domingo, 15 de junio de 2008

Los crímenes de la rue Morgue (III)

Durante la primavera y parte del verano de 18.., residiendo en París, conocí a un tal monsieur C. Auguste Dupin. Este joven caballero pertenecía a una excelente, de hecho ilustre, familia, pero por una variedad de acontecimientos adversos se había visto reducido a una tal pobreza que la energía de su carácter sucumbió bajo ellos, y dejó de luchar contra el mundo y de preocuparse en recuperar su fortuna. Por cortesía de sus acreedores, todavía estaba en posesión de un pequeño resto de su patrimonio; y, con los ingresos proporcionados por él, conseguía mediante una rigurosa economía, atender a las necesidades de la vida, sin preocuparse por lo superfluo. De hecho, los libros eran su único lujo, y en París era fácil obtenerlos.

Nuestro primer encuentro tuvo lugar en una oscura biblioteca de la rue Montmartre, donde la coincidencia de que ambos fuéramos en busca del mismo volumen, muy raro y muy notable, nos puso en estrecha intimidad. Nos vimos luego con frecuencia. Yo me mostré profundamente interesado en la pequeña historia de su familia, que me detalló con toda la sinceridad con la que un francés habla de sí mismo. Me sorprendió también su enorme cantidad de lecturas y, sobre todo, me llegó al alma su ardiente fervor y la vívida frescura de su imaginación. Dado los fines que me habían llevado por aquel entonces a París, comprendí que mi asociación con un hombre así podía ser un tesoro inapreciable, y le confié con franqueza esa sensación. Finalmente, dispusimos vivir juntos durante mi estancia en la ciudad y, puesto que mis circunstancias mundanas eran algo menos embarazosas que las suyas, me permitió cubrir los gastos de alquiler y amueblar, en un estilo adaptado a nuestro más bien fantasioso y melancólico temperamento una grotesca y destartalada mansión abandonada desde hacía tiempo a causa de unas supersticiones que no quisimos averiguar, y que parecía como si estuviera a punto de demoronarse, en una parte retirada y desolada del faubourg Saint-Germain.

Si la rutina de nuestra vida en aquel lugar hubiera sido conocida por el mundo, hubiéramos sido considerados locos, aunque quizá locos de naturaleza inofensiva. Nuestra reclusión era absoluta. No admitíamos visitas. De hecho, la situación de nuestro retiro había sido cuidadosamente mantenida en secreto de mis antiguas relaciones; y habían pasado muchos años desde que Dupin había dejado de conocer o ser conocido en París. Existíamos solo para nosotros mismos.

Una de las rarezas o fantasías de mi amigo (porque ¿de qué otro modo puedo calificarlo?) era estar enamorados de la noche, y a esa bizarrerie, como a todas las demás, transigía yo tranquilamente cediendo a sus caprichos y con un perfecto abandon. La oscura divinidad no siempre podía estar con nosotros; pero podíamos falsificar su presencia. A primera hora de la mañana cerrábamos todos los recios postigos de nuestro viejo edificio; encendíamos un par de velas que, fuertemente perfumadada arrojaban tan solo los más débiles y fantasmagóricos rayos. Con su ayuda ocupábamos nuestras almas en sueños: leyendo, escribiendo, o conversando, hasta que el reloj nos advertía la llegada de la auténtica oscuridad. Entonces salíamos a la calle cogidos del brazo y seguíamos con los temas del día, o vagabundeábamos hasta lejos y en todas direcciones hasta última hora buscando entre las desordenadas luces y sombras de la populosa ciudad, aquella infinitud de excitación mental que la tranquila observación puede proporcionar. En tales ocasiones no podía evitar el observar y admirar (aunque a causa de su intensa idealidad estaba preparado para esperarlo) una peculiar habilidad analítica en Dupin. También parecía deleitarse intensamente en este ejercicio -si no exactamente en su exhibición- y no dudaba en confesar el placer que de ello derivaba. Alardeaba ante mí, con una leve risita, que la mayoría de los hombres, respecto a él,llevaban ventanas en el pecho, y seguía estas afirmaciones con directas y muy sorprendentes pruebas de ese íntimo conocimiento acerca de mí. Su actitud en estos instantes era fría y abstracta; sus ojos mostraban una expresión vacua; mientras que su voz, normalmente con un intenso tono de tenor, ascendía hasta un tiple que hubieras sonado petulante de no ser por la forma deliberada y muy clara de su pronunciación. Observándolo en estas ocasiones, meditaba yo en la antigua filosofía del alma bipartida, y me divertía imaginando a un doble Dupin, el creativo y el analítico.

No hay que suponer, por lo que acabo de decir, que estoy detallando ningún misterio o escribiendo una novela. Lo que he descrito respecto al francés era simplemente el resultado de una excitada o quizá enferma inteligencia. Pero un ejemplo transmitirá mejor la idea del carácter de estas obsvervaciones sobre el período en cuestión. (Continúa)
Edgar Allan Poe (Narraciones extraordinarias)

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