miércoles, 14 de octubre de 2009

El viejo y el mar (XVII)

Si hay ciclón, siempre puede uno ver las señales varios días antes en el mar. En tierra no las ven porque no saben reconocerlas, pensó. En tierra debe notarse también por la forma de las nubes. Pero ahora no hay ciclón a la vista.

Miró al cielo y vio la formación de los blancos cúmulos, como sabrosas pilas de mantecado, y más arriba se veían las tenues plumas de los cirros contra el alto de septiembre.

-Brisa ligera -dijo-. Mejor tiempo para mí que para ti, pez.

Su mano izquierda estaba todavía presa del calambre, pero se iba soltando poco a poco.

Detesto los calambres, pensó. Son una traición del propio cuerpo. Es humillante ante los demás tener diarrea producida por envenenamiento de tomaínas o vomitar por lo mismo. Pero el calambre lo humilla a uno, especialmente cuando está solo.

Si el muchacho estuviera aquí podría frotarme la mano y soltarla, desde el antebrazo, pensó. Pero ya se soltará.

Luego palpó con la mano derecha para conocer la diferencia de tensión en el sedal; después vio que el sesgo cambiaba en el agua. Seguidamente, al inclinarse contra el sedal y golpear fuerte con la mano izquierda contra el muslo, vio que cobraba un lento sesgo ascendente.

-Está subiendo -dijo-. Vamos, mano. Ven, te lo pido.
El sedal se alzaba lenta y continuamente. Luego, la superficie del mar se combó delante del bote y salió el pez. Surgió interminablemente y le manaba agua por los costados. Brillaba al sol y su cabeza y lomo eran de un púrpura oscuro, y al sol las franjas de sus costados hacían anchas y de un tenue color rojizo. Su espalda era tan larga como un bate de béisbol, yendo de mayor a menor un estoque. El pez apareció sobre el agua en toda su longitud y luego volvió a entrar en ella dulcemente, como un buzo, y el viejo vio la gran hoja de guadaña de su cola sumergirse y el sedal comenzó a correr velozmente.
-Es dos pies más largo que la barca -dijo el viejo.
El sedal seguía corriendo veloz pero gradualmente y el pez no tenía pánico. El viejo trataba de mantener con ambas manos el sedal a la mayor tensión posible sin que se rompiera. Sabía que no podía demorar al pez con una presión continuada, el pez podía llevarse todo el sedal y romperlo.
Es un pez y tengo que convencerlo, pensó. No debo permitirle jamás que se dé cuenta de su fuerza ni de lo que podría hacer si rompiera a correr. Si yo fuera él echaría ahora toda la fuerza y seguiría hasta que algo se rompiera. Pensó, a Dios gracias los peces no son tan inteligentes como quienes los matamos aunque son más nobles y más hábiles.
El viejo había visto muchos peces grandes. Había visto muchos que pesaban más de mil libras y había cogido dos de aquel tamaño en su vida, pero nunca solo. Ahora solo y sin tierra a la vista, estaba sujeto al pez más grande que había visto jamás, más grande que cuantos conocía de oídas, y su mano izquierda estaba todavía tan rígida como las garras convulsas de un águila.
Pero ya se soltará, pensó. Con seguridad que se le pasará el calambre para que pueda ayudar a la mano derecha. Tres cosas se pueden considerar hermanas: el pez y mis dos manos. Tiene que quitársele el calambre.
El pez había aminorado su velocidad y seguía a su ritmo habitual.
Me pregunto porqué habrá salido a la superficie, pensó el viejo. Brincó para mostrarme lo grande que era. Ahora ya lo sé, pensó. Pero entonces vería la mano acalambrada. Que piense que soy más hombre de lo que soy, y lo seré. Quisiera ser el pez, pensó, con todo lo que tiene frente a mi voluntad y mi inteligencia solamente.


Continuará...

Ernest Hemingway, El viejo y el mar

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