jueves, 5 de marzo de 2009

VARIUS MULTIPLEX MULTIFORMIS (VI)



De haberse prolongado en exceso, esta vida en Roma me hubiera agriado, corrompido o gastado. Me salvó el reingreso en el ejército, que también tiene sus compromisos pero más sencillos. La incorporación significaba viajar, y me puse en marcha lleno de júbilo. Había sido nombrado tribuno en la Décima Legión, la coadjutora; pasé a orillas del alto Danubio algunos meses lluviosos de otoño, sin otro compañero que un libro de Plutarco que acababa de aparece. En noviembre fui trasladado a la Quinta Legión Macedonia acantonada entonces (y aún hoy) en la desembocadura del mismo río, en las fronteras de la Moesia inferior. La nieve que bloqueaba las rutas me impidió viajar por tierra. Embarqué en Pola y apenas tuve tiempo de visitar otra vez Atenas, donde más tarde habría de vivir largo tiempo. La noticia del asesinato de Domiciano, anunciada a los pocos días de mi llegada al campamento, no asombró a nadie y alegró a todo el mundo. Trajano no tardó en ser adoptado por Nerva; la avanzada edad del nuevo príncipe daba a esta sucesión un carácter perentorio. La política de conquistas, en la que mi primo se proponía lanzar a Roma según era notorio, los reagrupamientos de tropas que empezaban a cumplirse, la severidad progresiva de la disciplina, mantenían al ejército en un estado de efervescencia y expectativa. Aquellas legiones danubianas funcionaban con la precisión de una máquina de guerra bien engrasada; no se parecían en nada a las soñolientas guarniciones que yo había conocido en España. Lo que es más importante, la atención del ejército había dejado de concentrarse en las querellas de palacio para fijarse en los asuntos exteriores del imperio; nuestras tropas no se reducían ya a una banda de lictores prontos a aclamar o a degollar a cualquiera. Los oficiales más inteligentes se esforzaban por distinguir un plan general en esas reorganizaciones de las que participaban, por prever el futuro nacional y no solamente el suyo propio. Por lo demás aquellos acontecimientos, que atravesaban la primera etapa de su crecimiento, provocaban no pocos comentarios ridículos; todas las noches las mesas de los oficiales quedaban cubiertas de planes estratégicos tan gratuitos como inhábiles. El patriotismo romano, la creencia inquebrantable en los beneficios de nuestra autoridad y en la misión de Roma sobre los pueblos, asumían en aquellos profesionales un brutalidad a la cual yo no estaba aún acostumbrado. En las fronteras donde precisamente hubiera hecho falta cierta habilidad, por lo menos momentánea, para obtener la adhesión de algunos jefes nómadas, el soldado eclipsaba por completo al estadista; los trabajos forzados y las requisiciones daban lugar a abusos que no asombraban a nadie. Gracias a las divisiones contínuas entre los bárbaros, la situación en el nordeste era más favorable que nunca; incluso dudo de que las guerras posteriores la hayan mejorado. Los incidentes fronterizos nos causaban pocas pérdidas, solo inquietantes por su repetición contínua; reconozcamos que ese perpetuo quién vive servía por lo menos el espíritu militar. Estaba persuadido sin embargo de que un menor número de demostraciones, unido al ejercicio de una actividad mental, hubiera bastado para someter a ciertos jefes, para ganar la adhesión de los otros y decidí consagrarme a esta última tarea que todo el mundo desdeñaba.

Impulsábamos a ella mi gusto por el extrañamiento; me placía frecuentar a los bárbaros. Aquel gran país situado entre las bocas del Danubio y las del Borístenes, triángulo del cual recorrí por lo menos dos lados, se cuenta entre las regiones más soprendentes del mundo, al menos para nosotros, hombres nacidos a orillas del Mar Interior, habituados a los paisajes puros y secos del sur, a las colinas y penínsulas. Allí adoré a la diosa Tierra, como aquí adoramos a la diosa Roma, y no hablos de Ceres sino de una divinidad más antigua, anterior a la invención de los cultivos. Nuestro suelo griego o latino, sostenido por la osamenta de las rocas, posee la elegancia ceñida de un cuerpo masculino; la tierra escita tenía la abundancia algo pesada de un cuerpo reclinado de mujer. La llanura solo acababa en el cielo. Frente al milagro de los ríos mi maravilla no tenía fin; aquella vasta tierra vacía era tan solo una pendiente y un lecho para ellos. Nuestros ríos son cortos y jamás nos sentimos lejos de sus fuentes. Pero el enorme caudal que acababa aquí en confusos estuarios, arrastraba consigo los limnos de un continente desconocido, los hielos de regiones inhabitables. El frío de una meseta española no es inferior a ningún otro, pero por primera vez me hallaba cara a cara con el verdadero invierno, que en nuestras regiones solo hace apariciones breves, mientras allá se mantiene durante largos meses, y más al norte se lo adivina inmutable, sin comienzo ni fin. La noche de mi llegada al campo, el Danubio era una inmensa ruta de hielo rojo, y más tarde de hielo azul, en la que el trabajo interior de las corrientes marcaba huellas tan hondas como las de los cerros. Nos protegíamos del frío con pieles. La presencia de ese enemigo impersonal, casi abstracto, provocaba una excitación extraordinaria, una sensación creciente de energía. Luchábamos por conservar ese calor, como en otras parte luchábamos para conservar el coraje. Ciertos días en la estepa, la nieve borraba todos los planos, ya poco harto apreciables; se galopaba en un mundo de espacio puro, de puros átomos. La helada daba a las cosas más triviales y blandas una transparencia y una dureza celestes. Un junco quebrado se convertía en una flauta de cristal. Assar, mi guía caucásico, rompía hielo al atardecer para abrevar nuestros caballos. Aquellas bestias eran uno de nuestros puntos de contacto más útiles con los bárbaros; los regateos y las interminables discusiones originaban una especie de amistad y el respeto mutuo nacía de alguna proeza ecuestre. De noche, los fuegos del campamento iluminaban los extraordinarios brincos de los bailarines de estrecha cintura y sus extravagantes brazaletes de oro.



Continúa...
Marguerite Yourcenar, Memorias de Adriano

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