martes, 7 de abril de 2009

La taberna de la Historia (XV)


Del Mar de Génova al Atlántico


Éste es un relato de Cristóbal Colón.

Cada cual lleva su mundo a cuestas. Yo, en Génova, miraba al mar, como el de Florencia las laderas del valle del Arno. Dos repúblicas, dos mundos. La costa de Liguria, para mi caso, se abre en mi patria como un abanico de piedra que llega a las nubes. Abajo, en el puerto, se aprieta en una telaraña de callejones salados con el aire del mar. Para ir de la barriada marinera a las casas de arriba, hay que trepar desfiladeros para cabras y se llega a miradores abiertos. Por un lado son ventanas al mar. Por otro, a las montañas. Mi padre era de los que veían hacia dentro. Era de la tierra. Negociaba con pastores, pertenecía al arte de la luna, vivía entre la ciudad y el campo. Nuestra casa quedaba al fondo de un caracol de rocas. Veíamos el cielo como por la boca de un tragaluz. Nací, pues, lleno de ansia de mar. Quiero decir que Génova, como Jano, y de Jano viene, tiene dos caras, y Domenico, mi padre, y yo estábamos de espaldas. Cada uno buscando un horizonte opuesto. Cuando llegó el momento, eché a andar a contra-padre... Siguiendo el rumbo de los burgueses que hicieron la grandeza de la república y llegaron a los mercados de Constantinopla. Lo primero que supe de fuera fue de Bósforo, uniendo dos mares de dos mundos. El Mármara griego y el Negro, en que confluyen las aguas del Danubio y las del Don tocado por el Asia misteriosa. Allá los genoveses habían instalado su colonia, que era como otra república con sus leyes y sus magistrados y sus bodegas. Llegaban los comerciantes de los dos lados para un tráfico de alfombras, sedas, especias y perlas que eran la vida de la república ligura. Ahora, los turcos tiraban a la basura la herencia de Constantino. Convirtieron en mezquita a Santa Sofía, cegaron la vía del mar y cambiaron el nombre de la ciudad por Estambul... Esto lo oía como los niños de ahora lo de Caperucita...

Acercándome a la playa pensaba que ahí estaba mi casa propia. Los marineros remendaban redes, cosían velas, descargaban pescado, sacaban los botes a la arena. Los oía contar historias, cantar. El mar me entraba por el aire a los pulmones. Doménico, mi padre, veía cómo me apartaba del negocio en que habría querido que le sucediera... Hasta que llegó el momento de embarcarme. Fue mi grito de independencia. Todo lo aprendía de los mareantes y no tuve más escuela -ni la necesitaba- que el Mediterráneo, el mar nuestro, el de los africanos, el de los levantinos. En los tiempos antiguos lo habían cruzado los griegos para descubrir el imperio de los faraones. A Alejandría, al Nilo... De Marco Polo para acá surgió el sueño de la India remota, de la China del Gran Kan, de Cipango fabuloso... Estas cosas empecé a columbrarlas desde que hice mi primera salida a Quíos, la isla del Egeo, puerta del Oriente.

Hasta por el cuento de mis amores se ve que soy marino... Primero mi mar fue el chiquitico de Liguria. Luego me di cuenta de cómo estaban pintados sobre el Mediterráneo los colores de los reinos, como se hace en los mapas con las tierras: mar de Génova, mar de Toscana, mar de Venecia, mar de África, golfo de Lyon... Para nosotros primero fue el mapa de las aguas, luego el de los reinos interiores. Nuestra carta no era geográfica sino de marear. El portulano, catálogo de nombres escritos en la costa para saber la distancia de una parada a otra. Navegar era conocer, comerciar, tener en cada puerto un amor, y seguir, seguir, seguir...

Mientras no tuve otro horizonte que el Mediterráneo, mi universo llegaba a Gibraltar. Cuando caí a Lisboa sentí que estaba en la orilla del Mediterráneo grande: el mar Océano. Dije estas dos palabras y se me alborotó el ansia de grandeza. Me coloqué frente a un Japón ilusorio, como antes frente a Marruecos o Egipto. Leí a Marco Polo. Acorté las distancias como Toscanelli. Lisboa fue mi segunda Génova, ahora balcón del mundo. Iba a ser yo el autor del nuevo portulano. Los de la escuela portuguesa de don Enrique no me creyeron. Eran marinos de cabotaje, no se apartaban de la costa africana. Como si el Atlántico no tuviera otra orilla. Seguía siendo el mar tenebroso que yo saqué de la oscuridad para ser su almirante.



Continúa...
Germán Arciniegas, La taberna de la Historia

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