viernes, 20 de marzo de 2009

La prisionera (VII)


...

De Albertine, en cambio, ya no tenía yo nada que aprender. Todos los días me parecía menos hermosa. Solo el deseo que excitaba en los demás -cuando, al enterarme, empezaba a sufrir y quería disputársela- la ponía ante mí por las nubes. Era capaz de causarme sufrimiento, en modo alguno alegría. Solo por el sufrimiento subsistía mi aburrido apego. En cuanto desaparecía -y con ella el deseo de aplacarla, que requería todo mi esmero, como una distracción atroz- sentía yo la nada que era para mí, que debía yo ser para ella. Me sentía desdichado porque se prolongaba aquella situación y a veces deseaba enterarme de algo espantoso que hubiera hecho ella y que hubiese podido -hasta que me hubiera yo curado- malquistarnos, lo que nos permitiría reconciliarnos, rehacer -diferente y más flexible- la cadena que nos tenía atados. Entre tanto, yo encargaba a mil circunstancias, mil placeres, que le procuraran junto a mí la ilusión de esa felicidad que no me sentía capaz de darle. Me habría gustado, en cuanto me curara partir para Venecia, pero, ¿cómo iba a hacerlo, si me casaba con Albertine, yo, tan celoso de ella, que, incluso en París, en cuanto me decidía a moverme era para salir con ella? E incluso cuando me quedaba en casa toda la tarde, mi pensamiento la seguía en su paseo, describía un horizonte lejano, azulado, engendraba en torno al centro que era yo una zona móvil de incertidumbre y vaguedad.

"¡Cómo me evitaría Albertine", me decía yo "las angustias de la separación, si durante uno de aquellos paseos, al ver que yo había dejado de hablarle del matrimonio, se decidía a no volver y se marchaba a casa de su tía, sin que hubiera tenido que despedirme de ella!" Mi corazón, desde que su herida cicatrizaba, empezaba a dejar de adherirse al de mi amiga; mediante la imaginación podía desplazarla, alejarla de mí, sin sufrir. Seguramente, a falta de mí cualquier otro sería su esposo y ella, libre, tendría tal vez aquellas aventuras que me horrorizaban, pero hacía un tiempo tan hermoso, estaba tan seguro de que ella volvería por la noche, que, aun cuando me viniera a las mientes aquella idea de sus posibles faltas, no podía aprisionarla mediante un acto libre en una parte de mi cerebro, en la que no tenía más importancia que los vicios de una persona imaginaria en mi vida real; al poner en movimiento los goznes flexibilizados de mi pensamiento había superado -con una energía que sentía, en mi cabeza, a la vez física y mental: como un movimiento muscular y una iniciativa espiritual- el estado de preocupación habitual en el que me había visto confinado hasta entonces y empezaba a moverme al aire libre, desde donde sacrificarlo todo para impedir el matrimonio de Albertine con otro y poner obstáculos a su gusto por las mujeres parecía tan poco razonable para mí mismo como para alguien que no la hubiera conocido. Por lo demás, los celos son una de esas enfermedades intermitentes cuya causa es caprichosa, imperativa, siempre idéntica en el mismo enfermo, a veces enteramente distinta en otro. Hay asmáticos que solo calman su ataque abriendo las ventanas, respirando el viento fuerte, un aire preso en las alturas, otros refugiándose en el centro de la ciudad en una habitación ahumada. No hay celoso cuyos celos no admitan ciertas derogaciones. Uno consiente ser engañado con tal de que se lo digan, otro con tal de que se lo oculten, en lo que uno no es menos absurdo que el otro, pues, si bien el segundo es engañado más verdaderamente, en el sentido de que le ocultan la verdad, el primero reclama en esa verdad el alimento, la extensión, la renovación de sus sufrimientos.

Más aún: esas dos manías inversas de los celos superan con frecuencia las palabras ya imploren o nieguen las confidencias. Vemos a celosos que solo lo están de hombres con quienes su amante tiene relaciones lejos de ellos, pero permiten que se entregue a otro hombre si es con su autorización, cerca de ellos y, ya que no delante de su vista incluso, al menos bajo su techo. Ese caso es bastante frecuente entre los hombres de edad enamorados de una joven. Notan la dificultad para gustarle, a veces la impotencia para satisfacerla, y, antes que verse engañados, prefieren dejar que acuda a su casa, en un cuarto contiguo, alguien a quien consideran incapaz de darle malos consejos, pero no placer. En el caso de otros, sucede todo lo contrario: al no dejar a su amante salir sola ni un minuto por una ciudad que conocen, al mantenerla en una auténtica esclavitud, le conceden permiso para marcharse durante un mes a un país que no conocen donde no pueden imaginarse lo que hará. Yo tenía para Albertine esas dos clases de manía calmante. No me habría sentido celoso, si ella, hubiera disfrutado de placeres cerca de mí, alentados por mí, que habría mantenido enteramente bajo mi vigilancia, con lo que me habría evitado el miedo de la mentira; tampoco lo habría estado tal vez, si se hubiera marchado a un país bastante desconocido para mí y alejado para que no pudiese yo imaginar ni tener la posibilidad y la tentación de conocer su estilo de vida. En los dos casos la duda habría sido suprimida por un conocimiento o una ignorancia totalmente completas.


Continúa...
Marcel Proust, La prisionera

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