domingo, 15 de marzo de 2009

Los crímenes de la rue Morgue (XIV)

Habíamos dejado abierta la puerta delantera de la casa y el visitante había entrado, sin llamar, y había empezado a subir la escalera. Ahora, sin embargo, pareció dudar. Luego lo oímos bajar. Dupin se dirigía ya rápidamente hacia la puerta cuando lo oímos subir de nuevo. Esta vez no dio media vuelta, sino que siguió subiendo con decisión y llamó a la puerta de nuestro piso.

-Adelante -dijo Dupin, con tono alegre y confiado.

Entró un hombre. Era un marinero, evidentemente una persona alta, recia y musculosa, con una cierta expresión arrogante no del todo desagradable. Su rostro, muy bronceado, quedaba oculto en más de su mitad por sus patillas y su mostachito. Llevaba consigo un recio bastón de roble, casi un garrote pero, aparte de esto, parecía ir desarmado. Hizo una torpe inclinación de cabeza y nos dio "las buenas tardes". Con acento francés que, con una ligera entonación de Neuchàtel, daba a entender, con bastante claridad un origen parisino.

-Siéntese, amigo mío -dijo Dupin-. Supongo que ha venido usted por lo del orangután. Créame, casi le envidio por su posesión; un animal notablemente espléndido, y sin duda muy valioso. ¿Qué edad supone que tiene?

El marinero inspiró profundamente con el aire de un hombre aliviado de algún peso intolerable y luego respondió con tono más seguro:

-No tengo forma de decirlo..., pero no puede tener más de cuatro o cinco años. ¿Lo tiene usted aquí?

-Oh, no; en este lugar no disponemos de los medios necesarios para tenerlo. Se halla en una cuadra de la rue Dubourg, cerca de aquí. Podrá recogerlo mañana por la mañana. Por supuesto, vendrá usted preparado para identificar su propiedad.

-No lo dude, señor.

-Lamentaré separarme de él -dijo Dupin.

-No creo que se haya tomado usted todas estas molestias por nada, señor -dijo el hombre. Ni lo espero. Estoy dispuesto a pagar una recompensa por el hallazgo del animal... quiero decir, algo razonable.

-Bueno -respondió mi amigo-, todo esto es muy justo, por supuesto. ¡Déjeme pensar! ¿Qué puedo pedirle? ¡Oh! Se lo diré. Mi recompensa será ésta. Me dará usted toda la información que posea acerca de esos crímenes de la rue Morgue.

Dupin dijo estas últimas palabras con un tono muy bajo y muy tranquilo. Con la misma tranquilidad se dirigió hacia la puerta, la cerró con llave y se la metió en el bolsillo. Luego sacó una pistola y la depositó, sin el menor apresuramiento, sobre la mesa.

El rostro del marinero enrojeció como si estuviera luchando con la asfixia. Saltó en pie y agarró su bastón; pero al momento siguiente se derrumbó de nuevo en su silla, temblando violentamente y tan pálido como un muerto. No pronunció una palabra. Lo compadecí desde el fondo de mi corazón.

-Amigo mío -dijo Dupin con tono bondadoso-, se alarma usted innecesariamente, se lo aseguro. No pretendemos causarle ningún daño. Le juro por el honor de un caballero y de un francés que nuestra intención no es perjudicarle. Sé perfectamente bien que es usted inocente de las atrocidades de la rue Morgue. No negaré, sin embargo, que en cierta medida se halla usted implicado en ellas. Por lo que ya le he dicho, sabrá que poseo medios de información, medios en los cuales usted nunca habría soñado. Ahora las cosas están claras. No ha hecho usted nada que pudiera haber evitado..., nada, ciertamente, que le convierta en culpable. Ni siquiera es culpable de robo, cuando hubiera podido robar con toda impunidad. No tiene nada que ocultar. No tiene razón alguna para ocultarlo. Por otra parte, cualquier principio honorable le obliga a confesar todo lo que sepa. Un hombre inocente se halla en estos momentos en prisión, acusado de ese crimen cuyo autor puede usted señalar.

El marinero había recobrado, en gran medida, su presencia de ánimo, cuando Dupin pronunció estas palabras, pero toda su arrogancia original había desaparecido.

-¡Dios me ayude! -exclamó, tras una breve pausa-. Le diré todo lo que sé sobre este asunto, pero no espero que crea usted ni la mitad de lo que diga..., yo mismo jamás lo haría. Sin embargo, soy inocente, y aunque muera por ellos se lo contaré todo.

Lo que declaró fue, en sustancia, esto: recientemente había efectuado un viaje al archipiélago indio. Un grupo del que formaba parte, desembarcó en Borneo y se dirigió a su interior en una excursión de placer. Él y un compañero capturaron el orangután. La muerte de su compañero hizo que pasara a ser el único y exclusivo propietario del animal. Tras grandes problemas, ocasionados por la intratable ferocidad de su cautivo durante el viaje a casa, finalmente consiguió ponerlo a buen recaudo en su propia residencia en París, donde, para no atrae la desagradable curiosidad de sus vecinos, lo mantuvo cuidadosamente encerrado hasta que el animal se recuperara de una herida en el pie, causada por una astilla en el barco. Su objetivo era venderlo.

Al regresar a casa de una juerga con algunos marineros amigos, por la noche o, mejor dicho, la madrugada del día de los crímenes, halló al animal ocupando su propio dormitorio, al que había irrumpido tras forzar el paso desde la habitación contigua donde, creía él permanecía encerrado con toda seguridad. Navaja en mano y completamente enjabonado, estaba sentado ante un espejo, enfrascado en la tarea de poder afeitarse, una operación que sin duda había observado hacer a su amo a través del ojo de la cerradura. Aterrado ante la visión de un arma tan peligrosa en posesión de un animal tan feroz y capaz de usarla, el hombre, durante unos momentos, no supo qué hacer. Sin embargo, se había acostumbrado a apaciguar a la bestia, incluso en sus momentos de mayor ferocidad, mediante el uso de un látigo, y a eso recurrió ahora- Al ver el látigo, el orangután saltó de inmediato fuera de la habitación, bajó las escaleras y, luego, a través de una ventana, desgraciadamente abierta, salió a la calle...


Finaliza este cuento en la próxima entrega, el día 22 de marzo...
Edgar Allan Poe, Los crímenes de la rue Morgue

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