sábado, 7 de marzo de 2009

El viejo y el mar (XIV)

Me pregunto por qué habrá dado ese nuevo impulsó, pensó. El alambre deber haber resbalado sobre la comba de su lomo. Con seguridad, su lomo no puede dolerle tanto como me duele el mío. Pero no puede seguir tirando eternamente de este bote, por grande que sea. Ahora todo lo que pudiera estorbar está despejado y tengo una gran reserva de sedal: no hay más que pedir.

-Pez -dijo dulcemente en voz alta-, seguiré hasta la muerte.

Y él seguirá también conmigo, me figuro, pensó el viejo, y se puso a esperar que fuera de día. Ahora, a esta hora próxima al amanecer, hacía frío y se apretó contra la madera en busca de calor. Voy a aguantar tanto como él, pensó. Y con la primera luz el sedal se extendió a lo lejos y hacia abajo en el agua. El bote se movía sin cesar y cuando se levantó el primer filo de sol fue a posarse sobre el hombro derecho del viejo.

-Se ha dirigido hacia el norte -dijo el viejo. La corriente nos habrá desviado mucho al este, pensó. Ojalá virara con la corriente. Eso indicaría que se está cansando.

Cuando el sol se hubo levantado más el viejo se dio cuenta de que el pez no se estaba cansando. Solo había una señal favorable. El sesgo del sedal indicaba que nadaba a menos profundidad. Eso no significaba, necesariamente, que fuera a brincar a la superficie. Pero pudiera hacerlo.

-Dios quiera que suba -dijo el viejo-. Tengo suficiente sedal para manejarlo.

Puede que si aumento un poquito la tensión le duela y surja a la superficie, pensó. Ahora que es de día, conviene que salga para que llene de aire los sacos a lo largo de su espinazo y no puedo luego descender a morir a las profundidades.

Trató de aumentar la tensión, pero el sedal había ido tensándose ya hasta casi romperse desde que había enganchado el pez, y al inclinarse hacia atrás, sintió la dura tensión de la cuerda y se dio cuenta de que no podía aumentarla.

Tengo que tener cuidado de no sacudirlo. Cada sacudida ensancha la herida que hace el anzuelo y si brinca pudiera soltarlo. De todos modos me siento mejor al venir el sol y por esta vez no tengo que mirarlo de frente.

Había algas amarillas en el sedal, pero el viejo sabía que eso no hacía más que aumentar la resistencia de la barca, y el viejo se alegró. Eran las algas amarillas del golfo, el sargazo, las que habían producido tanta fosforescencia de noche.

-Pez -dijo-, yo te quiero y te respeto muchísimo. Pero acabaré con tu vida antes de que termine este día.

Ojalá, pensó.

Un pajarito vino volando hacia la barca, procedente del norte. Era una especie de curruca que volaba muy bajo sobre el agua. El viejo se dio cuenta de que estaba muy cansado.

El pájaro llegó hasta la popa del bote y descansó allí. Luego voló en torno a la cabeza del viejo y fue a posarse en el sedal donde estaba más cómodo.

-¿Qué edad tienes? -. Preguntó el viejo al pájaro-. ¿Es este tu primer viaje?


Continúa...
Ernest Hemingway, El viejo y el mar

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