jueves, 19 de junio de 2008

Animula Vagula Blandula (IV)

Durante algún tiempo me abstuve de comer carne en las escuelas de filosofía, donde es de uso ensayar de una vez por todas cada método de conducta; más tarde, en Asia, vi a los gimnosofistas indios apartar la mirada de los corderos humeantes y de los cuartos de gacela servidos en la tienda de Osroes. Pero esta costumbre, que complace tu joven austeridad, exige atenciones más complicadas que las de la misma gula; nos aparta demasiado del común de los hombres en una función casi siempre pública, presidida las más de las veces por el aparato o la amistad. Prefiero pasarme la vida comiendo gansos cebados y printadas, y no que mis convidados me acusen de una ostentación de ascetismo. Bastante me ha costado -con ayuda de frutos secos o del contenido de un vaso saboreado lentamente- disimular ante los comensales que los aderezados manjares de mis cocineros estaban destinados a ellos más que a mí, o que mi curiosidad por probarlos se agotaba antes que la suya. Un príncipe carece en esto de la laxitud que se ofrece al filósofo, no puede permitirse diferir en demasiadas cosas a la vez, y bien saben los dioses que mis diferencias eran ya demasiadas, aunque me jactase de que muchas permanecían invisibles. En cuanto a los escrúpulos religiosos del gimnosofista, a su repugnancia frente a las carnes sangrientas, me afectarían más si no se me ocurriera preguntarme en qué difiere esencialmente el sufrimiento de la hierba sagrada del de los carneros degollados, y si nuestro horror ante las bestias asesinadas no se debe sobre todo a que nuestra sensibilidad pertenece al mismo reino. Pero en ciertos momentos de la vida como por ejemplo en los períodos de ayuno ritual, o en las iniciaciones religiosas, he apreciado las ventajas espirituales -y también los peligros- de las diferentes formas de abstinencia, y aun de la inanición voluntaria, de esos estados próximos al vértigo en que el cuerpo, privado de lastre, entra en un mundo para el cual no ha sido hecho y que prefigura las frías levedades de la muertes. En otros momentos esas experiencias me permitieron jugar con la idea del suicidio progresivo, de la muerte por inanición que escogieron ciertos filósofos, especie de incontinencia a la inversa por la cual se llega al agotamiento de la sustancia humana. Pero me hubiera disgustado adherirme por completo a un sistema; no quería que un escrúpulo me privara del derecho de hartarme de embutidos, si por casualidad me venían las ganas o si este alimento era el único accesible. Los cínicos y los moralistas están de acuerdo en incluir las voluptuosidades del amor entre los goces llamados groseros, entre el placer de beber y el de comer, y a la vez, puesto que están seguros de que podemos pasarnos sin ellas, las declaran menos indispensables que aquellos goces. De un moralista espero cualquier cosa, pero me asombra que un cínico pueda engañarse así. Pongamos que unos y otros temen a sus demonios, ya sea porque luchan contra ellos o se abandonan, y que tratan de rebajar su placer buscando privarlo de su fuerza casi terrible ante la cual sucumben, y de su extraño misterio en el que se pierden. Creeré en esa asimilación del amor a los goces puramente físicos (suponiendo que existan como tales) el día en que haya visto a un gastrónomo llorar ante su plato favorito, como un amante sobre un hombro juvenil. De todos nuestros juegos, es el único que amenaza trastornar el alma y el único donde el jugador se abandona por fuerza al delirio del cuerpo. No es indispensable que el bebedor abdique de su razón pero el amante que conserva la suya no obedece del todo a su dios. La abstinencia o el exceso comprometen al hombre solo; pero salvo en el caso de Diógenes, cuyas limitaciones y cuya razonable aceptación de lo peor se advierten por sí mismas, todo movimiento sensual nos pone en presencia del otro, nos implica en las exigencias y las servidumbres de la elección. No sé de nada donde el hombre se resuelve por razones más simples y más ineluctables, donde el objeto elegido sea pesado con más exactitud en su peso bruto de delicias, donde el buscador de verdades tenga mayor probabilidad de juzgar la criatura desnuda. Partiendo de un despojamiento que iguala el de la muerte, de una humildad que excede la de la derrota y la plegaria, me maravillo de ver restablecerse la complejidad de las negativas, las responsabilidades, los dones, las tristes confesiones, las ágiles mentiras, los apasionados compromisos entre mis placeres y los del Otro, tantos vínculos irrompibles y que sin embargo se deshacen tan pronto. El juego misterioso que va del amor a un cuerpo al amor de una persona me ha parecido lo bastante bello como para consagrarle parte de mi vida. Las palabras engañan, puesto que la palabra placer abarca realidades contradictorias, comporta a la vez las nociones de tibieza, dulzura, intimidad de los cuerpos, y las de violencia, agonía y grito. La obscena frasecita de Posidonio sobre el frote de dos parcelas de carne -que te he visto copiar en tu cuaderno escolar como un niño aplicado- no define el fenómeno del amor, así como la cuerda rozada por el dedo no explica el milagro infinito de los sonidos. Esa frase no insulta a la voluptuosidad sino a la carne misma, ese instrumento de músculos, sangre y epidermis, esa nube roja cuyo relámpago es el alma. (Continúa)
Marguerite Yourcenar (Memorias de Adriano)

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