sábado, 18 de abril de 2009

La prisionera (VIII)

Como el declinar del día volvía a sumirme, gracias al recuerdo, en una atmósfera antigua y fresca, la respiraba con las mismas delicias que Orfeo el aire sutil, desconocido en esta Tierra de los Campos Elíseos, pero ya se acababa el día y me invadía la desolación al anochecer. Al comprobar maquinalmente en el reloj de péndulo cuántas horas pasarían antes de que Albertine regresara, vi que disponía aún de tiempo para vestirme y bajar a pedir a mi propietaria, la Sra. de Guermantes, indicaciones sobre ciertos artículos de tocador que quería regalar a mi amiga. A veces me encontraba en el patio a la duquesa, que salía a hacer recados a pie, aun cuando hiciera mal tiempo, con un sombrero blanco y un abrigo de piel. Yo sabía perfectamente que para muchas personas inteligentes no era sino una señora cualquiera, pues, ahora que ya no hay ducados ni principados, el título de duquesa de Guermantes nada significa, pero yo había adoptado otro punto de vista en mi forma de disfrutar con las personas y los países. Me parecía que llevaba -aquella dama con abrigo de piel que desafiaba el mal tiempo- todos los castillos de las tierras de las que era duquesa, princesa, vizcondesa, así como los personajes esculpidos en el dintel de un pórtico sostienen en la mano la catedral que construyeron o la ciudadela que defendieron, pero solo los ojos de mi mente podían ver aquellos castillos, aquellos bosques en la mano enguantada de la señora con abrigo de piel, prima del rey. Los de mi cuerpo no distinguían en ella -los días en que el tiempo amenazaba- otra cosa que un paraguas con el que la duquesa no temía armarse. "Nunca se sabe, es más prudente si me encuentro muy lejos y un coche me pide un precio demasiado caro para mí". Las expresiones "demasiado caro", "superar mis posibles" reaparecerían todo el tiempo en la conversación de la duquesa como también "soy demasiado pobre", sin que se pudiera discernir bien si hablaba así porque le parecía divertido decir que era pobres, siendo tan rica, o porque consideraba elegante -siendo tan aristocrática, es decir, al aparentar ser una campesina- no atribuir a la riqueza la importancia de las personas que son simplemente ricas y desprecian a los pobres. Tal vez fuera más bien una costumbre contraída en una época de su vida en la que, siendo ya rica, pero, aun así, no lo suficiente en vista de lo que costaba el mantenimiento de tantas propiedades tuviese algún apuro económico y no quisiera parecer que disimulaba. Por lo general, las cosas de las que con más frecuencia se habla bromeando son, al contrario, las que preocupan, pero con las que no queremos parecer preocupados, tal vez con la esperanza no confesada de contar con la ventaja suplementaria de que precisamente la persona con la que hablamos al oírnos bromear al respecto crea que no es verdad.

Pero la mayoría de las veces sabía que a aquella hora encontraría a la duquesa en su casa y me alegraba de ello, pues era más cómodo para pedirle por extenso las informaciones deseadas por Albertine, y bajaba sin pensar casi en lo extraordinario de que tan solo fuera a la casa de aquella misteriosa duquesa de Guermantes de mi infancia a fin de utilizarla para una simple comodidad práctica, como se hace con el teléfono, instrumento sobrenatural ante cuyos milagros nos maravillábamos en tiempos y ahora usamos, sin siquiera pensarlo, para mandar venir al sastre o encargar un helado.

Las chucherías de adorno daban mucho placer a Albertine. Yo no sabía negarme a darle uno nuevo todos los días y -siempre que ella me había hablado con arrobo de un chal, una estola, una sombrilla, que por la ventana o al pasar por el patio había visto, con sus ojos, que distinguían al instante todo lo relativo a la elegancia, en el cuello, los hombros, la mano de la Sra. de Guermantes y sabiendo que el gusto naturalmente difícil de la muchacha, aguzado aún más por las lecciones de elegancia que le había brindado la conversación de Elstir, en modo alguno se sentiría satisfecho por una simple aproximación, aun de algo bonito, que lo sustituyera a juicio del vulgo, pero difiriese enteramente- iba en secreto a que la duquesa me explicara dónde, cómo. con qué modelo, habían confeccionado lo que había gustado a Albertine, qué debía yo hacer para obtener exactamento eso, en qué consistía el secreto del artífice, el encanto -lo que Albertine llamaba el "tono", "el estilo"- de su hacer, el nombre preciso -pues la belleza de la materia tiene su importancia- y la calidad de las telas que debía encargar.

Cuando, a nuestra llegada a Balbec, había yo dicho a Albertine que la duquesa de Guermantes vivía enfrente de nosotros, en el mismo palacete, ella había adoptado -al oir título y nombre tan distinguidos- aquella expresión -más que indiferente- hostil, desdeñosa, que es la señal del deseo impotente en los caracteres orgullosos y apasionados. Por mucho que el de Albertine fuera magnífico, las cualidades que encerraba solo podían desarrollarse en medio de esas trabas que son nuestros gustos o de ese duelo por aquellos a los que nos hemos visto obligados a renunciar -como en el caso de Albertine el esnobismo- : los que reciben el nombre de odios. El de Albertine para con las personas del mundo, ocupaba por lo demás, poco lugar en ella y me gustaba por su faceta de espíritu revolucionario -es decir, amor desgraciado de la nobleza- inscrito en la cara opuesta del carácter francés, en el que figura el tipo aristocrático de la Sra. de Guermantes. Ese tipo aristocrático a Albertine, por imposibilidad de alcanzarlo tal vez no le habría interesado, pero, al recordar que Elstire le había hablado de la duquesa como de la mujer de París que mejor se vestía, el desdén republicano para con una duquesa quedó sustituido en mi amiga por el vivo interés por una elegante. Con frecuencia me pedía informaciones sobre la Sra. de Guermantes y le gustaba que yo fuera a buscar en casa de la duquesa consejos para ella sobre el vestuario. Seguramente habría podido pedírselos a la Sra. Swann e incluso le escribí una vez para ello pero la Sra. de Guermantes me parecía extremar aún más el arte de vestirse. Si, al bajar un momento a su casa, tras haberme asegurado de que no había salido y haber pedido que me avisaran en cuanto Albertine hubiera regresado me encontraba a la duquesa nublada con la bruma de un vestido de crespón de China gris, aceptaba aquel aspecto, debido -lo sentía yo- a causas complejas y que no se habría podido cambiar, me dejaba invadir por la atmósfera que desprendía, como el fin de ciertas tardes enguantadas en gris perla por una niebla vaporosa; si, al contrario la bata era china con llamas amarillas y rojas, yo la contemplaba como una puesta de sol que se enciende; aquella vestimenta no era un decorado cualquiera, substituible a voluntad, sino una realidad dada y poética como la del tiempo que hace, como la luz especial de cierta hora.


Continúa...
Marcel Proust, La prisionera

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