Un incidente de la vida privada estuvo muy pronto a punto de perderme. Un bello rostro me conquistó. Me enamoré apasionadamente de un jovencito que también había llamado la atención del emperador. La aventura era peligrosa, y la saborée como tal. Cierto Galo, secretario de Trajano, que desde hacía mucho se creía en el deber de detallarle mis deudas, nos denunció al emperador. Su irritación fue grande y yo pasé un mal momento. Algunos amigos, entre ellos Acilio Atiano, hicieron lo posible por impedir que se obstinara en un resentimiento tan ridículo. Acabó cediendo a sus instancias, y la reconciliación, al principio muy poco sincera por ambas partes, fue más humillante para mí que todas las escenas de cólera. Confieso haber guardado a Galo un odio incomparable. Muchos años más tarde fue condenado por falsificación de escrituras públicas, y me sentí -con qué delicia- vengado.
La primera expedición contra los dacios, comenzó al año siguiente. Por gusto y por política me he opuesto siempre al partido de la guerra, pero hubiera sido más o menos que un hombre si las grandes empresas de Trajano no me hubieran embriagado. Vistos en conjunto y a distancia aquellos años de guerra se cuentan entre los más dichosos para mí. Su comienzo fue duro o así me pareció. Empecé desempeñando puestos secundarios pues aún no había alcanzado la total benevolencia de Trajano. Pero conocía el país y estaba seguro de ser útil. Casi a pesar mío, invierno tras invierno, campamento tras campamento, batalla tras batalla, sentía crecer más objeciones a la política del emperador; en aquella época no tenía ni el deber ni el derecho de expresar esas objeciones en alta voz, aparte de que nadie me hubiera escuchado. Situado más o menos al margen, en el quinto o el décimo lugar, conocía tanto mejor a mis tropas y compartía más íntimamente su vida. Gozaba de cierta libertad de acción, o más bien de cierto desasimiento frente a la acción misma, que no es fácil permitirse una vez que se llega al poder y se han pasado los treinta años. Tenía mis ventajas: el gusto por ese duro país, mi pasión por todas las formas voluntarias -por lo demás intermitentes- de desposeimiento y austeridad. Quizá era el único de los oficiales jóvenes que no añoraba Roma. Cuando más se iban alargando en el lodo y en la nieve los años de la campaña, más ponían de relieve mis recursos.
Continúa...
Marguerite Yourcenar, Memorias de Adriano
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