores, y si hacía cosas perversas y terribles era porque no podía evitarlo. La luna, pensaba, le afectaba lo mismo que a una mujer.


Remaba firme y seguidamente no le costaba un esfuerzo excesivo porque se mantenía en su límite de velocidad y la superficie del océano era plana, salvo por los ocasionales remolinos de la corriente. Dejaba que la corriente hiciera un tercio de su trabajo y cuando comenzó a clarear vio que se hallaba ya lejos de lo que había esperado estar a esa hora.



(Continúa...)


Ernest Hemingway, El viejo y el mar

No hay comentarios: