sábado, 7 de marzo de 2009

De la magia erótica al amor romántico (V)

¿Quién puso la Reina sobre el tablero? (IV)


¿Quiénes son esos nuevos poetas-músicos?

En este ir y venir de nuestra investigación como viajeros del tiempo, de pronto reparamos también en la presencia de una figura que se repite una y otra vez, sobre todo, en Aquitania, el centro irradiador de este escenario inicialmente occitano y progresivamente europeo. Se trata de un curioso personaje dedicado a componer canciones de un género nuevo y tiene la peculiaridad de que puede pertenecer a cualquier clase social. A veces es un rey o un gran duque o noble, pero también cultivan el mismo oficio personas de condición más humilde, e incluso criadas y pinches de cocina, según sostiene Ernest Scott en su libro El pueblo del secreto (Ed. Sirio, 1990). Estos últimos llevaban a menudo una vida itinerante como los beguines cátaros, peregrinando entre las distintas ciudades y cortes ducales de Aquitania. Son los trovadores.

Esta palabra "trovador" proyecta de inmediato en todos nosotros una representación mental estereotipada y familiar. El término evoca un paisaje medieval, con su castillo y la imagen de un juglar que canta sus quejas amorosas arrodillado ante la dama que venera y celebra. Esta figura convencional es un lugar común de nuestra cultura europea y refleja el aspecto más evidente del arte trovadoresco. Si examinamos la obra de los quinientos autores inventariados que cultivaron esta forma poética y musical, observamos que todas las composiciones giran en torno a un único tema: las cuitas de un enamorado que canta la desdicha de su pasión no correspondida ante el objeto de sus desvelos: una bella que siempre dice "no". También la situación es invariablemente la misma: la dama resulta inalcanzable; está casada con otro y su enamorado asume ante ella una relación de vasallaje. En el idioma provenzal de los trovadores -hermano del catalán-, la palabra donnoi designaba dicha relación de vasallaje por la cual el caballero se sometía a una dama reconocida como su Señora (Domina) y a quien a menudo el propio caballero otorgaba un título masculino, dirigiéndose a ella como a su Señor (Midon, en provenzal), fórmula que también se observa en la poesía mística sufi

Entre los siglos XII y XIV se compusieron miles de canciones que no son sino variaciones obsesivas de este único tópico. Asombra comprobar que todos los poemas podrían haber sido obras de un solo autor. Tanto la forma como el estilo y hasta el léxico están estrictamente formalizados. Desde nuestra óptica moderna resulta difícil explicarnos el enorme éxito de un arte que desterraba cualquier veleidad de ser original y se ceñía a unas normas prefijadas con una fidelidad que impedía al poeta cualquier innovación esencial. Las únicas diferencias que se aprecian entre un autor y otro están en el matiz, en la forma sutil de combinar el simbolismo fonético con las imágenes plásticas, en la mezcla de los colores que admitía la paleta verbal de la preceptiva trovadoreca, pero nunca en el tema, en el argumento o en la forma poética. Exteriormente el canto es rigurosamente convencional y se ciñe a la métrica y formas establecidas.

¿Cómo es posible que semejante reiteración monotemática invariable no solamente no aburriera a su auditorio extasiado durante más de dos siglos, sino que además se erigiera en la escuela poética dominante y en el embrión del que nació toda poesía europea, desde el humanismo italiano al siglo XX?

Desde el primer trovador conocido, Guillermo IX, séptimo conde de Poitiers y noveno duque de Aquitania -nacido en el siglo XI-, al último, el catalán Ausías March, que murió en el siglo XV, este arte se extendió por Francia, Alemania, Italia, Hungría, España y Portugal. Durante siglos, todos los poetas que integraron esta corriente se abstuvieron de innovar y se limitaron a repetir idéntica salmodia amorosa.

Sin embargo, en este ámbito volvemos a intuir una presencia misteriosa. Por lo pronto, alguien tuvo que inventar la forma poética, formalizar y acotar el léxico, crear el fondo común de las metáforas y figuras retóricas de las que echaron mano más tarde todos los trovadores. Sin embargo, no se trata de un género cuya evolución podamos seguir desde sus primeros balbuceos a la madurez. Ya en las primeras trovas se presenta como un arte maduro regido por una preceptiva rigurosa. Pero, ¿quién la fijó?, ¿de dónde fue tomado este canon? No podemos evitar preguntarnos, por tanto, si estamos ante la misma mano desconocida que puso la Dama en el centro del tablero de ajedrez, a la Virgen en el altar de las catedrales, a las doncellas custodiando el Santo Grial, y a la mujer en un plano destacado de la vida religiosa.

Si hay un hecho del que nadie puede dudar, aunque ignoremos la respuesta, es que la poesía trovadoresca no pudo nacer por generación espontánea de la nada en pleno siglo XII. Aunque ignoremos sus fuentes y orígenes no cabe negar que forzosamente debió tenerlos. Pero no hay en estas composiciones ni en las referencias que se hicieron ninguna referencia que nos permita identificar las bases sobre las cuales se creó este nuevo arte ni las fuentes en las que bebió. Naturalmente, los juglares no eran desconocidos, como tampoco los especialistas en cantar proezas épicas, como los bardos celtas y los juglares bretones que, como otros poetas en sus coplas, celebraron las aventuras del rey Arturo. En este universo imaginario, como en las novelas de caballería, estamos en un territorio espiritual común en el cual podemos observar idénticos ideales y valores. Pero el arte trovadoresco se inscribe sobre todo en el terreno de la lírica y tanto sus materiales como las convenciones poéticas que emplea son del todo extrañas a dichos antecedentes y, sobre todo, a esa "alma de multitud" que define al género épico como un gran fresco y representación del mundo.

Los trovadores no cantan la grandeza de un pueblo ni las hazañas de los héroes fundadores de una nación. Su universo se sitúa en el ámbito de la mayor intimidad personal. No se narran y describen acontecimientos -como sucede siempre en la épica-, sino que se sugieren y evocan sentimientos. El espíritu que lo define no es colectivo sino individual y la palabra no cumple en estas obras una función representativa, sino expresiva: el sentido no reside en lo que se dice, sino en un sustrato escondido al que lo dicho alude veladamente a través de claves crípticas. Esto supone una diferencia con aquellos relatos contemporáneos cuya temática y mundo imaginario son los mismos como la famosa leyenda de Tristán e Isolda o la historia de Abelardo y Eloísa, los amantes apasionados.

La denominación "trovador" no nos ayuda gran cosa, dado que denota el arte de "trobar", verbo que tiene en provenzal significado ambiguo y designa tanto el acto de "encontrar" como el de "inventar" o "componer un discurso empleando las palabras en sentido figurado". En consecuencia, la etimología de la palabra puede aludir tanto a un legado anterior que se recoge (encontrar) como a una creación original (inventar). O bien a ambas cosas al mismo tiempo, como veremos en los próximos capítulos.

Continúa...
Luis G. La Cruz, El secreto de los trovadores

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