sábado, 21 de marzo de 2009

Los crímenes de la rue Morgue (Final del cuento)

El francés lo siguió, desesperado: el mono, con la navaja aún en la mano se detenía ocasionalmente para mirar hacia atrás y hacer gestos a su perseguidor, hasta que este último estaba a punto de alcanzarle. Entonces se distanciaba de nuevo. De esta forma prosiguió la persecución durante largo rato. Las calles estaban profundamente tranquilas, pues eran casi las tres de la madrugada. Al pasar por una callejuela en la parte de atrás de la rue Morgue, la atención del fugitivo se vio atraída por una luz que brillaba en la ventana abierta de la habitación de madame L'Espanaye, en el cuarto piso de su casa. Corrió hacia el edificio, vio el cable del pararrayos, trepó por él con una inconcebible agilidad, aferró el postigo, que estaba completamente abierto contra la pared y por ese medio, saltó directamente sobre el armazón de la cama. Todo aquello ocupó menos de un minuto. El postigo osciló en un rebote y quedó de nuevo abierto una vez el orangután hubo entrado en la habitación.

Mientras tanto, el marinero se sintió a la vez regocijado y perplejo. Tenía ahora muchas esperanzas de volver a capturar al bruto, puesto que dificilmente podía escapar de la trampa en que se había metido, excepto por el cable donde podía ser interceptado cuando descendiera. Por otra parte había muchos motivos para preocuparse respecto a lo que podía hacer en la casa. Esta última reflexión animó al hombre a seguir al fugitivo. Es fácil subir por el cable de un pararrayos, especialmente para un marinero, pero cuando llegó a la altura de la ventana que se hallaba lejos a su izquierda, su carrera se vio detenida; lo máximo que podía lograr era tenderse para echar un vistazo al interior de la habitación. Y cuando hizo esto estuvo a punto de soltar el cable y caer a causa del exceso de horror. Fue entonces cuando brotaron en la noche aquellos horribles chillidos que despertaron de su sueño a todos los vecinos de la rue Morgue. Madame L'Espanaye y su hija, vestidas con sus camisones, habían estado al parecer ocupadas en arreglar algunos papeles en el cofre de hierro ya mencionado, que había sido arrastrado hasta el centro de la estancia. Estaba abierto, y su contenido se hallaba colocado a su lado en el suelo. Las víctimas debían de estar sentadas de espaldas a la ventana; y, en el tiempo transcurrido entre la entrada del animal y los gritos, parece probable que no se hubieran dado cuenta inmediatamente de lo que ocurría. El golpeteo del postigo debió de ser atribuido al viento.

Cuando el marinero miró al interior, el gigantesco animal había agarrado a madame L'Espanaye por el pelo (que lo llevaba suelto puesto que lo había estado peinando) y estaba esgrimiendo la navaja ante su rostro imitando los movimientos de un barbero. La hija yacía postrada e inmóvil; se había desvanecido. Los gritos y forcejeos de la vieja dama (durante los cuales le fue arrancado el pelo de su cabeza) tuvieron el efecto de transformar los probablemente pacíficos propósitos del orangután en pura cólera. Con un decidido barrido de su musculoso brazo, casi seccionó la cabeza de la mujer separándola de su cuerpo. La vista de la sangre convirtió su furia en frenesí. Rechinando los dientes, y llameando fuego por los ojos, saltó sobre el cuerpo de la muchacha y clavó sus terribles garras en su garganta, reteniendo a su presa hasta que expiró. Sus extraviadas y feroces miradas se posaron en aquel momento sobre la cabecera de la mesa donde el rostro de su amo rígido por horror era apenas discernible. La furia del animal, que sin duda tenía presente el temido látigo se convirtió al instante en miedo. Consciente de que merecía ser castigado, pareció deseoso de ocultar sus sangrientas acciones y fue de un lado para el otro de la habitación en una agonía de excitación nerviosa, derribando y rompiendo los muebles a su paso y arrastrando la cama fuera de su armazón. Finalmente, agarró primero el cadáver de la hija y lo metió chimenea arriba, como sería encontrado; luego tomó el de la vieja dama y la arrojó de inmediato a través de la ventana.

Mientras el mono se acercaba a la ventana con su mutilada carga, el marinero se aferró aterrado al cable y, más deslizándose que bajándose por él, se fue a toda prisa de vuelta a su casa, temeroso de las consecuencias de la carnicería y abandonado de buen grado, en su terror cualquier preocupación por el destino del orangután. Las palabras oídas por el grupo en la escalera fueron, pues, las exclamaciones de horror y espanto del francés mezcladas con el diabólico parloteo del bruto.

Apenas tengo nada más que añadir. El orangután debió escapar de la habitación por el cable justo antes de que el grupo violentara la puerta. Debió de cerrar la ventana tras cruzarla. Más tarde fue capturado por su propietario que obtuvo por él una espléndida suma del Jardín des Plantes. Le Bon fue soltado al instante tras nuestra narración de lo ocurrido (con algunos comentarios de Dupin) en el bureau del prefecto de policía. Este funcionario pese a su buena disposición hacia mi amigo, no pudo ocultar por completo su irritación ante el sesgo que habían tomado las cosas, y se permitió pronunciar uno o dos sarcasmos acerca de lo conveniente que sería que todo el mundo sólo en sus propios asuntos.

-Dejémosle hablar -dijo Dupin, que no había considerado necesario responderle-. Dejemos que diga lo que quiera; eso aliviará su conciencia. Me siento satisfecho de haberle derrotado en su propio castillo. Sin embargo, el hecho de que haya fracasado en la solución de este misterio no es tan extraño como él supone porque, en realidad, nuestro amigo el prefecto es un poco demasiado astuto como para ser profundo. En su sabiduría no hay base. Es todo cabeza y nada de cuerpo, como las imágenes de la diosa Laverna o, en el mejor de los casos, todo cabeza y hombros, como un bacalao. Pero, después de todo, es una buena persona. Me gusta especialmente por su rasgo maestro de 'caer parado', gracias al cual ha alcanzado su reputación de ingeniosidad. Me refiero a la forma que tiene "de nier ce qui est, et d'expliquer ce qui n'est pas".

Fin - The End - Fine

Edgar Allan Poe, Los crímenes de la rue Morgue