jueves, 19 de junio de 2008

El viejo y el mar (IV)

Marcharon juntos camino arriba hasta la cabaña del viejo y entraron; la puerta estaba abierta. El viejo inclinó el mástil con su vela arrollada contra la pared y el muchacho puso la caja y el resto del aparejo junto a él. El mástil era casi tan largo como el cuarto único que formaba la choza. Esta estaba hecha de recias pencas de la palma real que llaman guano, y había una cama, una mesa, una silla y un lugar en el piso de tierra para cocinar con carbón. En las paredes, de aplastadas y superpuestas hojas pardas de guano de resistente fibra había una imagen en colores del Sagrado Corazón de Jesús y otra de la Virgen del Cobre. Eran reliquias de su esposa. En otro tiempo había habido una desvaída foto de su esposa en la pared, pero la había quitado porque verla le hacía sentirse demasiado solo, y ahora estaba en el estante del rincón bajo su camisa limpia.

-¿Qué tiene para comer?- preguntó el muchacho.

-Una cazuela de arroz amarillo con pescado. ¿Quieres un poco?

-No. Comeré en casa. ¿Quiere que le encienda la lumbre?

-No. Yo la encenderé luego. O quizá me coma el arroz frío.

-¿Puedo llevarme la atarraya?

-Desde luego.

No había ninguna atarraya. El muchacho recordaba que la habían vendido. Pero todos los días pasaban por esa ficción. No había ninguna cazuela de arroz amarillo con pescado, y el muchacho lo sabía igualmente.

-El ochenta y cinco es un número de suerte- dijo el viejo-. ¿Qué te parece si me vieras volver con un pez que, destripado, pesara más de mil libras?

-Voy a coger la atarraya y salir por las sardinas. ¿Se quedará sentado al sol, a la puerta?

-Sí. Tengo ahí el periódico de ayer y voy a leer los partidos del beisbol.

El muchacho se preguntó si el periódico de ayer no sería también una ficción. Pero el viejo lo sacó de debajo de la cama.

-Perico me lo dio en la bodega- explicó.

-Volveré cuando tenga las sardinas. Guardaré las suyas junto con las mías en hielo y por la mañana nos las repartiremos. Cuando vuelva me contará lo del beisbol.

-Los Yankees no pueden perder.

-Pero yo les tengo miedo a los Indios de Cleveland.

-Ten fe en los Yankees, hijo. Piensa en el gran Di Maggio.

-Les tengo miedo a los Tigres de Detroit y a los Indios de Clevelanda.

-Ten cuidado, no vayas a tenerles miedo también a los Rojos de Cincinnati y a los White Socks de Chicago.

-Usted estudia eso y me lo cuenta cuando vuelva.

-¿Crees que debiéramos comprar unos billetes de la lotería que terminen en un ochenta y cinco? Mañana hace el ochenta y cinco.

-Podemos hacerlo- dijo el muchacho-. Pero ¿qué me dice de su gran record, el ochenta y siete?

-No podría suceder dos veces. ¿Crees que puedas encontrar un ochenta y cinco?

-Puedo pedirlo.

-Un billete entero. Eso hace dos dólares y medio. ¿Quién podría prestármelos?

-Eso es fácil. Yo siempre encuentro quien me preste dos dólares y medio.

-Creo que yo también. Pero trato de no pedir prestado. Primero pides prestado; luego pides limosna.

-Abríguese, viejo- dijo el muchacho-. Recuerde que estamos en septiembre.

-El mes en que vienen los grandes peces- dijo el viejo. En mayo cualquiera es pescador.

-Ahora voy por las sardinas- dijo el muchacho. (Continúa)

Ernest Hemingway (El viejo y el mar)

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