domingo, 19 de abril de 2009

VARIUS MULTIPLEX MULTIFORMIS (VIII)

Yo le inspiraba muy poca confianza. Veinticuatro años mayor que yo, mi primo era mi co-tutor desde la muerte de mi padre. Cumplía sus obligaciones familiares con seriedad provinciana: estaba pronto a hacer lo imposible para ayudarme si mostraba ser digno, y a tratarme con más rigor que nadie si resultaba incompetente. Se había enterado de mis locuras de muchacho con una indignación en modo alguno injustificada, pero que sólo se da en el seno de las familias; por lo demás mis deudas lo escandalizaban mucho más que mis travesuras. Otros rasgos de mi carácter lo inquietaban; poco cultivado, sentía un respeto conmovedor por los filósofos y letrados, pero una cosa es de admirar de lejos a los grandes filósofos y otra tener a su lado a un joven teniente demasidado teñido de literatura. No sabiendo donde se situaban mis principios, mis contenciones, mis frenos, me suponía desprovisto de ellos y sin recursos contra mí mismo. De todas maneras, jamás había yo comentido el error de descuidar el servicio. Mi reputación de oficial lo tranquilizaba, pero para él no era más que un joven tribuno de brillante porvenir, que había de vigilar de cerca.

Un incidente de la vida privada estuvo muy pronto a punto de perderme. Un bello rostro me conquistó. Me enamoré apasionadamente de un jovencito que también había llamado la atención del emperador. La aventura era peligrosa, y la saborée como tal. Cierto Galo, secretario de Trajano, que desde hacía mucho se creía en el deber de detallarle mis deudas, nos denunció al emperador. Su irritación fue grande y yo pasé un mal momento. Algunos amigos, entre ellos Acilio Atiano, hicieron lo posible por impedir que se obstinara en un resentimiento tan ridículo. Acabó cediendo a sus instancias, y la reconciliación, al principio muy poco sincera por ambas partes, fue más humillante para mí que todas las escenas de cólera. Confieso haber guardado a Galo un odio incomparable. Muchos años más tarde fue condenado por falsificación de escrituras públicas, y me sentí -con qué delicia- vengado.

La primera expedición contra los dacios, comenzó al año siguiente. Por gusto y por política me he opuesto siempre al partido de la guerra, pero hubiera sido más o menos que un hombre si las grandes empresas de Trajano no me hubieran embriagado. Vistos en conjunto y a distancia aquellos años de guerra se cuentan entre los más dichosos para mí. Su comienzo fue duro o así me pareció. Empecé desempeñando puestos secundarios pues aún no había alcanzado la total benevolencia de Trajano. Pero conocía el país y estaba seguro de ser útil. Casi a pesar mío, invierno tras invierno, campamento tras campamento, batalla tras batalla, sentía crecer más objeciones a la política del emperador; en aquella época no tenía ni el deber ni el derecho de expresar esas objeciones en alta voz, aparte de que nadie me hubiera escuchado. Situado más o menos al margen, en el quinto o el décimo lugar, conocía tanto mejor a mis tropas y compartía más íntimamente su vida. Gozaba de cierta libertad de acción, o más bien de cierto desasimiento frente a la acción misma, que no es fácil permitirse una vez que se llega al poder y se han pasado los treinta años. Tenía mis ventajas: el gusto por ese duro país, mi pasión por todas las formas voluntarias -por lo demás intermitentes- de desposeimiento y austeridad. Quizá era el único de los oficiales jóvenes que no añoraba Roma. Cuando más se iban alargando en el lodo y en la nieve los años de la campaña, más ponían de relieve mis recursos.


Continúa...
Marguerite Yourcenar, Memorias de Adriano



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