jueves, 26 de junio de 2008

El viejo y el mar (V)

Cuando volvió el muchacho el viejo estaba dormido en la silla. El sol se estaba poniendo. El muchacho cogió la desgastada frazada de la cama y se la echó al viejo sobre los hombros. Eran unos hombros extraños todavía poderosos, aunque muy viejos, y el cuello era también fuerte todavía, y las arrugas no se veían tanto cuando el viejo estaba dormido con la cabeza derribada hacia adelante. Su camisa había sido remendada tantas veces que era como la vela, y los remiendos descoloridos por el sol eran de varios tonos. La cabeza del viejo era sin embargo muy vieja, y con los ojos cerrados no había vida en su rostro. El periódico yacía sobre sus rodillas y el peso de sus brazos lo sujetaba allí contra la brisa del atardecer. Estaba descalzo.

El muchacho lo dejo allí y, cuando volvió, el viejo estaba todavía dormido.

-Despierte viejo- dijo el muchacho, y le puso la mano en una de sus rodillas.

El viejo abrió los ojos y por un momento fue como si regresara de muy lejos. Entonces sonrió.

-¿Qué traes?- preguntó.

-La comida -dijo el muchacho-. Vamos a comer.

-No tengo mucha hambre.

-Vamos, venga a comer. No puede pescar sin comer.

-Habrá que hacerlo -dijo el viejo, levantándose y cogiendo el periódico y doblándolo. Luego empezó a doblar la frazada.

-No se quite la frazada -dijo el muchacho-. Mientras yo viva no saldrá a pescar sin comer.

-Entonces vive mucho tiempo y cuídate -dijo el viejo-. ¿Qué vamos a comer?

-Frijoles negros con arroz, plátanos fritos y un poco de asado.

El muchacho lo había traído de la Terraza en una cantina metálica. Traía en el bolsillo dos juegos de cubiertos, cada uno envuelto en una servilleta de papel.

-¿Quién te ha dado esto?

-Martín. El dueño.

-Tengo que darle las gracias.

-Ya se las he dado yo -dijo el muchacho-. No tiene que dárselas usted.

-Le daré la ventrecha de un gran pescado -dijo el viejo. ¿Ha hecho esto por nosotros más de una vez?

-Creo que sí.

-Entonces tendré que darle más que la ventrecha. Es muy considerado con nosotros.

-Mandó dos cervezas.

-Me gusta más la cerveza en lata.

-Lo sé. Pero esta está en botella. Cerveza Hatuey. Y yo devuelvo las botellas.

-Muy amable de tu parte -dijo el viejo-. ¿Comemos?

-Es lo que yo proponía -le dijo el muchacho-. No he querido abrir la cantina hasta que estuviera usted listo.

-Ya estoy listo -dijo el viejo-. Solo necesitaba tiempo para levantarme.

¿Dónde se lavaba? pensó el muchacho. El pozo del pueblo estaba a dos manzanas de distancia, camino abajo. Debía haberle traído agua, pensó el muchacho, y jabón y una buena toalla. ¿Por qué seré tan desconsiderado? Tengo que conseguirle otra camisa y una chaqueta para el invierno y alguna clase de zapatos y otra frazada.

-Tu asado es excelente -dijo el viejo.

-Hábleme de beisbol -le pidió el muchacho.

-En la liga americana, como te dije, los Yankees -dijo el viejo muy contento.

-Hoy perdieron -le dijo el muchacho.

-Eso no significa nada. El gran Di Maggio vuelve a ser lo que era.

-Tienen otros hombres en el equipo.

-Naturalmente. Pero él marca la diferencia. En la otra liga, entre el Broooklin y el Filadelfiam, tengo que quedarme con el Brooklin. Pero luego pienso en Dick Sisler y en aquellos lineazos suyos en el viejo parque.

-Nunca hubo nada con ellos. Nunca he visto a nadie mandar la pelota tan lejos.

-¿Recuerdas cuando venía a la Terraza? Yo quería llevarlo a pescar, pero era demasiado tímido para proponérselo. Luego te pedí a ti que se lo propusieras y tú eras también demasiado tímido.

-Lo sé. Fue un gran error. Podría haber ido con nosotros. Luego eso nos quedaría para toda la vida.

Continúa.

Ernest Hemingway, El viejo y el mar

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