jueves, 26 de junio de 2008

La taberna de la Historia (V)

Con el alma desgarrada

Yo salí con el alma hecha pedazos, Castilla chorreaba sangre por los cuatros costados. Isabel y Fernando eran los reyes que, a quien le daban la mano, lo levantaban, y así fui al campamento de Santa Fe en busca de su gracia. Por haberla logrado iba a ser almirante y virrey. Los dos eran, sin embargo, cristianos duros, y en su destino estaba descuadernar el orden viejo, desterrando a moros y judíos. Lo que vi en Granada y en Sevilla se me quedó grabado como una herida imposible de cerrar. Lloraba en la noche negra de mis recuerdos. A dos días del mes de enero, por fuerza de las armas, vide poner las banderas reales en las torres de la Alhambra, y vide salir al rey moro a las puertas de la ciudad y besar las reales manos de los reyes y del príncipe mi señor...

A pesar de siete siglos de guerra con los moros, Castilla y España toda, eran la patria de la convivencia en Europa. La frontera iba corriéndose de victoria en victoria, con tal lentitud que, en largos tiempos de reposo, cristianos y mahometanos se juntaban, como todos con los judíos. Cosas de hombres y mujeres, y ardores de la juventud y milagros de las bellezas en noches de luna llena... Algo de esto, pero jamás igual, ocurría en Londres, París, Roma o Bruselas. Eso sí, donde eran maravillas del mundo mezquitas y sinagogas y catedrales, era en Sevilla, en Toledo, en Granada. Se cruzaban hombres y mujeres de las tres religiones, como las ramas del arte en la arquitectura, como la lengua que estaba formándose a imagen y semejanza de cada nación, con voces y frases de cada una, a medida que se perdía entre las cosas idas del pasado el latín, imagen del caduco imperio. El latín acabó llamándose lengua muerta.

Yo sabía estas cosas por lo oído a la mesa, en mi casa. Sabía que los reyes viejos de Castilla y hasta los de 1492, habían tenido por consejeros, tesoreros, médicos, maestros a los de la nación hebrea tan doctos en estas cosas. Al entrar a Castilla por primera vez viniendo de Portugal, hube de ver que este pasado se rompía. Me sorprendía Isabel, con la gracia y la dureza ligadas en una misma palabra, cabalgando como amazona acorazada al frente de las tropas cristianas echando al rey moro, o firmando un decreto que era el puño de fierro golpeando a los judíos. Y yo vi salir de Castilla a los desterrados y fue la última imagen que me quedó de los reinos cerrados contra los hijos de Sión. No dije nada, primero por ser ya de los cristianos y luego por moverme dentro de la vasta muchedumbre silenciosa que se inclinó ante la fatalidad de un destino para quienes se habían formado en la lectura del éxodo bíblico. Humanamente, sabía que los nuevos desterrados eran carne de mi carne, hueso de mis huesos.

Hay oscuridades que aclaran lo que no es fácil ver con los papeles. Yo mismo ignoro cómo fue ocurriendo el tránsito que me llevó a militar con los católicos y solo sé que entré al mundo sin fe de bautismo cristiano. Que se busque en las iglesias de Génova el registro acostumbrado para indicar que una criatura se llevó a la pila bautismal, y no se hallará, para mí, huella alguna. Yo mismo me pregunto por qué cuando escribía a los reyes y al papa sobre mi deseo de destinar el oro de América a la reconquista de Jerusalén, nunca hablé del Santo Sepulcro, sino de la Casa Santa del Templo de Salomón. Veía una continuidad de la historia en el Nuevo Testamento. María era de la familia de David y esto me alentaba. Leía los libros de los Profetas y los registraba mentalmente como guardándolos en el estuche de plata de la Tora. En todo caso, saliendo en la Santa María en busca de Cipango y Catay, ponía delante de los reyes el nombre de mi nave como escudo contra todo riesgo. Pero ¿no llevaba por dentro la nostalgia de Castilla perdida cuando era el reino del encuentro de Cristo, de Mahoma y de todos los hijos de David?
Continúa...

Germán Arciniegas, La taberna de la Historia

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