sábado, 14 de marzo de 2009

El rey Arturo y sus caballeros (IX) - Merlín




Ban y Bors irrumpieron con tal fiereza al mando de sus diez mil hombres, que las reservas del norte debieron volver al combate pese a no haber descansado. Y el rey Lot sollozaba con motivo al ver muertos a tantos y tantos buenos caballeros.


Ahora el rey Arturo y sus aliados Ban y Bors luchaban hombro a hombro y mataban y herían a muchos guerreros, dominados por la fatiga y el pavor, dejaban el campo y huían para salvar la vida.


En el bando rebelde el rey Lot y Morganoure y el de los Cien Caballeros mantuvieron el orden en sus filas y lucharon con bravura y firmeza. El joven señor vió los estragos que causaba el rey Ban y se propuso dejarlo fuera de combate. Puso la lanza en ristre y acometió contra Ban, golpeándolo en el yelmo y dejándolo aturdido. Pero rey Ban meneó la cabeza, poseído por el furor de la lucha, y espoleó a su montura, en persecución de su oponente, quien, viéndolo venir embrazó el escudo y afrontó la carga.


La gran espada del rey Ban atravesó el escudo y la cota de malla y las guarniciones de acero del caballo. La hoja penetró en el espinazo de la bestia, que al caer arrancó el arma de la mano del rey Ban.


El joven señor se libró del caballo caído y hundió la espada en el vientre del caballo de Ban. Entonces Ban brincó en busca de su acero y le asestó al joven señor una estocada en el yelmo, tan vigorosa que lo derribó. Entre tanto, proseguía la matanza de los buenos caballeros y peones.

En medio de la confusión apareció el rey Arturo y halló al rey Ban de pie entre cadáveres de hombres y brutos, luchando como un león herido y trazando con su espada un círculo que ningún hombre podía penetrar con impunidad.

El rey Arturo ofrecía un espectáculo formidable. Su escudo estaba a tal punto cubierto de sangre que el emblema resultaba irreconocible; la sangre y los sesos se escurrían por la hoja embadurnada. Próximo a él, Arturo vio un caballero bien montado en un hermoso caballo, y atacándolo con su espada le hendió el yelmo, partiéndole los dientes y los sesos. Luego tornó el caballo y se lo dio al rey Ban, diciéndole:

-Hermano, aquí tienen un caballo. Lamento tus heridas.

-No tardarán en cerrar- dijo Ban-. Confío que Dios no permita que las que recibí sean tan grandes como algunas de las que abrí.

-Sin duda -dijo Arturo-. Vi desde lejos tus proezas aunque no pude acudir antes en tu auxilio.

La carnicería continuó y al fin el rey Arturo ordenó un alto, y no sin dificultad los tres reyes obligaron a sus hombres a dejar el combate y retirarse del bosque. Luego vadearon un riacho y los hombres se tendieron a dormir en la hierba, pues no habían reposado dos días y una noche.

Los once señores del norte se reunieron en el ensangrentado campo de batalla, abrumados por la tristeza y la pesadumbre. No habían perdido pero tampoco habían triunfado.

El rey Arturo se maravilló de la bravura de los caballeros del norte, y también él se enfureció por no haber perdido ni ganado.

Pero los reyes franceses le hablaron cortésmente diciéndole:

-No debes culparlos. No han hecho sino cuanto incumbe a un buen guerrero. -Y el rey Ban añadió-: A fe mía, son los caballeros más valerosos y los señores más dignos. - Y luego-: Si fueran tus hombres, ningún rey en el mundo podría alardear de contar con semejante ejército.

-Aun así -dijo Arturo-, no esperéis que los ame por ello, pues tienen el propósito de destruirme.

-Eso lo sabemos bien, pues lo hemos visto -dijeron los reyes-. Son tus enemigos mortales y así lo han demostrado. Pero son tan buenos caballeros que es una lástima que estén en tu contra.

Entre tanto, los once señores se congregaron en el campo de sangre y destrucción y el rey Lot los interpeló hablándoles de esta manera:

-Señores míos, debemos descubrir un nuevo modo de atacar o la guerra proseguirá como hasta ahora. Véis en derredor a nuestros hombres caídos. Creo que buena parte de nuestro fracaso se debe a nuestros peones. Se mueven con excesiva lentitud, de modo que los jinetes deben aguardarlos o bien ser muertos al procurar salvarlos. Soy de la opinión que durante la noche despidamos a los soldados de a pie. Los bosques los ocultarán y el noble rey Arturo no se molestará en perseguir peones. Bien pueden ponerse a salvo. Mientras tanto, apretemos filas e impongamos la norma de que quien trate de huir será ejecutado. Es mejor matar a un cobarde que ser muerto por su culpa. ¿Cuál es vuestro parecer? -concluyó Lot-. Respondédme... todos.

-Estás en lo cierto -dijo sir Nentres, y los otros señores fueron de la misma opinión. Luego juraron recíproca lealtad en la vida y en la muerte. Tras esta solemne decisión, repararon sus arneses y limpiaron y pusieron a punto sus armas. Luego montaron a caballo e irguieron sus nuevas lanzas apoyándolas contra los muslos, mientras mantenían sus monturas rígidas e inmóviles como piedras. Cuando Arturo, Ban y Bors los vieron en el campo no pudieron menos que admirarlos por su disciplina y denuedo caballeresco.

Entonces cuarenta de los mejores caballero del rey Arturo solicitaron la venia para arremeter contra el enemigo y quebrar su línea de batalla. Y estos cuarenta picaron espuelas y partieron a todo galope, mientras los señores bajaban las lanzas y los enfrentaban con gran ímpetu, con lo cual prosiguió la esforzada y mortífera contienda. Arturo, Ban y Bors volvieron a unirse a la lucha y mataron hombres a diestro y siniestro. En el campo se apiñaban los caídos, y los caballos resbalaban en la sangre y tenían las patas enrojecidas hasta las cernejas. Pero los hombres de Arturo fueron paulatinamente doblegados por la disciplina de hierro de la gente del norte y debieron vadear una vez más el riacho por el que habían cruzado.

En eso vino Merlín galopando sobre un gran caballo y le gritó al rey Arturo:

-¿Nunca te detendrás? ¿No has hecho bastante? De sesenta mil hombres que iniciaron la batalla, solo quince mil quedan con vida. Es hora de ponerle un alto a la matanza, o de lo contrario Dios se enfurecerá contigo...





Continúa...

John Steinbeck, El rey Arturo y sus caballeros

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